Capítulo 20

Brujas, Borgoña

Diciembre de 1470


Por primera vez en su vida, Rob Percy temía la llegada de la Navidad. De joven, esperaba los festejos navideños a partir del día de San Martín. Su familia los celebraba al estilo de Yorkshire y desde el día de San Nicolás hasta la Epifanía abundaban los banquetes, los regalos, las mascaradas y las obras alegóricas que se representaban en las iglesias de York y en que la Virtud triunfaba sobre el Vicio en el último momento.

Pero habría poca alegría en esa Navidad para los exiliados ingleses de Brujas. Su crédito estaba agotado; sus enormes deudas provocaban antagonismo y alarma entre los mercaderes de la ciudad. Sólo contaban con la mesada que el duque de Borgoña ofrecía con renuencia a su cuñado de York, y sólo gracias a la mediación de la duquesa Margarita, Dios la bendiga, pensó Rob con fervor.

Pero quinientas coronas al mes no servían para mucho y Rob se preguntaba cuánto tiempo Eduardo podría abusar de la hospitalidad del seigneur de la Gruuthuse. Gruuthuse había demostrado ser una rareza, un amigo que los apoyaba más que un hermano. Pero también era súbdito del duque de Borgoña y, cuando Carlos se enteró de que Eduardo había desembarcado en Texel, rugió: «Preferiría haber sabido que había muerto».

Al marcharse de la posada donde se alojaba con una veintena de compañeros, Rob suspiró de alivio por haber logrado salir sin toparse con el resentido dueño. Las exigencias de pago de ese hombre eran cada vez más groseras; Rob sabía que lo único que impedía que los expulsara era que el posadero era reacio a recurrir a la violencia durante el Adviento. Hacía semanas que Rob comprendía que el tiempo obraba a favor de Warwick, no de York.

Tomó su atajo habitual, a través del cementerio de la catedral de San Salvador, que lo condujo a la Groote Herjlig Geest Straete; al cabo de dos meses en Borgoña, aún le costaba pronunciar el nombre de esa calle. Envidiaba a Ricardo, pues el fluido francés de su amigo le permitía franquear esa brecha gutural entre el inglés y el flamenco. Pero Rob no tenía oído para las lenguas. En Middleham, nadie había aprendido a manejar el espadón mejor que él, pero nunca había dominado el francés, el latín lo desconcertaba y ahora el flamenco le dejaba la lengua anudada.

Apuró el paso. Diciembre no era mes para estar en Brujas; el viento era implacable y los canales estaban cubiertos de hielo. Se ciñó la capa en la garganta; tenía muchos remiendos, y tiritó cuando una súbita ráfaga de aire helado estuvo a punto de arrebatársela. Su tambaleante francés lo afligía menos que el monedero vacío que le colgaba del cinturón.

Vio el raudo chapitel de Onze Lieve Vrouwkert o, como la llamaban los ciudadanos francófonos, Église Notre-Dame. Rob pensaba en ella como la iglesia de Nuestra Señora. Era la iglesia más alta que había visto, aún más que la catedral de San Pablo, y se elevaba sobre todos los edificios circundantes, aun la suntuosa mansión conocida como Herenhuis Gruuthuse.

Cada vez que veía el palacio Gruuthuse, Rob pensaba en la ironía de que sus señores yorkistas anduvieran tan escasos de dinero y morasen en una mansión tan fastuosa como una residencia ducal. El rey Eduardo se las había apañado para encontrar un amigo rico como Creso, y era una suerte, pues en menudo aprieto estarían si tuvieran que depender de la generosidad de su tacaño cuñado. Y ese momento aún podía llegar.

Rob ingresó en el patio de Herenhuis Gruuthuse. La servidumbre de Gruuthuse lo conocía de vista y lo dejó entrar sin reparos. El vestíbulo nunca dejaba de impresionarlo con su alto techo con vigas de madera, su deslumbrante escalera de mármol banco y su brillante suelo de baldosas. Contra su voluntad, Rob evocó el cuartucho húmedo y sofocante que compartía con otros cuatro compañeros de exilio, un camastro relleno de paja y alimañas, con una pared en cuyos boquetes entraba una mano entera.

Se avergonzó de ese pensamiento; nunca había estado en su naturaleza envidiar a los demás. Era esta maldita temporada navideña, decidió; crispaba los nervios. Subió los escalones de dos en dos, y Thomas Parr lo recibió en la cámara del duque de Gloucester. Ricardo no estaba, pero él no llevaba prisa y estaba muy dispuesto a pasar un rato con ese joven de Yorkshire que era escudero de su amigo desde que tenía memoria.

Sabía que esa tarde Ricardo se había reunido con varios mercaderes ingleses que habían llegado de Calais, con la esperanza de obtener un préstamo para su hermano.

– ¿Cómo le fue hoy a Su Gracia? -le preguntó a Thomas en voz baja.

Thomas sacudió la cabeza, pero en ese momento Ricardo traspuso la puerta, y fue él quien respondió la pregunta que le había hecho a Tomas con discreción.

– Nada bien, Rob… Bonitas palabras, y en abundancia, pero nada más.

Al cabo de una incómoda pausa, Rob aventuró:

– Bien, si hablan tan amablemente de Su Gracia, quizá decidan darle el oro que necesitamos…

– Sí, y si los deseos fueran caballos, los mendigos cabalgarían -dijo Ricardo con voz cortante-. ¿Estás listo, Rob? Tom, no me esperes. Creo que llegaré tarde.


Tras oír las vísperas en el reclinatorio de los Gruuthuse en la catedral de Notre-Dame, los muchachos salieron a Den Dijver. Un ocaso de diciembre descendía sobre la ciudad, con su aire frío y cortante. Sabiendo que los establos de Gruuthuse estaban a disposición de Ricardo, pero también sabiendo que su amigo era reacio a aceptar favores que quizá no pudiera retribuir, sugirió, con pocas esperanzas:

– ¿Vamos a buscar caballos, Dickon?

Ricardo sacudió la cabeza.

– No, Rob. Caminemos.

Ricardo no recordaba bien aquellos meses aciagos que había pasado en Brujas y Utrecht siendo un fugitivo de ocho años que escapaba de la venganza lancasteriana. Al ver Brujas ahora, como adulto, había caído bajo el hechizo de esa ciudad amurallada, entrecruzada de canales y puentes de piedra arqueados. Las calles adoquinadas eran mucho más limpias que las de Londres. Los jardines florecían gran parte del año, y las casas de los ciudadanos eran macizas estructuras de ladrillo y piedra, con tejados de pizarra multicolores que brillaban al sol en plateados matices de verde y azul y chillones matices de rojo. En los canales, los cisnes competían con las embarcaciones por el derecho de paso; decenas de molinos de viento, una novedad para Ricardo, se perfilaban contra el cielo, y aun en su actual estado de ánimo, Ricardo obtenía cierto placer al mirar el entorno.

Rob, que era ciego para la belleza salvo en cuestión de mujeres, lamentó que Ricardo no hubiera optado por cabalgar. A diferencia de Londres, Brujas no tenía una ordenanza que requiriese faroles callejeros y la oscuridad llegaba rápidamente. Apoyó la mano en la empuñadura de la espada mientras cruzaban el puente del Dijver Rei para entrar en Wolle Straete, pues unos hombres salían tambaleándose de una taberna y varios yorkistas ya se habían enzarzado en grescas callejeras o habían tenido que ahuyentar a salteadores. Los hombres pasaron sin molestarlos, sin embargo, y se relajó, pues ahora entraban en Grote Markt, una plaza iluminada por antorchas que era escenario de torneos, transacciones comerciales y ejecuciones públicas.

Encima del mercado cubierto llamado Hallen se elevaba la grácil silueta del Belfort. Ahora daba la hora, un melódico anuncio de que la ciudad se aprestaba a cerrar sus puertas. Dos scadebelleters uniformados de la ronda nocturna estaban apostados en la puerta del campanario; otro vigilaba al desdichado que estaba apresado en la picota de madera con un zurrón de cuero colgado del cuello, para indicar que su delito era el robo. Gimió cuando ellos pasaron, murmurando una súplica en ese flamenco gutural que Rob no lograba entender.

– ¿Qué crees que dice? -preguntó, y Ricardo, que ni siquiera había mirado al prisionero, se encogió de hombros.

– Quién sabe -dijo sin interés, y señaló una puerta iluminada en Sint Amands Straete-. ¿Tomamos una copa de vino?

La Gulden Vlies era pequeña y sórdida, pero el dueño hablaba inglés y su posada se había vuelto un lugar de encuentro favorito de los exiliados ingleses nostálgicos. En ocasiones el propio Eduardo abandonaba la principesca hospitalidad de Herenhuis Gruuthuse a cambio de los más dudosos placeres de la Gulden Vlies.

Rob aceptó con entusiasmo, y tras dar sus saludos y algunas monedas al posadero, se sentaron a solas en la mesa de un rincón. El local aún no estaba Heno y Rob no vio ningún rostro conocido. Estaba defraudado, pues no se sentía cómodo entre tantos extranjeros.

Brujas era el centro comercial de Europa y los mercaderes de las ciudades-estado italianas y los reinos españoles se codeaban con comerciantes del Sacro Imperio Romano y la Liga Hanseática. Pero esa noche Rob habría recibido de buen grado la presencia de los mercaderes ingleses, que hasta el momento se mantenían a prudente distancia de sus compatriotas yorkistas. Por el momento, Ricardo y él parecían ser los únicos clientes anglófonos.

Rob vació la copa de vino, con gran rapidez para alguien que no había comido desde el mediodía. Ricardo le hizo una señal a la mesonera, que les dejó una jarra en la mesa.

Rob pensó en hablar con Ricardo sobre los problemas que tenía con su posadero, pero desistió. Ricardo ya había ido a ver a aquel sujeto, y le había prometido responsabilizarse por las deudas que contrajeran sus hombres. Lamentablemente, la promesa de alguien que estaba sentenciado a muerte en sus propias tierras merecía cada vez menos confianza a medida que las deudas crecían.

Rob miró cavilosamente a su compañero. Sabía que Ricardo se sentía tan desdichado como él y habría querido hablar de ello, pero n osabía cómo. Ricardo no era propenso a revelar sus pensamientos más íntimos y Rob tampoco estaba acostumbrado a expresar emociones con palabras. Nunca había sentido la necesidad de confesar sus aprensiones por el futuro a un confidente. Pero nunca había estado en el exilio.

Pensó que no tenía sentido que él y Ricardo arriesgaran la vida juntos y sin embargo no pudieran confesar su nostalgia ni su temor. Pero así era. Bebió de nuevo, barruntando. Con sus otros compañeros, el orgullo lo obligaba a adoptar una actitud jactanciosa, como si la pérdida de la familia y el terruño valieran la pena si se podía salvar el honor. Con Ricardo, en cambio, tendría que decir la verdad y sentía frustración y descontento porque no podía.

– ¿Piensas mucho en el hogar, Rob?

Alzó la vista. Ricardo le daba la oportunidad que él quería. Sólo debía decir las palabras que le quemaban la punta de la lengua, pero no pudo. El hábito era demasiado fuerte, y su pose de indiferencia estaba demasiado arraigada. Ante todo lo silenciaba una pregunta, una pregunta que lo rondaba siempre en estos infelices días de diciembre. Si hubiera tenido plena consciencia de lo que significaría el exilio, ¿habría optado por navegar con Dickon y Eduardo a Borgoña?

En el caos de Doncaster y en la frenética fuga que siguió, había tenido poco tiempo para pensar con claridad. Eduardo era su soberano y Dickon era su amigo. ¿Qué podía hacer salvo compartir el destino de ellos?

Ahora, sin embargo, afrontaba las sórdidas realidades del destierro, con flamencos hostiles, sin dinero y el creciente temor de que quizá nunca volviera a ver Inglaterra, de que quizá terminara vendiendo su espada a un príncipe italiano. Ya no sabía qué habría hecho en Doncaster. Pero por nada del mundo le haría semejante confesión a Ricardo.

– A veces sí -dijo despreocupadamente, y sonrió-. Pero de todos modos no regresaremos pronto. En el ínterin, un hombre puede hallar muchos placeres en Brujas.

Ricardo lo miró con inescrutables ojos oscuros.

– Por los placeres, pues -dijo, y alzó la copa de vino, chocando la de Rob en una parodia de saludo.

Rob volvió a escrutar el local, buscando en vano caras inglesas. Echó una ojeada a los flamencos y los italianos, miró a una muchacha que aguardaba en la escalera que conducía al piso de arriba. Tenía pelo trigueño, boca pintada y un corpino bajo que apenas lograba contener su generosa carga. Interceptando su mirada, ella sonrió y gesticuló, un mensaje que no necesitaba traducción.

Rob devolvió la sonrisa. Ella se llamaba Annecke, y los problemas con el flamenco o el inglés no habían sido un obstáculo en las dos ocasiones en que había compartido su cama arriba. En Londres los burdeles tenían licencia y estaban confinados a las zonas menos distinguidas de la ciudad, pero las prostitutas de Brujas a menudo tenían habitaciones en las posadas donde era más probable que hallaran clientela, una práctica que para Rob resultaba tan conveniente como sensata.

Pero esta vez no intentó levantarse. De mala gana, apartó los ojos de los muy visibles encantos de Annecke, y vio que Ricardo también había reparado en ella.

– Mis felicitaciones por tu gusto, Rob. Está mejorando.

Rob rió.

– No pasas nada por alto, ¿eh?

– ¡Espero que no! Pero te sugiero que actúes antes de que otro reclame su atención.

Rob se encogió de hombros, no dijo nada. Ricardo titubeó, como si sopesara las palabras, se desató un zurrón que llevaba sujeto al cinturón y arrojó monedas sobre la mesa. Las separó en dos pilas aproximadamente iguales y empujó una hacia Rob.

– Casi lo olvido. Te debo esto por nuestra última partida de chaquete. -Rob no tocó el dinero-. Por amor de Dios, Rob, no me niegues esto.

Rob no necesitó más insistencia, y cogió las monedas.

– No sé por qué te sientes en deuda conmigo, Dickon. Pero ando escaso y lo aceptaré… como préstamo. ¿Convenido?

Ricardo asintió.

– Ahora sigue con tus cosas. Ella no esperará mucho tiempo.

– ¿Estás seguro? No quiero dejarte solo…

– ¿Qué, necesito una niñera? Más aún, con suerte, no estaré solo por mucho tiempo.

Rob sonrió y corrió el banco hacia atrás.

– ¡Por Dios y por York! -dijo, y Ricardo rió.


Ricardo se sirvió una copa entera, esperando que el vino lo calentara. Estaba acostumbrado a los crudos inviernos de Yorkshire, pero no sin usar chaquetas forradas de piel y gruesas capas. Hasta ahora su orgullo le había impedido pedirle otro préstamo a Gruuthuse; ya estaban tan endeudados con el señor de Brujas que Ricardo se preguntaba cómo podrían devolverle el dinero.

Dejó la copa, acercó la vela. Bajo la luz trémula, extrajo del jubón un pañuelo de lino plegado y lo desenvolvió, exponiendo un fajo de cartas ajadas.

El primer papel estaba borroneado y tenía el sello de la duquesa de York. La carta de su madre era breve, típicamente concisa y concreta. Contaba, sin comentarios, que Warwick se hacía llamar «real lugarteniente del reino», que había vuelto a ser capitán de Calais, lord almirante y gran chambelán. Aún no había tomado represalias contra los partidarios de York pero, cuando se reunió el parlamento, había proscrito a Ricardo y Eduardo. Habían declarado a Eduardo usurpador, y habían obligado a Juan Neville a presentar una disculpa pública por haber permanecido leal a Eduardo por tanto tiempo.

Ante eso, Ricardo sintió un dolor familiar. ¿Ahora estás contento, Juan? Lo dudaba mucho.

Juan, escribía su madre, no había vuelto a ser conde de Northumberland, pero Warwick había quitado a Henry Percy la función de alcaide de las Marcas del Este de Escocia y se la había devuelto a su hermano. Ricardo ya lo sabía; Eduardo mantenía correspondencia secreta con Percy, haciendo lo posible por alentar esas sospechas que sin duda carcomían la mente de Percy, preguntándole cuánto tiempo pensaba que conservaría su título de conde una vez que Warwick hubiera consolidado su poder.

Su hermano Jorge había recobrado el puesto de lord lugarteniente de Irlanda. También lo habían nombrado heredero de Lancaster en caso de que el príncipe Eduardo y Ana Neville no tuvieran descendencia, y se le otorgó el derecho a reclamar el ducado de York, como mayor hijo legítimo del difunto duque. Cecilia añadía lacónicamente que había recibido un mensaje de Jorge en que le imploraba perdón por la ley parlamentaria que la calificaba de adúltera. Jorge sostenía que era Warwick quien había mancillado así su nombre y que él no había intervenido.

Conociendo a su madre, Ricardo veía muchos significados en el trazo de tinta negra que subrayaba la palabra «legítimo». No le sorprendía que Jorge no se hubiera atrevido a encararla después de esa injuria. A medida que aumentaban sus problemas, Ricardo era cada vez menos propenso a ver las necedades de Jorge con ojos caritativos.

Reanudó la lectura, aunque conocía las palabras de memoria. El hijo varón de Eduardo se encontraba bien, así como las hermanas del chiquillo. Ricardo sonrió; su madre ni siquiera mencionaba a su nuera, la madre de los niños. Londres estaba tranquila; aguardando, decía ella, lo que deparase el porvenir. Por ahora, aceptaban a Lancaster.

Sólo en la última frase dejaba aflorar las emociones, aunque muy contenidas: «Nuestra causa es justa, Ricardo, y prevalecerá. Querido hijo, no debes desesperar».

Los párrafos iniciales de la carta de Francis eran engolados, y estaban salpicados de palabras tachadas y las manchas de tinta de una pluma vacilante. ¿Qué se le dice a un amigo que está en el exilio? Sus lecciones infantiles en buenos modales no incluían ese tema, pensó Ricardo con una pizca de humor negro.

Pero Francis pronto recobraba la compostura. Describía la entrada de Warwick en Londres: «Orgulloso como un pavo real». Se había arrepentido de una referencia a Jorge y la había tachado cuidadosamente pero, con pluma incisiva, mencionaba a Enrique de Lancaster, a quien Ricardo nunca había visto, y lo describía vívidamente en las páginas de su carta: el cabello largo y cano cayendo sobre el cuello del manto azul de Eduardo, sus impávidos ojos de niño, su andar desmañado, meciéndose en la silla de montar como un costal de paja.

El rey de Inglaterra, pensó Ricardo, con asombro y amargura. Warwick debía de estar tan loco como Enrique.

Francis comentaba también (y aquí un asomo de piedad coloreaba su narración) que se decía que Enrique había garrapateado en la pared de su cámara de la Torre: «La realeza sólo significa cuitas».

Ricardo echó una ojeada al resto de esa carta tan releída. Le divirtió el sesgo irónico con que Francis lamentaba que hubieran tenido que emprender un viaje marítimo por razones de salud, y lo conmovió la conclusión, en que Francis confesaba que extrañaba la primavera, cuando volvería a florecer la rosa blanca.

Una vez más, desde que el mensajero de la madre le había entregado las cartas, Ricardo pensó que más valía que Dios guardara a Francis, si ésta era su idea de la discreción. Dejó las cartas para volver a llenar la copa y la vació de nuevo antes de recoger la tercera esquela.

No estaba tan arrugada y ajada como las otras dos; había llegado el día anterior desde Aire, Artois, donde residía su hermana Margarita. La carta era obcecadamente alegre, tenazmente optimista, tal como Margarita había sido en persona durante su breve reunión en Aire poco después de que Eduardo y Ricardo llegaran a Brujas.

Margarita confiaba en que Carlos pronto decidiera darles una suma más principesca que las quinientas coronas que ella había logrado extraerle para ayudar a costear los gastos. Apenas mencionaba el hecho de que Carlos se había negado nuevamente a recibirlos, y no decía nada sobre la presencia en su corte de los duques de Somerset y Exeter, hombres tan devotos de la causa de Lancaster como Margarita de Anjou.

Le contaba que San Quintín, sitiada por los franceses desde el 10 de diciembre, había caído. Le comentaba que había recibido una carta de Inglaterra, de alguien cuyo bienestar era caro para ambos, alguien que comprendía la necedad de haber escuchado las melifluas palabras de Warwick. Se explayaría sobre ese tema cuando lo viera, pero aún no debía mencionarle nada de esto a Ned.

No tenía otras noticias, salvo que Margarita de Anjou aún permanecía en Francia, postergando una vez más su partida hacia Inglaterra… ¡Cuán poco debía confiar en Warwick! Ahora estaba en París, tras haber dejado Amboise la semana anterior, en compañía de su hijo y la esposa de éste, pues al fin se había casado con la hija de Warwick el 13 de diciembre. También los acompañaban la condesa de Warwick, y la esposa de Jorge, que aparentemente estaba enferma.

Ricardo dejó de leer, guardó las cartas en el jubón. No había sido del todo franco con Rob; no le importaba quedarse solo. Más aún, había agradecido esa soledad. Como huésped de Gruuthuse, tenía que poner freno a sus emociones, sabiendo que una declaración inoportuna realizada en un momento de descuido podía originar rumores que serían explotados por Lancaster.

Pero su soledad era ilusoria. Estaba rodeado por fantasmas que se sentaban a la mesa con él, compartían su vino y lo acuciaban con recuerdos que sólo le infligían dolor. Y así, cuando sintió que le rozaban la mano y vio unos ojos verde mar que prometían compartir mucho más que esta discreta compañía, unos ojos verdes que podían ahuyentar aun a los espíritus más pertinaces, agradeció la intrusión con genuino alivio.

Ella se acomodó junto a él con actitud aplomada, aunque debía de tener la misma edad que Ricardo, y por un tiempo mantuvo a raya los fantasmas con un animado alud de preguntas.

Era inglés, ¿verdad? Hablaba francés mejor que la mayoría de sus compatriotas. ¿Acaso había pasado un tiempo en Francia? Sí, le apetecería vino, o cerveza, si él prefería. Ella hablaba francés y flamenco con la misma fluidez. Era de la capital, Dijon, pero vivía en Brujas desde los catorce años. También chapurreaba el alemán y el italiano. ¿Que dónde los había aprendido? ¿Acaso no lo adivinaba? ¡En el lecho, desde luego!

¿Hacía mucho que él estaba en Brujas? No tenía aspecto de mercader. ¿Acaso estaba al servicio del príncipe exiliado que era hermano de la duquesa! ¡Sí, le había parecido! ¿Pensaba regresar pronto a Inglaterra?

– Ojalá lo supiera -confesó Ricardo de mala gana, y apuró esas palabras con vino. Cuando volvió a alzar la copa, ella se inclinó, asiéndole la mano. Le deslizó los dedos por la muñeca, bajo la manga del jubón, raspándole suavemente la piel del antebrazo con las uñas.

– Suave, dulce, suave. -Sonrió provocativamente-. Si necesitas olvidar, puedo ofrecerte algo más que vino.

Su cabello era largo y lacio, un pardo ardiente mechado de oro con profundos destellos cobrizos, y recibió la luz de las velas mientras él le pasaba los dedos.

– El color de la miel oscura -dijo él con admiración-. Bermejo y dorado como hojas otoñales.

Ella se rió, acercándose en el banco.

– Creí que los ingleses preferíais el cabello claro -se burló. Ojos azules y cabello dorado. ¿No era ése el rasero de la belleza en Inglaterra? A menudo ella deseaba tener cabello luminoso como su amiga Annecke. Pero al menos tenía ojos claros; algunas muchachas tenían la desgracia de tener ojos castaños, como gitanas.

Hacía tiempo que había aprendido a calar el estado de ánimo de los hombres y vio de inmediato que había cometido un error. Él le apartó la mano del cabello para coger la jarra de vino.

– Sí, los ojos castaños traen mala suerte -coincidió con voz neutra.

– Tus pensamientos se extravían de nuevo, Ricar -lo regañó ella, cogiéndole la mano.

– Ricardo -corrigió él, complacido con ese cordial intento de pronunciar su nombre.

– ¿Cómo sería mi nombre en tu idioma? -Él titubeó, pues no recordaba el nombre, y sintió alivio cuando ella insistió-: Marie-Elise. Dilo en inglés.

– Mary… Mary Eliza -tradujo él, y ella se echó a reír, articulando esas palabras desconocidas con contagiosa jovialidad.

– ¡Qué raro suena! Prefiero Marie. -Bajó el brazo para acomodarse las faldas y le rozó la pierna, le apoyó la mano en el muslo.

– Sí, Marie es más grato al oído -convino él-. Y más suave al tacto…

Ella se dejó acariciar y él le sumergió la mano en el cabello, atrayéndola hacia sí hasta que sus bocas se tocaron. Ricardo sintió ese aliento cálido y agitado en el cuello y, cuando la besó, ella respondió con pasión experta, prolongando el abrazo hasta que él se olvidó del tiempo y del lugar.

– Tengo una habitación arriba -susurró ella, apoyándole las manos en el pecho y jugando con un colgante que él llevaba al cuello; impulsivamente, él se quitó la cadenilla y se la sujetó alrededor de la garganta-. ¿Para mí? -exclamó ella. La acarició con asombrado deleite-. ¡Eres demasiado generoso!

Quizá ella tuviera razón, pensó Ricardo. Tal como lo trataba la suerte últimamente, habría sido mejor conservar el colgante. No tenía gran valor, pero quizá un día necesitara empeñarlo.

Rió brevemente y sacudió la cabeza ante la mirada inquisitiva de la muchacha.

– No te preocupes, primor. Es una broma personal, y como la mayoría de esas bromas, carece de humor-No entiendo, chèri -confesó ella con una sonrisa incierta.

– Te lo explicaré arriba. -Al levantarse, sintió los efectos del vino. Gratamente mareado, buscó unas monedas mientras ella cogía la vela.

– ¿Deseas llevar una jarra? -murmuró.

– No, sólo a ti… Sólo a Marie-Elise y Mary Eliza.

Ella rió entre dientes y se tambaleó, meciéndose contra él tan provocativamente que él se giró, la estrechó en sus brazos y volvió a besarla. Mientras la soltaba, una voz le dijo:

– ¡Te he buscado por toda la ciudad, pero no sé si me perdonarás por haberte encontrado!

Ricardo dio media vuelta.

– ¿Ned? -dijo con incredulidad, y añadió-: Vaya sorpresa.

Combatiendo en vano una risotada, Eduardo miró de soslayo a la muchacha que aferraba posesivamente el brazo de Ricardo.

– ¡Sí, ya lo creo!


El posadero revoloteaba ansiosamente en las cercanías, tan obsequioso que Ricardo comprendió que había reconocido a Eduardo. Una agitada mesonera corrió hacia ellos con una bandeja de pan blanco y queso con hierbas, de calidad muy superior a la habitual, y el posadero en persona les sirvió el vino, mientras subrepticiamente limpiaba el polvo de la mesa con la manga.

Entre tanto Eduardo parloteaba con sus acompañantes, diciéndoles que se refocilaran mientras él hablaba con su hermano. Ricardo volvió a su asiento, nada feliz de ser blanco de todas las miradas. Sentó a la enfurruñada Marie a su lado y trató de aplacarla con promesas mientras Eduardo se deshacía del posadero.

– Confío en que tendrás tiempo para un trago, Dickon -dijo, con una amabilidad maliciosa que no mejoró el humor de Ricardo.

– Si lo deseas -aceptó de mala gana.

– Supongo que no tuviste suerte con los mercaderes de Calais.

La irritación de Ricardo se atenuó, reemplazada por una fatiga general.

– No… Lo lamento, Ned.

– No lo lamentes. Me lo esperaba.

Ricardo hizo un esfuerzo para hablar con voz más animada.

– Ayer recibí otra carta de Meg. Tiene la esperanza de persuadir a Carlos de abrirnos sus arcas.

– ¿Y cuántos soldados podemos embarcar con esa esperanza, Dickon? -preguntó Eduardo agradablemente.

Ricardo le clavó los ojos. Era la primera vez que Eduardo concedía que quizá Carlos no los ayudara. Se estremeció al oír sus propios temores expresados en voz alta, pero trató de conservar el ánimo.

– Meg siempre se sale con la suya -dijo alentadoramente-. Si Carlos osara rechazarnos, ella le hará la vida imposible y él lo sabe.

– Pones demasiada fe en Meg, Dickon. Aún no has aprendido que las mujeres desempeñan un papel muy menor en la perspectiva general.

– Las mujeres parecen desempeñar un gran papel en tu propia perspectiva -bromeó Ricardo, pero su humorada sonó hueca, y desistió de fingir-. Sabes que Meg es leal a York, a nosotros. ¿Por qué restas importancia a su influencia? ¿Hay algo que yo no sepa, Ned?

Eduardo no respondió de inmediato y Ricardo sacó oscuras conclusiones de ese silencio.

– Tengo razón, ¿verdad? Ha sucedido algo…

– Sí.

– Has recibido un mensaje de Carlos, ¿verdad?

– No. Pero recibí un mensaje de Meg. No sé si ella te lo contó. Si no te lo contó, será mejor que lo oigas de mis labios. La semana pasada Ana de Warwick se casó con Eduardo de Lancaster.

Eso no era lo que Ricardo esperaba oír.

– Sí, lo sé -dijo con calma.

Eduardo pareció aliviado.

– ¿Quieres hablar de ello, Dickon? -preguntó tras una pausa.

– No.

– Como desees -convino Eduardo, tan prontamente que Ricardo arqueó la boca en una sonrisa amarga.

– No insistas tanto, Ned.

Eduardo tuvo el buen tino de reírse.

– Concedo que me resultaría incómodo oficiar de padre confesor. Pero si necesitas hablar de la muchacha, estoy dispuesto a escuchar.

Ricardo meneó la cabeza, y Eduardo se sintió obligado a insistir.

– ¿Estás seguro?

– Ned, no quiero hablar y dudo que tú quieras escuchar. Será mejor cambiar de tema.

– Como digas -concedió Eduardo. Desenvainó la daga para cortar la hogaza y untó el pan con el queso aromatizado con hierbas-. Venga, servíos -invitó, empujando la bandeja hacia ellos. Marie aceptó, agradecida por el lujo de probar pan horneado con harina blanca, pero Ricardo no prestó atención a la comida. Jugaba con un mechón del pelo de Marie, entrelazándolo entre los dedos, pero no miraba a la muchacha sino a la vela que chisporroteaba cada vez que entraba una corriente de aire por la puerta, sin reparar en los ojos atentos de Eduardo-. ¿Has ido a las carreras de Smithfield, Dickon?

Ricardo sonrió inquisitivamente.

– Sí, ¿por qué?

– ¿Y has tenido suerte con las apuestas?

– A veces -dijo Ricardo, encogiendo los hombros.

– Sin duda pensarás que en esta ocasión apostaste por el caballo equivocado.

– No -se apresuró a decir Ricardo, con voz estentórea-. ¡No, por Dios, claro que no!

Eduardo pasó por alto la negativa.

– Era diferente con Will y Anthony. Ellos no podían esperar nada de Warwick. Pero tú tenías una opción, Dickon. Eras importante para Warwick, como pariente y como aliado. Sé que él quería obtener tu respaldo. Siempre lo he sabido. Si le hubieras prestado atención, esta noche no estarías en Brujas.

– ¡Ned, basta!

– Estarías en Inglaterra… con tu prima Ana.

Ricardo se puso de pie tan abruptamente que la mesa osciló y la exclamación de sobresalto de Marie hizo volver las cabezas hacia ellos.

– ¡Maldición, no hables así!

Eduardo permaneció inmóvil, sin apartar los ojos de su hermano, y bajo su mirada serena, Ricardo se sonrojó y luego palideció, sintiéndose conmocionado.

– Siéntate, Dickon -dijo Eduardo, con una voz tan neutra que podía haber sido una orden o una petición.

Pasaron unos segundos, y al cabo Ricardo volvió a sentarse junto a Marie.

Eduardo empujó la jarra por la mesa y, como Ricardo no la tocó, sirvió una generosa cantidad en la copa de su hermano.

– Conque nunca has pensado en ello -dijo secamente.

– Sí -concedió Ricardo-. Tienes razón. Ana no habría sido vendida a Lancaster si yo hubiera actuado como Jorge. Pero pensé que tú serías el último en recordármelo.

Eduardo se inclinó sobre la mesa.

– ¿Por qué crees que lo hice, Dickon? ¿Sólo para divertirme, o para lastimarte? Me conoces demasiado para pensar así. Dije lo que dije porque es cierto. Siempre he sabido cuánto significaba Warwick para ti. Ahora sé cuánto significa la muchacha. Y no necesito que nadie me diga adonde te ha conducido tu lealtad. A Brujas.

– Ned…

– ¿No crees que es hora de que seamos francos, Dickon?

Sus miradas se cruzaron.

– Las perspectivas no son buenas, muchacho. Nada buenas. ¿No es hora de que lo reconozcamos?

Ricardo asintió.

– Lo sé -dijo lúgubremente.

Se miraron en silencio, mientras alrededor crecía el bullicio típico de una posada flamenca.

Eduardo cogió la jarra y volvió a llenar su copa. Ricardo aún no había tocado la suya.

– Basta de juegos, Dickon -murmuró-. No tengo ánimo para ello, y menos esta noche. Tengo un cuñado que está muy dispuesto a abrazar el Oso y el Báculo Enramado de los Neville, una esposa que ha pedido asilo, un hijo que quizá nunca llegue a ver… y lo peor de todo, Dickon, es que en gran medida todo es culpa mía.

Ricardo hizo un movimiento indeciso y tentativo; su mano rozó la manga de Eduardo.

– Te concederé lo de Jorge si me concedes lo de Johnny -dijo al fin, y Eduardo lo miró con ojos entre burlones y afectuosos.

– Pobre Johnny. Warwick y yo lo sometimos al potro de tormentos, de veras. -Eduardo sacudió la cabeza lentamente-. A veces recuerdo que Ricardo Neville fue mi amigo, pero lo que más lamento es la situación de Johnny… y la decisión que le impuse.

Era la primera vez que hablaban sin tapujos de la traición de Juan. Pero Ricardo no había pensado en otra cosa en los últimos tres meses, y creía entender por qué Johnny había tomado esa decisión. Estaba convencido de que no lo habría hecho si Ned no le hubiera quitado el condado de Northumberland. Pero ahora, al oír que su hermano decía en voz alta lo que él había pensado tantas veces, tuvo el perverso impulso de defender a Eduardo de las mismas conclusiones a las que él había llegado.

– No le impusiste ninguna decisión, Ned. Dependía de él. No tenía por qué ser así.

– Aprecio tu lealtad, Dickon, pero ambos sabemos cómo son las cosas. Si un hombre goza de buena salud, puede sufrir una mojadura sin resfriarse. Pero si arde de fiebre cuando le ocurre esa desgracia, puede ser su muerte. La lealtad de Johnny hacia mí le costó cara, pues él amaba a sus hermanos. Cuando le arrebaté el título, le pedí demasiados sacrificios. Debí haberlo previsto. Tú lo previste, ¿verdad?

Ricardo titubeó y asintió.

– No sabía que la herida era tan profunda, pero sí, sabía que estaba herido. -Lamentó haber roto el silencio que se había impuesto sobre el tema de Johnny. Hablar sobre ello no le ayudaba, no aliviaba el dolor-. Francis Lovell me escribió que Johnny parecía alicaído al entrar en Londres -murmuró.

– No lo dudo, Dickon. Johnny es uno de los pocos hombres honrados que he conocido. La traición no está en su naturaleza. Pero debe convivir con la culpa de haber traicionado a su soberano, a hombres que confiaban en él. Sospecho que es más difícil sobrellevar esa carga que cualquier mal que yo le haya infligido.

Callaron unos minutos. Ricardo nunca se había sentido más cerca de su hermano. Tan cerca que osó hacerle una pregunta que se había creído incapaz de expresar en palabras.

– Ned, ¿qué haremos si Carlos no nos ayuda?

Eduardo parecía haber esperado esa pregunta.

– Pregúntamelo la semana próxima, el mes próximo, y quizá tenga otra respuesta. Pero esta noche, hermanito, sólo puedo contestarte que no lo sé.

Otrora Ricardo habría exigido una respuesta franca, por desalentadora que fuese, y lo habría dicho en serio. Ahora prefería no hablar más del asunto.

Marie estaba cada vez más inquieta, y se aferró de una de las pocas palabras inglesas que conocía.

– ¿Hermanito? -repitió-. Vous êtes frères?

Ricardo asintió, y ella se inclinó para susurrarle al oído, riéndose de su respuesta y acurrucándose contra él, rozándole la comisura de la boca con los labios.

Ricardo sonrió tímidamente al ver la mirada burlona de Eduardo.

– No cree que seamos hermanos, pues tenemos un color muy diferente -dijo, con la resignación de quien ha escuchado ese comentario toda la vida, siendo moreno en una familia rubia-. Le expliqué, pues, que eras adoptivo -añadió, y Eduardo sonrió con amargura.

– ¡Pensándolo bien, sería buena explicación para Jorge! No en vano nació en Irlanda, y por Dios que ha actuado como embrujado desde el día en que empezó a hablar.

– No embrujado, Ned -suspiró Ricardo-. Sólo condenadamente débil.

– Como quieras. Agradece que tu hermano Jorge y tú seáis tan poco parecidos, en todos los sentidos. -Eduardo ladeó la cabeza para evaluarlo-. A decir verdad te pareces a Edmundo. Tienes sus ojos, y él también tenía pelo oscuro, aunque no tanto como el tuyo. -Interpretó mal la cara de sorpresa de Ricardo-. Pero, claro sólo tenías siete años cuando él murió. No me extraña que no lo recuerdes.

– Tenía ocho -corrigió Ricardo-, y sí recuerdo. No es eso… Es que rara vez hablas de Edmundo.

– Lo sé. Durante largo tiempo fue demasiado doloroso.

Ricardo no sabía qué decir. Eduardo no compartía sus pesares; Ricardo no había creído que la herida abierta por la muerte de Edmundo no hubiera sanado después de diez años. De pronto notó que estaba celoso y sintió vergüenza.

– En mis recuerdos de Edmundo -dijo para compensarlo-, ambos estáis siempre juntos. Recuerdo que siempre me intrigaba el modo en que hablabais con frases inconclusas, un código que nadie podía descifrar… como si no necesitarais palabras.

Eduardo rió.

– En general no las necesitábamos. Sólo teníamos un año de diferencia. A menudo parecíamos compartir la misma vida, tan íntimos éramos. Claro que también teníamos nuestras grescas. Pero no cuando contaba. Cuando él murió, tuve la sensación de que me habían partido en dos. -Ricardo calló-. Yo estaba Gloucester cuando me informaron sobre la batalla que se libró en el castillo de Sandal -dijo Eduardo al cabo de una pausa prolongada-. Fue un cruel día de diciembre para York. Enterarme de que había perdido a mi padre, mi hermano, mi tío, mi primo… pero lo más difícil de aceptar era la muerte de Edmundo. ¡Si él podía morir, cualquiera podía morir, incluso yo!

Sonrió inesperadamente, pero los ojos azules estaban oscurecidos por recuerdos largamente reprimidos. Recogió la copa, se la llevó a la boca y la volvió a dejar sin probar el vino.

– Cielos, hace años que no pienso en ello -confesó-. Tuve muy poco tiempo para llorarlo… De pronto todos se fijaban en mí, y Santo Dios, todo fue tan rápido, Dickon. Recuerdo que lo que más sentía era furia. Por Cristo, fue tan estúpido. No tendrían que haber salido del castillo. Fue una locura, no tendría que haber ocurrido… Supe con certeza, sin embargo, que nunca confiaría en otra alma viviente como en Edmundo. Creo que eso fue lo peor, aún peor que la pérdida de su compañía. Durante casi dieciocho años, toda mi vida, yo había tenido un confidente… y de pronto no había nadie.

– ¿Qué hay de Will Hastings? ¿O John Howard?

– No hablo de amistad, Dickon. Hablo de confianza.

– Pero…

– ¿Crees que son la misma cosa?

Ricardo reflexionó.

– Sí, lo creo.

– No para los reyes, hermanito. No para los reyes. -Eduardo tensó la boca, se permitió mostrar su amargura-. Si alguna vez pensé así, nuestro primo Warwick me enseñó lo contrario.

Ricardo ya no pudo contenerse.

– ¿No crees que puedas confiar en mí?

Eduardo bebió para ocultar su sonrisa.

– Bien… Sin duda confío en ti más que en tu hermano Jorge.

– Gracias. -Pero el sarcasmo salió mal, y Eduardo lo notó y cedió terreno.

– La confianza es una reacción adquirida, Dickon. Aunque siempre he sentido un inexplicable afecto por ti, hermanito, no confiaba en ti más que en una docena de otros que podría nombrar. -Hizo una pausa-. Es decir, hasta que me diste un motivo para confiar. -Se echó a reír-. Y si mal no recuerdo, me diste ese motivo hace once años, en un prado cerca del castillo de Ludlow.

– ¿Todavía recuerdas eso? Al cabo de tantos años, y tantas mujeres.

– Claro que lo recuerdo. Fue cuando presentí que podías ser un aliado que mèrecía la pena. Y el tiempo no me ha demostrado lo contrario.

Ricardo estaba complacido, pero la timidez le impedía expresarlo.

– Por mi parte, podría decir lo mismo de ti -dijo generosamente.

Eduardo sonrió.

– ¡Demontre, confiarías en mí hasta la muerte y ambos lo sabemos! ¡Confiésalo, Dickon, nunca has sabido juzgar bien a las personas!

Ricardo rió, y Marie se movió y, bostezando, volvió a apoyarse en su hombro.

– ¿Pronto, chèri?

– Pronto, primor -respondió Ricardo automáticamente, pero siguió mirando a su hermano-. Ned, dijiste que me habías buscado esta noche. ¿Por qué? Si era para hablarme de la boda de Ana, no puedo creer que no pudieras esperar hasta que yo regresara.

– Tienes razón, habría esperado -confesó Eduardo sin vergüenza-. Quizá sepas juzgar a las personas mejor de lo que yo creía. No, a decir verdad, sentía necesidad de hablar, tan intensa que no me importó si tú tenías… necesidades personales más urgentes.

Ricardo miró de reojo a Marie, que se entretenía bruñendo el colgante en la manga de su vestido.

– Ya que lo mencionas -dijo con impaciencia-, no es que no disfrute de tu compañía, pero…

Eduardo rió, pero apoyó la mano en el brazo de Ricardo.

– Debí decírtelo enseguida, Dickon. Era mi intención. Pero también era preciso que habláramos de otras cosas.

Ricardo sintió un nudo en la garganta. Santo Dios, ¿todas las noticias tenían que ser malas últimamente? Se negaba a oírla. No quería saber lo peor; si estaban perdidos, quería que Ned se lo callara, al menos por esa noche.

– ¿Qué más ha sucedido? -preguntó obtusamente, y se preguntó si su hermano le había leído el pensamiento, pues Eduardo parecía reacio a hablar. Bebió de nuevo.

– Recordarás, Dickon, que cuando practicabas con el estafermo tenías una doble preocupación. Primero, acertarle al blanco de lleno, y luego evitar el contragolpe cuando el impacto del lanzazo lo hiciera girar.

– Tengo buenos motivos para recordarlo -dijo Ricardo de buen humor-. Así me quebré el hombro cuando tenía diez años. Me caí del caballo cuando me pegó ese costal de arena. ¿Qué tiene que ver con nuestra situación?

– Es una buena descripción de lo que siento esta noche. Estaba preparado para el primer impacto. Pero no estaba preparado para el costal…

Eduardo hurgó en su jubón y arrojó un papel enrollado a la mesa, frente a Ricardo.

– Lee eso.

Ricardo lo recogió. No había salutación ni firma; ambas estaban recortadas. No conocía la letra, pero estaba en inglés. Una oración del párrafo inicial le llamó la atención: «Declaro que siempre me he mantenido al margen de las luchas por el trono de Inglaterra». Miró a Eduardo y siguió leyendo: «Lamentaría muchísimo que la ambición de un solo hombre diera motivos para el disenso y las hostilidades entre mí y un pueblo y un reino por los que siempre he demostrado gran estima».

El autor de la carta tenía que ser su cuñado. El estilo altisonante era inconfundible. La arrojó con un juramento.

– La fina letra de Carlos -dijo con ironía-. ¿Pero a quién va dirigida?

– A John Wenlock, en Calais.

– ¿Cómo la conseguiste, Ned?

– Wenlock está liado en un juego de alto riesgo. Defiende Calais en nombre de Warwick, como antaño lo hizo por mí. Pero sabe que la fortuna puede ser una zorra veleidosa y se mantiene alerta al futuro.

– Así que te la dio el propio Wenlock… -Ricardo hizo una mueca-. Casi siento pena por Warwick, con esos amigos. -Recogió la carta y leyó deprisa los párrafos restantes-. «Desciendo de la sangre de Lancaster» -citó cáusticamente-. ¡Qué conveniente para Carlos recordar que su madre puede alegar un parentesco con Lancaster! ¡Y está dispuesto a reconocer al rey inglés, sea quien fuere!

Lanzó otro juramento, acercó la vela, puso la carta bajo la lumbre mientras Eduardo y Marie miraban.

– Es un necio, Ned, si cree que una reconciliación con Warwick lo beneficiará.

– Carlos siente tan poca simpatía por Warwick como por mí, pero Warwick domina Inglaterra y…

– Y entregaría toda Northumbria para retenerte en Borgoña -concluyó hurañamente Ricardo, y Eduardo asintió.

– Dickon, hay algo más. El costal de arena, ¿recuerdas? -Eduardo se inclinó hacia delante-. Esta noche nuestra hermana Meg me envió un mensajero. Para advertirnos que Carlos se propone emitir una proclama prohibiendo a sus subditos brindar socorro o asistencia a York.

Ricardo contuvo el aliento y dio un puñetazo en la mesa. El vino se derramó de las copas y el candelero patinó por la madera húmeda hasta llegar al borde de la mesa. Sólo Marie reparó en ello y estiró la mano para detenerlo.

– Por Dios, Ned, ¿cómo puede Carlos ser tan miope? Luis ya ha declarado la guerra a Borgoña; hay tropas francesas en Picardía. Aunque Warwick le haga promesas a Carlos, está comprometido con Francia por elección y por necesidad. Con Inglaterra bajo Warwick y Lancaster, la guerra con Borgoña es inevitable.

– Como dices, Dickon, nuestro cuñado de Borgoña es un necio -dijo Eduardo ácidamente. Vació la copa de vino, la dejó-. Será mejor que te reúnas con Will y conmigo por la mañana. Parece buen momento para enviarle otra carta a Francisco de Bretaña. Una futilidad, sin duda, pero nuestras opciones están menguando.

– Ned, tenemos que hablar de nuevo con Meg. Tenemos que persuadir a Carlos de que te vea. Si pudieras hablar con él…

– Creo que tu confianza en mí es errónea, Dickon, aunque halagüeña. Coincidimos, sin embargo, en cuanto a lo que se debe hacer. Tenemos una sola oportunidad, lograr que Carlos vea que sólo estará seguro con una Inglaterra yorkista.

Empujó el banco hacia atrás, se puso de pie.

– Pero si fracasamos en eso, será mejor que te resignes a las costumbres borgoñonas, porque estarás aquí un largo tiempo.

Ricardo se dispuso a hablar, vaciló, y luego dijo precipitadamente:

– Ned, dijiste que yo tenía una opción. Si tuviera que volver a afrontarla, tomaría la misma decisión.

Eduardo lo miró con expresión melancólica, cansada y, por una vez, libre de burlas.

– Lo sé, Dickon, y en el último año he llegado a depender de esa lealtad, a confiar en ti como no he confiado en nadie más… ni siquiera en Edmundo. -Ricardo quedó atónito, y al cabo de un instante Eduardo rió-. ¡Pero, por amor de Dios, que no se te suba a la cabeza!

– Eso será difícil -murmuró Ricardo, y señaló el establecimiento abarrotado y humoso con su algarabía de lenguas extranjeras-, dado lo que he ganado por mi lealtad.

Una risa irónica y silenciosa iluminó los ojos de Eduardo.

– Sé que no me defraudarás, hermanito. -Se agachó, recogió la capa. Estaba en mucho mejor estado que la de Ricardo; él no compartía los escrúpulos del muchacho sobre la generosidad de Gruuthuse-. Y ahora, lleva a esta paciente y bonita moza a la cama, y por unas horas trata de olvidarte de Warwick, del hermano Jorge y de la prima con la que tendrías que haberte casado.

Ricardo comprendió que acababa de escuchar una disculpa oblicua, un tácita confesión de arrepentimiento. Sonrió.

– Id con Dios, majestad.

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