Capítulo 3

Castillo de Sandal

Yorkshire Diciembre de 1460


El segundo hijo del duque de York estaba sentado con las piernas cruzadas en la ventana balcón de la torre oeste, mirando con incredulidad a su primo Tomás Neville, que devoraba un plato de capón asado frío y hortalizas sumergidas en mantequilla. Cuando Tomás pidió a un paje que le llenara por tercera vez la jarra de cerveza, Edmundo ya no pudo contenerse.

– No te prives de nada, primo, que ya han pasado dos horas desde el almuerzo… y aún faltan cuatro para la cena.

Tomás sonrió, demostrando una vez más que era totalmente inmune al sarcasmo, y ensartó un enorme trozo de carne de capón. Edmundo reprimió un suspiro. Echaba de menos las réplicas ingeniosas que salpimentaban sus conversaciones con Eduardo. Tomás despertaba afecto con su carácter bonachón, pero al cabo de diez días en la soledad del castillo de Sandal, su infalible buen humor y su inagotable optimismo estaban crispando los nervios de Edmundo.

Mirando a Tomás mientras comía, y reconociendo a regañadientes que su tedio lo abatiría aún más si no encontraba un mejor modo de pasar el tiempo, Edmundo se maravilló nuevamente de cuan distintos podían ser cuatro hermanos, como sus cuatro primos Neville.

Su primo Warwick era aplomado, arrogante, audaz, pero poseía un innegable encanto. Edmundo no admiraba a Warwick tanto como Eduardo, pero no era inmune a la fuerza de su desbordante personalidad. Aun así, prefería a Johnny, el hermano menor de Warwick, parco y gravemente resuelto, poseedor de un incisivo ingenio del Yorkshire y un sentido del deber que era tan firme como instintivo. Pero no le agradaba en absoluto el tercer hermano, llamado Jorge, como el hermano de once años de Edmundo. Jorge Neville era sacerdote, pero sólo porque era tradicional que un hijo varón de una gran familia ingresara en la iglesia. Era el hombre más mundano que Edmundo había cono-cido, y uno de los más ambiciosos. Ya era obispo de Exeter, aunque aún no había cumplido los treinta años.

Y luego estaba Tomás, el menor. Tomás parecía un hijo adoptivo, tan diferente era de sus hermanos. Era rubio, cuando los otros eran morenos, alto como Eduardo, aunque mucho más corpulento, con ojos lechosos y azules tan serenos que Edmundo se preguntaba irónicamente si Tomás vivía en el mismo mundo que ellos; no conocía el despecho ni la fatiga; era tan valeroso como los enormes mastines que criaban para azuzar a los osos y, a juicio de Edmundo, menos imaginativo.

– Cuéntame qué pasó cuando Johnny y tú fuisteis capturados por Lancaster el año pasado, después de la batalla de Blore Heath. ¿Os trataron mal?

Tomás partió un trozo de pan, sacudió la cabeza.

– No. La captura de prisioneros es demasiado común como para arriesgarse a maltratarlos. En cualquier momento te puede tocar el papel de cautivo.

– Pero habréis sentido cierta aprensión, al menos al principio -insistió Edmundo, y Tomás detuvo el cuchillo en el aire, lo miró con cierta sorpresa.

– No -dijo al fin, como si hubiera tenido que reflexionar sobre el asunto-. No, no recuerdo haber sentido aprensión. -Completó el viaje del cuchillo hacia la boca, volvió a sonreír, diciendo con un aire juguetón que era tan jovial como carente de malicia-: ¿Qué sucede, Edmundo? ¿Te preocupan las hordas de Lancaster que están a nuestras puertas?

Edmundo lo miró fríamente.

– Estoy verde de miedo -explicó, con tanto sarcasmo que nadie dudaría que hablaba en broma.

Mientras Tomás seguía engullendo el capón, Edmundo se volvió hacia la ventana que estaba a sus espaldas, mirando el patio cubierto de nieve. No dudaba que Ned le habría respondido a Tomás de otra manera, se habría reído y habría concedido alegremente que, en efecto, estaba inquieto. Ned no se preocupaba por lo que pensaban los demás y los desarmaba al sorprenderlos con su franqueza. Edmundo habría querido hacer lo mismo, pero le resultaba imposible. Le importaba demasiado lo que los demás pensaban de él, aun aquéllos a quienes no tomaba en serio, como Tomás. Sólo a Ned le habría confesado sus temores. Y Ned estaba en el sur, de vuelta en Ludlow, reclutando efectivos para el estandarte yorkista. Aún faltaban días para que regresara a Sandal.

Era extraño, pensó, que aún le molestara tanto la ausencia de Ned. Ya tendría que haberse habituado; en los catorce meses que habían transcurrido desde la fuga de Ludlow, él y Ned habían estado separados un año entero. Se habían reencontrado sólo el 10 de octubre pasado, cuando Edmundo y su padre llegaron a Londres, donde los aguardaban Ned y su tío Salisbury. Y se habían demorado en Londres sólo dos meses, pues Ned había partido hacia Ludlow y la frontera galesa el 9 de diciembre, el mismo día en que Edmundo, su padre y su tío Salisbury enfilaron al norte, hacia Yorkshire.

Edmundo se alegraba de que sólo quedara un día en ese año de gracia de 1460. Había sido un año de ajetreo para la Casa de York, pero no había sido un año feliz para él. Se lo había pasado esperando, lamentando el aislamiento y la inactividad de su exilio irlandés. A su juicio, Ned había llevado la mejor parte, pues había estado en Calais con Salisbury y Warwick.

Cuando huyeron de Ludlow a Gales, Edmundo también habría querido ir con sus parientes, los Neville. El desenfado de Calais lo atraía mucho más que la sedentaria reclusión de Dublín. Pero el honor lo había obligado a acompañar a su padre, aunque envidiara a Ned la libertad de hacer otra elección. Esa elección no había complacido a su padre. La cortesía le impedía ofender a los Neville con la insinuación de que no sabrían supervisar a Ned, pero se las había apañado para hacerle saber a Ned lo que pensaba. Su hijo había escuchado respetuosamente y luego había actuado a su antojo, acompañando a sus primos Neville a Calais.

Edmundo se había imaginado cuánto se divertía Ned en Calais, y su insatisfacción degeneró en depresión cuando en julio llegó a Dublín la noticia de que Ned y los Neville habían desembarcado en suelo inglés. Les habían recibido bien en Londres y se apresuraron a consolidar su posición. Ocho días después marcharon al norte para enfrentarse a las fuerzas del rey en la ciudad de Northampton. La reina estaba a treinta millas, en Coventry, pero la desdichada persona del rey había caído en manos de los yorkistas victoriosos después de la batalla. Edmundo aún no había entrado en combate y sintió emociones ambiguas al enterarse de que Warwick había confiado a Ned el mando de un ala yorkista. Edmundo estaba convencido de que nunca llegaría el día en que su padre le encomendara una responsabilidad similar. Después de la batalla habían trasladado al rey de vuelta a Londres y, con los debidos honores, lo habían instalado en la residencia real de la Torre. Pues ellos se oponían a la reina, no a Su Gracia, el buen rey Enrique, según proclamaba Warwick mientras Londres aguardaba el regreso del duque de York desde Irlanda.

York llegó en octubre y dejó azorados a Warwick, Salisbury y su hijo Eduardo cuando entró en Westminster y apoyó la mano en el trono vacante. Durante sus meses de exilio en Irlanda, había llegado a la conclusión de que debía reclamar la corona o resignarse a librar una serie incesante de escaramuzas sangrientas con la reina y sus aliados.

Edmundo aprobaba la decisión de su padre. Ese rey títere le parecía más peligroso que un rey niño, y las Escrituras hablaban con claridad sobre ese tema: «¡Ay de ti, tierra mía, si tu rey es un niño!». Enrique de Lancaster era apenas un pálido icono de autoridad, una sombra manipulada para dar sustancia a los actos soberanos realizados en su nombre, primero por Margarita, y ahora por Warwick.

Más aún, el duque de York tenía más derecho al trono. Sesenta años atrás la sucesión real de Inglaterra había sufrido un brutal desgarrón cuando el abuelo de Enrique depuso y asesinó al hombre que tenía derecho legítimo al trono. Seis decenios después aún resonaban los ecos de esa conmoción. El rey asesinado no tenía descendencia; según la ley inglesa, la corona tendría que haber pasado a los herederos de su tío Leonel de Clarence, el tercer hijo de Eduardo III. El hombre que se había adueñado de la corona era hijo de Juan de Gante, cuarto hijo de Eduardo III, pero no estaba dispuesto a respetar las sutilezas de la ley inglesa de la herencia, y así inició la dinastía Lancaster.

Si Enrique de Lancaster no hubiera sido un monarca tan inepto, pocos habrían cuestionado las consecuencias de una asonada legitimada, cuando no legalizada, por el transcurso de sesenta años. Pero el bienintencionado Enrique era débil y estaba casado con Margarita de Anjou, y siete años atrás había perdido el juicio por completo. De pronto la gente recordó la tremenda injusticia cometida con los herederos de Leonel de Clarence, y Margarita demostró que estaba dispuesta a todo con tal de destruir al hombre que un día podía reclamar la corona, el duque de York, que pertenecía al linaje de Leonel.

Edmundo encaraba este complejo conflicto dinástico como un problema muy sencillo. A su entender, era correcto, justo y sensato que su padre reclamara la corona que le correspondía legítimamente. Pronto descubrió, sin embargo, que aunque fuera correcto y justo, políticamente era un error garrafal. Aunque pocos cuestionaban la validez de la pretensión de York, todos eran inesperadamente reacios a arrebatar la corona a un hombre que descendía de un rey y era reconocido como soberano de Inglaterra desde los diez meses de vida.

Margarita había necesitado casi diez años de implacable hostilidad para transformar a York, un leal par del reino, en el rival que siempre había visto en él. Pero York había cruzado el Rubicón mientras cruzaba el mar de Irlanda, y estaba empecinado en creer que no tenía más opción que reclamar la corona; ni siquiera se dejaba disuadir por el rotundo desinterés de los Neville y su hijo mayor. No tenían el menor apego sentimental por el hombre al que llamaban el «santo Enrique», pero habían sabido interpretar mejor que York la predisposición de los Comunes y del reino. Aunque Enrique estuviera loco, era el hombre ungido por Dios para reinar, y su ineptitud para gobernar perdía toda importancia cuando se hablaba de destronarlo.

Al final se propuso una solución intermedia que no satisfizo a nadie e irritó a la mayoría. Bajo la Ley del Acuerdo, aprobada el 24 de octubre, Ricardo Plantagenet, duque de York, quedó formalmente reconocido como heredero del trono inglés, pero estaba obligado a postergar su reclamación mientras Enrique permaneciera con vida. Sólo a la muerte de Enrique ascendería al trono como el tercer Ricardo que gobernaría Inglaterra desde la Conquista.

Enrique contaba a la sazón con treinta y nueve años. Era diez años menor que el duque de York y gozaba de la robusta salud de alguien que no padecía las preocupaciones mundanas que avejentaban y atosigaban a otros hombres, así que esta solución salomónica no conformó a York y sus simpatizantes. Y como la Ley del Acuerdo desheredaba al hijo de Margarita, en un acto expeditivo que muchos vieron como confirmación de las difundidas sospechas sobre la paternidad del niño, Margarita y sus partidarios sólo podían aceptarla a punta de espada. El único que manifestó satisfacción con el acuerdo fue Enrique, que en su desvarío se aferraba a la corona pero extrañamente aceptaba que su hijo fuera arrancado de cuajo de la línea de sucesión.

Después de la batalla de julio, en que Warwick había capturado al rey, Margarita se había replegado a Gales y luego a Yorkshire, que era un enclave tradicional de Lancaster. Allí se había reunido con el duque de Somerset y Andrew Trollope, que durante varios meses habían tratado en vano de expulsar de Calais a Warwick y Eduardo.

Estos señores leales a Lancaster estaban acuartelados en el castillo de Pontefract, un imponente bastión a ocho millas del castillo yorkista de Sandal, y recientemente se les habían sumado dos hombres muy resentidos con la Casa de York, lord Clifford y el conde de Northumberland. Sus padres habían muerto con el padre de Somerset en la batalla de San Albano, ganada por York y Warwick cinco años atrás, y no habían olvidado ni perdonado. Margarita se había aventurado en Escocia con la esperanza de forjar una alianza con los escoceses; el cebo que usaba era una propuesta de matrimonio entre su pequeño hijo y la hija de la reina de Escocia.

Y así Edmundo se encontró pasando la temporada navideña en Yorkshire -una región desolada, lúgubre, y hostil a la Casa de York-, con la torva perspectiva de una inminente batalla en el nuevo año, una batalla que decidiría si Inglaterra sería de York o de Lancaster, a un coste en vidas en que más valía ni pensar.

Era una de las Navidades más tétricas que recordaba. Su padre y su tío estaban demasiado preocupados por la inminente confrontación con Lancaster y no tenían tiempo ni ánimo para festejos. Edmundo, muy consciente de las desventajas de ser un bisoño de diecisiete años entre soldados veteranos, se había obligado a encarar la falta de festividades navideñas con lo que él consideraba era una indiferencia adulta. Pero en secreto añoraba las celebraciones de años anteriores, y lamentaba perderse los festejos londinenses.

Su primo Warwick había permanecido en la capital para encargarse de la custodia del rey Lancaster, y Edmundo sabía que Warwick gozaría de una Navidad principesca en el Herber, su palaciega mansión londinense. Del castillo de Warwick irían su condesa, así como sus hijas Isabel y Ana. Edmundo sabía que su madre también se reuniría con ellos, con sus hermanos Jorge y Ricardo, y Meg, que con sus catorce años era la única hermana de Edmundo que aún permanecía soltera. Habría ponche de huevo y ramilletes decorativos y la galería de trovadores del salón resonaría toda la noche con música y algazara.

Edmundo suspiró, mirando la nieve arremolinada. Por diez días interminables habían estado recluidos en el castillo de Sandal, con una sola excursión breve al villorrio de Wakefield, dos millas al norte, para romper la monotonía. Suspiró al oír que Tomás volvía a pedir pan. La tradicional tregua de Navidad llegaba a su fin; cuando expirase, Ned tendría que haber llegado de las marcas galesas con refuerzos que darían a los yorkistas una incuestionable supremacía militar. Edmundo se alegraría de verlo por muchas razones, entre ellas porque podría hablar con Ned como no podía hablar con Tomás. Había decidido que esa noche le escribiría. Con eso se sintió mejor, se apartó de la ventana.

– Tengo dados en mi cámara, Tom. Si los mando buscar, ¿abandonarás tu capón por una partida?

Tomás, como era previsible, se mostró bien dispuesto, y el humor de Edmundo mejoró. Se disponía a enviar a un criado en busca de los dados cuando abrieron la puerta y entró sir Robert Apsall, el joven caballero que era su amigo y preceptor. Era una cámara amplia, de la mitad del tamaño del salón, y estaba llena de hombres jóvenes y aburridos, pero él enfiló hacia Edmundo y Tomás.

– Me envían para convocaros a ambos al salón -dijo sin preámbulos, sacudiéndose la nieve de las botas.

– ¿Qué sucede, Rob? -preguntó Edmundo, súbitamente tenso y, como de costumbre, temiendo un desastre, mientras Tomás apartaba la silla de la mesa de caballetes y se ponía de pie sin prisa.

– Problemas, me temo. Esa partida de forrajeros que enviamos al alba tendría que haber regresado hace rato. Hace horas que no sabe-mos nada de ellos. Su Gracia el duque teme que Lancaster haya violado la tregua y los haya emboscado.

– ¿Por qué nos demoramos, entonces? -preguntó Edmundo, y había llegado a la puerta antes de que los otros dos pudieran responderle.

– Espera, Edmundo, toma tu capa.

Tomás iba a recoger la arrugada prenda del asiento de la ventana, vio que Edmundo ya había salido, se encogió de hombros y siguió a su joven primo sin ella.


Las sospechas del duque de York eran justificadas. Una numerosa fuerza de Lancaster había emboscado a los forrajeros en el puente de Wakefield y casi toda la partida había perecido. Algunos supervivientes lograron escapar y corrieron hacia el castillo de Sandal perseguidos por el enemigo. Entre el castillo y las orillas del río Calder se extendía un vasto marjal que los lugareños llamaban Wakefield Green. Era el único terreno abierto entre el castillo de Sandal y la aldea de Wakefield, y los yorkistas en fuga sabían que su única vía de escape, pues si entraban en los tupidos bosques de la izquierda y la derecha sus cabalgaduras quedarían empantanadas en la nieve y andarían a paso tambaleante hasta que los alcanzaran y los mataran.

Atravesaron Wakefield Green al galope, y sus perseguidores les pisaban los talones. Cuando la captura parecía inevitable, unas flechas surcaron el cielo. La andanada puso en fuga a los lancasterianos y el puente levadizo externo descendió rápidamente sobre la plataforma de piedra que bordeaba el foso. Los supervivientes se apresuraron a franquear el foso para entrar en el patio del castillo. A sus espaldas, el puente levadizo volvía a elevarse, y al desmontar oyeron el chirrido tranquilizador del rastrillo de rejas de hierro que cerraba la entrada.

Todo el día había caído una cellisca intermitente, pero en ese momento las nubes ya no derramaban copos helados. Los vigías yorkistas contaban con buena visibilidad para observar a los enemigos que se congregaban en el marjal. Aun a esa distancia, se notaba cierta confusión, como si no supieran si retirarse o sitiar el castillo.

En el salón estalló una acalorada discusión entre los señores yorkistas. Se había producido una división inconciliable entre los que preferían trabarse en combate con los lancasterianos y los que consideraban una locura abandonar el amparo del castillo. El portavoz de la segunda posición era sir David Hall, viejo amigo del duque de York. Argumentó con fuerza y convicción que el sentido común imponía una sola medida, mantener a los hombres dentro de las murallas y aguardar la llegada de Eduardo de March, el hijo mayor de Su Gracia, con los hombres que estaba reuniendo en las marcas galesas.

Otros consideraban esa prudencia un insulto a su valentía y argumentaban, con igual pasión, que la única salida honorable era aceptar el reto del enemigo.

Por un tiempo la decisión quedó pendiente, pero dos factores la volcaron a favor del ataque. El duque de York era partidario de este argumento, y los lancasterianos de Wakefield Green habían engrosado sus fuerzas. Al recibir refuerzos, eran cada vez más audaces y se habían aventurado en las inmediaciones del castillo, aunque aún se mantenían a distancia prudente.

Edmundo escuchaba en silencio desde las sombras. A diferencia de la mayoría de sus parientes, tenía ojos oscuros, de un llamativo gris azulado que reflejaba fielmente su ánimo voluble. Ahora mostraban sólo el gris, que se movía de rostro en rostro, escrutándolos agudamente. Aunque tenía diecisiete años, no era un romántico. Lo impulsaba el sentido común, no los conceptos abstractos como «honor» y «gallardía». Le parecía una necedad arriesgar tantas cosas por la dudosa satisfacción de vengar a los forrajeros. Claro que el riesgo no parecía ser excesivo; gozaban de una evidente superioridad numérica sobre los lancasterianos. Pero le parecía innecesario, un autocomplaciente alarde caballeresco.

Se preguntaba si su padre estaba motivado por el deseo de vengarse de Ludlow. Luego se preguntó si su renuencia a trabarse en combate obedecía realmente al sentido común. ¿Y si era cobardía? Después de todo, nunca había estado en batalla, y sentía un nudo en el estómago ante la perspectiva. Ned siempre afirmaba que el miedo era tan común entre los hombres como las pulgas en los perros y las tabernas, pero Edmundo tenía sus dudas. Estaba seguro de que su padre y su tío Salisbury nunca habían sentido el corazón en la garganta, ni ese sudor helado que bajaba de la axila a la rodilla. Ellos eran mayores; su padre frisaba los cincuenta, y su tío era aún más viejo. Edmundo no podía concebir que la muerte les inspirase el mismo temor que a él, así como no podía concebir que los impulsara el mismo apetito sexual.

No, nunca había podido coincidir con Ned, que confesaba sin remilgos que a veces se orinaba de miedo pero que parecía crecer con el peligro y se exponía a riesgos que Edmundo habría pasado por alto. Durante la infancia había seguido a Ned en una aventura tras otra, cabalgando por el precario borde de los peñascos y cruzando a caballo ríos caudalosos en vez de usar los puentes. Pero nunca se convencía de que Ned sintiera el miedo que él sentía, y cuando otros lo alababan por su valentía, se avergonzaba en secreto como si hubiera perpetrado una gigantesca estafa, un engaño que un día quedaría al descubierto.

Al dudar de su coraje, también dudaba de su criterio; ya no sabía por qué se oponía tanto al ataque que planeaban. Pero aunque lo hubiera sabido, no habría podido dar otra respuesta cuando su padre lo interpeló.

– ¿Qué dices, Edmundo? ¿Le mostramos a Lancaster el precio que pagará por romper la tregua?

– Creo que no hay otra opción, padre -declaró gravemente.


Al oeste el río Calder se curvaba en una herradura donde el terreno se elevaba y ofrecía una vista clara del castillo de Sandal y el declive de Wakefield Green. Un pequeño grupo de jinetes aguardaba en la arboleda de esa loma cubierta de nieve. Mientras observaban, el puente levadizo del castillo empezó a bajar y se asentó lentamente sobre el foso. Los estandartes favoritos de York -un Halcón Engrillado y una Rosa Blanca-flamearon al viento, se desplegaron en medio de la nieve arremolinada.

Enrique Beaufort, duque de Somerset, se inclinó para observar y se permitió una leve sonrisa.

– Allí vienen -anunció innecesariamente, pues sus compañeros observaban el castillo con igual concentración. Era improbable que York tuviera una trinidad de enemigos más acérrimos que estos tres hombres: Somerset, lord Clifford y Henry Percy, conde de Northumberland. Sólo Margarita abrigaba un rencor mayor contra el hombre que encabezaba su ejército contra los lancasterianos en Wakefield Green.

Los lancasterianos no defendían su posición, sino que se replegaban ante el avance. Para los tres observadores, la fuerza lancasteriana parecía estar al borde de la catástrofe, a punto de quedar atrapada entre la orilla del Calder y el ejército yorkista. Pero ninguno de los tres manifestaba alarma; al contrario, miraban con sombría satisfacción mientras sus hombres retrocedían y los yorkistas avanzaban en una exultante arremetida hacia una victoria fácil.

Al fin los lancasterianos parecieron defender su posición. Los hombres se estrellaron con un impacto estremecedor. El acero centelleó, la sangre salpicó la nieve. Los caballos corcovearon, perdieron el equilibrio en la nieve y se desplomaron, aplastando a sus jinetes.

Junto a Somerset, lord Clifford jadeó entre dientes:

– ¡Ahora, maldición, ahora!

Como si hubieran oído su imprecación, las alas izquierda y derecha del ejército lancasteriano abandonaron su escondrijo y salieron de los bosques de ambos flancos de Wakefield Green. Al mando del conde de Wiltshire, la caballería rodeó a los yorkistas y los atacó por detrás, cortando la retirada hacia las distantes y nevadas murallas del castillo de Sandal. Los infantes del ala derecha siguieron saliendo del bosque hasta que un mar de combatientes anegó Wakefield Green. Aun parael ojo inexperto, era evidente que los acorralados yorkistas sufrían una abrumadora inferioridad numérica. Para los ojos expertos de Somerset y Clifford, los yorkistas sumaban como máximo cinco mil efectivos, frente a un ejército de quince mil.

Clifford había buscado en vano el estandarte personal de York. Desistió del esfuerzo y picó espuelas para bajar la cuesta hacia lo que ya no era una batalla, sino una carnicería. Somerset y Northumberland azuzaron a sus monturas para seguirlo.


Edmundo bajó la espada cuando el hombre aferró las riendas de su caballo. La hoja se estrelló contra el escudo y el soldado cayó de rodillas. Pero Edmundo no aprovechó esta ventaja; su estocada había sido un gesto instintivo de defensa, perfeccionado mediante años de práctica en la palestra del castillo de Ludlow. Edmundo estaba conmocionado; acababa de presenciar la muerte de su primo Tomás. Lo habían derribado de la montura y lo habían aplastado contra la nieve ensangrentada mientras una veintena de espadas martillaba su armadura.

Caía una nevisca intensa y espesa; a través de la visera, Edmundo sólo veía un borrón de blancura arremolinada. Los hombres corrían, gritaban, morían. Hacía tiempo que había perdido de vista a su padre y su tío. Ahora buscaba desesperadamente a Rob Apsall, y sólo veía a los soldados de Lancaster y los muertos de York.

Alguien volvió a aferrar sus riendas, y alguien más se le acercó al estribo. Hundió las espuelas. El caballo corcoveó, zafándose de las manos que intentaban agarrarlo, y embistió. Hubo un grito sobresaltado; el caballo tropezó, dio coces, y Edmundo se liberó de los hombres que lo cercaban. Dejó andar al caballo, se encontró atrapado en medio de soldados que huían presa del pánico, tambaleándose en la nieve, arrojando armas y escudos, mientras los lancasterianos los perseguían.

Su caballo viró a la derecha, tan bruscamente que Edmundo casi salió despedido. Sólo entonces vio el río, vio el destino del que su caballo lo había salvado. Hombres que se ahogaban aferraban con dedos helados los cuerpos notantes de sus camaradas yorkistas, mientras los soldados de Lancaster les asestaban lanzazos y hachazos desde la orilla, como ese hombre que una vez Edmundo había visto lancear peces en un barril.

Ese espectáculo lo conmocionó aún más. Tiró de las riendas, pues una terquedad irracional lo obligaba a regresar al campo de batalla para encontrar a su padre. Un soldado lancasteriano le cerró el paso, empuñando una maza con cadenas que trazó un arco en el aire. Edmundo replicó con estocadas y el hombre reculó, buscó una presa más fácil.

Así distraído, Edmundo no vio al segundo soldado hasta que el hombre lo atacó con una espada ensangrentada, despanzurrando al caballo. El animal chilló, pataleó. Edmundo sólo tuvo tiempo de liberarse de los estribos y arrojarse a un lado mientras el caballo caía. Golpeó el suelo con fuerza; el dolor le quemó la espalda, estalló en su cabeza en una explosión de colores febriles. Al abrir los ojos, vio una extraña luz blanca, y una figura con armadura que oscilaba sobre él. Desde otro mundo, otra vida, recordó su espada, la buscó a tientas, sólo encontró nieve.

– ¡Edmundo! ¡Por Dios, Edmundo, soy yo!

La voz era conocida. Parpadeó, trató de despabilarse.

– ¿Rob? -susurró.

El caballero asintió enérgicamente.

– ¡Gracias a Dios! ¡Temí que hubieras muerto!

Rob tironeaba de él. Edmundo se obligó a moverse, pero cuando apoyó el peso en la pierna izquierda, se aflojó y sólo el brazo de Rob lo mantuvo de pie.

– Mi rodilla… -jadeó-. Rob, creo que no puedo caminar. Sigue adelante, sálvate.

– ¡Pamplinas! ¿Crees que te encontré por casualidad? Recorrí el campo para encontrarte. Le juré a tu padre que velaría por tu seguridad.

En un tiempo Edmundo se habría sentido ofendido por esa bochornosa solicitud paterna. Pero eso pertenecía al pasado, a la vida que había vivido antes de conocer los horrores de Wakefield Green.

El cuerpo de su caballo yacía a la izquierda. Más cerca vio el cadáver de un hombre, con el cráneo triturado en una truculenta pulpa de hueso y sesos. Edmundo miró la ensangrentada hacha que Rob había dejado caer en la nieve, el rostro de su amigo, gris y ojeroso en el círculo de la visera alzada. Abrió la boca para agradecer a Rob que le salvara la vida, pero el joven preceptor no quería perder tiempo.

– Apresúrate, Edmundo -urgió.

– Mi padre…

– Si está con vida, ya habrá huido del campo. De lo contrario, aquí no puedes hacer nada por él -dijo Rob sin rodeos, y empujó a Edmundo hacia su caballo-. Tendremos que compartir la montura. Apóyate en mí. Así… Aguanta…

Mientras espoleaba al caballo, apartando a dos lancasterianos que buscaban botín, Edmundo gritó:

– ¡Mi espada! ¡Espera, Rob!

El viento se llevó el grito. Rob enfiló hacia la aldea de Wakefield.


El dolor atormentaba a Edmundo. Cada paso era una llamarada en la pierna, una quemazón en la médula, una sofocante convulsión de náuseas en los pulmones. Habían perdido el caballo; el doble peso de dos hombres con armadura resultó excesivo para el animal. Se había tropezado varias veces, quedando cojo y arrojando a ambos jóvenes a un banco de nieve tan recubierto de hielo que no amortiguó el impacto de la caída. Rob sufrió un zamarreo, pero Edmundo dio contra una piedra con la rodilla lesionada y cayó en la oscuridad. Despertó poco después, mientras Rob le frotaba desesperadamente la cara con nieve.

Desecharon piezas de la armadura, continuaron a trompicones. Rob jadeaba, y su corazón palpitaba espasmódicamente. El brazo de Edmundo le pesaba en los hombros; sabía que el muchacho desfallecía, que hacía rato había agotado sus reservas de resistencia. Pero cada vez que Edmundo vacilaba y se apoyaba en él, cada vez que Rob temía que se volviera a desmayar, Edmundo hallaba fuerzas para recobrar la consciencia, para dar otro paso en la profunda nieve.

Rob avistó el contorno del puente de Wakefield. Arrastrando a Edmundo, avanzó con esfuerzo. Más allá del puente se hallaba la aldea de Wakefield. Edmundo no podía seguir mucho más. Cada vez que Rob miraba al muchacho, encontraba causas de preocupación; vio la sangre que embadurnaba el pelo de Edmundo, la pátina lustrosa que le enturbiaba los ojos. Sabiendo que Lancaster rodeaba el castillo, Rob se había dirigido a la aldea. Esperaba llegar a la iglesia parroquial, en el final de Kirkgate, para solicitar derecho de asilo. Sabía que sólo se aferraba a una esperanza, no podía hacer otra cosa. Continuó la marcha andando, cegado por la nieve, entró con Edmundo en el puente.

Estaban en medio del puente cuando Rob vio lancasterianos que salían de las sombras sin prisa, para cerrarles el paso. Dio media vuelta, tan abruptamente que Edmundo se tambaleó, se apoyó en el pretil del puente. Los soldados les cortaban la retirada, mirándolos con una sonrisa dura y triunfal. Rob cerró los ojos un instante.

– Dios me perdone, Edmundo -susurró-. Te he conducido a una trampa.


Aún faltaba una hora para el ocaso, pero la luz ya se desvanecía. Edmundo se había recostado contra el pretil del puente, mirando las oscuras aguas. Se había quitado los guanteletes, y tenía los dedos tan entumecidos que derramó casi toda la nieve que quería llevarse a la boca. Sorbió nieve hasta aplacar la sed, se frotó el resto contra la frente, vio con ojos apáticos que salía roja. No había advertido que al caerse del caballo se había abierto un tajo en la cabeza. Nunca había sentido tanto frío ni agotamiento, y la mente empezaba a hacerle jugarretas. Ya no podía confiar en sus sentidos; parecían llegar voces de todas partes, inusitadamente estentóreas y distorsionadas, y luego se desvanecían en un silencio sofocado, en un eco casi inaudible.

Notó que uno de sus captores se inclinaba sobre él y alzó la vista con aturdimiento, echándose hacia atrás en una protesta involuntaria cuando el hombre quiso cogerle las manos. Sin prestarle atención, el soldado le amarró las muñecas y retrocedió para inspeccionar su trabajo.

– Éste es sólo un mozalbete -comentó, mirando a Edmundo sin la menor animadversión.

– Y usa una armadura que complacería a los señores más encumbrados… Nos irá bien con él. Sin duda tiene parientes que pagarán un buen precio por recobrarlo.

Los soldados se volvieron hacia unos jinetes que se aproximaban. Edmundo escuchó con indiferencia la discusión que siguió, oyó la orden de despejar el puente, la huraña reacción de los soldados. A regañadientes, cedieron el paso a los recién llegados, que atravesaron el puente arremolinando la nieve, mientras los hombres salpicados mascullaban maldiciones. Edmundo intentaba enjugarse la nieve de los ojos cuando un corcel frenó ante él. Desde lejos, oyó la reverberación de una voz:

– ¡Ese muchacho! ¡Dejádmelo ver!

Edmundo irguió la cabeza. Conocía el rostro moreno ensombrecido por la visera, pero no logró identificarlo.

– Me parecía… ¡Rutland!

Al oír su propio nombre, Edmundo reconoció al que hablaba. Andrew Trollope, antiguo aliado de York, el hombre que los había traicionado en Ludlow. La traición de Trollope había sido una amarga iniciación en l;i edad adulta para Edmundo, pues Trollope le caía simpático. Ahora no sentía rabia ni resentimiento. No sentía nada de nada.

El caos reinó brevemente en el puente; los captores de Edmundo apenas daban crédito a su suerte. ¡El conde de Rutland! ¡Un príncipe de rancio abolengo! Ningún rescate podía ser muy elevado por ese trofeo; de pronto se sentían dueños de una fortuna.

– Somerset querrá saber sobre esto -dijo un compañero de Trollope, v la voz activó un recuerdo sepultado en el aturdido cerebro de Edmundo; ese sujeto era Henry Percy, conde de Northumberland. Estos hombres eran los enemigos jurados de su padre. ¿Qué hacía allí, amarrado, aterido de frío, enfermo y a merced de ellos? Northumberland agregó-: El único de quien no sabemos nada es Salisbury.

Edmundo trató de levantarse, descubrió que su rodilla ya no recibía órdenes de su cerebro. Pronunció las palabras aun antes de comprender que se proponía hablar.

– ¡Trollope! ¿Qué hay de mi padre?

Ambos hombres se volvieron en la silla.

– Muerto -respondió Trollope.

Siguieron adelante, y la voz de Northumberland flotó sobre el puente mientras obsequiaba a sus compañeros con detalles sobre la muerte de su enemigo.

– … debajo de esos tres sauces al este del castillo. Sí, aquel lugar… el cuerpo despojado de su armadura… lo saludaron como «rey sin reino». Y sin cabeza, si Clifford se sale con la suya. ¡No es común decapitar a los muertos después de la batalla, pero díselo a Clifford!

Las voces se disiparon. Rob Apsall trató de acercarse a Edmundo desde el otro lado del puente, pero lo contuvieron con un brutal empellón.

– Edmundo… Edmundo, lo lamento.

Edmundo no dijo nada. Se volvió para mirar las aguas; Rob sólo pudo ver una maraña de pelo castaño oscuro.

Otros jinetes se aproximaban desde la dirección del campo de batalla. Se había iniciado el saqueo de los cadáveres. Hubo una conmoción en el extremo del puente. Un soldado no se había apartado con suficiente celeridad para complacer a uno de los jinetes, que lanzó el caballo contra el ofensor. Apretado contra el pretil, el hombre aullaba de temor y forcejeaba en vano contra los palpitantes flancos del animal.

Los captores de Rob despejaron el camino, se alinearon contra el pretil. Rob hizo lo mismo. De pronto estaba rígido, como si no tuviera aire en los pulmones. El jinete que se aproximaba le dio mala espina. Lord Clifford de Skipton-Craven. Clifford, uno de los que había planeado la emboscada de Wakefield Green. Clifford, famoso por su fiero temperamento, aun entre sus propios hombres, y por su odio descomunal por el duque de York.

Edmundo reparó en el súbito silencio. Al volver la cabeza, vio a un jinete que le clavaba los ojos con una intensidad que le recordó los ojos de su halcón favorito cuando avistaba una presa. Sostuvo la mirada, tragó saliva; era extraño, pero su lengua ya no parecía pertenecer a su boca. ¿Por qué sentía de golpe ese miedo puramente físico? Era como si su cuerpo reaccionara ante una presencia que aún no había llegado a su cerebro.

– ¿Quién es él? -le preguntó el caballero al soldado más próximo, sin apartar los ojos de Edmundo. Como no recibió respuesta, rugió-: ¿Me has oído, estúpido hideputa? ¡Su nombre, ya! Dilo en voz alta.

El hombre, intimidado, murmuró «Rutland».

– Soy Edmundo Plantagenet, conde de Rutland -tartamudeó Edmundo.

Clifford lo había sabido.

– El cachorro de York -dijo con voz queda, sin la menor sorpresa.

Se apeó de la silla, sujetó la montura. Todas las miradas lo seguían. Edmundo reconoció a Clifford con una oleada de miedo que ya no era instintiva, sino que tenía pleno arraigo en la realidad. Trató de aferrar el pretil, pero las amarras le impedían buscar un asidero.

– Ayudadme a levantarme.

Un soldado tendió la mano pero se contuvo y miró a Clifford, que asintió.

– Ponlo de pie -le dijo.

El miedo entorpecía al hombre y Edmundo no era ninguna ayuda, acalambrado de frío, paralizado de dolor y temor. El soldado logró levantarlo, pero ambos cayeron contra el pretil. Un hervor de dolor subió desde la rodilla desgarrada de Edmundo, le convulsionó el cuerpo. Una bruma roja perforó la oscuridad, colores arremolinados de brillo hiriente y caliente que se disiparon en la negrura.

Cuando estaba en medio del puente, lo embistió una intermitente andanada de sonidos. Los soldados gritaban. Rob gritaba. Oía las palabras pero no las entendía. Volvió a apoyarse en el pretil, y el soldado que lo sostenía se apartó deprisa, así que quedó solo. Algo le pasaba en la vista; los hombres parecían temblar, desenfocados. Vio caras distorsionadas, bocas torcidas, vio a Clifford y luego la daga desenvainada en la mano de Clifford.

– No -dijo con la calma de la incredulidad. Esto no era real. Esto no podía estar pasando. No se ejecutaba a los prisioneros. ¿No lo había dicho Tom? Tom, que también había sido prisionero. Tom, que estaba muerto. Se puso a temblar. Esto era una locura, una ilusión de su mente obnubilada por el dolor. Menos de una hora atrás, estaba de píe junto a su padre, en el salón del castillo de Sandal. Aquello era real, esto no. Esto no.

– ¡Por Dios, milord, tiene las manos atadas! -gritó un soldado, como si Clifford no lo hubiera notado y sólo fuera preciso advertirle. Inmovilizado por hombres que parecían tan aterrados como él, Rob tironeó frenéticamente de las cuerdas.

– ¡Pensad, hombre, pensad! -le gritó a Clifford-. ¡Es el hijo de un príncipe, os servirá más vivo que muerto!

Clifford miró brevemente a Rob.

– Es el hijo de York, y a fe que me vengaré.

Se giró hacia el aturdido muchacho. Rob se zafó, se arrojó hacia delante. Alguien intentó apresarlo, erró; otras manos le aferraron la pierna, tiraron con tal fuerza que se desplomó. Escupiendo sangre, procuró levantarse, y nadie lo detuvo. Le permitieron recorrer a rastras la escasa distancia que lo separaba de Edmundo.

Se arrodilló junto al moribundo, trató de abrazarlo, trató de parar la sangre de Edmundo con las manos, siguió tratando mucho después de que Edmundo hubiera muerto.

En el puente sólo se oían sus angustiados sollozos. Los demás miraban a Clifford en silencio, con repulsión. Él lo notaba, lo veía en lacara de esos hombres, soldados que a pesar de todo hacían cierta distinción entre las muertes. A ojos de ellos, esto no era una muerte en batalla, sino un asesinato a sangre fría. Un asesinato, para colmo, que los había privado de un generoso rescate.

– York era culpable de la muerte de mi padre -clamó Clifford-. ¡Yo tenía derecho a matar al hijo!

Nadie habló. Rob abrazaba a Edmundo y lloraba. Al fin alzó la cara, para mirar a Clifford con ojos tan fulminantes que un soldado lancasteriano le apoyó una mano en el hombro para contenerlo.

– Tranquilo, hombre -le advirtió-. Fue un acto cruel, lo concedo. Pero todo terminó, y no lo cambiarás desperdiciando tu propia vida.

– ¿Terminó? -repitió Rob, con voz ronca e incrédula-. ¿Dices que terminó? ¡Por Cristo! Después de hoy, esto apenas empieza.


Mientras Margarita de Anjou se dirigía a la ciudad de York por la campiña de Yorkshire, los campos nevados relucían con un brillo cristalino y cegador y el cielo resplandecía con un azul vivido y profundo más propio de julio que de enero.

Su viaje hacia la escarpada comarca del oeste de Escocia había sido fructífero. En la abadía de Lincluden, al norte de Dumfries, se había reunido con la regente de Escocia y habían llegado a un trato, sellado con el futuro matrimonio de sus hijos. A cambio de la promesa de entregar a Escocia la fortaleza fronteriza de Berwick-upon-Tweed, Margarita recibiría un ejército escocés para marchar sobre Londres. Estaba en Carlisle cuando se enteró de la masacre de Sandal, y al aproximarse a la ciudad de Ripon fue acogida por el duque de Somerset y el conde de Northumberland y escuchó los gratificantes detalles de la destrucción de su enemigo.

Delante se elevaban las blancas murallas de caliza de York. Las enormes torres gemelas y la barbacana de Micklegate Bar indicaban la principal entrada en York, custodiando el Ermine Way, que conducía al sur, hacia Londres. Como Margarita llegaba desde el noroeste, pensaba entrar en la ciudad por Bootham Bar. Para su sorpresa, Somerset insistió en que sortearan Bootham y tomaran la ruta más larga de Micklegate.

Ahora veía por qué. Una multitud se había agolpado a las puertas de York para darle la bienvenida. El alcalde estaba ataviado con sus mejores azules, al igual que los regidores, mientras que los sheriffs usaban rojo. Había ciertas ausencias llamativas, pues algunos habían sucumbido a la magnética influencia del conde de Warwick, cuya residencia favorita se hallaba en Middleham, cuarenta y cinco millas al noroeste. Pero la impresionante concurrencia demostraba una vez más que la ciudad de York respaldaba fervientemente a la Casa de Lancaster.

El honor de saludar a la reina se había concedido a lord Clifford, que no era hombre a quien se le pudiera negar nada. Margarita le sonrió cuando él se hincó de rodillas, y sonrió de nuevo al darle la mano para que la besara. Él también sonreía, en admirado tributo a su belleza y a su éxito en Escocia.

– Milord Clifford, no olvidaré el servicio que nos habéis prestado a mí y a mi hijo. Nunca olvidaré Sandal.

– Madame, vuestra guerra ha concluido. -Retrocedió y señaló las puertas de la ciudad-. Aquí os entrego el rescate de vuestro rey.

Margarita miró hacia donde señalaba, Micklegate Bar, y vio que estaba coronada por un truculento racimo de cabezas humanas clavadas en picas.

– ¿York? -preguntó. Clifford asintió adustamente y ella alzó la vista en silencio-. Es una pena que no hayáis puesto su cabeza hacia la ciudad, mi señor Clifford. Entonces York podría velar por York.

Los que estaban en las inmediaciones rieron.

Maman. -El hermoso niño que montaba su pony junto a Margarita se aproximó, mirando como los adultos hacia Micklegate Bar. Margarita se volvió afectuosamente hacia su hijo y agitó una mano grácil en el aire.

– Son nuestros enemigos, bien-aimé, pero ya no existen. Gracias a los señores de Somerset y Clifford.

– ¿Todos nuestros enemigos? -preguntó el niño, perdiendo interés en los siniestros trofeos que se hallaban a gran altura.

– Todos salvo uno, Édouard -murmuró Margarita-. Todos salvo Warwick.

– Y Eduardo de March, madame -le recordó Somerset-. El hijo mayor de York no estaba en el castillo de Sandal, sino en Ludlow.

– Una pena -dijo ella, y se encogió de hombros-. Pero él no es una amenaza en sí mismo. Sólo tiene dieciocho años, si mal no recuerdo. Warwick… Warwick es el enemigo. -Los ojos oscuros relucieron-. Daría la mitad de mis posesiones por ver su cabeza en Micklegate Bar.

– Madame, dejé espacio para dos cabezas más. -Clifford volvió a señalar hacia arriba-. Entre York y Rutland… para Warwick y el otro hijo de York.

Ante la mención de Edmundo de Rutland, Somerset torció la boca en una sonrisa burlona.

– Me sorprendió, milord Clifford, que expusierais la cabeza de Rutland en York. Pensé que desearíais verla sobre las puertas de vuestro castillo de Skipton, para recordar la bravura de vuestra hazaña.

Clifford se ruborizó con un amenazador rojo oscuro y las risitas nerviosas de los presentes se silenciaron abruptamente.

– ¿Qué hay de Salisbury? -preguntó con la voz ronca de un hombre que se considera agraviado por una acusación injusta pero encuentra pocos partidarios para su causa-. Cuando fue capturado horas después de la batalla, vos y Northumberland debatisteis toda la noche si aceptar la suma extravagante que ofrecía por su vida, y lo mandasteis al tajo a la mañana siguiente, cuando Northumberland decidió que prefería su cabeza a su oro. ¿Qué diferencia hay entre la muerte de Salisbury y la de Rutland?

– Si os lo debo explicar, milord, es porque supera vuestro entendimiento -se mofó Somerset, y Clifford se llevó la mano a la empuñadura de la espada.

Margarita se interpuso entre ambos con su montura.

– ¡Basta, milores! Os necesito a ambos, y no toleraré litigios entre vosotros mientras Warwick aún respire. En cuanto a esta estúpida riña por Rutland, lo que importa es que está muerto, no cómo murió.

Su hijo aferró las riendas de la montura de Margarita, tan bruscamente que la sorprendida yegua se lanzó contra el caballo de Somerset.

Maman, ¿podemos entrar en la ciudad? Tengo hambre.

Margarita tuvo dificultades para calmar a la yegua, pero si la inoportuna interrupción de su hijo la había irritado, no lo demostró en el rostro ni en la voz.

Mais oui, Édouard. Iremos de inmediato. -Irguió la cabeza, echó un último vistazo a las cabezas que adornaban Micklegate Bar-. York quería una corona. Procuraré que la tenga. Haced fabricar una de paja, milord Clifford, y coronadlo con ella.

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