Londres
Marzo de 1471
Paul's Cross, en la esquina noreste del patio de la catedral de San Pablo, era el más célebre de los pulpitos al aire libre de Londres. En Paul's Cross se leían bulas papales y edictos reales. Los desventurados que habían ofendido a la Santa Iglesia o habían infringido leyes seculares hacían penitencia ante el pulpito octogonal de madera. Los domingos al mediodía una numerosa multitud se congregaba en el patio para oír el sermón, que con frecuencia era de índole marcadamente política.
Ese domingo de Cuaresma no era la excepción. En septiembre un predicador franciscano, el doctor John Goddard, había proclamado allí a Enrique de Lancaster como el verdadero rey de Inglaterra, y ese helado día de marzo, seis meses después, de nuevo predicaba en Paul's Cross en nombre de la casa de Lancaster.
Era un orador consumado, con talento para la frase feliz y la metáfora memorable, y estaba habituado a acaparar la atención de los espectadores. Pero ese mediodía el público estaba inquieto, distraído, y él estaba tan irritado como desconcertado. En medio del sermón descubrió la atracción que competía con él, y se asombró de no haber reparado antes en esa mujer austeramente elegante, la madre de Eduardo de York. Era un orador demasiado experto para titubear, sin embargo, y al cabo de una pausa continuó con aplomo. Por su parte, la duquesa de York no parecía reparar en la conmoción que había causado, y escuchaba impasiblemente mientras el franciscano ponderaba la piedad y la gracia del buen rey Enrique.
Al otro lado del patio, lady Scrope conversaba en acalorados susurros con su esposo, sin dejar de mirar a la duquesa.
– Tenemos que hablarle, John -insistió-. Hace años que conocemos a Su Gracia. ¿Cómo podemos desairarla?
– No dije que debiéramos desairarla -respondió él con irritación-. Pero no entiendo por qué debemos acercarnos. Sería sumamente incómodo y no veo la necesidad. ¿Qué debo decirle? ¿Que espero que su hijo se pudra en Borgoña? Para colmo, su hija está con ella, y sabes que esa dama no me agrada.
Alison dejó de mirar a la esbelta duquesa de York para detenerse en su hija Elisa, duquesa de Suffolk, de proporciones más generosas.
– Es una cuestión de modales, John. Al menos merece eso.
Tras concluir el sermón, el doctor Goddard descendió por la escalera de piedra y Alison se distrajo. Cuando volvió a mirar a la duquesa de York, vio que un hombre corpulento se había abierto paso en la multitud para detenerse ante la madre y la hermana de Eduardo de York.
– Mira -susurró, codeando al marido-. John Howard no titubea en acercarse a Su Gracia.
– Es fácil para él -replicó John agriamente-. Siempre ha sido yorkista. Puede expresar que lamenta el infortunio de su hijo y decirlo en serio. Pero yo no soy hipócrita, Alison, y…
– John, pasa algo raro -interrumpió ella, y una mirada fue suficiente para demostrarle que así era.
Las duquesas de York y Suffolk se habían aproximado a lord Howard, y lo miraban con una atención que indicaba algo más que una conversación superficial. Incluso Jack, el hijo de ocho años de la duquesa de Suffolk, había interrumpido sus intentos de llamar a uno de los perros extraviados que rondaban el lugar y tironeaba de la manga de la madre, preocupado por su súbita inmovilidad.
Pero el friso se resquebrajó ante los ojos de Alison. Howard asintió vigorosamente, como confirmando algo, con más animación de la que Alison jamás había visto en ese rostro oscuro y saturnino. La duquesa de Suffolk se volvió hacia su madre y luego, riendo, se hincó de rodillas y estrechó a su inquieto hijo en un abrazo exultante. Entonces Alison tuvo su primera visión clara de Cecilia Neville. La duquesa de York le sonreía a Howard con una expresión tan radiante, tan encantadora, que Alison supo de inmediato lo que le habían dicho.
– Dios mío -jadeó, y se volvió hacia el marido. Notó que él también había adivinado el mensaje de Howard. Mientras se miraban, él asintió sombríamente.
– Se dice que el diablo pelea por York -declaró-. Sólo espero que Dios Todopoderoso acompañe a Warwick.
Jacquetta Woodville miró por encima del hombro, haciendo señales impacientes al criado que la seguía. El cesto que le colgaba del brazo contenía un gatito recién destetado, destinado a las nietas de Jacquetta. Isabel era un manojo de nervios después de seis meses de encierro con un bebé, dos niños traviesos y tres niñas activas, y Jacquetta esperaba que el minino les brindara una distracción.
No esperaba la escena que la recibió al entrar en los aposentos del abad Millyng. La señora Stidolf, nodriza de Cecilia -la hija menor de Isabel-, y encargada de los otros niños, no estaba por ningún lado. Cecilia, de dos años, estaba acurrucada en su cama de caballetes, llorando. Al ver a la abuela, corrió hacia ella, extendiendo una manita sucia que se oscurecía con una magulladura reciente. En la cuna del rincón, el bebé gemía atemorizado. Los otros niños, los dos nietos de Jacquetta y las hermanas de Cecilia, Bess, de cinco años, y Mary, de tres, estaban reunidas a la puerta del refectorio del abad, tan absortas en su vigilancia que aún no habían reparado en la presencia de Jacquetta.
– ¡Thomas!
Él se volvió de inmediato. Era un guapo mozo rubio de dieciséis años; era su nieto favorito y lo sabía.
– ¡Grand-mère!-¿Qué sucede aquí? ¿Dónde están la señora Stidolf y la nodriza Cobb?
Sin amilanarse ante su ceño fruncido, él se le acercó y le besó educadamente la mejilla.
La nodriza apareció en ese momento, cargando con un pesado cubo de madera, que agradecidamente entregó al sirviente de Jacquetta.
– ¡Encárgate del bebé! -rugió Jacquetta antes de que la mujer pudiera hablar, y luego, a su sirviente-: ¡Por amor de Dios, ten cuidado! ¡Ese cubo está salpicando los juncos!
– Tuve que ir a buscar agua para el baño del principito, madame. ¿Qué quería que hiciera, sin nadie que me eche una mano y…
Jacquetta ignoró a la comadrona y cogió el cesto justo cuando el gatito intentaba liberarse. Tratando en vano de zafarse de Cecilia, fulminó a Thomas con la mirada.
– ¿Así es como cuidas del pequeñín, Thomas?
Él gesticuló, señaló la puerta cerrada con la cabeza.
– El lord abad está con madame, nuestra madre. Ha traído un mensaje de… a que no lo adivinas… ¡la duquesa de York!
Jacquetta compartió su asombro: los mensajes de Cecilia Neville eran infrecuentes.
Los otros niños se habían agolpado a su alrededor, y cuando logró silenciarlos y restaurar una semblanza de orden, el abad salió del refectorio. Bess y Mary se peleaban por el minino, pero Thomas se dirigió a la puerta seguido por su hermano, y sólo una severa reprimenda de Jacquetta impidió que chocara con el abad.
Ignorando su mirada de reproche, ella pasó junto a Thomas y le cerró la puerta en la cara.
La habitación era amplia y luminosa; en la pared este había una capilla privada, para uso del abad. Allí estaba Isabel, delante del altar envuelto en terciopelo.
– Querida, ¿qué sucede? ¿Qué ha pasado?
Isabel meneó la cabeza. No se movió. A sus espaldas, un vitral de colores enjoyados derramaba la luz del sol en la habitación, y a Jacquetta le pareció que su hija había absorbido el fulgor del ventanal con los ojos; nunca los había visto tan verdes, tan luminosos.
– Nunca lo dudé -dijo Isabel, y se rió-. Ni cuando me dijeron que estaba muerto, ni cuando dijeron que nunca regresaría a Inglaterra. ¡Sabía que él no me fallaría!
Un aleteo blanco llamó la atención de Jacquetta; un trozo de papel había caído a los pies de su hija. Jacquetta se agachó, lo recogió, lo desplegó. No había fecha, salutación ni firma, sólo cinco palabras escritas con pulso firme en el centro de la página: «Eduardo ha desembarcado en Yorkshire».
El castillo de Warwick se hallaba setenta y cinco millas al noroeste de Londres, y se erguía a orillas del río Avon desde la época de la Conquista normanda. Ricardo Neville lo había heredado por intermedio de su esposa, Nan Beauchamp. Aunque sentía una preferencia personal por Middleham, en los páramos de Yorkshire, el castillo de Warwick había sido su residencia principal durante sus años en el poder, y allí aguardaba ahora las noticias del norte.
El conde de Warwick estaba solo en su gabinete, sentado ante un abarrotado escritorio. Estaba estampando su elegante firma en la última carta cuando entró su hermano, el arzobispo de York.
– Te esperaba antes, Jorge -dijo Warwick sin ni siquiera saludar, mientras el arzobispo despedía a su escolta y ahuyentaba a los afectuosos alanos.
Jorge Neville se desplomó en una silla, alejando al perro más insistente.
– Cielos, ¿no puedes ir a ninguna parte sin estos malditos perros?
Warwick se encogió de hombros y le mostró una carta sellada.
– Ésta sale esta noche para Francia.
– ¿Le has dicho a Luis que el intento de York falló, que Ned tuvo que buscar refugio poco después del desembarco?
Warwick asintió.
– Y sentirá gran alivio al enterarse, te lo aseguro. -Volvió a dejar la carta en la pila-. Ojalá también yo pudiera creerlo.
El arzobispo frunció el ceño.
– La noticia que llegó del norte era que Ned encontró una fuerte resistencia y tuvo que replegarse. Es creíble. Él no podía esperar una bienvenida amistosa en Yorkshire. No sé por qué decidió desembarcar allí. Pero así lo hizo, y ha caído en su propia trampa. Lo creo. ¿Por qué tú no, Dick?
– No estoy seguro. Quizá sea demasiado bueno para ser cierto. Quizá porque los rumores lo han dado por muerto una docena de veces en estos últimos seis meses. En ocasiones creo que tiene más vidas que seis gatos… Escapó de Johnny en Doncaster, escapó de la tormenta, escapó de los alemanes y escapó de nuestra flota al regresar a Inglaterra. Hemos bloqueado el Canal desde febrero, pero él logró escabullirse.
– Navegó en una de las peores borrascas en años, cuando ningún hombre en su sano juicio habría salido del puerto -dijo agriamente el arzobispo.
– Muy poco deportivo, coincido -ironizó Warwick-. Lo cierto, Jorge, es que él apostó a la tormenta y ganó… y yo sería un necio si creyera estos rumores sobre su caída sin tener pruebas. Nuestro primo no es hombre que debas subestimar. -Tocó de nuevo la carta-. Entre tanto, no veo motivos para no tranquilizar a nuestro aliado francés. Pero no te fíes de ello, Jorge. Yo no me fío.
– Aunque los rumores sobre el repliegue sean falsos -argumentó el arzobispo-, está en apuros. Con Johnny en Pontefract y Henry Percy en Topcliffe, está atrapado entre los dos, y Exeter y Oxford se aproximan a Newark. A lo sumo tiene mil quinientos hombres y se enfrenta a tres ejércitos. Es sólo cuestión de tiempo para que lo arrinconemos, si no lo hemos hecho ya.
– Así parece -convino Warwick. Pero no había convicción en su voz. Jorge Neville lo escrutó con mayor atención y no quedó conforme con lo que veía.
– Parece que no has dormido en una semana -lo regañó, y Warwick volvió a encogerse de hombros.
– Estoy cansado -concedió.
– ¿Has recibido noticias de tu esposa?
– Llegó una carta hace dos días.
– ¿Cómo está?
– Tan ansiosa de llegar a Inglaterra como Margarita de Anjou de permanecer en Francia. Hace siete meses que Nan y yo no nos vemos. La espera ha sido difícil para ella, como era previsible.
– Entiendo la impaciencia de la condesa. Hace meses que esperamos a Margarita y ella aún encuentra motivos para quedarse en Francia. ¿Qué mosca le ha picado?
– Es miope, lo concedo. Ella debería velar por sus intereses aquí. Sospecho que teme por su hijo, y no quiere ponerlo en peligro hasta que Ned deje de ser una amenaza.
– Ese muchacho será un problema -predijo lúgubremente el arzobispo-. No hay duda de que es hijo de su madre, sea quien fuere el padre.
Warwick sonrió adustamente.
– No he tenido mucha suerte con mis yernos, ¿verdad?
– ¿Has recibido noticias de Jorge?
Warwick sacudió la cabeza.
– Le estaba escribiendo cuando llegaste.
Recogió una pluma, la dejó.
– Es sumamente extraño -dijo al fin-. Hubo un tiempo, no hace mucho, en que me habría reído si me hubieran dicho que me las vería con Ned y Dickon en el campo de batalla.
– Eso parece más típico de Johnny que de ti -observó ponzoñosamente el arzobispo, y Warwick soltó una risa entrecortada.
– No temas -dijo fríamente-. No me dejaré ganar por la sensiblería. En todo caso, no sucederá así. Si Juan y Percy no los derrotan, lo harán Exeter y Oxford. No tienen adonde huir, y menos en Yorkshire.
– ¿Por qué crees que decidió desembarcar allí? En el norte no aman a York y Ned lo sabe. No es típico de él…
– ¿No?
– ¿A qué te refieres?
– Fortificamos toda la costa este, donde era más probable que él desembarcara… y si hubiera desembarcado allí, estaría atrapado. Pero no fortificamos el norte, y sospecho que apostó a eso. Ned tiene instinto de jugador, y siempre está dispuesto a arriesgarlo todo en una sola tirada de los dados.
– ¿Qué noticias has recibido de Johnny?
– Ninguna.
Se miraron, y ninguno quiso decir lo que ambos tenían en mente. El arzobispo fue el primero en quebrar esa muralla.
– En estos meses he visto poco a Johnny. Apuesto a que no ha estado dos veces en Londres desde el día de San Martín. Dick, ¿estás seguro de que es leal a Lancaster? Él sentía afecto por Ned y Dickon…
Warwick sacudió la cabeza.
– Johnny nunca fue leal a Lancaster, Jorge -murmuró-. Johnny es leal a mí… y a ti.
El arzobispo se sonrojó tímidamente, pero aceptó la reprimenda con donaire.
– Lo sé -concedió-. Sé que tenemos una deuda con Johnny después de Doncaster. También sé cuánto le costó. Si él tiene que ser el que ponga fin a esta temeraria empresa de Ned… bien, no lo envidio. Por su bien, espero que sea Percy.
Warwick calló, había vuelto a coger una pluma y miraba el papel en blanco.
– Y ahora supongo que debo escribirle a mi yerno de Clarence para anunciarle que sus hermanos están en Inglaterra. -Se echó a reír, y el arzobispo lo miró inquisitivamente-. Estaba pensando… Cuando Ricardo Corazón de León fue liberado de una prisión franca, el rey francés le envió una advertencia a Juan, el hermano de Ricardo, que sentía tanto afecto por Ricardo como Jorge por Ned. ¿Sabes qué le escribió?
– ¿Cómo podría saberlo? -preguntó el arzobispo con impaciencia.
– «El diablo está suelto» -respondió Warwick con una sonrisa tensa y fatigada. Mientras hablaba, trazaba círculos de tamaño decreciente sobre la página-. Parece una pérdida de tiempo escribirle a Jorge, ¿verdad? Sospecho que conoce el paradero de Ned mejor que nadie.