Capítulo 30

Castillo de Windsor

Abril de 1471


Martes 23 de abril, fiesta de San Jorge, santo patrón de Inglaterra. Eduardo había decidido celebrar el día en el castillo de Windsor, donde estaba acuartelado desde el viernes anterior, enviando órdenes de reclutamiento a quince condados en su afán de reunir nuevas tropas. El anochecer había oscurecido el cielo del ocaso con tanta rapidez como si fuera pleno invierno, y los lores yorkistas ya se congregaban en la cámara iluminada por velas y acuciada por las sombras.

Durante días habían discutido, tratando febrilmente de prever las maniobras de los lancasterianos. Los primeros informes decían que el ejercito lancasteriano se dirigía a Salisbury, que estaba camino a Londres. Pero pronto llegaron noticias contradictorias, y Eduardo las analizó y llegó a la conclusión de que el avance sobre Salisbury era una finta, una treta militar para ocultar el auténtico objetivo: Gales y los efectivos de Jasper Tudor, el medio hermano gales de Enrique de Lancaster.

Ya habían tomado la decisión; al día siguiente, los yorkistas marcharían al oeste. Para llegar a Gales tenían que vadear el río Severn, y sólo había tres cruces viables: Gloucester, Tewkesbury y Worcester. Eduardo quería interceptar a los lancasterianos antes de que llegaran a cualquiera de los tres.

Pidió vino y se volvió hacia John Howard.

– ¿Has tenido más noticias de tu hijo? -murmuró.

La boca severa se ablandó, casi sonrió.

– Sí, Vuestra Gracia. Está mejor, gracias a Dios.

– Los Howard sois una raza resistente -dijo Eduardo, complacido-. Estaba seguro de que tu Thomas sobreviviría para llegar a viejo.

Tiempo atrás Eduardo había aprendido un truco muy sencillo. Un buen modo de conquistar el afecto de los demás era aparentar atención, y él parecía atento a la respuesta. Pero aunque fijaba los ojos en el rostro de Howard, sus pensamientos estaban muy lejos, y en cuanto tuvo la oportunidad aprovechó para expresar la preocupación que lo carcomía.

– ¿Cómo está ese brazo, Dickon? ¿No será un estorbo mañana?

Ricardo no estaba sentado a la mesa con los demás. Se había instalado junto a la ventana, y bajo la luz evanescente miraba con el ceño fruncido el mapa desplegado sobre el asiento; estaba arrugado de tanto uso, y generosamente marcado con tinta. Alzó la vista.

– En absoluto -se apresuró a responder-. Es un fastidio, nada más.

– Dirías eso aunque tuvieras un hueso roto en seis partes o la sífilis -dijo la voz de Jorge desde las sombras, a espaldas de Eduardo.

Era una broma bienintencionada, una especie de cumplido, pero Ricardo no se sentía cómodo hablando de su herida; odiaba reconocer las dolencias físicas, un resabio de aquellos días de la infancia en que fiebres virulentas lo habían obligado a guardar cama, sometiéndolo a los desagradables cuidados de su nodriza, y a veces de su madre. Se apresuró a encauzar la conversación hacia un tema más grato.

– ¿Quién crees que estará al mando de Lancaster, Ned? ¿Somerset?

– Es lo más probable. Aunque si fuera por Margarita, creo que se pondría al mando ella misma. Nunca olvidó que la Doncella de Orleáns también era francesa. -Los hombres rieron, y Eduardo añadió, con una sonrisa despectiva-: Sólo temo que ella insista en proteger a su pichón con sus faldas y deje todo en manos de Somerset.

– No te preocupes, Ned -comentó Jorge para tranquilizarlo-. Conozco a su cachorro, ¿recuerdas? Descubrí que era un mocoso insufriblemente impertinente, pero no era ningún cobarde. Luchará contra nosotros. Apuesto a que se muere de ganas.

– Ojalá tengas razón, Jorge. -Eduardo tamborileó en la mesa con la pluma, aplicando distraídamente tanta presión que la pluma se partió. La arrojó a un lado-. Will, quiero que vuelvas a tomar la retaguardia, como en Barnet.

Will procuró fingir indiferencia, no lo consiguió. La semana pasada había estado inquieto, preguntándose si Eduardo volvería a confiarle un mando después del desastre que su ala izquierda había sufrido en Barnet.

Eduardo se dirigió a todos los presentes.

– Confío en que ahora todos coincidimos sobre quién debe tomar la vanguardia.

Will sonrió de mala gana, saludó a Ricardo con la copa de vino. Nadie hizo comentarios; John Howard parecía estar de acuerdo, Anthony Woodville amargamente resignado. Jorge se atuvo a una manifiesta neutralidad. Sólo Ricardo habló.

– No nos apresuremos. Antes de Barnet yo era tan inocente como para creer que me hacías un honor. Ahora soy más sabio.

Eduardo rió.

– Sin duda estás creciendo, hermanito. -Empujó un cuenco de fruta hacia el-. Está decidido, pues. Yo tomaré el centro, Will volverá a tomar la retaguardia. Y la vanguardia va para Gloucester… A menos que realmente quieras, Dickon, que ceda el mando a otro.

– ¡Sobre mi cadáver!

Eduardo sonrió, mordió un higo.

– Una expresión poco feliz, Dickon. Y ya que tocamos el tema, hagamos una distinción entre la valentía y la temeridad. Por lo que he oído, confundiste ambas cosas en Barnet. La próxima vez, un poco menos de arrojo y un poco más de discreción, por favor.

Will no oyó la respuesta de Ricardo, sólo la carcajada que siguió. Bajó la mirada, para no afrontar los ojos de Eduardo. Aunque hacía años que era un experto en ocultar sus emociones, sabía que Eduardo era sumamente perspicaz y Will no quería que Eduardo supiera cuánto envidiaba a su hermano.

Eduardo estaba orgulloso del comportamiento de Ricardo en Barnet. Y con razón, debía concederlo. Pero hacía nueve días que escuchaba las alabanzas incesantes de Eduardo y se estaba hartando de ellas.

Will quería creer que siempre era sincero consigo mismo, aunque no siempre con los demás. Concedía, pues, que su ofuscación se debía en parte a su deslucido comportamiento en Barnet. Eduardo no le había reprochado que no hubiera podido contener a sus hombres. Sólo hablaba sin cesar de Ricardo, que los había contenido.

Will miró inexpresivamente a Ricardo. Nunca había analizado sus sentimientos por Ricardo, ni siquiera lo había intentado hasta ahora. Admiraba la valentía del muchacho, le divertía su humor sarcástico, respetaba su apasionada lealtad hacia los que amaba. Pero tenían poco en común al margen de la devoción por Eduardo, y Ricardo era demasiado apasionado, demasiado carente de sutileza para que Will lo hubiera escogido como amigo si no los hubieran unido las circunstancias y la necesidad.

Will se enorgullecía de su distanciamiento, su capacidad para encarar cualquier acontecimiento, por personal que fuera, con objetividad. Era un rasgo que Eduardo valoraba, y compartía hasta cierto punto. Pues aunque tenía fama de dejarse dominar por sus pasiones, Eduardo era un hombre mucho más frío y controlado de lo que la gente creía. Hacía más de diez años que Will lo conocía íntimamente, y aunque muchas veces lo había visto furioso, el rey siempre dominaba su temperamento, a tal punto que podía contar sus estallidos con los dedos de una mano. Eduardo prefería que otros lo considerasen impetuoso, espontáneo, fácil de arrastrar por corrientes superficiales de pasión, piedad, orgullo. Will sabía que no era así.

Ricardo, en cambio, era impulsado por la emoción; no había nada objetivo ni analítico en los ojos oscuros con que escrutaba el mundo, y no habría visto ninguna virtud en esas cualidades si Will le hubiera mencionado el tema. Pero el hermano menor de Eduardo le resultaba agradable a pesar de sus diferencias, y en el último año había desarrollado cierto afecto por el muchacho. Ese afecto aún sobrevivía, pero despojado de vitalidad después de estrellarse contra la envidia nacida en Barnet.

– ¿Cómo se llama ella, Will? -La voz de Eduardo cortó tan abruptamente sus devaneos que se sobresaltó, recobró la compostura con dificultad.

– ¿Quién? -preguntó distraídamente, y Eduardo rió.

– Eso te pregunté, Will. Si no es una mujer la que tanto absorbe tus pensamientos, ¿de qué se trata?

Will sonrió, meneó la cabeza.

– ¿Y crees que cometería la tontería de revelarte el nombre? Quizá no pueda proteger mi bosque de los cazadores furtivos, pero no seré yo quien los conduzca hasta el venado.

Jorge estaba de pie detrás de la silla de Eduardo. Se aproximó al oír las risas, pues había aguardado un momento así, pensando que su hermano estaría dispuesto a escuchar su solicitud.

– Ned, ¿has pensado en el destino de las tierras de los Neville?

– Bien, sus fincas de Cumbria y Yorkshire pasarán a la corona… Siempre que ganemos, Jorge.

Will detectó un destello irónico en los ojos de Eduardo, y se preguntó si Jorge también lo habría visto. Parecía que no, a juzgar por su siguiente pregunta.

– ¿Qué hay del castillo de Warwick?

Eduardo arqueó la boca en un gesto burlón, pero Ricardo habló primero.

– El castillo forma parte de la herencia de la condesa de Warwick, así que regresa a su poder a la muerte de su esposo. El traidor fue Warwick, no ella. Como una esposa debe obediencia a su marido, no se la puede juzgar responsable por los crímenes de él. Sin duda sabes eso, Jorge.

Will miró a Ricardo con interés y cierto asombro. Ricardo había hablado con frialdad, y no miraba a Jorge con agrado. Jorge lo notó, y dijo con empecinamiento:

– Mi suegra no necesita que la defiendas, Dickon.

– Espero que no.

Eduardo había seguido este diálogo con creciente hilaridad.

– Dickon tiene razón, Jorge -se limitó a decir-. El castillo de Warwick es propiedad legítima de la condesa y no será confiscado.

Miró de soslayo a Ricardo con una sonrisa picara que sólo Will detectó.

– Además, Jorge, aun si las tierras de Beauchamp pertenecientes a la condesa estuvieran sujetas a confiscación, ¿no olvidas que tu cuñada, Ana Neville, es la legítima heredera de la mitad de ellas?

Jorge dio un respingo y rió brevemente.

– ¿Y tú olvidas, Ned, que Ana Neville es esposa de Lancaster? ¿O acaso esperas que él las reclame en nombre de ella?

Eduardo sonrió, se encogió de hombros.

– Eso me recuerda que quiero que se impartan órdenes para velar por la seguridad de Ana Neville una vez que hayamos sometido a Lancaster. Quiero que se tomen precauciones especiales. No toleraré que la traten mal, so pena de mi gran disgusto.

Jorge quedó gratamente sorprendido.

– Es muy decente de tu parte, Ned, y tranquilizará mucho a mi Isabel.

– Descuida, hermano Jorge. -Eduardo se volvió en el asiento para enfrentar a Ricardo-. Si lo olvido en los días venideros, ¿me harás el favor de recordarme a la muchacha Neville, Dickon? -preguntó solícitamente, y lanzó una risotada ante la mirada fulminante de su hermano.

Will observaba intrigado. No entendía el sentido de estas chanzas, pero sin duda significaban algo. Estudió a los tres hermanos sin llegar a ninguna conclusión. Era evidente que Eduardo se divertía, y que Ricardo no; parecía distante e irritado. Jorge fruncía el ceño con perplejidad. Will volvió a estudiar a Eduardo y se resignó a su curiosidad insatisfecha. Al parecer, éste era otro asunto personal que Eduardo compartía sólo con Ricardo. Sintió celos, y el ácido de la bilis en la boca. Ignoró ese gusto con un esfuerzo de voluntad y se volvió hacia Ricardo con resuelta bonhomía.

– Te criaste con la hija de Warwick, ¿verdad, Dickon? ¿En Middleham?

Era la pregunta más inocua que se le había ocurrido y parecía ideal para comunicar un interés cordial. Pero vio de inmediato que sus buenas intenciones no habían rendido fruto. Su pregunta resultó inexplicablemente divertida para Eduardo, e inexplicablemente irritante para Ricardo, que sin embargo respondió cortésmente que sí, que había estado en Middleham con Ana Neville.

Will cayó en la cuenta. No sabía por qué, pero el tema de la hija de Warwick parecía delicado. Le hizo otra pregunta, esta vez relativa a la campaña inminente, y Ricardo se apresuró a contestar con tal entusiasmo que Will comprendió que su sospecha era acertada: a Ricardo le incomodaba hablar de Ana Neville.

Estaba especulando sobre ello cuando posó los ojos en Jorge. Jorge miraba a su hermano menor con tal concentración que Will se puso a estudiar a Jorge.

Jorge aún fijaba la vista en Ricardo. Tenía los ojos más atractivos que Will había visto, un singular matiz del verde azulado más puro, con pestañas doradas que una mujer envidiaría. Estaban midiendo a Ricardo con extraña intensidad, con una fijeza alerta que evocaba a un gato oliendo una presa que no veía.

Will miró a Ricardo, que le señalaba a John Howard un cruce del Severn, sin reparar en el intenso escrutinio de su hermano. Pero Will vio que Eduardo era más observador que Ricardo. Eduardo también observaba a Jorge, y Will notó de inmediato que Eduardo le llevaba ventaja, pues él comprendía la índole de las sospechas de Jorge. Will no dudaba de ello. Eduardo ya no parecía divertirse y estudiaba a Jorge con ojos muy claros y fríos.

– ¿Ned? -Anthony Woodville habló por primera vez desde que se había iniciado el consejo; era muy discreto en presencia de Eduardo desde que habían reñido once días atrás en el castillo de Baynard-. ¿Qué piensas hacer con la francesa? Siempre, claro está, que derrotemos a Lancaster.

– Arrancarle los colmillos -masculló Eduardo-. Tengo una deuda con esa dama, Anthony, desde hace largo tiempo.

Ahora todos lo miraban.

– Por Dios, se ha derramado mucha sangre en nombre de ella, suficiente para enrojecer el Trent desde Nottingham hasta el mar -intervino John Howard, y más de uno de ellos asintió con hosca aprobación.

– ¿La mandarías al tajo, Ned? -preguntó Jorge, más curioso que vengativo.

– ¿A una mujer? ¡Santo Dios, Jorge! -rezongó Ricardo, y Jorge se volvió hacia él con una hostilidad que parecía excesiva, a pesar del tono impaciente de Ricardo.

– No hablaba contigo, hermano -dijo, tan incisivamente que Ricardo lo miró sorprendido.

– Él tiene razón, Jorge -terció Eduardo con voz mesurada y neutra, sin regañarlo-. No enviaría a una mujer al tajo. Ni siquiera a Margarita de Anjou. -Los miró a todos con una sonrisa totalmente despojada de humor-. Y creo que con el tiempo ella lamentará que yo no lo haya hecho.

Загрузка...