York
Marzo de 1471
– Yo digo que lo sometamos a votación… ¿Quién está a favor de abrirle las puertas de la ciudad? Eso pensaba. Está decidido, pues. Le negamos el ingreso.
– ¡Claro que no!
– ¡Claro que sí!
– Déjalo hablar, Will, es su derecho. Vamos, Tom, di lo que piensas.
– Creo que no debemos actuar con precipitación, pues se trata de una decisión cuyas consecuencias sufriremos. Antes de decidir, será mejor que penséis si estáis dispuestos a hacer un enemigo del hombre que podría volver a ser rey este mes.
– Lo cierto, Wrangwysh, es que siempre has estado a favor de York. Admítelo. ¡Te complacería ver una victoria yorkista!
– ¿Y qué? Eso no cambia los hechos, Holbeck. Si le negamos la entrada a Eduardo de York, nos ganamos su enemistad en balde.
– Pero si lo dejamos entrar, Tom, irritaremos a Warwick.
– Lo rechazaron en Kingston upon Hull…
– Ya, y le dieron entrada en Beverley. Y en mi opinión, así deberíamos actuar en York.
– ¿Qué dice Su Gracia de Northumberland?
– No hemos recibido noticias.
– Bien, caballeros, ¿eso no nos invita a la reflexión? Mientras Henry Percy se quede en Topcliffe, yo no me apresuraría a sepultar a York. Si Percy no pelea por Warwick, las probabilidades cambian bastante, ¿verdad? Pensemos en ello antes de decidir.
– Dios, los leguleyos no son felices a menos que enturbien las aguas. Aunque tengas razón, Aske, y el conde de Northumberland opte por no marchar contra York, ¿qué nos importa a nosotros? Yo digo que no conviene provocar la ira del conde de Warwick abriendo las puertas de la ciudad a su enemigo jurado.
– Ah, pero no lo es.
Todas las cabezas se volvieron hacia la puerta de la cámara del concejo. Esa mañana Richard Burghe y Thomas Conyers se habían ofrecido para salir al encuentro de los yorkistas para advertirles que no entrarían en la ciudad. Ahora todos les hacían preguntas.
– ¿Lo viste, Conyers? ¿Qué dice él?
– ¿Cómo está Su Gracia, Tom?
– ¿Por qué dices que no es enemigo jurado de Warwick?
Conyers sonreía.
– Lo digo porque vuestro problema está resuelto, caballeros -dijo socarronamente-. Supongamos que os digo que existe una manera en que podemos recibir a York y aun así apaciguar a Warwick.
– Te diría que el sol te calentó la cabeza.
– Ni siquiera Merlín podría lograr esa hazaña, Conyers.
– Pero nada perdemos con escucharlo. Habla, Tom.
– Es muy sencillo. Eduardo de York nos aseguró que él no se propone recobrar la corona inglesa. -Alzó la mano para silenciar sus exclamaciones-. Dice que sólo se propone reclamar las fincas que le corresponden legítimamente como duque de York… Sólo eso. Más aún, promete que está dispuesto a jurar lealtad a Lancaster si lo dejamos entrar en la ciudad, para mostrar su buena fe.
En el azorado silencio que siguió, Burghe asintió, confirmando esta historia que nadie podía creer. Conyers se sentó y codeó a Tom Wrangwysh con jovial complicidad.
– ¡En cuanto a mí -comentó-, me pareció un ofrecimiento justo que alegrará el corazón del rey Enrique!
Todos le clavaban los ojos con expresiones que iban desde la indignación hasta la socarronería.
– Diantre, ¿quién creería tal historia? ¿Acaso nos toma por imbéciles?
– No dije que debas creerla, Will. Pero cuando el conde de Warwick nos pregunte por qué le abrimos la ciudad, podemos decir que él sólo buscaba lo que le corresponde legítimamente, el ducado de su difunto padre.
Holbeck resopló.
– ¿Quieres ser tú el que le diga eso a Su Gracia de Warwick, Conyers? ¡Digo que no, y terminemos con esto!
Tom Wrangwysh se inclinó sobre la mesa.
– Will -dijo afablemente-, no lo tomes a mal, pero debo recordarte que ya no eres alcalde.
En el silencio expectante, todos oyeron el respingo de Holbeck. Pero antes de que él pudiera replicar, el registrador de la ciudad se volvió hacia alguien que aún no había participado en el debate.
– ¿Qué piensas, Chris? -le preguntó-. La ciudad carece de alcalde hasta que se zanje la disputa por las elecciones, así que nos interesa tu opinión sobre el particular. Al fin y al cabo, eres escudero del alcalde, y si es preciso reunir tropas, la responsabilidad es tuya.
– No veo tal necesidad -dijo serenamente el hombre al que habían interpelado, mientras sus colegas callaban para dedicarle el respeto debido a su oficio y su persona-. Creo que debemos dejar la política de lado y velar por los intereses de nuestra ciudad. Yo sugeriría una solución intermedia. Ofrezcamos la admisión a Eduardo… duque de York.
La resolución encontró aceptación entre los presentes, que asentían y murmuraban con aliviada satisfacción.
– Caballeros, sugiero que votemos la moción de maese Berwyck.
– ¿Es necesario, Rob? Yo diría que todos coincidimos… quizá con excepción de Will. ¿Qué dices, maese Holbeck? ¿Quieres que conste en las actas de la ciudad que fuiste el único que negó la entrada a Eduardo de York?
Holbeck lo fulminó con la mirada-Tú ganas, Wrangwysh -dijo, con tanta renuencia como si cada palabra valiera su peso en oro-. Haz lo que quieras. Pero esto no me gusta nada. Y te aseguro que tampoco le gustará al conde de Warwick.
Si alguna vez le preguntaban cuál había sido la peor noche de su vida, Rob Percy diría sin vacilación que había sido el jueves 14 de marzo. Pero sabía que Ricardo, ante la misma pregunta, habría elegido el día de hoy, el 18. Nunca lo había visto tan tenso, tan irritable como ese desdichado lunes, el cuarto día desde su llegada a Inglaterra.
Habían zarpado de Flushing el día 11, en el mar más borrascoso que Rob había visto; el solo recuerdo bastaba para provocarle náuseas. Pero habían tenido una suerte increíble, pues habían eludido a la flota inglesa comandada por el pariente de Warwick, el Bastardo de Fauconberg, y habían perdido un solo barco durante el cruce, un bajel de aprovisionamiento que transportaba caballos.
El día 12 avisaron la costa de Norfolk, donde podían esperar asistencia del yorkista duque de Norfolk y del duque de Suffolk, cuñado de Eduardo y Ricardo. Eduardo había tenido la prudencia de enviar a dos de la partida a tierra antes del desembarco, y este recaudo fue fructífero, pues ellos regresaron rápidamente con la aciaga noticia de que el duque de Norfolk estaba arrestado, Suffolk estaba ausente, y el lancasteriano duque de Oxford vigilaba la región. Eduardo había ordenado que las naves se hicieran nuevamente a la mar, con rumbo a Yorkshire. Pero los sorprendieron varias borrascas y la pequeña flota se desperdigó.
La noche del 14, la nave de Ricardo echó anclas frente a la costa de Yorkshire, al norte de la diminuta aldea pesquera de Ravenspur, y así comenzaron las diez horas más angustiosas de la vida de Rob. No había rastro de sus camaradas y temió que sólo ellos hubieran sobrevivido a la tormenta, que estuvieran varados en una tierra hostil a York, para enfrentarse a los ejércitos de Juan Neville y su pariente Percy, sólo él con Ricardo y trescientos hombres. Era una idea escalofriante y estaba seguro de que también se le había ocurrido a Ricardo.
Rob aún se maravillaba de la glacial circunspección que su amigo había demostrado en esa noche tenebrosa. Ricardo había congregado a sus hombres, había impedido que el pánico se adueñara de sus filas y al alba los había conducido al sur en busca de los demás.
Rob nunca se había sentido tan agradecido como cuando encontraron a los quinientos hombres del Anthony, el buque que estaba al mando de Eduardo y Will Hastings. Mientras Eduardo enviaba exploradores en busca de Anthony Woodville y los doscientos hombres que habían navegado con él, Rob osó felicitar a Ricardo por lo que consideraba una admirable exhibición de coraje. Pero Ricardo sólo enarcó las cejas y dijo lacónicamente: «No sabía que tenía otra opción, Rob».
Pero si el jueves había permanecido impertérrito, hoy Ricardo era un manojo de nervios, y así estaba desde que Eduardo los había silenciado a él y Will Hastings a gritos y había entrado solo en la ciudad de York.
En el campamento no era ningún secreto que los cabecillas yorkistas habían cuestionado la intención de Eduardo de entrar en York. Sus voces se habían oído fuera de las tiendas, y Rob no era el único que se había reunido a prudente distancia para escuchar. Ricardo, Will Hastings y Anthony Woodville se habían opuesto a Eduardo con vehemencia, y por momentos la conversación había sido muy acalorada. Pero Eduardo había prevalecido, y entonces Ricardo y Hastings quisieron acompañarlo a la ciudad. Eduardo se negó y ellos insistieron, pero al cabo Eduardo se salió con la suya.
Más de tres horas atrás, había cabalgado hacia la puerta llamada Walmgate. Habían observado mientras la abrían para admitirlo y luego se cerraba ominosamente a sus espaldas. Era el acto más valeroso que Rob había presenciado y la locura más increíble, y con el paso de las horas notó que la compostura de Ricardo se despedazaba como un pergamino bajo presión.
Había pensado en tratar de tranquilizar a Ricardo, diciéndole que Eduardo no corría peligro, pero había desistido. No podría confortarlo con sinceridad, pues él pensaba que Eduardo corría el mayor peligro imaginable. Más aún, Rob prefería mantenerse a distancia de Ricardo, que se había mostrado muy irritable toda la tarde.
Y no sólo Dickon, pensó sombríamente. Todos estaban quisquillosos como gatos mojados, y se encolerizaban por nada. Como prueba de ello, el imperturbable Hastings sobresaltó a todos los presentes cuando se puso a insultar a uno de los artilleros flamencos. Rob se preguntó cuánto faltaba para que Dickon y Hastings riñeran con Anthony Woodville. No sabía bien qué sentían uno por el otro, pero sí sabía que ninguno de los dos soportaba a Anthony, que correspondía ese rechazo con toda generosidad. Y se preguntaba qué harían si Eduardo había caído en una trampa, si se había topado con la daga de un asesino.
Los hombres se alborotaron. El rastrillo de rejas de hierro se elevaba; varios jinetes atravesaban la barbacana de Walmgate. El joven vigía se olvidó del protocolo y gritó que avisaran a Gloucester, y Rob se apresuró a acomodarse la funda de la espada, acercándose para mirar mejor a los jinetes.
Ricardo y Will estaban juntos, y Rob vio que Ricardo sonreía y le oyó murmurar:
– Buenas noticias, Will. Entre ellos viene Tom Wrangwysh. Si hubiera problemas, se le vería en la cara.
Ambos sheriffs estaban impasibles, pero Tom Wrangwysh y Thomas Conyers parecían muy complacidos consigo mismos y Conyers anunció la noticia a gritos mientras se apeaba. Ahora todos eran bienvenidos intramuros, y el señor de York los aguardaba en el ayuntamiento. Si deseaban…
– Mis señores -interrumpió dichosamente Tom Wrangwysh-, tendríais que haberle visto. Por la dignidad de su porte, cualquiera diría que iba a la cabeza de un ejército. Conquistó a muchos con su coraje. Y luego habló al pueblo y pronunció un maravilloso discurso en que declaró que se contentaría con ser duque de York y servir al buen rey Enrique, y la multitud lo vitoreó hasta enronquecer.
La noticia se propagaba rápidamente; alrededor de Rob, los hombres reían y se palmeaban la espalda. Ricardo trataba de hacerse oír por encima del tumulto, pero pronto desistió y observó con una sonrisa mientras sus hombres vitoreaban a Su Gracia de York y a la ciudad que ahora estaba dispuesta a recibir a su ejército.
Rob se acercó a Ricardo, a tiempo para oír que Tom Wrangwysh preguntaba;-Milord, ¿cómo se le ocurrió a Su Gracia reclamar el ducado de York? Puedo decir con certeza que de no haber sido por eso, la ciudad no le habría abierto sus puertas.
Ricardo rió.
– Un viejo truco, Tom. Cuando el abuelo de Enrique de Lancaster regresó del exilio, sólo reclamó el ducado de Lancaster, y depuso a un rey. Mi hermano consideró adecuado que la treta usada por el primer rey lancasteriano ahora favoreciera a York.