Capítulo 18

Westminster

Noviembre de 1470


El tiempo recrudeció a principios de noviembre. La nieve había empezado a caer el amanecer del viernes, Día de los Difuntos, y la ciudad estaba paralizada a la hora en que Isabel Woodville dio a luz a su hijo, pues una tormenta de inusitada ferocidad barría las calles, ahuyentando a todo el mundo, y encrespaba el helado Támesis, creando el temor de una inundación en la ribera baja, y obligando a todos los boteros, salvo los más temerarios, a buscar refugio en cantinas y posadas.

Alison, lady Scrope de Bolton Castle, regresaba a la cámara de Jerusalén de los aposentos del abad, que estaba dentro de la abadía benedictina de San Pedro, en Westminster. Era allí donde Isabel había obtenido asilo para ella y sus hijos.

Isabel había gozado de una bienvenida más cálida que la renuente admisión que se acordaba a los infelices de menor rango que iban a reclamar el tradicional derecho de asilo. Thomas Millyng, el lord abad, había recibido a la esposa del rey yorkista exiliado como si aún fuera la consorte de un monarca reinante, y le había cedido sus propios aposentos. Ella estaba mucho más cómoda que en otro lugar, pero Alison concedía que aun así era un gran descenso para una mujer habituada al esplendor de los palacios reales de Westminster, Eltham, Windsor y Shene.

Alison llevaba una humeante taza de té de hojas de frambuesa en una bandejilla de madera. No creía que Isabel necesitara sus conocidos beneficios terapéuticos. Alison había visto pocos partos tan fáciles como éste, y Marjory Cobb, la comadrona de Isabel, había coincidido.

Se detuvo en el umbral. Alison no sentía simpatía por la reina yorkista; había accedido a atenderla sólo para complacer al esposo de su amigo y vecino norteño, el conde de Warwick. Pero reconoció que ofrecían una escena cautivadora, la madre amamantando al bebé y la hija mayor, una precoz niña que aún no había cumplido cinco años, sentada al pie de la cama, mirándolos con gran interés.

Cómo caen los poderosos, pensó Alison con maliciosa satisfacción. La mujer que otrora sólo había comido en platos de oro debía conformar a su familia con media res y dos ovejas que les entregaba cada semana un carnicero yorkista y los cestos que la duquesa de York les enviaba como caridad.

El trance de Isabel no conmovía a Alison. Opinaba que Isabel debía agradecer que Warwick fuera un hombre honorable que no se avenía a vengarse en una mujer. ¿Acaso no había pedido personalmente que ella asistiera a Isabel durante su convalecencia? No, Alison opinaba que Warwick había tratado a Isabel con una piedad que ella no merecía y que no habría devuelto si la situación se hubiera invertido.

Alison y su esposo pensaban que su amigo había sido magnánimo durante el mes en que había ejercido el poder. No había cobrado deudas de sangre, no había intentado ajustar viejas cuentas. Claro que había devuelto la cancillería a su hermano, el arzobispo de York, sin dilación, pero había perdonado al hombre que había sido canciller hasta la caída de Eduardo, Robert Stillington, obispo de Bath y Wells. Para asombro de Alison, Warwick incluso había perdonado a un hermano menor de Isabel. Y Alison y su esposo sabían que el 26 de noviembre, cuando se reuniera el parlamento, Warwick sólo solicitaría dos órdenes de proscripción, para Eduardo de York y su hermano, Ricardo de Gloucester.

Isabel alzó la vista, y Alison pensó que una mujer que acababa de parir no tenía derecho a ser tan hermosa; era inquietante, antinatural. Los que hablaban del cabello áureo de Isabel no exageraban. Era exuberante, lustroso, de un purísimo color rubio argentado, y aun ahora, cuando pendía desaliñado sobre los pechos y los hombros, daba ganas de tocarlo, de comprobar si era tan suave y sedoso como parecía. Ese cutis perfecto podía tolerar el escrutinio más crítico; Alison, con cierta envidia, dudaba que Isabel hubiera tenido que lidiar con las manchas y pecas que tocaban en suerte a sus hermanas menos afortunadas. Tenía una boca carnosa, seria pero sensual en su reposo, y la frente ancha y alta tan alabada por juglares y poetas. Sólo el color de los ojos era insatisfactorio para la moda de esos días; el azul porcelana era el tono predilecto, y los ojos de Isabel, con sus gruesos párpados, eran de un verde gatuno.

Alison sabía que Isabel era treintañera y había pasado la flor de la juventud, pero tenía un cuerpo que cualquier hombre desearía y cualquier mujer envidiaría; y nadie que viera esos senos abultados y firmes pensaría que había dado a luz seis hijos. No por primera vez, Alison pensó que podía haber una pizca de verdad en las habladurías que sostenían que Isabel practicaba la magia negra.

Alison cerró la puerta suavemente, se acercó a la cama. Isabel observó en silencio; nunca se molestaba en trabar conversación, nunca interpelaba a Alison a menos que quisiera pedir algo específico.

Alison no había sido testigo de la reacción inicial de Isabel ante la aciaga noticia que llegó de Doncaster. Según los rumores, al principio se había negado a creerla, rechazaba tercamente todas las pruebas que le presentaban, y así siguió hasta que le entregaron una carta de advertencia garrapateada apresuradamente por su esposo. Se decía que había sufrido un ataque de histeria, un estallido emocional tan violento que todos habían temido por el bienestar del hijo que llevaba en el vientre. Sin embargo, se había recobrado rápidamente, pues había llevado a su refugio todas sus joyas y gran parte de su guardarropa.

Hacía una quincena que Alison iba al refugio, y en vano buscaba grietas en la altiva compostura que ocultaba al mundo los dolores o temores que atormentaban a Isabel en privado. Había que conceder que estaba a la altura de las circunstancias. Aunque lastimara su orgullo, Alison sabía que, de estar en el trance de Isabel, no se habría comportado tan bien como esa mujer que le gustaba tan poco.

– ¿Cómo está él? -se obligó a preguntar cortésmente. ¡Qué pena que ese hijo fuera varón! Cuánto más simple habría sido todo si ella hubiera parido otra hembra.

– Está durmiendo. -Isabel echó una ojeada a la cabecita apoyada en su pecho. Curvó las comisuras de la boca, como disfrutando en secreto de un placer demasiado dulce para compartirlo-. Decidme, lady Scrope, ¿no consideráis un presagio que mi hijo haya nacido aquí, en la cámara de Jerusalén? -Al ver que Alison no comprendía, sonrió-. ¿Acaso el primer rey lancasteriano no falleció en esta misma cámara? ¿No os asombra el contraste entre la muerte de un lancasteriano y el nacimiento de un yorkista?

Alison no pensaba dejarse liar en una ridícula discusión política.

– No sé nada sobre presagios, madame -dijo bruscamente-. La nodriza Cobb regresará en cuanto haya cenado. ¿Puedo serviros en algo?

– A decir verdad, sí. He pedido al abad Thomas que sea el padrino. -Isabel acariciaba la mejilla del niño dormido sin dejar de observar a Alison-. ¿Oficiaríais de madrina de mi hijo, lady Scrope?

Alison quedó tan perpleja que no pudo ocultarlo. Sabía que Isabel había reparado en su animadversión. Miró el pequeño bulto arrugado que Isabel sostenía, envuelto en pliegues de lino blanco. Tenía un mechón de cabello asombrosamente grueso, pero de color tan claro que a primera vista parecía calvo. Estaba despierto y sobaba con sus diminutos dedos rosados la carne cálida y blanda que estaba a su alcance.

– Sí… claro que sí -dijo Alison al fin, y Alison inclinó la cabeza, como si no hubiera nada extraordinario en el ofrecimiento ni en la aceptación.

– ¿Por qué yo no puedo ser madrina? -preguntó Bess.

– Eres demasiado pequeña, primor -respondió Isabel, y la niña hizo un puchero.

Alison bajó la mano para acariciar el cabello rubio de la chiquilla. Le había cobrado afecto a Bess, aunque hablaba sin cesar de su padre. Ella había sido la favorita y en este mundo extraño y estrecho que ahora ocupaba le costaba aceptar o entender esa ausencia.

Se inclinó para mirar a su hermano.

– ¿Papá aún me amará ahora que tiene un varón? -preguntó, con la franqueza propia de los niños.

Alison quedó conmovida.

– Sí, Bess -dijo Isabel impasiblemente-. Tú eres la primogénita y eso es algo especial.

– ¿Qué nombre le pondremos, mamá?

Isabel ladeó la vista hacia Alison.

– Será bautizado Eduardo… el príncipe Eduardo de Inglaterra. Y con el tiempo, Bess, tendrá el título de príncipe de Gales, como cuadra al heredero de la corona.

– Ese título pertenece, por derecho, al hijo de Su Gracia, el rey Enrique -dijo fríamente Alison.

Pero en un rincón oscuro de su mente, lamentaba que ella, lady Scrope de Bolton Castle, tuviera que proclamar futuro rey de Inglaterra al hijo bastardo de una francesa; y que por Warwick, a quien amaban, ella y su John tuvieran que aceptar a Lancaster, que detestaban.

– ¿El hijo de la ramera francesa? Él no es vástago de Enrique y todos lo saben. Pero aunque Dios Todopoderoso lo declarase hijo legítimo de Lancaster, importa poco. -Alzó al niño que se retorcía, sosteniéndolo mientras él empezaba a gemir-. He aquí al heredero de Inglaterra, mi hijo.

– Corréis gran riesgo al hablar así -advirtió Alison, mientras procuraba contener su temperamento-. El conde de Warwick no tomará represalias contra vos por vuestras palabras insolentes, pero cuidaos, madame. Cuando Margarita de Anjou esté de vuelta en Inglaterra, no tolerará esas impertinencias. Esa osadía os costará cara.

Isabel guió la boca del niño gemebundo hacia su pecho.

– Vos conocéis a mi esposo, lady Scrope. ¿Creéis que se conformará con quedarse en Borgoña mientras Warwick gobierna Inglaterra? ¿Mi esposo?

Se echó a reír y Alison pensó que esa risa era genuina, a menos que fuera una actriz consumada.

– Y cuando Eduardo esté de vuelta en Inglaterra, no tolerará impertinencias como la vuestra -dijo Isabel, repitiendo burlonamente las palabras de Alison, que se ruborizó.

Le costó un esfuerzo recordarse que esa mujer había dado a luz sólo horas antes, y también tuvo en cuenta la presencia inocente de la hija de Isabel, embelesada al oír el nombre de su padre.

Isabel se recostó en la almohada.

– Príncipe Eduardo de Inglaterra -insistió con desparpajo, y sonrió-. Y podéis repetirle a Warwick lo que dije… palabra por palabra.

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