LIBRO I. Eduardo
Capítulo 1

Ludlow

Septiembre de 1459


Ricardo no se asustó hasta que la oscuridad empezó a envolver el bosque. A la luz evanescente, los árboles cobraban formas desconocidas y amenazadoras. Había movimiento en las sombras. Ramas bajas le entorpecían el paso; hojas mojadas por la lluvia le rozaban las mejillas. Oyó ruido a sus espaldas y apuró la marcha, hasta que tropezó con las raíces expuestas de un enorme roble y cayó de bruces en la oscuridad. Horrores desconocidos se le abalanzaron, sujetándolo al suelo. Algo le quemaba el cuello; tenía el rostro apretado contra la tierra húmeda. Se quedó muy quieto, pero sólo oyó los ecos trémulos de su propia respiración. Al abrir los ojos, vio que había caído en un matorral, y sólo era cautivo de zarzas y ramillas que había roto con el peso del cuerpo.

Ya no se ahogaba de miedo; la ola retrocedía, dejándole un ardor de vergüenza en la cara. Agradeció que nadie estuviera allí para presenciar su fuga. Se consideraba demasiado mayor para ser tan fácil presa del pánico, pues dentro de ocho días cumpliría siete años. Se liberó de los arbustos y se sentó. Tras un instante de reflexión, se guareció en una encina chamuscada por el rayo. Se acurrucó contra el tronco y se dispuso a esperar a que Ned lo encontrara.

Ned vendría, sin duda. Sólo esperaba que viniera pronto, y mientras aguardaba trató de evocar la luz del día, de no pensar en todo lo que podía acechar en las tinieblas que rodeaban la encina.

Le costaba entender que un día tan perfecto pudiera arruinarse de golpe. La mañana había amanecido con promesas infinitas, y cuando Joan sucumbió a sus ruegos y aceptó llevarlo a cabalgar por los senderos del bosque de Whitcliffe, su ánimo había mejorado. Su emoción resultó contagiosa y su pony respondió con brío inusitado a sus espoleos, lanzándose al galope antes de trasponer la puerta del patio externo del castillo.

Mientras Joan lo seguía como una sombra indulgente y parsimoniosa, recorrió la aldea como una tromba. Rodeó dos veces la cruz del mercado, brincó sobre el viejo perro que dormitaba en la calle junto a Broad Gate y frenó ante la pequeña capilla de Santa Catalina, que se erguía sobre el puente de Ludford. Como Joan aún no estaba a la vista, se inclinó temerariamente sobre el arco de piedra y arrojó una moneda a la corriente turbulenta. Un muchacho de la aldea le había asegurado que así obtendría una gran fortuna, y Ricardo creyó en esa superstición a pies juntillas mientras la moneda se hundía.

Venían jinetes por la carretera que conducía a Leominster, hacia el sur. Precedía la marcha un caballo blanco con una extraña estrella oscura, la montura favorita del hermano favorito de Ricardo. Ricardo lanzó su pony hacia ellos en una cabalgada frenética.

Ned no llevaba armadura y el viento le arremolinaba el pelo castaño moteado de sol. Como de costumbre, era más alto que sus acompañantes; Ricardo había visto pocos hombres de la talla de Ned, que medía seis pies más tres dedos enteros. Era conde de March, señor de Wigmore y Clare, el mayor de los cuatro hijos varones del duque de York. A los diecisiete años, Ned era, a ojos de Ricardo, un hombre cabal. En esa estival mañana de septiembre, nada le complacía más que encontrarse con él. Si Ned lo hubiera permitido, Ricardo no lo habría dejado ni a sol ni a sombra.

Ricardo pensó que Joan también estaba complacida de ver a Ned. Su rostro cobró el color de los pétalos de rosa. Miraba a Ned de soslayo, riendo con las pestañas, tal como les había visto hacer a otras muchachas con Ned. Ricardo se alegraba; quería que Joan simpatizara con su hermano. La opinión de Joan era muy importante para él. Esa primavera se había mudado al castillo de Ludlow, y las niñeras que había tenido antes no eran como Joan; eran agrias, de labios finos, no usaban delantal y no tenían sentido del humor. Joan olía a girasoles y tenía un cabello brillante y bruñido, suave y rojo como piel de zorro. Se reía de sus acertijos y le contaba cautivadoras historias sobre unicornios, caballeros y cruzadas en Tierra Santa.

Viendo que le sonreía a Ned, Ricardo sintió satisfacción y deleite, pues no podía creer que Ned fuera a acompañarlos. Ned despidió a su escolta, indicándole que siguiera adelante. Ante la perspectiva de pasar un día entero en compañía de estas dos personas que amaba, Ricardo se preguntó por qué nunca había pensado en arrojar una moneda desde el puente.

Parecía que ese día superaría todas sus expectativas. Ned estaba de buen humor; se reía mucho y le contaba a Ricardo anécdotas de su infancia en Ludlow con Edmundo, el hermano de ambos. Se ofreció a mostrarle cómo había pescado anguilas en las torrentosas aguas del Teme y prometió llevarlo a la feria que se celebraría en Ludlow dentro de cuatro días. Convenció a Joan de quitarse la toca que le cubría el cabello y, con dedos ágiles, desanudó diestramente las trenzas que relucían como oro rojo.

Ricardo quedó maravillado, cautivado por esa súbita cascada de color radiante; se consideraba que el pelo rojo traía mala suerte, pero él no entendía por qué. Joan sonrió y pidió la daga de Ned para cortar un bucle, lo envolvió en su pañuelo y lo metió en el jubón de Ricardo. Ned también reclamó un bucle, pero Joan parecía reacia a dárselo. Ricardo hurgó en el cesto de Joan mientras Ned y Joan intercambiaban murmullos, y luego susurros y carcajadas. Cuando volvió a mirarlos, Ricardo vio que Ned tenía un bucle del cabello de Joan, que volvió a ponerse del color de los pétalos de rosa.

Cuando el sol estuvo alto, desempacaron la comida que Joan llevaba en el cesto y usaron la daga de Ned para rebanar el pan blanco y cortar gruesas rodajas de queso. Ned devoró casi toda la comida, y luego compartió una manzana con Joan, y se pasaron la fruta una y otra vez, dando mordiscos, hasta que sólo quedó el cabo.

Después se tendieron en la manta de Joan y buscaron tréboles de la buena suerte en la hierba. Ricardo ganó y fue premiado con el último de los confites azucarados. El sol estaba caliente, el aire fragante con las últimas flores de septiembre. Ricardo rodó sobre el vientre para escapar de Ned, que estaba empecinado en hacerle cosquillas en la nariz con un mechón del cabello de Joan. Al rato se durmió. Cuando despertó, estaba solo, envuelto con la manta. Al incorporarse, vio a su pony y la yegua de Joan aún amarrados en el claro. Pero el caballo blanco de Ned no estaba.

Ricardo se sintió más ofendido que alarmado. No le parecía justo que lo abandonaran mientras dormía, pero los adultos a menudo eran injustos con los niños y nada se podía hacer para remediarlo. Se acostó en la manta para esperar; ni por asomo se le ocurrió que no vendrían. Hurgó en el cesto, terminó los restos del pan blanco y, echándose de espaldas, contempló las nubes que se formaban en el cielo.

Pronto se aburrió y decidió que tenía derecho a explorar el claro mientras aguardaba. Para su deleite, descubrió un arroyo poco profundo, una cintilla de agua que serpenteaba por la hierba y se internaba en la arboleda. Tendido de bruces en la orilla, vislumbró sombras plateadas que nadaban velozmente en las ondas heladas, pero no logró capturar ninguno de esos pececillos fantasmales.

Entonces vio al zorro; lo observaba desde la otra margen con ojos negros y fijos, y parecía una estatua en vez de un animal de carne y hueso. Ricardo se quedó tieso. Días atrás había encontrado un cachorro de zorro abandonado en los prados que rodeaban la aldea. Durante una semana había tratado de domesticar esa criatura salvaje con éxito limitado, pero cometió el descuido de permitir que su madre viera las dentelladas que tenía en la palma, y ella le dio a elegir entre liberarlo o ahogarlo. Ahora sentía una emoción palpitante, la certeza absoluta de que ese animal era su antigua mascota. Se levantó con cuidado, buscó guijarros que le permitieran cruzar el arroyo. El zorro volvió a internarse en el bosque, sin aparentar alarma. Ricardo decidió seguirlo.

Una hora después, tuvo que aceptar que había perdido al zorro y la orientación. Se había alejado del claro donde estaban atados los caballos. Llamó a Ned a gritos, pero sólo oyó el susurro sobresaltado de criaturas del bosque que se asustaban de la voz humana. Al atardecer empezaron a acumularse nubes; al fin el cielo azul se agrisó, y empezó a lloviznar. Ricardo había tratado de orientarse por el sol, sabiendo que Ludlow se encontraba al este. Ahora estaba totalmente extraviado y sintió las primeras punzadas de miedo, y al llegar la oscuridad sucumbió al pánico.

No supo cuánto tiempo estuvo acurrucado bajo la encina. El tiempo parecía haber perdido sus propiedades habituales, y los minutos se alargaban en proporciones irreconocibles. Trató de contar hacia atrás a partir de cien, pero había lagunas en su memoria, y le costaba recordar números que tendría que haber sabido sin titubeos.

– ¡Dickon! ¡Grita si puedes oírme!

Ricardo sintió un alivio que le hizo doler la garganta.

– ¡Aquí, Edmundo, estoy aquí! -gritó, y poco después su hermano lo subió al caballo.

Aferrando a Ricardo sobre la silla, Edmundo volvió grupas y permitió que el animal encontrara su rumbo en la tupida maraña de arbustos. Una vez que salieron al claro de luna, sometió a Ricardo a una evaluación crítica.

– ¡Qué desaliñado estás! ¿Te has lastimado, Dickon?

– No, sólo tengo hambre. -Ricardo sonrió con timidez. Edmundo, que tenía dieciséis años, era menos accesible que Ned y solía reaccionar con impaciencia o, cuando lo provocaban, con un rápido puñetazo.

– Estás en deuda conmigo, hermanito. Te aseguro que hay actividades nocturnas más gratas que explorar el bosque para buscarte. La próxima vez que se te ocurra escaparte, esperaré a que los lobos te encuentren primero.

Ricardo no siempre distinguía si Edmundo hablaba en serio. Esta vez, sin embargo, reparó en una sonrisa delatora, supo que Edmundo bromeaba, y se rió.

– No hay lobos… -empezó, y luego cayó en la cuenta de lo que había dicho Edmundo-. No me escapé, Edmundo. Me perdí siguiendo a mi zorro… ¿Recuerdas, el que domestiqué? Mientras esperaba a que Ned regresara. -Se interrumpió y clavó los ojos en Edmundo, mordiéndose el labio.

– Debí adivinarlo -murmuró Edmundo-. Ese botarate. Él sabe muy bien lo que piensa nuestro padre de refocilarse con las mujeres de la servidumbre. -Miró a Ricardo con una sonrisa fugaz-. Ni siquiera sabes de qué hablo, ¿verdad? Qué más da.

Sacudió la cabeza, repitiendo «Ese botarate» entre dientes. Al cabo de un rato, lanzó una risotada.

Cabalgaron un rato en silencio. Ricardo había entendido más de lo que Edmundo creía. Sabía que Ned había hecho algo que irritaría a su padre.

– ¿Dónde está, Edmundo? -preguntó, con tanto abatimiento que Edmundo le acarició el pelo para animarlo.

– Buscándote, ¿qué crees? Cuando anocheció y vio que no te encontraban, envió a Joan al castillo en busca de ayuda. La mitad de la servidumbre te está buscando desde el ocaso.

De nuevo se hizo silencio. Cuando Ricardo comenzó a reconocer ciertos sitios, supo que pronto el puente de Ludford estaría a la vista.

– Aún nadie sabe qué pasó esta tarde, Ricardo -dijo Edmundo pensativamente-. Nadie ha hablado con Ned, y la muchacha estaba tan alterada que sólo decía incoherencias. Supusimos que te había dado por marcharte. -Titubeó y luego continuó, siempre en el tono confidencial, inusitado pero enigmático, de un adulto a otro-: Dickon, si nuestro padre pensara que Ned te dejó a solas en el prado, se enfadaría. Se enfurecería con Ned. Pero me temo que también culparía a Joan. Tal vez la despidiera.

– ¡No! -Ricardo se giró en la silla para mirar a su hermano-. Ned no me abandonó -jadeó-. ¡No fue así, Edmundo! Yo seguí al zorro, eso es todo.

– En tal caso, no debes preocuparte por Ned ni por Joan. Si la culpa fue tuya, nadie podría acusar a Ned, ¿verdad? Pero si la culpa fue tuya, serás tú quien reciba el castigo, ¿entiendes?

Ricardo asintió.

– Lo sé -susurró, y se volvió para escrutar el río arremolinado bajo el puente, donde horas atrás había sacrificado una moneda buscando la buena suerte.

– Una pregunta, Dickon. ¿Quieres que te haga una honda como la que tiene Jorge? No sé cuándo me pondré a hacerla, pero…

– No es necesario, Edmundo. ¡No delataré a Ned! -interrumpió Ricardo, ofendido, y encorvó los hombros involuntariamente cuando los muros del castillo se materializaron en la oscuridad.

Edmundo dio un respingo y sofocó una sonrisa.

– ¡Perdón, no debí preguntarte! -dijo, con la expresión burlona de un adulto que descubría que los niños podían ser algo más que incordios que se debían tolerar hasta que tuvieran edad para portarse como seres racionales, que incluso podían tener su propia personalidad.

Mientras se aproximaban al puente levadizo, que franqueaba un foso erizado de estacas, se encendieron antorchas para anunciar que Ricardo regresaba a salvo, y cuando Edmundo dejó atrás la casa de guardia y entró en el patio, su madre los aguardaba en la rampa que subía hasta el salón. Edmundo frenó, bajó a Ricardo y se lo dejó en los brazos alzados. Le sonrió a Ricardo, que halló cierto consuelo al percatarse de que había obtenido la aprobación incondicional de Edmundo.


Ricardo estaba sentado a una mesa del gabinete, tan cerca del hogar de la pared este que el calor de las llamas le arrebolaba el rostro. Arqueó los labios cuando su madre le limpió los rasguños de la cara y la garganta con lino empapado en vino, pero se sometió sin quejas a sus cuidados. Le complacía acaparar su atención; recordaba pocas ocasiones en que ella hubiera tratado sus magulladuras personalmente. Casi siempre Joan se encargaba de ello. Pero Joan estaba demasiado con-mocionada para ayudar. Con los ojos inflamados e hinchados, aguardaba en las inmediaciones, y en ocasiones extendía la mano para tocar el cabello de Ricardo, tímidamente, como si se tomara una libertad que de pronto estaba prohibida.

Ricardo le sonrió con los ojos. Le halagaba que ella hubiera llorado por él, pero ella no parecía hallar mucho consuelo en esa complicidad. Cuando él le explicó a su madre, entre tartamudeos, que se había separado de Ned y Joan para perseguir al zorro, Joan rompió a llorar de nuevo, inexplicablemente.

– Oí decir que te castigarán encerrándote en el sótano del salón… -dijo su hermano Jorge, que se había acercado y aprovechó la oportunidad para hablar en cuanto su madre se alejó de la mesa-. ¡En la oscuridad, con las ratas!

Observaba a Ricardo con intensos ojos verdes y azulados, y Ricardo trató de ocultar su involuntario espasmo. No quería que Jorge supiera que él sentía un horror mórbido por las ratas, pues en tal caso era muy probable que encontrara una en la cama.

Edmundo acudió al rescate, inclinándose sobre Jorge para ofrecer a Ricardo un sorbo de vino con especias.

– Ojo con lo que dices, Jorge -murmuró-, o quizá una noche te encuentres de visita en el sótano.

Jorge fulminó a Edmundo con la mirada pero no osó responder, pues temía que Edmundo cumpliera su amenaza si lo provocaba. Por si las dudas, contuvo la lengua; aunque le faltaba un mes para cumplir diez años, Jorge ya había desarrollado un refinado sentido de la supervivencia.

Ricardo dejó abruptamente la copa de Edmundo, salpicando la mesa con vino, y se levantó. Al fin había oído la voz que esperaba.

Eduardo estaba desmontando ante la redonda capilla normanda dedicada a Santa María Magdalena. Ricardo atravesó la entrada del gabinete y en tres zancadas cubrió la distancia que los separaba, y Eduardo lo estrechó con fuerza, riendo, y lo lanzó al aire.

– ¡Jesús, me has hecho pasar un mal rato, jovencito! ¿Cómo estás?

– Se encuentra bien. -Edmundo había traspuesto la puerta detrás de Ricardo, y los miró mientras Eduardo se arrodillaba junto a Ricardo en la tierra. Escrutó a Eduardo con ojos irónicos y ambos intercambiaron un mensaje que pasó, figurada y literalmente, sobre la cabeza de Ricardo-. Se encuentra bien, pero me temo que sufrirá un severo castigo por fugarse. Parece que se extravió persiguiendo a ese maldito zorro. Pero no hace falta que te lo aclare, ¿verdad, Ned? Tú estabas ahí.

– Así es -replicó Eduardo-. Ahí estaba. -Torció la boca y ambos se echaron a reír. Poniéndose de pie, Eduardo apoyó el brazo en los hombros de Ricardo mientras atravesaban el patio. Murmuró con voz neutra-: Así que andabas de cacería.

Ricardo asintió tímidamente, mirando el rostro de Eduardo.

– Bien, Dickon, serás un poco inquieto, pero sin duda sabes ser leal -murmuró Eduardo, guiñándole el ojo con una sonrisa, y Ricardo descubrió la dichosa diferencia entre ser un cordero sacrificial y ser un cómplice de confianza.

Para sorpresa de Ricardo, Joan huyó del gabinete en cuanto Eduardo traspuso la puerta. Pero no tuvo tiempo de reflexionar sobre esa conducta llamativa, pues Eduardo lo alzó y volvió a depositarlo sobre la mesa.

– Déjame mirarte -dijo, sacudiendo la cabeza con burlona incredulidad-. Parece que te hubieras batido en duelo con un zarzal.

Ricardo se echó a reír.

– Pues así fue -le confió, e irguió la cabeza cuando su madre le apoyó una mano en el hombro, estudiando al hijo mayor con los ojos.

Él no desvió la vista, y sonrió inquisitivamente.

– Tuviste suerte, Eduardo -dijo ella al fin-. Mucha suerte.

– Él siempre tiene suerte, ma mère -observó Edmundo.

– Así es, ¿verdad? -convino Eduardo con complacencia, y retrocedió, alzando el codo como para mover el brazo de Edmundo y derramar su bebida. Edmundo, con igual rapidez, inclinó la copa de tal modo que se volcó en la manga del jubón de Eduardo.

– ¡Eduardo! ¡Edmundo! ¡No es el momento más oportuno para hacer tonterías, sobre todo es tu noche!

La brusca regañina los dejó asombrados.

– Pero es lo que mejor hacemos, ma mère -musitó Edmundo, tratando de aplacar a su airada madre con sus encantos.

Eduardo, un poco más perceptivo, frunció el ceño.

– ¿Por qué dices «sobre todo esta noche», ma mère? No te refieres a Ricardo, pues él no sufrió ningún daño. ¿Por qué estás tan nerviosa?

Ella los miró a ambos, sin responder de inmediato.

– Eres perspicaz, Eduardo -dijo al fin-. No quería contároslo hasta mañana. Mientras ambos buscabais a Ricardo, nos llegaron noticias de mi hermano.

Los dos jóvenes se miraron. Su tío, el conde de Salisbury, debía llegar a Ludlow esa semana, al mando de una fuerza armada del norte, para unirse a los hombres de su padre y los que pronto llegarían de Calais al mando de su primo, el conde de Warwick, hijo de Salisbury.

– El ejército de la reina lo emboscó en un sitio llamado Blore Heath, al norte de Shrewsbury. Vuestros primos Tomás y Juan fueron capturados, pero mi hermano y otros pudieron escapar. Envió un mensaje para avisarnos, y debería llegar a Ludlow mañana por la noche.

Hubo un largo silencio.

– Si la reina se propone guerrear -dijo al fin Eduardo-, no mantendrá el ejército real en Coventry por largo tiempo. Marchará sobre Ludlow, ma mère, y pronto.

La duquesa de York asintió.

– Sí, Eduardo, tienes razón -dijo lentamente-. Avanzará sobre Ludlow. Me temo que no hay duda sobre ello.

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