Capítulo 15

York

Agosto de 1470


Durante la última semana de julio, Eduardo recibió noticias de un levantamiento en Yorkshire instigado por lord Fitz-Hugh, aliado y cuñado del exiliado conde de Warwick. Eduardo reunió tropas sin pérdida de tiempo y cabalgó con Will Hastings hacia el norte para reunirse con Ricardo en York, que había pasado el verano reclutando soldados en la región central del oeste.

Pero cuando Eduardo llegó a la antigua ciudad de Ripon, la rebelión había terminado. Fitz-Hugh huyó a Escocia; sus cómplices se apresuraron a ofrecer su sumisión al rey yorkista. Eduardo regresó triunfante a York y se dedicó a restaurar el orden en esa región, la más turbada y turbulenta del reino.

La noticia de la frustrada rebelión de lord Fitz-Hugh llevó consternación al hermoso valle del Windrush, ciento ochenta y cinco millas al sur, el vistoso entorno de Minster Lovell Hall. Francis estaba azorado; lord Fitz-Hugh era su suegro. No tardó en recibir una histérica carta de su esposa Anna, que le imploraba que intercediera ante el rey por su padre.

Francis no necesitaba semejante exhortación. No quería que Anna sufriera por la necedad de su padre, y mucho menos que la traición de Fitz-Hugh arrojara una sombra sobre los Lovell. Sabía que la traición era una enfermedad muy contagiosa, y que la inocencia no era garantía de inmunidad.

Francis caviló sobre la carta de Anna, y el alba del día siguiente lo halló en Ermine Way, la carretera que conducía al norte, hacia York. Aunque aún no tenía diecisiete años, era muy consciente de sus obligaciones familiares. Su madre había muerto cuatro años atrás, después de un breve y malhadado segundo matrimonio con sir William Stanley, hermano menor de Thomas, lord Stanley. Sus hermanas sólo contaban con la protección que él pudiera ofrecerles y estaba decidido a impedir que su involuntaria asociación con la imprudente familia de Anna las mancillara.

Impulsado por la aprensión, el lunes 27 de agosto avistó los blancos muros de caliza de York. Allí fue recibido con entusiasmo por Ricardo y con halagüeña cordialidad por el rey. Casi de inmediato, expuso el motivo de su misión. Ricardo se asombraba y Eduardo se divertía mientras él aseguraba solemnemente que los Lovell eran leales a York, ahora y para siempre.

Eduardo se echó a reír y declaró que no pedía ningún juramento de lealtad que se extendiera más allá de la vida de un hombre, y Ricardo interrumpió para preguntarle a Francis cómo podía imaginar que su lealtad se pondría en duda. Francis, sometiéndose dichosamente a las burlas de uno y los reproches del otro, supo que nunca más debería abrigar semejante temor por su familia. Su futuro estaba entrelazado con el de la Casa de York, y él estaba muy dispuesto a que así fuera.

Lamentablemente, vio poco a Ricardo en los días siguientes, pues su amigo presidía un tribunal de indagación en York, y los deberes de este menester lo ocupaban de sol a sol. En la tercera noche después de su llegada, Ricardo logró hacerse de tiempo para el placer y los dos muchachos se dispusieron a saborear los deleites más cuestionables que ofrecía York.

Francis quería cenar en una posada de Conyng Street, pero Ricardo quería refugiarse en el anonimato, y prevaleció. Compraron pasteles de lamprea horneados en una tienda cercana al convento agustino donde Ricardo se alojaba, se atragantaron con el vino agrio que compraron para bajar el pescado y entraron en una tras otra de las sórdidas tabernas de las orillas del río, sólo para descubrir que Ricardo era reconocido aun en los más míseros de esos establecimientos.

Para diversión de Francis, los únicos que no reconocieron a Ricardo fueron los integrantes de la ronda nocturna, que los detuvieron para un interrogatorio hostil, pues a esas horas todos los hombres decentes descansaban a la lumbre de su hogar. Pero antes de que pudieran responderles, un tercer hombre corrió hacia ellos, apartando de un empellón a sus irritados colegas para deliberar con susurros, y Francis oyó que repetían una palabra con creciente consternación, el nombre de Gloucester. Pronto los dejaron libres para seguir su camino, con gran profusión de disculpas.

Ricardo aceptó su derrota y menos de una hora después de que San Miguel anunciara el toque de queda bajaron por Conyng Street para regresar al convento que se extendía desde Ald-Conyng Street hasta el río. Avanzaban despacio, pues York no disponía de una ordenanza que requiriese alumbrado en las calles, como Londres, y la única luz era la plateada luna en cuarto creciente y el farol que pendía de la torre octogonal de la iglesia de Todos los Santos. Pero Francis sospechaba que el andar pausado de Ricardo se debía no sólo a la oscuridad, sino que su amigo era reacio a encarar las responsabilidades adultas que lo aguardaban a su regreso.

Aunque era tarde, en los aposentos del prior aún había gente que esperaba una audiencia con Ricardo, por breve que fuera. Ricardo tuvo que dedicar unos minutos a Robert Anmas, un sheriff que llevaba un mensaje del alcalde Holbeck, pero los demás, dijo con firmeza, tendrían que regresar al día siguiente.

Francis pronto se aburrió de dar vueltas y se escabulló para esperar a Ricardo en la cámara que le habían destinado durante su estancia en York.

Era una habitación ordenada y austera, que mostraba pocos indicios de la personalidad del actual ocupante. Francis se lo esperaba, sabiendo que la necesidad había enseñado a Ricardo a viajar con poco equipaje. Había una larga mesa con libros, papeles, plumas, un tintero plateado, velas y un gran mapa de la región fronteriza de Escocia que estaba salpicado de cera y cubierto de garabatos crípticos. En un rincón había una pulcra pila de papeles que esperaban la firma de Ricardo; otros, ya firmados, estaban listos para el envío. Francis echó un breve vistazo a la sesgada firma de la esquela de arriba, R. Gloucestre, notando con interés que iba dirigida a Juan Neville, marqués de Montagu.

Echó una ojeada al título de los libros estratégicamente dispuestos para sujetar el mapa: Tratado sobre la guerra, Libro de horas, El arte de la cetrería. Al inclinarse sobre la mesa, sintió una presión en la pierna y bajó la mano para confirmar la presencia de un perro lobero negro. El enorme animal aceptó su caricia gravemente, para diversión de Francis, como si fuera su igual, y se tendió a sus pies cuando él se sentó en la cama.

Junto a la cama había un cofre que servía como apoyo para una gran vela de cera y un libro encuadernado en cuero marroquí. Francis lo recogió con curiosidad. Al mirar el título, no le sorprendió que fuera un tratado histórico, las Crónicas de Froissart, pues Ricardo tenía una mente práctica y disciplinada, pero le sorprendió que pareciera muy leído. Se preguntó cuándo encontraba el tiempo Dickon.

Hojeó las páginas, se detuvo en la inscripción del frontispicio, y vio que el libro era un préstamo de Juan Neville. No le asombraba esta prueba de intimidad, sabiendo que Ricardo sentía un profundo afecto por el Neville que había permanecido leal a Eduardo. Se preguntó cuándo se habrían visto por última vez. También se preguntó, y con mucha piedad, qué se sentiría al esperar una invasión de tropas francesas, un ejército conducido por el propio hermano. Cerró el libro, pensando que no querría estar en el lugar de Juan Neville por la mitad del oro de la cristiandad. Ni de Dickon, tampoco. En ocasiones se olvidaba de que también Dickon tenía un hermano exiliado en Francia.

Cuando volvió a poner el libro sobre el cofre, un papel ajado cayó de las páginas y aleteó hasta el suelo. Lo recogió y vio que era una carta, inconclusa y aparentemente olvidada, pues tenía fecha, en puño y letra de Ricardo, de más de una quincena atrás. Le bastó ver el saludo, «Mi dulce Kate», para comprender por qué no había dictado esta esquela a su amanuense.

A Francis le complacía pensar que era el amigo más íntimo de Ricardo, pero sabía poco y nada de sus amoríos. A diferencia de Eduardo, que no se preocupaba por ocultar sus muchas infidelidades, sin negar a sus queridas ni a los vástagos bastardos que nacían de sus andanzas, Ricardo era sumamente discreto y demostraba una reticencia inesperada en un príncipe Plantagenet.

Francis sabía que existía una prolongada relación con una muchacha llamada Kathryn, una relación que había comenzado poco después de que Ricardo cumpliera dieciséis años y había durado hasta el presente. Pero sólo sabía eso, y sólo porque en primavera ella había dado a luz una hija que Ricardo había reconocido abiertamente, llamada Kathryn, como su misteriosa madre.

Sin duda ella era la «dulce Kate» de la carta, y sintió la fuerte tentación de seguir leyendo. Vaciló, pero el temible lobero de Ricardo lo miraba confiadamente y a regañadientes guardó la carta en el libro, evitándose un gran bochorno, pues Ricardo regresó poco después de este triunfo de la conciencia sobre la curiosidad.

Mientras su amigo hojeaba rápidamente la correspondencia, Francis pensó que no era de extrañar que Dickon luciera cauto aun cuando se reía. Gran condestable de Inglaterra, presidente de la corte de justicia de Gales del Norte, jefe de administración, alguacil e inspector de todo Gales, presidente de la corte de justicia y chambelán de Gales del Sur… y ahora también la alcaidía de las Marcas del Oeste de Escocia. No eran títulos hueros, sino que representaban funciones cargadas de autoridad y obligaciones. No me gustaría responder por la vida de otros hombres, pensó, y menos a los diecisiete años, por la gracia de Dios.

– Esta carta no puede esperar, Francis. Quiero que llegue a manos de mi primo, Juan Neville, sin la menor demora.

Mientras Ricardo daba instrucciones al correo, Francis jugó con el perro, esperando a que estuvieran solos para satisfacer su curiosidad sobre un asunto que lo intrigaba desde que se había enterado de que Eduardo iba al norte para sofocar el levantamiento de Fitz-Hugh.

– Dickon, ¿por qué Su Gracia el rey decidió ir personalmente a Yorkshire? ¿Por qué la rebelión no fue sofocada por el conde de Northumberland?

Ricardo se encogió de hombros.

– Northumberland nos avisó de que las fuerzas rebeldes eran muy superiores a las suyas -dijo, con el tono neutro que usaba cuando hacía un esfuerzo deliberado para ser imparcial, para no juzgar. Pero la necesidad de realizar ese esfuerzo ya era una especie de juicio, y Francis lo conocía bien y comprendía eso.

– A mi entender, no era una gran revuelta -resopló-. ¡Huyeron del rey como caballos asustados! Si Northumberland se hubiera molestado, habría visto que era una amenaza mínima.

– Northumberland suele ser excesivamente cauto. Me hace pensar, Francis, en un gato que no se decide a saltar del árbol. -Ricardo volvió a encogerse de hombros y añadió sin convicción-: Pero hace menos de doce meses que lo liberaron de la Torre. Quizá necesite tiempo…

No se molestó en redondear la frase, y Francis tampoco se molestó en insistir. En realidad no le interesaba Northumberland, sino el hombre que antes ostentaba ese título.

– ¿Qué hay de Johnny Neville, Dickon? -preguntó pensativamente-. También él estaba en posición de actuar contra Fitz-Hugh. ¿Por qué no lo hizo?

Ricardo calló un rato.

– No lo sé -confesó al fin-. En julio mi hermano designó a Johnny para un tribunal de indagación en Lincolnshire y yo lo vi brevemente cuando estaba en Lincoln. Después regresó al norte y desde entonces no nos hemos comunicado.

Francis, que sentía gran afecto por Juan Neville, se aventuró a explorar cautamente lo que consideraba un tema delicado.

– Dickon, ¿cómo se lo tomó cuando el rey devolvió el título de Northumberland a Percy?

Ricardo se levantó, se acercó a la mesa.

– Al devolver a Percy el condado de Northumberland -murmuró, de espaldas a Francis-, mi hermano procuraba pacificar el norte. No ha olvidado la violencia que estalló en York el año pasado… Lo que comenzó como una protesta contra los diezmos del hospital de San Leonardo terminó con una turbamulta que apedreó a la guardia del ayuntamiento mientras aclamaba a Percy. Si eso ocurrió en York, Francis, donde simpatizan con los Neville… No, entiendo las razones de mi hermano el rey. Más aún, Johnny Neville goza de mi entera confianza. -Titubeó, se volvió hacia Francis, concluyó apresuradamente-: Pero ojalá no lo hubiera hecho, Francis. Ojalá no lo hubiera hecho.

Francis lamentó haber preguntado, y decidió cambiar de tema.

– Quiero comprar una yegua para mi hermana Joan mientras estoy aquí. Le prometí que le llevaría una bonita potranca de Yorkshire.

– Podríamos cabalgar hasta la abadía de Jervaulx para ver sus animales. Como es un día de cabalgada, no podría ir hasta el lunes próximo, pero si estás dispuesto a esperar, Francis, no encontrarás mejores caballos en ninguna parte. Crían los mejores de Wensleydale.

Esa salida resultaba muy atractiva para Francis.

– Y Middleham está sólo cuatro millas camino arriba -dijo con entusiasmo-. Ha jurado lealtad al rey, ¿verdad? Podríamos pernoctar allí en vez de con los monjes.

De inmediato notó que había cometido un error al mencionar Middleham, pues los ojos de Ricardo se oscurecieron tanto que no se distinguía si eran azules o grises, sólo que ardían con un dolor secreto. El momento pasó y Ricardo sonrió.

– Quién sabe -dijo de buen humor-, quizá en Jervaulx encuentres incluso una potranca que te gustaría regalarle a Anna.

Francis había estado a punto de mencionar el nombre que no le había oído decir a Ricardo desde que Warwick había huido a Francia, el nombre de la muchacha de catorce años que había tenido que acompañar a su padre en el exilio. La salida de Ricardo lo distrajo y el nombre que pasó por sus labios fue el de Anna Fitz-Hugh, no el de Ana Neville.

– Se ha decidido que Anna debe venir a vivir conmigo en Minster Lovell, el año próximo, una vez que haya cumplido los quince. Es una sensación rara, Dickon, tener una esposa que ni conozco… No tenemos nada que decirnos.

Abrieron la puerta, y ambos se volvieron, esperando ver a Thomas Parr, el escudero de Ricardo, o quizá a uno de los frailes agustinos con su túnica negra. El hombre que tenían delante era un desconocido que usaba el azul y morado de York.

– Mi señor de Gloucester… Con perdón de Vuestra Gracia, el hospitalero me indicó que viniera a veros cuando le dije que venía de parte de Su Gracia el rey. Milord, el rey desea veros de inmediato. Os aguarda en el convento de los franciscanos.

Ricardo se limitó a asentir en silencio. El hombre se retiró y al instante entró Thomas.

– He dado órdenes de ensillar a vuestro caballo, milord -anunció.

– Te esperaré, Dickon, si te parece bien.

Ricardo se volvió hacia Francis, asintió de nuevo, pero Francis pensó que no había oído sus palabras. Ricardo había palidecido visiblemente. Tenía la boca tensa, como preparándose para afrontar malas noticias. Antes de que Francis pudiera repetir la pregunta, Ricardo se marchó y él quedó a solas en la cámara silenciosa. Se sentó en la angosta cama y trató de convencerse de que el rey podía llamar a Ricardo a semejante hora por asuntos triviales, por algo que no fuera una catástrofe.

– Entra, Dickon. Tengo noticias. Parece que el muy cristiano país de Francia ha presenciado un milagro… Y sin duda pronto nos dirán que los ciegos veían y los cojos brincaban como ciervos.

– Se me ocurren pocos lugares menos aptos que Francia para recibir esa bendición -dijo Ricardo con incertidumbre, pues había un brillo duro en los ojos de su hermano y la befa sonaba a falsa-. ¿Qué ha sucedido, Ned?

– El gato está entre las palomas, hermanito. Lisbet me ha enviado un mensaje desde Westminster. Nuestra hermana Meg me ha enviado un recado desde Borgoña… Warwick se ha reconciliado con la ramera francesa.

Por primera vez en su vida, Ricardo supo qué significaba quedar mudo de asombro.

– No lo creo -dijo al fin.

– Créelo, Dickon -dijo Eduardo con un mohín-. Warwick y Margarita de Anjou se reunieron en Angers el 22 del mes pasado y allí descubrieron que tenían un interés en común: mi derrocamiento.

– Sí, y he aquí que el lobo y el cordero se alimentarán juntos -murmuró Will Hastings, pero a Ricardo esa nefasta alianza no le causaba ninguna gracia.

– Si se alía con Margarita de Anjou -dijo, aún incrédulo-, no habría tenido reparos en sellar un pacto con el mismísimo archidemonio del infierno. -Y añadió, a su pesar-: Que Dios se apiade de él, haber caído tan bajo…

Facilis descensus Averni -citó Eduardo, encogiéndose de hombros-. Fácil es el descenso al infierno.

– Cielos, Ned, su padre y su hermano murieron con los nuestros en Sandal -insistió Ricardo-. ¡A manos de los hombres de Margarita!

– Ya, y Warwick no se cansaba de tildar al hijo de bastardo. Pero el rey de Francia tiene una lengua meliflua y parece que los intereses personales han obtenido la victoria -dijo secamente Eduardo, y Ricardo volvió los ojos grises hacia él en tardía comprensión.

– Esto es obra del rey francés, ¿verdad?

– ¿De quién otro, Dickon? Warwick no tiene la imaginación necesaria… Si la tuviera, no habría respaldado a Jorge en sus aspiraciones al trono. En cuanto a la ramera francesa… -Eduardo rió forzadamente-. En verdad creo que odia a Warwick aún más que a mí.

– Y el exilio no la ha ablandado -intervino Will-. Tuvo a Warwick de hinojos un cuarto de hora antes de dignarse indultarlo.

– Me habría gustado ver eso -dijo amargamente Ricardo, y Eduardo le dirigió una sonrisa cómplice.

– A mí también, muchacho, a mí también.

– ¿Qué hay de Jorge? -preguntó Ricardo, y esta vez la risa de Eduardo no fue forzada.

– ¿Qué hay de él, en efecto? Warwick necesita a Jorge tanto como un castrado necesita a una mujer fogosa, y hasta Jorge debe comprender que ahora es como una ubre de toro, una curiosidad inservible.

Will rió, pero Ricardo fruncía el ceño, pues aún no daba crédito a la noticia.

– ¿Warwick espera devolver el trono a Enrique de Lancaster? -preguntó-. Dios Todopoderoso, Ned, Enrique está loco de remate y Warwick lo sabe.

– Si se atreven, soslayarán al viejo y coronarán al niño -predijo Will.

– ¿Aún no han desembarcado en Inglaterra y ya has coronado al niño? -bromeó Eduardo.

Reparando en su error, Will hizo una mueca y se recobró prontamente.

– Quisieran hacerlo… mas no lo harán.

– No, Will, no lo harán. Pero vaya si lo intentarán.

– No lo creo, Ned. Apuesto a que tendrán un entredicho antes de la primera helada… y nuestro primo Warwick habrá canjeado los restos de su honra por un puñado de telarañas y humo.

– Yo que tú no contaría con eso, Dickon.

– No puedo creer que esta condenada alianza pueda durar. Es un apareamiento tan antinatural como Roma y Cartago, como Esparta y Troya.

– Pareces olvidar, Dickon, que estamos lidiando con el Rey Araña. Luis comprendió, tal como tú, que para acoplar a perro y gato se requería más que un apetito común por la corona inglesa. -Eduardo hizo una pausa, meneó la cabeza-. No, ese hideputa puso una buena carnada en la trampa, y luego selló esta aciaga alianza con el sacramento del matrimonio. Realmente me gustaría saber cómo persuadió a Margarita de desposar a su precioso vástago con una hija de Warwick. -De nuevo sacudió la cabeza, intrigado-. Eso sí que es increíble.

– Sospecho que el hijo la convenció -le explicó Will a Ricardo-. Parece que estaba prendado de la muchacha y no era reacio a acostarse con ella, y menos cuando también le ofrecían una corona.

Mientras Will hablaba, hubo una súbita conmoción del otro lado de la mesa. Un escudero de la casa real se había movido sigilosamente entre ellos, llenando las copas de vino con un gruesa jarra de cristal. Pero, cuando se detuvo ante Ricardo, éste se giró súbitamente para mirar a su hermano, y el desdichado criado se encontró vertiendo vino en una copa que ya no estaba ahí.

El hombre miraba consternado el charco que se formaba entre los juncos del suelo, vio con mayor consternación que el vino había salpicado la manga de terciopelo azul del jubón del joven duque, y se dispuso a afrontar una reprimenda que no merecía pero de la que no esperaba escapar.

No hubo reprimenda sino un abrupto silencio, interrumpido por Will cuando fue evidente que nadie más pensaba hablar. La torpeza de Ricardo había sobresaltado a Will, pero sus buenos modales le impedían comentarlo. En cambio, hizo al escudero una señal discreta para que se retirase y reanudó la conversación como si nadie la hubiera interrumpido.

– Pero Margarita no es tonta. Aunque aprobó el compromiso, la boda no se celebrará hasta que Warwick sea dueño de Inglaterra. -Se rió de eso, y concluyó jovialmente-: Y él tiene tantas probabilidades de lograrlo como de conquistar la santa ciudad de Jerusalén.

Esperó una reacción, pronto vio que esperaba en vano. Ahora reparaba en tensiones que iban más allá de la conmoción que había provocado el acuerdo de Warwick con la reina lancasteriana. Renunció a todo intento de platicar, miró a Eduardo pidiendo una señal. Ésta no tardó en llegar.

– Will, quisiera hablar a solas con mi hermano -dijo el rey, y cuando Will cerró la puerta, se inclinó hacia Ricardo. Pero Ricardo rehuyó el contacto.

Eduardo, excepcionalmente, se había quedado sin palabras, y guardó silencio mientras Ricardo se acercaba a la ventana, donde se dedicó a destrabar los postigos.

Un aire frío invadió la cámara, haciendo chisporrotear las velas y anunciando una lluvia inminente. Eduardo maldijo entre dientes.

– Dickon, no sabía… Ni se me ocurrió que aún estuvieras prendado de la hija de Warwick. -Ricardo calló, y Eduardo se sorprendió a sí mismo al ponerse a la defensiva-: Después de todo, hace casi un año que no la ves… Tiempo de sobra para olvidar a una veintena de mujeres. A tu edad, sé que lo hubiera hecho… y lo hice.

Ricardo dio media vuelta.

– El año pasado, cuando prohibiste nuestro compromiso, te dije que sentía afecto por Ana, y respondiste que recapacitarías si mis sentimientos eran similares al cabo de un año. ¿Recuerdas tus palabras?

A Eduardo no le gustaban las acusaciones, directas o implícitas, y respondió con rústica franqueza.

– Las recuerdo. No parecía una gran promesa. Sólo tenías dieciséis años y pensé que tu enamoramiento pasaría con el tiempo.

Lamentó esa franqueza de inmediato, no había comprendido cuan desalmadas eran esas palabras hasta que las pronunció. Suspiró y lanzó otro juramento, sintiéndose desorientado. No estaba acostumbrado a identificarse tanto con el dolor de otro, y la sensación no le agradaba.

– Dickon -dijo al fin-, no sé qué decirte. Si tan sólo me hubieras comentado algo en estos meses, si hubiera sabido que aún sentías afecto por la muchacha, no habría permitido que te enterases así de su compromiso. Lo lamento profundamente, de veras. Pero no diré que lamento haber prohibido ese compromiso. No te mentiré sobre eso.

Ricardo asintió apenas, un gesto que no decía nada y que podía significar cualquier cosa.

– Maldición, Dickon, le estamos dando una importancia excesiva a este asunto. Como dijo Will, la boda no se celebrará hasta que Warwick haya conquistado Inglaterra. Si eso es verdad, tu prima nunca verá el alba del día en que deba desposar a un Lancaster. Te lo prometo, hermanito.

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