Capítulo 25

Londres

Abril de 1471


El mismo día en que Juan Neville y los lancasterianos Exeter y Oxford llegaron a Coventry, el conde de Warwick se enteró de que su yerno se había pasado al bando de sus hermanos yorkistas. Una vez más, Eduardo se presentó ante los muros de Coventry para retar a los hombres que aguardaban en el interior. Una vez más, se negaron a presentar batalla, y el viernes 5 de abril Eduardo levantó campamento y emprendió viaje al sur, hacia Londres.

Warwick inició una tenaz persecución, pero Eduardo le llevaba dos días de ventaja y el conde sabía que tenía pocas esperanzas de interceptar a Eduardo antes de que llegara a la capital. Mandó despachar mensajes urgentes, ordenando al alcalde y al concejo que negaran la entrada a Eduardo.

El arzobispo de York hizo desfilar a Enrique de Lancaster por las calles, pero fue un error. Los espectadores se mofaban de los nacidos almorejos que pendían del estandarte de Lancaster, y preguntaban por qué el pobre viejo usaba la misma túnica azul que cuando había aparecido en público por última vez, en octubre. Eduardo de York siempre había gozado de popularidad en Londres y aún debía a los mercaderes de la ciudad considerables sumas de dinero. Y además ya estaba en San Albano, a sólo un día de marcha, con un ejército detrás.

Siguieron llegando mensajes del conde de Warwick, urgiendo a los londinenses a defender al rey Enrique. Margarita de Anjou y su hijo llegarían en cualquier momento. Desde San Albano, Eduardo ordenó que Enrique de Lancaster fuera considerado un prisionero del estado. Ante eso, John Stockton, alcalde de Londres, contrajo un diplomático malestar que lo obligó a guardar cama. El vicealcalde, Thomas Cook, alegaba que debían cerrar las puertas de la ciudad a los yorkistas. Pero en ese preciso momento el arzobispo de York enviaba una capitulación secreta para que su primo la recibiera en San Albano. Y el con-sejo de los Comunes, reuniéndose en sesión urgente, resolvió: «Dado que Eduardo, antiguo rey de Inglaterra, marcha apresuradamente hacia la ciudad con una poderosa hueste, y que los habitantes no están tan versados en el uso de las armas como para combatir contra una fuerza tan numerosa, no se debe hacer ningún intento de resistencia».

El mediodía del Jueves Santo, Eduardo entró en Londres por la puerta de Aldersgate, exactamente un mes después de que zarpara de Borgoña. Sólo seis meses antes, el conde de Warwick había ido a San Pablo para agradecer los favores del Todopoderoso, y ahora Eduardo hizo lo propio y aquí encontró el entusiasmo tan ausente durante su avance hacia el sur, una marcha que había demostrado en qué medida estas reyertas continuas por la corona habían devaluado lo que otrora era la moneda más brillante del soberano, la ciega devoción de su pueblo.

Desde San Pablo, Eduardo debía ir a Westminster, donde lo aguardaba el arzobispo de Canterbury, que celebraría la ceremonia simbólica de volver a coronarlo. En Westminster también aguardaban su reina y sus hijos. Pero aún quedaba una tarea pendiente, y poco después de la una entró en el palacio del obispo de Londres para aceptar la rendición formal del hombre que comandaba la Torre, su primo Jorge Neville.

El arzobispo de York se sentía incómodo. A diferencia de sus hermanos, no había sido amigo de Eduardo y sabía que no podía recurrir a los recuerdos de un pasado común para atemperar a su primo si éste decidía vengarse.

Eduardo escuchó impasiblemente mientras el arzobispo tartamudeaba sus disculpas por seis meses de traición, hasta que se aburrió y dijo fríamente:

– No temas, primo. No enviaría a un sacerdote al tajo, ni siquiera a un sacerdote como tú. No obstante, te mandaré a la Torre, y agradece que en ciertas ocasiones soy misericordioso, pues de lo contrario compartirías la celda con tu poco llorado señor de Lancaster.

El arzobispo se arrodilló, y juró lealtad a York en el presente y el futuro, y ante el gesto impaciente de Eduardo se retiró para ir en busca de Enrique de Lancaster.

Eduardo se volvió hacia Ricardo con un mohín.

– Éste es un placer, Dickon -masculló-del que bien podría prescindir.

Ricardo era el único que nunca había visto al rey lancasteriano, aunque toda su vida había oído anécdotas sobre este hombre inestable a quien algunos consideraban un santo y otros un cretino. Sabía que Enrique siempre había sido raro, dado a los devaneos; un lunático, dirían en Yorkshire. No había encontrado paz en su matrimonio con la imperiosa princesa francesa de Anjou; y en el verano de sus treinta y dos años, cuando hacía seis meses que Margarita estaba encinta del muchacho que ahora era esposo de Ana Neville, Enrique había caído en una oscuridad mental de la que nunca se había recobrado del todo.

Ricardo sabía todo esto de memoria; desde su infancia, la locura de Lancaster había sido una letanía en su casa. Pero ni siquiera estas repetidas anécdotas lo habían preparado para la realidad del hombre que su hermano llamaba desdeñosamente Enrique el Tonto.

Aún no tenía cincuenta años pero caminaba encorvado, como buscando objetos perdidos en el suelo. Tenía cabello canoso y ralo que antaño había sido rubio, ojos claros que podrían haber sido azules, y la tez era del color de la leche sin batir; parecía que nunca hubiera pasado un día al sol en toda su vida. Ricardo sintió piedad, y al mismo tiempo aversión física.

El arzobispo lo conducía como a un niño, y anunció, con la voz excesivamente alta que uno usaría frente a un sordo:

– He aquí a Su Gracia de York. -Enrique no respondió de inmediato, y el arzobispo repitió, en voz más alta y con cierta impaciencia-: York… Eduardo de York.

Enrique asintió.

– Lo sé -dijo dócilmente, y le sonrió a Eduardo.

Eduardo extendió la mano con aire resignado.

– Primo -dijo cortésmente, un título más de cortesía que de parentesco, pues la sangre que compartían se había diluido en un periodo de setenta años.

Enrique no tuvo en cuenta la mano tendida, avanzó y abrazó al hombre más joven como si fueran viejos camaradas.

Eduardo retrocedió bruscamente, como si le hubieran pegado; era la única vez que Ricardo había visto a su hermano tan agitado. Por un momento, la consternación se le vio en la cara, pero luego logró dominarse, estiró el brazo, estrechó la mano del otro, respondiendo al saludo pero manteniéndolo a distancia.

Enrique aún sonreía.

– Mi primo de York, te doy la bienvenida -murmuró con voz inesperadamente agradable.

– Gracias, primo -dijo Eduardo con sequedad.

No reveló sus sentimientos, ni siquiera cuando Enrique añadió, como quien comparte un secreto con un amigo:

– Sé que en tus manos mi vida no correrá peligro.

Ricardo oyó que Hastings, a su lado, inhalaba bruscamente, en una aspiración sibilante. El arzobispo tenía el aspecto de alguien que ansiaba disociarse de semejante bochorno. Ricardo también hubiera querido estar en otra parte, y le asombró que Eduardo pudiera oír tales palabras y permanecer impertérrito.

– Me place que así lo creas, primo -dijo, una respuesta tan ambigua, tan poco natural, que Ricardo fue presa de una increíble sospecha, tan desagradable que de inmediato la desechó como un pensamiento aberrante que Eduardo no merecía.

Eduardo alzó la mano y hombres que vestían los colores de York atravesaron la puerta de la galería.

– El arzobispo de York te escoltará a la Torre, primo. Pide lo que necesites, y se te concederá.

Se hizo silencio mientras el arzobispo y el rey lancasteriano salían del salón flanqueados por hombres armados. Eduardo siguió con los ojos a ese hombre esmirriado vestido con terciopelo sucio y azul.

– Nunca entenderé… -murmuró al fin-. Nunca sabré comprender por qué había gente dispuesta a morir para que él fuera rey. -Nadie le respondió, y echó un vistazo al silencioso círculo de hombres-. Bien, ¿qué esperamos? Traed los caballos. -Se apartó, enfiló hacia la puerta, y luego rugió, sin dirigirse a nadie en especial-: ¡Y por amor de Dios, conseguidle otra túnica!


Estalló una conmoción en el patio interior. Jacquetta Woodville oyó el grito de la nodriza Cobb y al levantar la vista vio a su yerno en la puerta. Demasiado agitada para tener presencia de ánimo, se inclinó en una reverencia, tuvo una visión fugaz de los niños. Mary abría los ojos con incertidumbre, y Cecilia, de dos años, parecía atemorizada. Pero antes de que Jacquetta pudiera hablar, Bess lanzó un grito estrangulado que no era una risotada ni un sollozo, sino una mezcla de ambos, y cruzó la habitación a la carrera. El suelo estaba cubierto de juncos y al aproximarse a su padre tropezó y se cayó. Eduardo la aferró antes de que se desplomara y la alzó en brazos. No parecía necesitar palabras, y se contentaba con que la abrazaran, y Jacquetta sintió el ardor de las lágrimas pero no las contuvo, las dejó correr.

Thomas se acercaba, y también su hermano estaba en la habitación, rojo de emoción. Jacquetta vio que Eduardo no estaba solo. Lo acompañaba Anthony, hijo de ella, y reconoció a Ricardo, Hastings, el abad Millyng y -con un respingo-a Jorge de Clarence.

Anthony le sonreía, pero se quedó en el umbral. Todos miraban a Eduardo, esperando sus palabras. Pero él sonreía a su hija, le acariciaba el suave cabello rubio, y por el momento ella acaparaba su atención. Hasta que se abrió la puerta de la cámara de Jerusalén.

Isabel llevaba sólo una ceñida bata de tela ligera y el cabello se le derramaba en la espalda en una cascada de plata enmarañada. Aferraba una enagua de seda de forro y un cepillo, y parecía desaliñada, jadeante, sorprendida.

Eduardo dejó a Bess en el suelo. Isabel soltó la enagua y el cepillo en el único gesto auténticamente espontáneo que Ricardo había visto en su cuñada, y avanzó hacia su esposo. Sin esperar, él dio dos zancadas y la estrechó en un abrazo apasionado.

Fue ella quien se separó, apoyándole la mano en el pecho, como para retenerlo allí.

– Espera -dijo, y le sonrió-. Espera… -Y dio media vuelta, y descubrió que la nodriza Cobb ya estaba junto a ella, alcanzándole el bebé. Isabel lo recogió, se volvió hacia Eduardo, le puso el chiquillo en los brazos.

Nadie se había movido aún, ni siquiera sus hijas. Eduardo estudió al niño y alzó los ojos hacia Isabel, por encima de la cabeza del chiquillo.

– ¿Alguna vez dudaste de mí?

– No, jamás. ¿Creíste que dudaría?

Él sonrió, negó con la cabeza.


Eduardo estaba rodeado de niños. Se había reído, declarando que se sentía como el flautista de Hamelin, y casi de inmediato ganó el último baluarte, la tímida Cecilia, que había cumplido los dos años cuando él entraba solo en la ciudad de York. Con Bess en el regazo y Mary a sus pies, escuchaba a sus hijastros, respondiendo amablemente una ávida andanada de preguntas sobre el exilio, Brujas, la campaña de Yorkshire. Pero al rato perdió interés y sus respuestas eran menos atentas, menos coloridas. Observaba a su esposa, y ella lo notó, y se volvió hacia él. Intercambiaron un mensaje silencioso; ella se levantó de al lado de su hermano, sacudió la enmarañada masa de cabello rubio y Eduardo se puso de pie, depositando a Bess en el suelo.

– Aún no has saludado a tu tío Anthony ni a tu tío Dickon, tesoro -le dijo sonriendo-. Así me gusta, niña.

Bess fue obedientemente hacia el tío Anthony, pero se paró en seco al ver que su padre cruzaba la habitación, cogía la mano de su madre y entraba en la cámara de Jerusalén. Avanzó un paso, pero la puerta se cerró, y oyó el chasquido del pestillo.

Ricardo se acercó a Will Hastings.

– Creo que Ned está en buenas manos… Dile de mi parte, Will, que he ido al castillo de Baynard.

Will sonrió y envió saludos a la duquesa de York, pero Ricardo, mientras lo escuchaba, estudiaba a su desdichada sobrina. Bess sollozaba suavemente, mirando con aflicción la puerta cerrada, y ni Jacquetta ni Thomas lograban consolarla.

A Bess le gustaba su medio hermano Thomas, pero ahora no pres-taba atención a sus intentos de entretenerla con el conejo de trapo que él había hecho para Mary. Quería que la dejara en paz; tendría que saber que no le interesaría un tonto juguete cuando su padre había llegado, después de una larga ausencia, sólo para desaparecer antes de que ella pudiera confiarle cuánto lo había extrañado. Buscó un pañuelo, no lo encontró y usó la mano. Su tío Dickon se arrodilló y ella lo miró con suspicacia, para ver si quería alejarla de la puerta de la alcoba. Pero Ricardo se contentó con permanecer junto a ella, y Bess se relajó. Grand-mère le había preguntado si recordaba a sus tíos, una pregunta boba; claro que los recordaba.

– Bess, ¿quieres cabalgar a Londres conmigo?

Ella moqueó, negó con la cabeza, pero se volvió abruptamente hacia él.

– ¿Londres?-preguntó-. ¿Quieres decir… fuera? No podemos. Está prohibido.

– Ya no, Bess. ¿No te gustaría volver a ver la ciudad? Hace meses que estás encerrada entre estas paredes. ¿No sientes curiosidad?

Ella titubeó.

– No tengo pony -dijo con tristeza-. Quedó abandonado. Ni siquiera pude traer mi perro… -De nuevo le temblaba la boca.

– Si te encuentro un caballo -se apresuró a decir él-, ¿te gustaría venir conmigo?

Ella asintió, empezó a sonreír, pero volvió a mirar la puerta de la cámara de Jerusalén y frunció el ceño.

– No… no puedo…

– Bess, ¿sabes dónde he estado estos últimos seis meses?

– En Borgoña -respondió ella, y agradeció que él no le preguntara dónde estaba Borgoña.

– ¿Sabes con quién estuve? -dijo él, en cambio.

– Con papá.

– Él no se irá sin mí, Bess. Puedes esperarlo en el castillo de Baynard, si gustas… y mientras yo esté allí, sabrás que él no ha vuelto a irse.

Ella reflexionó, pensó que tenía sentido.

– ¿Podemos cabalgar junto al río? -regateó, y él rió y la ayudó a levantarse.

– Claro, junto al río -accedió, pero Thomas Grey le cerró el paso.

– No creo que mi señora madre permita que su hija se vaya sin su autorización -dijo fríamente-. No puedo aprobar este paseo a Londres.

Jacquetta estaba a punto de agradecer a Ricardo su inspiración, y se volvió sorprendida hacia su nieto. Celos, sin duda; esos meses no habían sido fáciles para el muchacho, que se sentía desplazado, ignorado. Se acercó, dispuesta a interceder, aunque de tal modo que Thomas no se sintiera regañado. Pero entonces Ricardo dijo, con lo que ella consideró una rudeza innecesaria:

– ¿Qué te hace pensar que me importa un bledo tu aprobación?

Anthony Woodville frunció el ceño.

– Creo que su preocupación por su hermana es digna de elogio -dijo con voz poco amigable, y Jacquetta, viendo que Ricardo iba a responderle de la misma manera, se dispuso a hablar.

Pero Will Hastings fue más rápido. Remoloneaba contra la pared, pero se irguió al oír el intercambio de réplicas, y sonrió a Anthony.

– Creo que el joven Grey no debe preocuparse por lady Bess. No se me ocurre mejor escolta que Su Gracia de Gloucester, y estoy seguro de que el rey coincidiría conmigo. ¿Acaso sugerís lo contrario, milord Rivers?

Anthony le clavó los ojos. La inquina que había entre ambos era casi tangible en su intensidad.

– Os diré lo que sugiero, milord Hastings… Éste es un asunto de familia que no os concierne.

Bess se movía con impaciencia; estaba acostumbrada a las riñas entre adultos y no le interesaban. Ahora que iba a cabalgar al sol, ver las calles de la ciudad y oír que la gente la ovacionaba como solía hacerlo cuando atravesaba Londres en el pasado, ansiaba partir, y tiró del brazo de Ricardo.

– ¿Podemos irnos?

– No veo por qué no, Bess.

Ricardo retó a Thomas con la mirada. El segundo titubeó, sin saber hasta dónde debía insistir con este asunto, y en la pausa que siguió Jorge habló por primera vez.

– Vamos, Dickon, lleva a Bess a ver a nuestra madre. Si Grey quiere jugar a la niñera, que lo haga con sus hermanas.

Jacquetta notó que Hastings y Ricardo festejaban la ocurrencia, y que su nieto perdía los estribos y se disponía a vérselas con Jorge. Decidió intervenir.

– Ojalá hubierais demostrado tanta solicitud por los hijos de vuestro hermano, milord Clarence, en los seis meses pasados desde que ellos tuvieron que buscar refugio bajo las amenazas de vuestro suegro.

El abad Millyng escuchaba con creciente reprobación, y se inquietó al ver la expresión del duque de Clarence.

– En verdad debo protestar -terció-. No es apropiado que haya disenso entre vosotros en este día, el más dichoso para la Casa de York.

Todos lo miraron en silencio, y él notó que aceptaban a regañadientes la verdad de su acusación. Ricardo dejó que su sobrina lo guiara hacia la puerta, deteniéndose sólo para murmurar unas palabras destinadas a Jorge. Jorge no respondió, pero parecieron llegar a un entendimiento y siguió a Ricardo. Will fue el siguiente en partir, y al pasar junto al abad murmuró, con una sonrisa oblicua:

– Bienaventurados los mansos, pues serán llamados hijos de Dios.

El abad atrancó la puerta de calle y miró de soslayo la puerta de la alcoba, que permanecía cerrada. Jacquetta intentó calmar a su airado nieto sin mayor éxito.

– Es sólo que no entiendo por qué Bess tiene que ir a ver a Su Vanidosa Gracia ahora -se quejaba-, cuando ella jamás vino a vernos en nuestro refugio…

El abad no oyó la respuesta de Jacquetta, pues Anthony había empezado despotricar contra «ese hideputa Hastings». El abad Millyng sintió un escalofrío. Había temido profundamente una Inglaterra gobernada por el conde de Warwick y Margarita de Anjou, pues no podía haber paz entre esos enemigos acérrimos. Ahora se preguntaba si sería tan diferente con la Casa de York. Pensó que también aquí estaban las semillas de la destrucción, al igual que con Margarita de Anjou y el Hacerreyes.

Era un pensamiento deprimente, pero luego recordó algo con profundo alivio… Gracias a Dios Todopoderoso, existía un hombre con la fuerza necesaria para mantenerlos unidos a todos, un hombre capaz de conciliar las pasiones de Woodville y Plantagenet bajo el deslumbrante emblema del Sol en Esplendor. La hostilidad que acababa de ver en esta sala había sido perturbadora, pero no habría una sangrienta escisión de la Casa de York. Volvió a mirar la puerta de la alcoba y le dijo a Jacquetta:

– Agradezcamos, madame, que Su Gracia el rey haya regresado sano y salvo.


Bess se acurrucaba contra Ricardo en el banco del gabinete de su abuela. Había combatido tenazmente el sueño desde la cena, pero ahora tenía los ojos entornados y, bajo la mirada de Cecilia, las sedosas pestañas cubrieron los destellos azules. Cecilia sonrió; Bess tenía el pelo plateado de su madre, pero sus ojos eran los de Eduardo.

En muchos sentidos, Cecilia era una extraña para la niña, pues su relación con su nuera era tal que rara vez veía a sus nietos salvo en situaciones ceremoniales. Ricardo conocía mucho mejor a la primogénita de Eduardo que ella, y ella había esperado que Bess la tratara con cierta timidez. Pero Bess no era más tímida que cualquier criaturilla condicionada para esperar sólo amor y aprobación, y no había titubeado en trepar al regazo de Cecilia, tal como si hubiera pasado cada día de su vida con su abuela en el castillo de Baynard.

Cecilia se inclinó para limpiar una mancha grasienta de la barbilla de la niña.

– Podríamos leer nuestro menú en la cara de esta chiquilla -comentó-. Ven, Bess, hora de acostarte.

Bess tenía la mirada vidriosa, y sus párpados se negaban a permanecer abiertos, pero de inmediato ofreció una soñolienta resistencia, aferrándose a Ricardo con firme resolución.

– Déjala, ma mère. ¿Acaso importa que duerma aquí o en la cama?

– No, claro que no -concedió Cecilia, viendo que Bess, alentada por la intercesión favorable de Ricardo, había dejado de forcejear. Él se la acomodó en el brazo y ella volvió a dormirse con un suspiro de satisfacción-. Se ha apegado a ti, Ricardo.

Él sonrió, sacudió la cabeza.

– No, no es eso. Bess y yo llegamos a un trato. Le juré que Ned vendría al castillo de Baynard, y mientras él no llegue, no está dispuesta a perderme de vista.

Cecilia sonrió.

– A veces olvidamos que los pequeñines son los que más padecen. Si nosotros no logramos comprender por qué sufrimos ciertas penas, ¿cómo pueden comprenderlo ellos?

Ricardo asintió, y al mirar a su sobrina dormida pensó en Kathryn, su hija. Ya tenía casi un año y él no la había visto desde que era bebé. Ni siquiera sabía con certeza si estaba con vida. Los bebés sufrían difteria, fiebres súbitas, muchas dolencias que podían extinguir una pequeña vida tan abruptamente como la llama de una vela. Y si Kathryn hubiera enfermado, ¿cómo podía Kate hacerle llegar la noticia? Podía estar muerta y enterrada desde hacía meses y él ni siquiera lo sabría.

– ¿Qué te preocupa, Ricardo? ¿Estás pensando en tu hija?

Ricardo ensanchó los ojos. Su sorpresa era visible, aunque logró ocultar un poco su bochorno. Ella sacudió la cabeza.

– ¿Acaso esperabas que lo ignorase por mucho tiempo? -dijo secamente-. Te aseguro que hay pocos actos de tus hermanos y tú que no lleguen a mis oídos… ¡incluso aunque no quiera enterarme!

– Entiendo -respondió Ricardo con embarazo.

– Por amor del cielo, Ricardo, no pensarás que me sorprende que tengas una hija ilegítima. En mi familia había más hermanos varones de los que podía contar. Más aún, crié a cuatro varones, y tus hermanos eran tan propensos a la tentación como tú… aunque lamentablemente eran menos discretos. No puedo aprobar las circunstancias del nacimiento de tu niña, pero ciertamente apruebo tu voluntad de responsabilizarte por tu acto. -Y suspiró, con voz sorda y abatida-: Los hombres nacen para pecar, Ricardo. Lo más importante no son nuestros desvíos, sino que aprendamos de nuestros errores, que seamos capaces de un arrepentimiento sincero, de genuina contrición.

Ricardo se inclinó, le tocó la mano.

– Él me prometió que vendría, ma mère. Cabalgó conmigo desde Westminster hasta Ludgate, y yo pensé que me acompañaría hasta aquí. De pronto frenó el caballo, alegó que tenía una obligación urgente e impostergable. Pero juró que habría concluido hacia las vísperas, que luego vendría aquí. Creo que vendrá, ma mère, de veras.

– Vísperas -dijo ella, y calló. Pero no era preciso decir más; hacía rato que había anochecido.

Siguió un incómodo silencio. No era fácil brindar consuelo a alguien que estaba más acostumbrada a confortar que a ser confortada, pero Ricardo lo intentó.

– Sé que él quería venir, ma mère, de veras. Pero tiene miedo de enfrentarse a ti…

– Y con razón -replicó ella, tan incómoda como él en esta súbita inversión de papeles.

Ricardo no intentó justificar a Jorge. En cambio, le recordó a su madre que Ned llegaría pronto.

Esta vez ella aceptó el solaz que él ofrecía. Se levantó, le besó la mejilla.

– Si no me equivoco, ya está aquí -dijo, con una sonrisa ávida y expectante, y se dirigió a la puerta mientras Bess, alertada por un místico sexto sentido, se movía y bostezaba.

John Gylman, un paje de la cámara, apareció en la puerta del gabinete. Su agitación parecía confirmar que había llegado Eduardo.

– Madame -tartamudeó-. Madame… Vuestro hijo…

Cecilia lo miró sorprendida.

– ¿Qué pasa contigo? ¿Dónde está…? ¿En el salón?

– Aquí, ma mère.

Gylman retrocedió, alejándose de Jorge, y huyó. Ricardo se puso de pie. Bess, totalmente despabilada, abrió la boca para protestar, y luego, al ver que no iban a abandonarla, le arrojó los brazos al cuello, dejó que él la levantara del banco.

– ¡No, Dickon, no te vayas! -exclamó Jorge, pero Ricardo ya estaba en la puerta. Miró a su hermano con cierta compasión, pero no tenía la menor intención de ser un testigo involuntario de la escena que seguiría. Puso a su sobrina en el suelo, le cogió la mano y cerró la puerta al salir.

Cecilia no dijo nada mientras Jorge cruzaba el gabinete. Él se detuvo ante ella y se hincó lentamente de rodillas. Tenía el rostro arrebolado, y la ropa, aunque era del corte más fino y costoso, no le sentaba bien. No había desidia, pero la usaba con cierto desaliño, y Jorge era muy puntilloso con la moda y la apariencia. Y le había resbalado la voz al llamar a Ricardo. Quizá se debiera a la tensión, pero Cecilia notó que las comisuras de la boca estaban flojas, que él se relamía los labios como si los tuviera resecos.

– ¿Cuánto vino necesitaste para venir aquí, Jorge? -preguntó con voz distante y desdeñosa.

Él guardó silencio, y se quedó de rodillas. Tenía el cabello desmelenado; ella no recordaba un momento en que él hubiera podido impedir que le cayera sobre la frente. En la pared ardía una antorcha y bajo su luz fluctuante el cabello parecía aún más rubio de lo que ella recordaba, parecía haber recobrado el brillo de la infancia. Estaba más delgado, y le sobresalían los pómulos. Quizá fuera eso lo que le daba una apariencia inesperadamente juvenil. No lo sabía. Sólo sabía que de pronto aparentaba mucho menos que veintiún años, que tenía el mismo semblante que cada vez que volvía a defraudarla, prometía subsanar sus faltas y juraba que cada pecado sería el último.

Sin hablar, él intentó cogerle la mano. Ella contuvo el impulso de zafarse, y le cedió una mano blanda y fría. Sin duda era un engaño de la luz, o de sus sentidos, que él pareciera tan joven. Ya no era un niño. Era un hombre. Un hombre que debía rendir cuentas de los males cometidos, de las heridas infligidas. De traiciones que no podían considerarse travesuras infantiles. Apartó la mano, y notó que brillaban lágrimas en los ojos de Jorge.

– ¿No vas a hablarme, ma mère? -susurró, y había algo en la voz que Cecilia nunca había oído. Inseguridad. Contrición. Se contuvo, para no ver en ese semblante más de lo que él merecía.

– ¿Qué quieres que diga, Jorge?

– Que me perdonas…

Ella dejó que volviera a cogerle la mano. Jorge se incorporó grácilmente, pero Cecilia sabía que él conservaba cierto garbo aun cuando estaba ebrio. Aun así, esperaba que no estuviera tan borracho como temía al principio.

– ¿Estás sobrio, Jorge?

Él asintió, se inclinó, le besó tímidamente la mejilla. Como ella no lo regañó, se animó a besarla de nuevo.

Ma mère, lo lamento tanto, tanto.

La miró a los ojos. No estaba avergonzado de las lágrimas que empañaban ese turquesa claro. En su rostro ella sólo vio dolor, dolor y remordimiento.

Extendió la mano; detuvo los dedos a un palmo de la mejilla.

– ¿Lo lamentas de veras? -murmuró al cabo.

– Sí, ma mère -dijo él ávidamente-. No tengo palabras para expresarlo. Nunca haría nada que te lastimara. Lo sabes, ¿verdad? Ma mère, te juro que no fue obra mía. Fue Warwick. Fue él quien pergeñó esa historia extravagante sobre Ned. Una calumnia que nadie podría creer. Pero yo no podía hacer nada. -Le ofreció una sonrisa radiante, afectuosa-. ¡Por Dios, cuánto ansiaba decirte esto! Decirte que no fue culpa mía. Ma mère, quiero… Ma mère, ¿por qué me miras así? Me crees, ¿verdad? ¿Entiendes que no fue culpa mía?

Cecilia iba a hablar, pero las palabras se le atoraron en la garganta. Retrocedió, y antes de que él repitiera que no era culpable, le abofeteó la boca con todas sus fuerzas.

Él dio un respingo. Sus vividos ojos de purísimo turquesa estaban desencajados de pasmo y dolor.

¡Ma mère, te dije que lo lamentaba! Te dije que fue culpa de War-wick, no mía. ¿Qué más puedo decir? ¿Qué más quieres de mí?

– Quiero que al menos una vez en tu vida aceptes tu responsabilidad por lo que has hecho. Sólo una vez, quiero que confieses que actuaste mal y que no trates de endilgar la culpa a los demás. ¿Puedes hacerlo, Jorge? ¿Puedes decirme que cometiste ruindades contra quienes te amaban, y que ahora lo comprendes y te arrepientes? ¿O ni siquiera de eso eres capaz?

Él le dirigió una mirada implorante en la que había una desdicha que ni siquiera ella podía negar.

Ma mère, ansío hacer lo que me pides. Juro que siempre ha sido así. ¿Pero cómo puedo sentirme culpable de algo que no hice? ¿Cómo puedes pedirme que asuma una culpa que pertenece a Warwick? No es justo, ma mère. ¿No lo entiendes?

Cecilia lo escudriñó. Él lo decía en serio, cada palabra. No comprendía en absoluto lo que ella acababa de decirle.

– Lárgate, Jorge -dijo al fin. No recordaba haber sufrido nunca tanto cansancio; nunca había sentido todo el peso de sus cincuenta y seis años como en ese momento. Hizo un enorme esfuerzo-: Hablaremos después. Pero no ahora… no esta noche.

Lejos de enfadarse por esa despedida, él parecía inexpresablemente aliviado. Se apresuró a cogerle la mano, llevársela a los labios.

– Desde luego, ma mère -convino de inmediato, y se volvió para escapar antes de que ella cambiara de parecer.

Cecilia lo siguió con los ojos y supo que ya no habría nuevas conversaciones entre ellos. La próxima vez que lo viera, él habría recobrado el aplomo, habría sanado sus pequeñas heridas, y de nuevo estaría fuera de su alcance, lejos de todo arrepentimiento. Si no hablaban ahora, no hablarían nunca, y él lo sabía tan bien como ella.

– ¡Jorge, espera!

Él estaba ante la puerta, con la mano en la traba, se volvió con renuencia.

– Sí, ma mère.

– No te vayas. He cambiado de parecer. Creo que será mejor que hablemos ahora.

Él titubeó.

Ma mère, yo… Perdóname, pero no pienso igual. Estás contrariada, y quizá no digas lo que quieres decir. -Le dedicó su sonrisa más persuasiva-. Siempre podemos hablar mañana. No hay motivos para que sea esta noche.

Había abierto la puerta; Cecilia notó que ya se le había escabullido. Aun así, hizo el intento, presa de un furor súbito y desconocido que sólo le permitía sentir cólera.

Caminó deprisa, lo alcanzó en la escalera de madera que bajaba del gabinete al salón y le agarró el brazo con fuerza, ansiando lastimarlo.

– ¡Quiero hablar contigo ahora, Jorge!

Él no ofreció resistencia, se quedó tieso, mirando el salón, el pandemonio que estallaba en el piso de abajo. La furia ciega de Cecilia se despejó; miró en torno, como si despertara de un sueño desagradable que ya no recordaba.

Tuvo la impresión de que todos sus sirvientes, todos los criados a su servicio, cada hombre, mujer y niño alojados en el castillo de Baynard estaban en el salón. El bullicio de las voces ascendía para asaltarle los oídos en olas discordantes. Ardían tantas antorchas que aun los rincones más oscuros estaban iluminados como si fuera de día. Vio los rostros de hombres que no había visto en meses, otros rostros totalmente desconocidos, y casi de inmediato a su nuera. Rodeada por sirvientes, ataviada con tela de oro y con la garganta y los hombros tan cubiertos de joyas que hubieran deslumbrado aun al ojo más ahíto, Isabel lucía elegante, altiva y tan bella que todos la miraban con embeleso, aun quienes la detestaban.

En medio de ese tumulto, regodeándose en el alboroto que había creado, estaba su hijo. Alzó la vista, la vio de pie en la escalera y sonrió.

– Bien, madame -dijo-, ¿no pensáis darme la bienvenida a casa después de mis andanzas?

Cecilia descubrió con horror que le ardían lágrimas en los ojos. No podía creer que sus nervios le fallaran ahora, no tenía la menor intención de sucumbir a su emoción ante ese mar de espectadores. Y no sucumbió. La disciplina que había cultivado toda una vida la ayudó a mantenerse firme. Contuvo el llanto con un parpadeo, sonrió a su hijo y se dispuso a bajar la escalera.

– No, no os mováis -dijo Eduardo, riendo-. Esta vez, madame, permitid que sea yo quien vaya a vos.

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