Westminster
Diciembre de 1469
– ¿Por qué, Ned? En nombre de Dios, ¿por qué? ¿Cómo pudiste?
– No tenía opción, Lisbet.
Isabel lo miró. Eduardo reparó en su incredulidad, notó que ella no había asimilado sus palabras.
– ¿No tenías opción? -repitió ella-. Mi padre y mi hermano murieron por orden de Warwick. ¿Y me dices que no tienes más opción que indultarlo?
Elevó la voz. Él se le acercó pero ella lo esquivó, retrocedió.
– Sí -dijo él-. Eso es lo que te digo. No tenía opción. Si no puedes destruir a tu enemigo, Lisbet, debes reconciliarte con él. Es una regla elemental de la guerra, amor mío, por poco que te guste.
– Tú tienes el poder… -comenzó ella, pero él la interrumpió.
– No, Lisbet. Lamento decir que no es así. Tengo, por cierto, la autoridad moral del trono. -Sonrió irónicamente-. Lamentablemente, la autoridad moral suele perder en el campo de batalla, tesoro.
Ella pasó por alto el sarcasmo, sacudió la cabeza.
– Eres el rey -insistió-. Eso te da el poder…
– ¿El mismo poder que tenía Enrique de Lancaster? Por Dios, Lisbet, mi padre luchó contra Margarita de Anjou durante años y Lancaster no pudo hacer nada para evitarlo, ni siquiera cuando empezó a correr tanta sangre.
– Porque era un simple.
– Es verdad, pero la respuesta no está sólo en la flaqueza de Enrique, sino en la fortaleza de mi padre. Una fortaleza suficiente para retar a la corona, incluso para tomar las armas contra el rey. ¿Cuántas batallas se libraron en los años previos a Towton…? ¿Cuatro? ¿Cinco? Hablas de poder. Bien, mi padre tenía el poder para retar al rey. Y por mucho que me irrite reconocerlo, también lo tiene mi primo de Warwick. Al menos por ahora.
Ella no respondió y él le ciñó el talle con el brazo, la atrajo hacia sí. Bajó la cabeza y le besó las sienes, los párpados; habló suave y persuasivamente, reconociendo la justicia de su petición de venganza pero recordándole que el rey no tenía ejército propio, que dependía de los lores para llamar hombres a las armas, recordándole que Warwick tenía su base de poder en el norte y podía congregar una fuerza temible bajo su estandarte del Oso y el Báculo Enramado. Ella no respondió, volvió la mejilla apenas, y los labios de él le rozaron la boca.
– Entiendo tu amargura, cariño. ¿Crees que yo quería esto? Te aseguro que nunca se dio un indulto tan a regañadientes. Mi primo de Warwick tiene una deuda conmigo. No pienso olvidarla. Pero todavía no estoy en posición de exigir el pago. Sé que no es fácil para ti, amor mío, pero…
Ella se zafó del abrazo. Él nunca había visto ojos tan verdes, del color de esmeraldas vidriosas, con pupilas que eran astillas de furia ardiente.
– No, no lo sabes. La verdad es que la muerte de mis parientes no significa nada para ti. Me hablas de necesidad. ¡Dime qué necesidad te habría inducido a reconciliarte con Clifford! Nada en el mundo te habría obligado a indultar al hombre que asesinó a tu hermano. Pero parece que la muerte de mi hermano cuenta menos.
Él también se enfureció, pero procuró contenerse.
– No eres justa, Lisbet -dijo pacientemente-. Te expliqué por qué accedí a indultar a Warwick. Sabes que no es lo que yo quería…
– No -escupió ella-. No sé semejante cosa. Sólo sé que estás indultando al hombre que asesinó a mi padre y mi hermano, y no necesito saber más.
Nunca habían reñido tanto en sus cinco años de matrimonio. Al final Eduardo se retiró de la alcoba exasperado mientras Isabel desquitaba su furia causando estragos en el mobiliario, tirando al suelo peines de marfil y frascos de cristal veneciano y arrojando la almohada con tal fuerza que se desgarró en un aleteo de plumas arremolinadas.
El enfado de Eduardo duró poco. Él había dicho la verdad; el indulto era sólo un reconocimiento realista del poder que poseía el conde de Warwick. Pero Isabel también decía la verdad, y él lo sabía. Las humillaciones que había soportado a manos de Warwick lo irritaban más que la muerte de los parientes de su esposa.
Los Woodville lo habían desilusionado mucho al cabo de unos meses tras su boda. Los miembros de esta agraciada familia pronto demostraron que su única virtud era la buena apariencia, pues eran codiciosos y sólo servían para ganarse enemigos, en lo cual sobresalían. Eduardo llegó a la conclusión de que le habría convenido que suesposa fuera hija única, y le maravillaba que una familia tan débil pudiera haber engendrado a Lisbet, cuya fuerza de voluntad y ambición rivalizaban con las suyas.
Lamentaba la ejecución de su suegro y su cuñado en Gosfroth Green, Coventry, pero no lloraba por ellos. Isabel lo sabía y le guardaba rencor por ello. Él no la culpaba. Tampoco la culpaba por jurar venganza contra el hombre al que consideraba responsable.
Eduardo sabía que su bella esposa podía ser una enemiga implacable. También sabía lo que era sufrir una pérdida que exigía ser redimida con sangre. En consecuencia, estaba dispuesto a tolerarle lo que no habría tolerado en ninguna otra persona. No pensó más en el altercado, pasó diplomáticamente por alto la glacial conducta de Isabel en los días siguientes, y se mantuvo alejado de su lecho varias noches para darle tiempo a calmarse.
Fue a verla en la cuarta noche después de la riña. Sin embargo, había subestimado la magnitud de su enfado. El tiempo sólo había servido para inflamarlo y el rencor que sentía contra él crecía con el paso de los días.
Sentada ante el tocador, Isabel miraba el reflejo de su esposo en el espejo bruñido que había encargado a un maestro artesano de Génova. Su rostro era impasible; por dentro, estaba hirviendo. Al principio había pensado en expresar su resentimiento, en decirle que se refocilara con una de las rameras que mantenía en la corte, en atacarlo con mordaces palabras de rechazo. Contuvo ese impulso, pero sólo con gran esfuerzo.
Durante los gratos y plácidos años de su matrimonio con John Grey, no había tenido escrúpulos en manipular los favores sexuales como medio de salirse con la suya. Había sido un arma sumamente efectiva con ese ferviente caballero de habla lenta, que nunca había perdido el pasmo ante la deslumbrante belleza de la muchacha que se había llevado a la cama cuando era una novia virgen de quince años.
Las cosas eran distintas con Eduardo. Al principio del matrimonio, Isabel había rechazado sus avances amorosos después de un pequeño desacuerdo y así había provocado una riña de imprevista y alarmante intensidad. Era la primera vez que veía a su despreocupado esposo realmente furioso y había guardado ese recuerdo para futura referencia. Isabel era tozuda, pero también era pragmática. Sabía que era importante complacer a Eduardo, y en los años venideros no volvió a cometer el mismo error.
Ahora, aunque ansiaba rechazarlo, vacilaba en hacerlo, y tenía demasiado orgullo para fingir un malestar. A la hora en que sus damas le habían cepillado el cabello y perfumado la garganta y las muñecas, tuvo la solución para su dilema.
Se levantó, cruzó lentamente la habitación en renuente respuesta a la llamada de Eduardo, se plantó delante de él, y esperó mientras él se levantaba de la cama y la estrechaba. Se sometió pasivamente a su abrazo, dejó que él le acariciara el cabello, le explorara la boca con la lengua, la despojara de la bata. Se sometió en silencio a sus caricias, no reaccionó cuando él la tocó en lugares y de modos que le brindaban el máximo placer. Pero ahora no sentía nada, y se regocijó en el triunfo de su voluntad sobre su cuerpo.
Mientras él la llevaba a la cama, sus ojos se cruzaron. Notó que a él le divertía esa afectación de indiferencia, confiando en que sólo fuera una pose, en que pronto lograría un involuntario reconocimiento de excitación.
Ella temía que su cuerpo la traicionara, que esta forma de represalia fuera más efectiva en la teoría que en la práctica. La atracción sexual entre ambos era muy intensa, y así había sido desde su primer encuentro. Aun ahora, al cabo de cinco años y un sinfín de infidelidades, el cuerpo de Isabel ardía y temblaba si él le sonreía desde el otro lado de una estancia. Nunca había tratado de reprimir su deseo por él, y no sabía si podría.
Descubrió, con cierta sorpresa, que no era tan difícil. Sólo tenía que pensar en Warwick. Warwick, que había ido a Westminster con el real salvoconducto de su esposo. Warwick, que asistía al gran consejo como si en Olney no hubiera pasado nada, como si no hubiera asesinado a sus parientes y encarcelado a su esposo.
Sintió una frialdad que le helaba la sangre y apagaba a tal punto las llamas del deseo que no habría podido responder a Eduardo aunque quisiera. Se sentía abotargada, como si la mente hubiera cortado todos los lazos con el cuerpo, y se quedó inerte y apática bajo el peso de su marido mientras su cerebro se llenaba con imágenes de Warwick y su corazón se llenaba de odio.
El odio era una emoción fácil para Isabel; aun cuando niña, no perdonaba una ofensa. Ahora juró que llegaría el día en que vería la destrucción de Warwick y todos los suyos. Y no olvidaría el papel que Jorge de Clarence había desempeñado en el asesinato de su padre. También Clarence tenía una deuda de sangre.
Movió los hombros; estaba clavada contra la cama en una postura incómoda y esperaba que Ned terminara pronto, pues se le estaba acalambrando la pierna. Quizá esta vez la dejara encinta. Lo anhelaba fervientemente; estaba desesperada por darle un hijo varón y habían pasado meses desde su última preñez. El embarazo del verano anterior había sido falso, o bien había sufrido un aborto natural a finales del segundo mes. Era agosto, cuando Ned estaba cautivo en Olney. Sí, ésa podía ser otra deuda que debía cobrarle a Warwick. Le daba una lúgubre satisfacción pensar así, culparlo por su actual esterilidad.
Notó que su esposo estaba quieto y su inmovilidad la tomó por sorpresa, pues sabía que él aún no estaba satisfecho. Se acodó para mirarlo inquisitivamente. Con un sobresalto, vio que él le clavaba los ojos, que quizá hacía un rato que la estudiaba. Ahora no parecía divertido; sus ojos eran de color muy claro y tenían una pátina de hielo.
– ¿Quieres un libro para entretenerte? -murmuró él, e Isabel comprendió que lo había herido de un modo que él no esperaba, y que no podría perdonar. Así, entrelazados en el más íntimo abrazo, se miraron con los ojos acusadores de dos enemigos.
Isabel no era una mujer nerviosa, ni era dada a temer espectros ni abrigar presagios sobre males desconocidos. La escasa imaginación que poseía era estrictamente disciplinada, y no sucumbía a devaneos que superasen los límites que ella había trazado tiempo atrás.
Pero ahora le costaba dormir de noche, y sólo dormía entre sobresaltos. La intimidaban los ruidos imprevistos y, cuando un paje negligente volcó una jarra de cerámica en la alcoba, ella perdió los estribos y abofeteó repetidamente la cara del joven, con tal fuerza que durante días él llevó en la mejilla las marcas de ese estallido.
A mediados de la segunda semana, sus nervios estaban tan desgastados que sus criados tenían miedo de atenderla. Había pedido una poción para dormir a Dominic de Serego, un médico de la corte, y todas las noches tragaba una repulsiva mezcla de opio, beleño y vino, pero caía en un sueño tan pesado y profundo que se sentía mareada durante horas después de despertar. Le fallaba el apetito; nada tenía el sabor debido, y después de cada comida los alimentos se le asentaban en el estómago como plomo. Se obligaba a comer, sin embargo, así como se obligaba a asistir a todos los entretenimientos de la corte navideña.
Siempre había amado la danza, siempre la habían deleitado la música de los juglares, las piruetas de los malabaristas y sus osos y monos amaestrados, las obras teatrales representadas por los gremios y las compañías de actores ambulantes. Ahora lo odiaba todo, sabiendo que todos se fijaban en ella, especulativos, curiosos, hostiles. Pues había pocos secretos en la corte. Su esposo la trataba con irreprochable cortesía cuando se reunían en público, pero pocas actividades del rey escapaban al escrutinio de ojos que estaban presentes por doquier, y todos estaban enterados de que él no visitaba el lecho de Isabel.
Isabel sabía que era odiada, pero ese conocimiento la había vuelto más recalcitrante, más obcecada. Pero ahora se sentía observada con una intensidad distinta, expectante. Le evocaba el modo en que una manada de lobos perseguía a un venado durante días, aguardando indicios de agotamiento para abalanzarse sobre la presa.
Esa idea era tan ajena para Isabel que soltó un gemido de consternación. Con voz súbitamente trémula, ordenó a sus servidoras que se marcharan de la alcoba y luego miró a la mujer reflejada en el espejo. Esta vez no vio la belleza que no negaban ni siquiera sus enemigos más acérrimos. Sólo vio esos ojos fatigados y temerosos.
Al cabo de un rato, se acostó en la cama, totalmente vestida. Hacía una quincena que se negaba a afrontar el hecho de que tenía miedo de este distanciamiento cada vez más profundo entre ella y Ned. Primero por furia, luego por orgullo, se había negado a ver la verdad, a reconocer quién de los dos podía perder más.
Era una reina odiada que no había dado a su esposo un hijo y heredero. Le había dado tres hijas y ya hacía nueve meses desde el nacimiento de la última. Y tenía enemigos, por Dios, enemigos suficientes para una vida entera. Enemigos pero no amigos, nadie en quien pudiera confiar. Si ella caía, caería su familia. ¿Qué le sucedería si Ned dejaba de desearla y amarla?
Se levantó y regresó al espejo. Tenía ante ella un frasco de talco perfumado; se frotó la fragancia en la garganta y el hueco de los senos. Y luego empezó a desvestirse, sin molestarse en llamar a sus damas, dejando que las prendas cayeran a sus pies hasta que la rodeó un círculo de seda y satén desechados.
– No es preciso anunciarme -les dijo a los hombres apostados en la puerta de la alcoba de su esposo, con toda la altivez de que fue capaz, y se apresuraron a cederle el paso. Rogó en silencio que él estuviera solo y entró en la cámara.
No estaba solo, pero no había ninguna mujer, e Isabel le dio gracias a Dios. Los criados practicaban el complejo ritual de preparar el lecho real, y concluyeron rociando las mantas con agua bendita. Otros dos preparaban el hogar. Ya había vino y pan en la mesilla, y cerca de la cama había una silla donde la corona de Inglaterra relucía a la lumbre sobre un cojín de terciopelo rojo. En medio de esta actividad, su esposo estaba reclinado en el asiento de la ventana, jugando al chaquete con su hermano.
La entrada de Isabel interrumpió la conversación. Ella cruzó la cámara, esperó mientras Ricardo se apresuraba a ponerse de pie. Se inclinó para besarle la mano y se hincó sobre una rodilla hasta que ella asintió, autorizándolo a levantarse.
No le agradaba ese muchacho moreno y silencioso que se parecía tan poco a Ned o al truhán de Clarence. No era una antipatía personal, pues no lo conocía demasiado. Pero sentía un rechazo instintivo por cualquiera que reclamara el afecto de su esposo y pensaba que Ned demostraba demasiado cariño por su hermano menor.
El muchacho había regresado a la corte esa mañana; había estado en Gales el mes pasado, cumpliendo una misión encomendada por Ned. No sabía qué, aunque recordaba jirones de una conversación que había oído esa tarde, que él había capturado un castillo o algo parecido. Pero sintió un súbito arrebato de amistad hacia él, pues si no hubiera estado allí, quizá habría encontrado a Ned en la cama con una de sus rameras. Pensando en ello, ofreció a Ricardo una sonrisa deslumbrante, y lo felicitó por su éxito.
Él se sobresaltó ante esa inesperada cordialidad; en general sólo le brindaba una cortesía formal. Pero tenía tacto, Isabel debía concederlo, pues no se demoró sino que se marchó discretamente. Los criados lo siguieron enseguida, así que pronto estuvo a solas con su esposo.
– ¿Deseabas hablar conmigo, Lisbet?
Eduardo la observaba con un amable desinterés que la puso tensa. Tragándose el resentimiento, asintió.
– Vine a decirte que has ganado, Ned. Acepto tus términos.
Ojalá pudiera vislumbrar sus emociones tan bien como él vislumbraba las de ella. Su expresión no le decía nada sobre sus pensamientos, y la voz reveló tan poco como su rostro.
– ¿Primero no deberías saber cuáles son esos términos?
– Sé exactamente cuáles son -replicó ella-. Rendición incondicional.
Le pareció que Eduardo sonreía con los ojos, y avanzó antes de que él pudiera hablar. No quería hablar, no confiaba en sí misma, sabía que la menor chispa volvería a atizar la riña.
Se inclinó y le besó la boca. Él no la rechazó, pero tampoco respondió, y al incorporarse ella temía que él le pagara en su propia moneda. En tal caso, ella nunca podría olvidar la humillación, nunca podría perdonarlo. Sin atreverse a esperar, comenzó a quitarse las peinetas de marfil que le sujetaban el cabello. Se derramó en un remolino de resplandor plateado. «Hebras de claro de luna», lo llamaba Ned, y le gustaba sepultar su rostro en él, sentirlo contra el pecho, una barrera sedosa entre ambos.
Estos recuerdos de su pasada pasión eran tan fuertes y vividos que disiparon sus dudas y se desató el sayo de la bata, la abrió y se la ciñó en la cintura, quedando expuesta del tobillo a los muslos y de los abultados senos a la garganta.
Eduardo ya no sonreía. La atmósfera entre ambos había cambiado, estaba saturada de una súbita tensión sexual.
– Vaya que eres hermosa -murmuró él, casi intrigado.
Isabel ya no tenía problemas para vislumbrar las emociones de su marido. Se le secó la boca, y no eran los nervios los que aceleraron su respiración. Sabía que él no tendría quejas sobre su respuesta esa noche. Sentía un vertiginoso mareo de excitación, de triunfo y de alivio, y se echó a reír, se quitó la bata.
Él tendió los brazos y la hizo sentar sobre sus piernas. Su boca estaba caliente; ella se entregó gustosamente a ese calor, dejó que él le plantara besos en la curva de la garganta y la blandura del hombro. Le desabotonó el jubón, tironeó de la camisa hasta que pudo meter las manos y tocarle la piel. Él deslizó la boca hacia el busto, despertó borbotones ardientes en la punta de sus nervios, sensaciones de una intensidad casi insoportable.
Las tiras de cuero que unían el jubón con las calzas se aflojaron. Él jadeó cuando ella le tocó la entrepierna y encontró una hinchada prueba de su apetito. Se giró en sus brazos hasta que sus labios se encontraron, y una nube de cabello rubio y lustroso los rodeó a ambos, hasta que la intimidad erótica de sus caricias hizo que ella se arqueara, inhalando abruptamente mientras tartamudeaba su nombre. Cuando él la alzó en brazos para llevarla a la cama, Isabel no sabía si era la seductora o la seducida.
Isabel estaba mondando una naranja, su fruta favorita. Nunca se cansaba de ellas, pues no las había probado hasta que fue esposa del rey de Inglaterra; tenían que embarcarlas desde Italia, costaban una exorbitancia, y ella las valoraba por eso, no sólo por su gusto dulce y penetrante. Se inclinó, pasando el cabello sobre el pecho de Eduardo, y le dio un gajo, luego se inclinó para beber el zumo de su boca con la punta de la lengua. Él abrió los ojos, le sonrió.
– ¿Quito todo esto? -murmuró ella, señalando la bandeja que había en la cama entre ellos. Estaba llena de comida, queso y pan y fruta; tras satisfacer su hambre por sí mismos, ambos habían sentido un hambre de otro tipo y habían causado una conmoción en las cocinas con su imprevista petición de una cena a medianoche.
Él asintió y ella dejó la bandeja en el suelo; se recostó en sus brazos. Desde la cama, veía el destello de la corona. Le gustaba la tradición de ponerla junto al lecho, le gustaba ver esa prueba tangible de majestad.
Ya no lamentaba haber sucumbido a Eduardo en su guerra de voluntades. Estaba enfadada consigo misma por no haberlo hecho antes, por no haberse ahorrado tantos días de crispación y tantas noches interminables. Nunca había querido doblegarse ante su primer esposo, pero Ned no se parecía en nada a John, no se parecía a ningún hombre que hubiera conocido. De nuevo miró y estudió el fulgor tenue de la corona; aun a la luz del fuego, brillaba con tranquilizadora luminiscencia.
Sentía una creciente languidez, una sensación deliciosa y flotante, como si sus huesos se hubieran vuelto líquidos. Pero luchó contra esa sensación; aún no estaba dispuesta a dormir. Eduardo se estiró, la estrechó más. La sostenía dentro del círculo de su brazo izquierdo, que reposaba bajo los pechos. Ella vio las marcas rojas y tenues que había trazado con las uñas en la piel de Eduardo y las siguió con el dedo.
Sabía que sus adversarios la llamaban ramera y mujerzuela, insinuaban que había arrojado un hechizo sexual satánico sobre Eduardo para inducirlo a casarse. A veces esas acusaciones le resultaban indiferentes y a veces la exasperaban, pero de haber tenido otro temperamento lo habría tomado con irónico humor, pues la verdad era que sólo había yacido con dos hombres en su vida, y se había casado con ambos.
Tenía quince años cuando desposó a John Grey, y no era reacia a aprender lo que él le enseñaba en el lecho conyugal. Había sido buena alumna, y habría estado dispuesta a experimentar más si él hubiera tenido esa inclinación. Pero pronto descubrió que él se desconcertaba si Isabel tomaba la iniciativa, y prefería que ella actuara pasivamente cuando hacían el amor.
Isabel no sabía juzgar bien a la gente, pues no tenía curiosidad suficiente para especular sobre las necesidades que motivaban a los demás. Pero aun ella comprendía que su esposo se sentía amenazado al notar que ella tenía sus propias necesidades sexuales. Como no tenía modo de comparar, Isabel suponía que todos los hombres eran así y se resignó a una relación sexual que era módicamente placentera pero poco imaginativa y totalmente previsible.
Su segundo matrimonio fue distinto del primero en todos los sentidos; ante todo, en el lecho. Eduardo la alentaba a tomar la iniciativa, y se deleitaba cuando ella demostraba que lo deseaba, y cuanto más desinhibida era, más le agradaba. Con él, Isabel había aprendido nuevos modos de dar placer físico y con el tiempo llegó a entender que el secreto de la ardiente pasión de Eduardo por ella se debía menos a su belleza que a su avidez. Isabel lo deseaba tanto como él a ella, y la intensidad de esta necesidad común los había atraído en su primer encuentro, había enlazado sus vidas en un matrimonio que, para las pautas de la época, no tendría que haber existido, pero había resistido a pesar de una oposición universal, las flagrantes infidelidades y la falta de un hijo varón.
Isabel siguió acariciándole el antebrazo y luego se movió levemente, de modo que el brazo de él le apretaba gratamente los pechos. Estaba satisfecha pero no saciada, y las comparaciones sexuales que había hecho entre los dos hombres habían vuelto a encaminar sus pensamientos en esa dirección. Se puso a jugar con el vello brillante del pecho, tironeando suavemente; conocía el cuerpo de él como si fuera el propio, sabía cómo complacer y provocar, y cómo excitarlo.
– ¿Ned?
Él farfulló una respuesta, un sonido de soñolienta satisfacción, y ella bajó más la mano, le tocó la cadera y el muslo. Limitó sus caricias a esa zona por un rato, y luego lo acarició entre las piernas.
Él no tardó en despabilarse y entregarse nuevamente a las manos suaves y habilidosas que pronto lo hicieron suspirar de placer.
Isabel se inclinó de nuevo sobre él, para besarlo largamente.
– ¿Ned? -Le respiró contra la oreja, esperó a que él abriera un ojo inquisitivo-. Ned… ¿qué sucede ahora que Warwick tiene su indulto?
– Ahora espero -dijo él lacónicamente.
– ¿Esperas qué? -susurró ella.
Estaba tan cerca que sólo ese susurro separaba sus bocas. Él vio que ella lo escrutaba intensamente, sin respirar, como si el destino del mundo dependiera de su respuesta.
– Espero a que él se pase de la raya, amor mío -murmuró.
– ¿Y lo hará? ¿Estás seguro, Ned?
– Apostaría mi vida -dijo él, y la vio sonreír.
– Preferiría que apostaras la suya -dijo ella. Le besó la boca. Su perfume era elusivo, una fragancia atractiva y sensual que lo invitaba a buscar su origen, y el contacto de su cuerpo era cálido, un cutis como seda tensa, lisa pero firme-. ¿Por mí? ¿No reclamarías su vida por mí, Ned? -Y volvió a besarle la boca, pero se detuvo abruptamente, porque él se echó a reír.
– Y cuando Salomé bailó para el rey Herodes, él prometió darle lo que ella quisiera y ella pidió que le trajeran la cabeza de Juan Bautista en una bandeja de plata -citó con una sonrisa burlona, mientras Isabel lo miraba en silencio.
Con esfuerzo, ella reprimió una réplica furibunda. Era el hombre más excitante que había conocido, pero también el más exasperante, y nada la exasperaba tanto como ese sentido del humor que consideraba perverso, imprevisible, a menudo incomprensible. Había muchas cosas que no entendía de él, y ante todo no entendía cómo podía tomar tan pocas cosas con seriedad, pues ella se tomaba casi todo a pecho.
– Me cuesta reír, Ned, cuando se trata de Warwick -declaró-. ¿Puedes culparme por eso?
– Claro que no, amor mío.
Él parecía arrepentido, pero Isabel lo conocía demasiado para dejarse desarmar.
– Y cuando Warwick se pase de la raya, cuando caiga… ¿Qué sucederá entonces, Ned? -insistió-. Me dijiste que él tenía una deuda contigo. ¿Cómo piensas cobrarla?
– ¿Por qué no vienes aquí, Salomé, y hablaremos de ello?
Volvió a reírse, y rodó sobre ella sin dejarle oponer resistencia. Isabel no se engañaba, sabía que él quería distraerla para no contestar. Habría perseverado, le habría sonsacado una respuesta o le habría obligado a darla, pero esos besos le quitaban el aliento y ese cuerpo la presionaba, así que le echó los brazos al cuello, siguiendo el vaivén de su deseo. Pero no olvidó su pregunta, y que él no había querido responderla.
Isabel había buscado consuelo en la declaración de Eduardo, que afirmaba que Warwick pronto se enredaría en una telaraña que él mismo hilaría. Antes de que el nuevo año cumpliera tres meses, descubrió que su esposo tenía talento para la profecía política.
Nuevas tensiones surgieron en esa primavera de 1470. Había estallado una revuelta en Lincolnshire, incitada por el ataque del lancasteriano lord Welles y su hijo contra la residencia de un hombre que no sólo era un ferviente yorkista sino un funcionario de la casa de Eduardo. Pero, al igual que la de Robin de Redesdale, la rebelión de los Welles pronto mostró los colores de Neville.
Sir Robert Welles era primo segundo de Warwick y el 4 de marzo publicó en todas las iglesias de Lincolnshire una llamada a las armas por cuenta del conde de Warwick y el hombre que, según sostenía ahora, tenía derecho legítimo a la corona de Inglaterra, Jorge, duque de Clarence.
Eduardo viajó a Lincolnshire a principios de marzo. Warwick y Jorge estaban en Leicester. Negaban enfáticamente toda participación en la rebelión de Welles, pero se negaron a acatar la orden de comparecer ante Eduardo. Salieron de Leicester y enfilaron hacia el norte, pero en Chesterfield se enteraron de que un ejército encabezado por sir Robert Welles se había enfrentado a las fuerzas del rey en la aldea de Empingham. Cuando Eduardo comandaba su ejército en persona, no perdía. La batalla de Empingham fue una victoria yorkista tan abrumadora que se conoció como el Campo de las Cotas Perdidas, por las pilas de piezas de armadura que los fugitivos abandonaron en el campo de batalla.
Warwick y Jorge no tuvieron más opción que escapar. Corrieron por el sur a través de poblados que recibían con indiferencia su llamada a las armas. Los lores que se habían aliado con Warwick pusieron los pies en polvorosa o se sometieron rápidamente a Eduardo.
No fue ninguna sorpresa, pues, que el 24 de marzo Eduardo proclamara formalmente que su primo de Warwick y su hermano de Clarence eran traidores, y ofreciera mil libras por su captura.