Capítulo 28

Abadía de Cerne

Abril de 1471


Domingo de Pascua. Se celebraba una gran misa en la catedral de San Pablo. La ceremonia fue abruptamente interrumpida por el regreso triunfal de los lores yorkistas y, mientras la grey observaba solemnemente, Eduardo atravesó la nave para depositar un estandarte ensangrentado en el altar. El arzobispo de Canterbury, que ese día había perdido a dos parientes en Barnet Heath, reanudó la misa pascual, dando gracias a Dios en nombre de York.


Domingo de Pascua. La condesa de Warwick desembarcó en Portsmouth. Allí abordó una nave para Weymouth, donde debía aguardar la llegada de Margarita de Anjou, el príncipe Eduardo y sus hijas. Su nave recaló brevemente en Southampton, donde le informaron sobre la batalla que se había librado al amanecer en Barnet Heath. De inmediato abandonó su plan de seguir viaje a Weymouth y en cambio se dirigió a la abadía de Beaulieu, en el cercano New Forest. Allí, pidió y obtuvo asilo dentro de los muros del monasterio cisterciense.


Domingo de Pascua. Tras demorar el cruce del Canal a causa de una tormenta, Margarita de Anjou llegó a Weymouth, poniendo fin a siete años de exilio en Francia. La acompañaban su hijo Eduardo, su nuera Ana Neville e Isabel, hermana de Ana.

También la acompañaban tres hombres que compartían el nombre de pila y nada más. El doctor John Morton, el más astuto y fiable de sus consejeros políticos, un hombre que, como Jorge Neville, usaba hábitos de sacerdote y abrigaba ambiciones totalmente seculares; con el beneplácito de Margarita, aspiraba a ser nombrado lord canciller de Inglaterra tras la derrota de York. John Beaufort, hermano menor de Edmundo, duque de Somerset, un joven veinteañero cuya lealtad a Lancaster nunca había flaqueado. Y John, lord Wenlock, soldado y diplomático que en una u otra ocasión había jurado lealtad a Lancaster, a York y al conde de Warwick.

El día siguiente, lunes 15, se desplazaron tierra adentro hacia la abadía benedictina de Cerne. A media tarde, el duque de Somerset y el conde de Devon llegaron a la abadía y, por intermedio de Edmundo Beaufort, duque de Somerset, Margarita supo lo que había ocurrido en Barnet.


Nadie había previsto que la muerte de Warwick conmocionaría tanto a Margarita. Miró atónita a Somerset, los ojos negros desencajados en un rostro descolorido, y cuando la condesa de Vaux le puso un rosario de marfil en la mano, lo aferró con tanta fuerza que las cuentas se desprendieron y se derramaron en las baldosas. Para los inquietos espectadores, fue un episodio ominoso.

Margarita no reparó en el rosario desparramado. Warwick había sido su enemigo jurado y mortal. Lo había odiado, había desconfiado de él, lo había necesitado. Pues sólo a través de Warwick pudo obtener la ayuda que el rey de Francia le había negado tanto tiempo. Había aceptado la alianza con Warwick impulsada por la desesperación, las ambiciones de su hijo y la persuasiva insistencia del monarca francés. Se había reconciliado con el hombre que más aborrecía, se había avenido a creer, como él, que Warwick tenía el destino en sus manos. ¿Acaso toda su vida no había hecho lo que otros hombres no osarían? El más poderoso de los poderosos Neville, el Hacerreyes. No se había permitido creer que él pudiera fracasar.

Todos la observaban: Somerset y Devon, la condesa de Vaux, el doctor Morton, el abad Bemyster. Somerset la interpeló, pero ella no le prestó atención. ¿Qué más podía decirle después de haberle hablado de Barnet Heath? Se paseó de aquí para allá, se detuvo ante el reclinatorio. Otrora se había arrodillado en asientos forrados de satén blanco, tachonados de joyas. Éste era un rústico reclinatorio monacal, casi un banco. Se arrodilló, apoyó la frente en las manos entrelazadas, pero no rezó.

No supo cuánto tiempo permaneció de hinojos. Al cabo de una pausa eterna, oyó pasos que se le acercaban con la energía de la juventud, oyó la voz que más amaba.

¿Maman?

Se volvió hacia su hijo. Él le asió la mano, la ayudó a levantarse. Ella se apoyó en él, en el círculo de sus brazos.

– Édouard… ¿lo sabes?

Oui, maman. -El príncipe Eduardo señaló con la cabeza-. Somerset me lo contó.

Cuando Margarita se agitaba, su inglés muy acentuado tendía a fragmentarse, a desbarrancarse en un incomprensible farfulleo gálico.

Así sucedía ahora, y pasó abruptamente a su lengua nativa, se puso a hablar aceleradamente, sin detenerse para recobrar el aliento. Ese francés rápido y coloquial resultaba difícil de seguir para Somerset y Devon, pero comprendieron lo suficiente como para intercambiar miradas de consternación.

John Morton, que además de clérigo era un cortesano consumado, se alarmó al extremo de atentar gravemente contra la etiqueta.

– Madame -barbotó, acercándose-, no podéis pensar seriamente en regresar a Francia. Os imploro, aseguradnos que hemos entendido mal…

La sorpresa de ella fue tan manifiesta como su disgusto.

– No habéis entendido mal.

Somerset estaba azorado, al igual que Devon. Pronto sumaron sus voces a la de Morton. Protestaron, debatieron, exhortaron, todo en vano. Margarita hizo oídos sordos a sus súplicas, les dio una respuesta monosilábica y renuente. Estaba decidida. Regresaría a Francia con la próxima marea. No arriesgaría la vida de su hijo ahora que Warwick había muerto. No había nada que valiera ese precio. Nada, repitió, con voz glacial.

Para esos hombres moría un sueño, e insistieron hasta hacerle perder la paciencia.

– Habéis dicho suficiente, señores -rugió-. Zarparemos para Francia, y no quiero oír una palabra más.

Su hijo había escuchado en silencio, hasta ahora.

– No, maman.

Ella se volvió para encararlo mientras Somerset, Morton y Devon observaban, tensos de súbita esperanza.

– ¿Édouard?

– No estoy dispuesto a huir, a cederle la victoria a York. Si no aprovechamos esta oportunidad, nunca se repetirá. Me apena disentir en esto, maman. Pero no pasaré el resto de mis días en el exilio mientras un usurpador ocupa el trono que me pertenece por derecho.

Ella asintió lentamente.

– En efecto, la corona es tuya, Édouard, hijo mío… una vez que muera tu padre.

La reprimenda lo silenció momentáneamente. Con frecuencia hablaba del sufrimiento de su padre, y juraba vengar su cautiverio, como correspondía. Pero lo cierto es que había largos periodos en que se olvidaba por completo de Enrique de Lancaster. Los recuerdos de su padre, nunca vividos, se habían enturbiado con los años, y además eran oscuramente desagradables. Tanto los recuerdos como las emociones que despertaban permanecían inexplorados, nunca habían sido expuestos a la luz. Por instinto, él lo prefería así, y sospechaba que su madre también. Su madre debía estar muy preocupada por él, de lo contrario no habría usado así el nombre del padre.

Aprovechando el titubeo de su hijo, ella cubrió el espacio que los separaba. Le cogió la mano, le estrujó los dedos en una caricia persuasiva, y los presentes vieron que su sonrisa no había perdido su encanto durante sus años de exilio.

– No te pido que renuncies a nada, bien-aimé. Sólo te pido que aguardes tiempos más favorables… sólo eso.

– Si nos vamos de Inglaterra ahora, perdemos todo -declaró él-. Esta oportunidad no se repetirá.

– Édouard, no lo entiendes. No comprendes lo que arriesgamos…

– Comprendo lo que está en juego. La corona de Inglaterra.

Ella le aferró los hombros como si quisiera sacudirlo. Pero no lo hizo, y tras varios jadeos entrecortados, dejó caer los brazos.

– Édouard, amor mío, escúchame -apremió-. No conoces a tu enemigo. Eduardo de York es un soldado curtido, un hombre implacable que nunca fue derrotado en el campo de batalla.

Somerset y Devon se pusieron rígidos, pues la implicación era obvia, pero ella no tenía tiempo para preocuparse por sus remilgos.

– York juró que teníamos una deuda de sangre después de Sandal y, aunque miente con la facilidad con que otros hombres respiran, esta vez se propone cumplir su palabra. Ha esperado diez años para ello. Si perdemos, no tendrá piedad contigo.

Había cometido un error, y lo comprendió, pero demasiado tarde.

– No pido la piedad de York -protestó él-. ¡Sólo pido ver su cabeza en la Drawbridge Gate de Londres, y a fe que así será!

– Bien dicho, Vuestra Gracia -intervino Devon, mientras Somerset y Morton guardaban un prudente silencio, no queriendo irritar más a la reina sin necesidad, sabiendo que se saldrían con la suya, que el príncipe prevalecería.

Margarita también lo sabía. Fue evidente en sus siguientes palabras.

– ¿Y si insisto, Édouard? -Y el hecho mismo de que necesitara preguntarlo era una concesión de derrota.

– No insistas, maman -murmuró Eduardo.

El silencio que siguió fue incómodo, aun para los exultantes hombres. Devon había descubierto una jarra de vino y copas en el aparador. Se arrodilló ante el príncipe Eduardo sosteniendo una copa desbordante.

– Me honraría beber a vuestra salud, alteza.

Eduardo aceptó la copa, le sonrió. Había admiración en los ojos de Devon; Somerset y Morton también lo miraban con aprobación. Sólo las mórbidas aprensiones de su madre enturbiaban el placer de ese momento. Él le dedicó una mirada de afectuosa impaciencia, pensando que pronto volvería a sus cabales. Su madre no era presa de los temores y fantasías tontas que consideraba comunes a la mayoría de las personas de su sexo. No en vano los yorkistas la llamaban «Capitán Margarita», la mujer que había aplastado a Warwick en San Albano con un imaginativo ataque lateral que ella misma había concebido. Las mujeres no debían asumir los deberes y prerrogativas de los hombres, pero su madre no era una mujer cualquiera. Era Margarita de Anjou, y él sentía orgullo al mirarla. Aun ahora, cuando era tan insensata, cuando le raqueaba el ánimo.

Le estampó un beso conciliador en la mejilla tensa.

– Sé que no esperabas la derrota de Warwick. Pero si recapacitas, maman, verás cuan poco hemos perdido con la muerte del conde. -Volvió los ojos hacia Somerset-. ¿Qué decís, milord Somerset? Vos perdisteis a vuestro padre y vuestro hermano a manos de los Neville. ¿Acaso podéis decirle a madame mi madre, con sinceridad, que lamentáis la muerte de Warwick o Montagu?

Somerset sacudió la cabeza.

– No, Vuestra Gracia. No lloro por Warwick -dijo secamente.

Eduardo se volvió hacia su madre.

– Cuando mi señor padre fue capturado por York, Warwick lo paseó por las calles de Londres para que fuera objeto de las befas de la chusma. Warwick le sujetó los pies a los estribos como si fuera un malhechor de la peor ralea… cuando era un rey ungido. Warwick osó mancillar tu nombre y mi heredad, Warwick puso la corona de Lancaster en la testa de York.

– Sabes bien que no lo he olvidado -dijo Margarita con cierta aspereza.

Sin amilanarse, él le dedicó su sonrisa más seductora.

– Estamos entre amigos, podemos hablar sin tapujos. ¿Y si York hubiera muerto en Barnet? Aún tendríamos que lidiar con Warwick. Sabíamos que le llegaría el momento de rendir cuentas; tenía mucho por qué responder. Pero con York muerto y Warwick bien montado en la silla… bien, no habría sido tan fácil bajarlo del caballo. -Sonrió-. De veras, maman, hasta podemos decir que York nos hizo un favor en Barnet.

Devon rió.

– Su Gracia tiene razón, madame. Los hombres acudirán en tropel a vuestro estandarte, hombres que se negarían a pelear por un traidor como Warwick.

– Mi príncipe -dijo Somerset, con tono de advertencia, pues sólo él había reparado en la joven que aguardaba en el umbral. No sabía cuánto tiempo había estado escuchando. Pero sin duda había oído palabras que no estaban destinadas a ella. Él había adivinado su identidad de inmediato, y no necesitaba que le dijeran que era la hija de Warwick, que estaba casada con su príncipe.

Estaba rígida, en una postura antinatural; el cuerpo esbelto estaba tieso. Su mirada era turbia. Por un instante posó los ojos en Somerset, pero él supo que no lo veía. Había afrontado esa mirada muchas veces y sabía reconocerla. Hombres mutilados en combate le habían clavado esos ojos intensos y desconcertados en el instante en que cobraban consciencia de la amputación.

Pensó en acercársele, pero se contuvo. Después de todo, no era él quien debía ofrecerle consuelo; eso correspondía a Margarita y al príncipe Eduardo, aunque ni su reina ni su príncipe parecían dispuestos. Somerset titubeó. ¿Por qué arriesgarse a la ira de la realeza por un erróneo momento de piedad? Pero la muchacha se había puesto a temblar. Se tambaleó, buscó apoyo en la jamba de la puerta. Somerset juró entre dientes, se le acercó.

– Será mejor que os sentéis, milady -dijo bruscamente, y le aferró el codo, la condujo hacia el asiento más cercano. Ella no se resistió, se le apoyó en el brazo. Ni siquiera parecía reparar en su asistencia, pero alzó la vista cuando él se enderezó y retrocedió.

– Gracias -susurró.

Desorientado, Somerset miró de reojo a Margarita y su hijo. Observaban atentamente, pero lo miraban a él, no a Ana Neville. Se enfureció, con ellos por su cruel indiferencia, y consigo mismo por su renuencia a cumplir un sencillo acto de amabilidad. Abrió la boca, dispuesto a decir palabras que lo dejarían mal parado.

– ¿Ana? Hermana, ¿qué te sucede?

Somerset se giró, agradecido de delegar una responsabilidad ingrata en alguien más capacitado para ejercerla. La hija mayor de Warwick se inclinó sobre su hermana. Notó que la muchacha más joven tragaba saliva, y oyó su tartamudeo de respuesta y el resuello de Isabel Neville.

Isabel se volvió para encarar a los demás.

– Madame, ¿qué dice mi hermana? ¡No puede ser cierto!

Margarita se había sentado en la silla de respaldo alto del abad. Ante la pregunta, se volvió hacia Isabel.

– Ayer por la mañana se libró una batalla cerca de una aldea llamada Barnet -respondió-. York triunfó. Tu padre y tu tío murieron en la contienda.

Somerset frunció el ceño; aunque amaba a su reina, lamentó que no hubiera hallado palabras más suaves. Oyó a sus espaldas el gemido estrangulado de Ana Neville. Santo Dios, pensó, ella no sabía lo de Montagu. Isabel Neville, en cambio, no emitió ningún sonido. Le daba la espalda a Somerset, pero él vio que encorvaba los hombros, que su cuerpo se estremecía.

– ¿Qué hay de mi esposo?

Somerset se sobresaltó. Había pensado en la muchacha como la hija de Warwick, y casi se había olvidado de que era esposa de Clarence. Pensó que ella habría hecho mejor en no recordárselo.

– ¿Tu esposo? -repitió Margarita, en un tono que habría amilanado a un espíritu más indómito que el de Isabel Neville.

Pero al instante Somerset entendió que la muchacha lo había interpretado mal, pues exclamó:

– ¡Santa Madre de Dios! ¡También ha muerto!

– No. -Margarita se inclinó hacia delante-. No ha muerto. No derroches lágrimas por Clarence. Sospecho que a él le va bien, como suele ocurrir con los hombres de su calaña. Clarence será tonto, pero hasta ahora ha sido un tonto bastante afortunado. Será mejor que llores por ti misma, lady Isabel.

A Somerset le desagradó el comentario, pero Isabel sólo entendió que su esposo estaba con vida.

– ¿Dónde está él, madame? ¿Se reunirá con nosotros…? -Dejó morir la frase. El instinto la alertaba sobre un peligro desconocido-. ¿Está herido?

– No, tu esposo salió indemne de la batalla. Ni siquiera un rasguño.

Esas palabras debían haberla tranquilizado, pero sólo sirvieron para asustarla. Isabel esperó, atónita, que le asestaran el golpe.

– Nos traicionó. -Margarita escupió las palabras, vio la reacción de Isabel. Al comprobar que la conmoción de la muchacha no era fingida, se relajó un poco, dijo con desdén-: En cuanto tuvo la oportunidad, se pasó al bando de York. Abandonó a tu padre… y también a ti, al parecer.

– La traición ya es un hábito para Clarence -observó el príncipe Eduardo, y Margarita apartó los ojos del rostro demudado de Isabel, miró a su hijo.

– Y apuesto a que no pensó en la esposa que podría pagar el precio de su ruindad.

Somerset no interpretó que ella se propusiera responsabilizar a Isabel Neville de los pecados del esposo. Margarita era impulsiva pero no tonta. Nunca daría a York un arma tan potente como la acusación de que Lancaster había maltratado a la hija de Warwick. Más aún, la muchacha sería un rehén dudoso, en el mejor de los casos; Clarence sólo cambiaba de bando cuando corría peligro su propio pellejo. Pero al mirar a la intimidada Isabel, comprendió que ella tomaba en serio la amenaza implícita de Margarita.

Ana Neville se puso de pie, tan rápidamente que tropezó con sus faldas.

– Madame, Isabel es mi hermana -dijo resueltamente.

Somerset sabía que eso significaba muy poco. Sospechaba que Ana también lo sabía. Veía el temblor de esos pequeños puños que se apretaban contra los pliegues de la falda con reveladora intensidad.

Isabel Neville también pareció entender que necesitaba un protector más poderoso que su hermana, y miró a su cuñado.

– Un príncipe de Lancaster no se vengaría en una mujer -declaró, en una apelación que carecía de sutileza pero no de sinceridad.

El príncipe parecía disfrutar del momento. Somerset no atinó a distinguir si se sentía halagado por la súplica de Isabel, pero respondió afablemente:

– Cálmate, chèrie. Aunque no se me ocurre un castigo más duro que entregarte a Clarence, eres libre de marcharte, si tal es tu deseo.

Mera, Édouard -murmuró Isabel.

Al cabo de una larga pausa, Ana añadió su agradecimiento con un hilo de voz, y Eduardo miró tardíamente a su madre, en busca de una confirmación. Margarita miraba a su aplomado hijo con desconcierto, pero no lo contradijo. Por primera vez pareció reparar en el abad Bemyster. Él no había participado en la conversación, ni había intentado confortar a las hijas de Warwick. Pero aunque fuera neutral, era un sacerdote, y no era uno de los suyos, como Morton. En su presencia debían observar ciertas formalidades. Volvió a mirar a su nuera.

– Sospecho que tú y tu hermana preferís volver a vuestros aposentos, Ana. Tenéis mi venia para retiraros. -dijo impávidamente. Y añadió con indiferencia-: Mis condolencias por vuestra pérdida.


Margarita, sumida en sus cavilaciones, siguió con los ojos a Ana Neville. Su expresión era enigmática, inusitadamente reflexiva, y al acercársele Somerset se preguntó si su reina era tan impermeable a la piedad como quería hacerles creer. Sus especulaciones cesaron con sus siguientes palabras, un murmullo dirigido al hijo.

– Sabes que no me importa cómo decides divertirte, Édouard. Mas procura no buscar el placer en el lecho de esa muchacha. Dios nos guarde si ella queda encinta ahora.

Eduardo se apoyaba en el respaldo de la silla de su madre. Se inclinó sobre ella, murmuró algo que Somerset no logró oír, provocando una mirada reprobadora y una risotada renuente de su madre.

Somerset no deseaba entrometerse en esa conversación personal, pero Eduardo lo instó a acercarse.

– Sentaos, milord. -Eduardo se apoyó en el brazo de la silla de su madre, le sonrió a Somerset-. ¿Sabéis cómo podéis complacerme, Somerset? Habladme de York y sus hermanos. Bien, Gloucester, al menos -corrigió con un mohín-. Sobre Clarence ya sé más de la cuenta.

– Gloucester tiene casi la misma edad que vos, alteza. Si algún hombre goza de la confianza de York, es Gloucester; se dice que son muy íntimos. Pero son muy disímiles. Los que conocen a Gloucester dicen que es más parecido a su madre que sus hermanos.

Eso no le decía mucho a Eduardo; sabía poco de la duquesa de York. Pero Margarita sabía mucho.

– Hay pocas acusaciones más condenatorias que decir que Gloucester se parece a Cecilia Neville -dijo ácidamente-. Ella finge tener la piedad de una abadesa, pero os aseguro que sus ambiciones son absolutamente mundanas.

Eduardo gesticuló con impaciencia. No le interesaban las mujeres de York, y en cuanto su madre hizo una pausa, volvió a dominar la conversación.

– Decís que York y Gloucester son disímiles. Habladme de York, pues, milord Somerset.

Somerset reflexionó.

– Perezoso. Autocomplaciente. Es amante de los placeres, sobre todo los de la carne. No es rencoroso, pero no olvida nada; tiene una memoria notable. Encantador, cuando así lo decide. La moral de un gato en celo y la suerte de los ángeles. Es asombrosamente desdeñoso del ceremonial, se mezcla con los plebeyos como ningún monarca de que se tenga memoria. Me dijeron que cuando partió de Brujas insistió en recorrer a pie las tres millas que lo separaban del muelle de Dammne, para que el vulgo pudiera verlo con sus propios ojos.

Ante la expresión de disgusto de Eduardo, Somerset sonrió levemente.

– Coincido con vos, alteza. Esa conducta no conviene a la dignidad de un rey. Pero con ello obtuvo las aclamaciones del pueblo.

– No parece un enemigo temible -dijo Eduardo despectivamente-. Describes a un hombre libidinoso, un libertino que sólo se preocupa por su propio bienestar.

Margarita frunció el ceño.

– Es un hombre peligroso, Édouard. Será libidinoso y libertino, pero también es un comandante sin parangón, como Somerset sabe muy bien. -Clavó en Somerset una mirada glacial-. ¿Verdad, milord?

– Madame vuestra madre dice la verdad, Vuestra Gracia -concedió Somerset de mala gana-. York pelea como un hombre que no puede concebir la derrota, y ésa no es una ventaja menor. Cuando me pedisteis mi opinión sobre él, no quise menospreciar su maestría en el campo de batalla. Sería un gran error.

Margarita aún no estaba satisfecha.

– Es un sujeto calculador y arrogante que carece de escrúpulos morales. Más aún, desconoce los temores y las dudas que acucian a otros hombres. No lo subestimes, Édouard.

Eduardo la miró con una expresión huraña, y ella sabía por experiencia que eso significaba que se estaba aburriendo.

– Si te tranquiliza, maman, procuraré ver a York como el Anticristo -dijo con desparpajo, y volvió los ojos oscuros hacia Somerset-. Tengo una pregunta para vos, Somerset… sólo una. ¿Podemos derrotar a York en el campo de batalla?

– Sí -respondió Somerset sin titubeos.

Eduardo asintió lentamente.

– Es todo lo que necesito saber -dijo, y sonrió. Somerset también sonrió. Margarita se mordió el labio, sin decir nada.


Edmundo Beaufort era bisnieto de Juan de Gante y por tanto era pariente de sangre, aunque lejano, del cautivo Enrique de Lancaster. También era hijo del hombre que según los yorkistas había sido amante de Margarita. Ostentaba uno de los títulos más antiguos de Inglaterra, pero sus años de juventud distaban de haber sido privilegiados, y habían sido una época de turbulencia y pesadumbre.

Edmundo tenía treinta y tres años, había pasado largo tiempo como un exiliado indigente en el exterior antes de recibir la protección de Carlos de Borgoña. Hacía tiempo que había jurado lealtad a Lancaster y coincidía sinceramente con las preocupaciones que había manifestado el príncipe Eduardo la noche anterior. También él pensaba que ésta era la última oportunidad para la Casa de Lancaster.

Reinaba silencio en los claustros, moteados por la suave luz de la mañana. A casi cada hora del día, las veredas que rodeaban el verde jardín habrían hervido de actividad, con sirvientes y visitantes laicos y las siluetas sombrías de los monjes vestidos de negro. Pero después de la conclusión de los maitines, el abad Bemyster y los monjes se habían reunido en la casa capitular sita en la vereda este. Somerset sabía que esa reunión diaria continuaría durante una hora. Aprovechando la soledad, remoloneó en el jardín florecido y luego se puso a caminar por la vereda cubierta que conducía a la iglesia.

Entró por el pasillo de la nave sur, donde los legos oían misa, se detuvo, parpadeó hasta que sus ojos se acostumbraron a la luz tenue, y luego atravesó la tribuna que separaba la nave del coro, donde adoraban los monjes. Se quedó allí unos instantes, de rodillas ante el altar mayor, ofreciendo breves plegarias por el reposo de su padre y su hermano. Regresaba a la puerta del transepto sur cuando oyó un sonido a sus espaldas, procedente de la capilla de la Virgen que estaba al este del altar.

Entró en la capilla y se paró en seco, lamentando el impulso que lo había instado a entrar. Una joven que estaba de pie ante el altar se volvió hacia él con un respingo. Al reconocerla, comprendió que si optaba por retirarse empeoraría aún más ese incómodo encuentro.

– Mil perdones, milady. No quise interrumpir vuestras plegarias.

Ella meneó la cabeza.

– No estaba rezando, milord.

– Soy Edmundo Beaufort, duque de Somerset -dijo él, con un titubeo.

– Sí, lo sé -dijo ella cortésmente, y extendió la mano como una niña que imitara las cortesías de los adultos. Él se inclinó y ella añadió-: Soy Ana Neville.

– Sí, lo sé -dijo él, notando que ella no se presentaba como Ana, princesa de Gales, sino como Ana Neville. Se preguntó cuánto tiempo conservaría el título ahora que su padre había muerto.

Abrió la boca para ofrecer sus condolencias formales, pero no pudo decir las palabras. Aún la veía como la noche anterior, y al recordar cómo se había enterado de la muerte de su padre, no estaba dispuesto a insultar su pesadumbre con expresiones convencionales de fingida condolencia. Ya que no podía hacer otra cosa, al menos podía ofrecerle ese respeto.

Ella lo observaba.

– ¿Queréis hablarme de Barnet, milord Somerset? -preguntó.

La petición no le sorprendió. Después de todo, ella tenía derecho a saber. Se le acercó, le dio una versión expurgada de la batalla que se había librado dos días atrás en Barnet Heath. Ella escuchó atentamente, con la calma distante de alguien que oye una historia interesante pero ajena. A él le habría sido más fácil afrontar las lágrimas; esa precaria compostura lo incomodaba, pues se preguntaba cuándo se haría añicos.

Sólo cuando mencionó el desconcierto causado por los estandartes, y contó que en la niebla los hombres de Montagu habían confundido la Estrella Fugaz con el Sol de York, un temblor de emoción le cruzó el rostro. Él dijo, con cierta amargura, que podía entender que los hombres pensaran que York gozaba de auspicios malignos, pues ése había sido un perturbador golpe de suerte para York, una bendición diabólica.

Ella sonrió levemente, meneó la cabeza.

– Ned siempre tuvo suerte -dijo.

Para él era una explicación demasiado fácil; prefería la presencia del azufre. También lo irritaba la inesperada intimidad del «Ned». Por primera vez, pensó hasta qué punto esa muchacha era aliada de York. La duquesa de York era su tía abuela; era prima de Eduardo; se había criado con Gloucester; era cuñada de Clarence. Y tendría que haber sido la reina de Lancaster. Se permitió una cerrada sonrisa al pensar en la locura de todo ello, admirando una vez más la astucia del gran intrigante, el rey de Francia.

Pero si la rechazaba en cuanto reina, la compadecía en cuanto víctima, y buscó palabras de confortación. Al fin halló un consuelo que podía ofrecer con sinceridad.

– Vuestro padre murió bien, milady -dijo-. Podéis enorgulleceros de ello. -Ella no respondió; sus pestañas ocultaban sus pensamientos. Pensando que ella era pariente de York, él consideró amable confiarle-: York envió a un heraldo para ordenar que no dañaran a vuestro padre. No llegó a tiempo.

Ella alzó la vista, lo miró a los ojos.

– Creo que mi padre no hubiera hecho lo mismo por Ned -murmuró. Él no supo qué responder. Ella también pareció intuir que no había nada más que decir. Salieron en silencio de la capilla, atravesaron el coro, salieron a los claustros iluminados por el sol. Ella parecía haber reflexionado sobre su historia, pues dijo-: Una cosa que no entiendo, milord… ¿Cómo sabéis tanto sobre lo que sucedió del lado yorkista?

– Un golpe de suerte llamado Hugh Short -dijo él con una sonrisa parca. Ante la mirada inquisitiva de ella, explicó-: Un desertor yorkista que estaba harto de la lucha y tuvo el infortunio de toparse con hombres de Devon después de la batalla. Por su intermedio nos enteramos de muchas cosas. Lo habían abatido al principio de la batalla y, por casualidad, después del combate lo trataron en la tienda del cirujano al mismo tiempo que Gloucester. Poco después York fue a visitar a su hermano. Fue allí donde recibieron noticias sobre vuestro padre. Por lo que Short nos dijo, de veras se proponían perdonar la vida de vuestro padre. Cabe suponer que no fingirían entre ellos.

Ella se detuvo, le clavó los ojos.

– ¿Decís que estaba herido?

Él quedó desconcertado, se preguntó si los nervios de la muchacha cedían al fin.

– Vuestro padre murió, milady -respondió con cautela.

Ella sacudió la cabeza con impaciencia.

– No… Ricardo de Gloucester. ¿Estaba malherido?

Él sintió alivio de que le hicieran una pregunta racional.

– No, creo que no. Ese muchacho, Short, dijo que estaba de pie mientras los cirujanos trabajaban en su brazo, y la herida no le impidió lanzarse al galope con su hermano en cuanto supieron que habían hallado a vuestro padre. -Para impedir que ella se concentrara en esa última imagen, en el cuerpo caído en Wrotham Wood, se apresuró a añadir-: Gloucester tuvo suerte, por lo que dicen, de salir tan bien librado. Cuentan que estuvo en lo más encarnizado del combate. Short dijo que había perdido a ambos escuderos; les oyó hablar de ello.

Vio que el gesto de ella se demudaba, vio su conmoción, le tendió el brazo para sostenerla.

– ¡Dios mío… Thomas! -Ella se tapó la mano con la boca, se puso a temblar. Él le aferró los hombros con fuerza, sacudiéndola.

– ¿Quién? No entiendo -barbotó, para contener un ataque de histeria. Dio resultado. Ella parpadeó, tragó saliva, respondió dócilmente.

– Thomas Parr… Él estuvo en Middleham, fue escudero de Ricardo desde que tengo memoria. Él… Dios mío…

– He pasado por alto -murmuró él-que para vos son hombres, lady Ana, hombres de carne hueso, no meros nombres…

– Pobre Thomas -susurró ella, con lágrimas en los ojos. Relucían, pero se negaban a caer-. No pude llorar por mi padre, pero lloro por Thomas Parr. ¿No os resulta extraño, milord Somerset? A mí sí… sumamente extraño…

Él había temido esta situación, el momento en que ella perdería la compostura, y no había querido estar presente cuando ocurriera. Ella reparó en su renuencia e hizo un orgulloso esfuerzo para contener el llanto.

– No temáis, milord. No os abochornaré con mis lágrimas ni… -Calló de golpe, antes de que la voz la traicionara.

Él le dio un pañuelo, miró incómodamente mientras ella lo anudaba con dedos trémulos.

– ¿Queréis que llame a alguien, milady?

– ¿A quién, milord? -preguntó ella, temblando-. Mi hermana partirá este mediodía hacia Londres, para reunirse con su esposo. Y mi madre… mi madre no se reunirá con nosotros en Weymouth, como estaba planeado. Esta mañana supimos que ha pedido asilo en la abadía de Beaulieu… ¿Estabais al tanto?

Asintió. Tenía su propia opinión sobre la condesa de Warwick, que había procurado ponerse a salvo en vez de estar con sus hijas cuando se enterasen de la muerte del padre y de la traición de Clarence. No era una opinión elogiosa.

– Será mejor que regreséis a vuestros aposentos, lady Ana -sugirió gentilmente-. Aún tenéis tiempo para descansar; no partiremos hacia Exeter hasta la media tarde.

– ¿Exeter? -preguntó ella con incertidumbre, y él notó que nadie se había molestado en anunciarle el cambio de planes.

Sonaron pisadas en la senda de baldosas y al volverse ambos vieron que Margarita de Anjou se acercaba por la vereda oeste. Somerset notó que Ana Neville se ponía rígida; el brazo que él sostenía se crispó súbitamente.

Margarita le extendió los dedos anillados a Somerset, aceptó la formal reverencia de su nuera.

– Tu hermana te busca, Ana. Se dispone a partir y desea despedirse.

– Gracias, madame. Iré a verla, con vuestro permiso. Margarita asintió y Ana miró de soslayo a Somerset. -Gracias, milord, por hablarme de Barnet.


Somerset miró el pañuelo arrugado que Ana Neville le había devuelto. Lo plegó, se lo guardó en el jubón y alzó los ojos para toparse con la mirada irónica de Margarita.

– Conque milord Somerset se compadece de la pichona de los Neville.

– Sí, madame, así es -confesó él.

– Venid, caminad conmigo, cher ami -dijo ella, cogiéndole el brazo-. Deseo hablar con vos.

– Vuestros deseos son órdenes, madame -dijo él con estudiada galantería. Pero sonreía con cautela. Sabía lo que ella iba a decirle.

Las primeras palabras, sin embargo, no se refirieron a su hijo y a la fuga a Francia, como él temía.

– Decidme, milord… ¿de qué hablabais con la hija de Warwick? ¿Secasteis sus bonitos ojos castaños y le asegurasteis que su padre fue un caballero sans peur et sans reproche? -Él guardó silencio y ella lo miró de soslayo-. Sois transparente, monsieur mon chevalier -se mofó ella, aunque sin malicia-. Pensáis que hemos tratado mal a esa muchacha, ¿verdad?

– No, madame -respondió él, con tan poca convicción que ella se echó a reír.

– No sabéis mentir. -Pero de pronto cambió de humor, y adoptó un tono grave-. Lo concedo, mi hijo no siente gran afecto por esa muchacha, pero ella no le ha dado motivos para encariñarse. No quería casarse con él, y fue al tálamo nupcial como una condenada a muerte. ¿Podéis culpar a Édouard por sentir tan poca ternura por una esposa que no lo aprecia y no se molesta en ocultarlo?

– No -concedió él-. Supongo que no. ¿Tan devota era ella de la causa yorkista? Resulta extraño que una moza de quince años fuera más leal que el Hacerreyes.

Ella se encogió de hombros.

– Quién sabe. Pero no os buscaba para hablar de Ana Neville. La muchacha ya no importa. No nos sirve de nada sin Warwick. -Margarita se detuvo, se volvió para mirarlo-. Somerset, tengo mucho miedo.

Él quedó desorientado; esa franqueza desnuda y desgarradora era embarazosa, no coincidía con sus remembranzas. La Margarita de Anjou que él recordaba no había temido a ningún hombre en la faz de la tierra.

– Debéis confiar en Dios Todopoderoso, madame. Debéis tener fe en Su misericordia y Su divina sabiduría.

Ella lo miró y lanzó una carcajada hueca e hiriente.

– No temo el juicio de Dios -dijo en voz baja-, sino el de Eduardo de York.

Somerset se sintió herido en su orgullo. Había prestado servicio largo tiempo en el ejército de Carlos de Borgoña y se consideraba un comandante militar tan capaz como Eduardo.

– Un muerto no enjuicia a nadie, madame -dijo fríamente-. Por Dios Padre y Su Hijo Jesucristo, creo que cuando nos enfrentemos a York en el campo de batalla, Lancaster obtendrá la victoria.

S'il plaít á Dieu -murmuró ella. Se agachó para recoger una flor del seto que bordeaba la vereda, comenzó a arrancar los pétalos, desperdigándolos a sus pies-. Es sólo que no puedo olvidarlo… Y sólo tenía diecisiete años.

– ¿A quién, madame?

– A Edmundo, conde de Rutland -dijo ella a regañadientes, recogiendo otra flor.

Él aspiró bruscamente-Madame, perdonadme por hablar sin rodeos, pero vuestro comentario es sumamente perturbador. Anoche le dijisteis al príncipe Eduardo que York considera la batalla de Sandal como una deuda de sangre. ¿Vos también lo veis así, madame? ¿La vida de vuestro hijo por la de Edmundo de Rutland? ¡En tal caso, Dios se apiade de nosotros! Os lo digo con certeza, madame… Si un hombre va a la batalla dispuesto a perder, sin duda que perderá.

Notó con sorpresa que a ella le temblaban las manos. La segunda flor, despojada de pétalos, también cayó en el sendero. Ella la miró.

– No lo entendéis, Somerset -dijo.

– No, madame, no lo entiendo. Rutland no era un chiquillo, ni un cordero llevado al sacrificio. Usaba el cinturón de conde, tenía diecisiete años, y sospecho que aquel día ensangrentó su espada con más de un hombre de Lancaster. Si lo hubieran abatido en el campo, yo no tendría ninguna reserva sobre su muerte. Él era un hombre. Creedme, madame, lo sé… Yo aún no había cumplido los diecisiete en la primera batalla de San Albano, y la espada no se preocupa por la edad del espadachín.

– Él no portaba espada en Wakefield Bridge -dijo ella, y él asintió lentamente.

– Ya, y ése es el meollo del asunto, ¿verdad? Lo que me molestó no fue su muerte, sino el modo en que murió. No hay honor en apuñalar a un prisionero desarmado. Sin duda mi hermano Enrique lo habría impedido si hubiera estado en el puente cuando Clifford desenvainó esa daga. Por mucho que Enrique odiara a York, no habría tolerado semejante asesinato. Tampoco yo. Y tampoco vos, madame. Fue obra de Clifford, y sólo de él. Y asumir esa culpa a estas alturas es una penitencia inmerecida, madame. No tiene sentido.

Ella sacudió la cabeza.

– Aún no lo entendéis, Somerset. No lamento la muerte de Rutland del modo en vos pensáis. A decir verdad, nunca la lamenté. Estábamos en guerra. No pensé mal de Clifford por lo que había hecho. Me interesaba que Rutland muriese, y no me importaba cómo. Sólo lamenté que su hermano Eduardo no estuviera también allí, en Wakefield Green. Jésus et Marie, ojalá hubiera estado. ¿Nunca pensáis en ello, Somerset? Yo sí. En los últimos diez años, no he pensado en otra cosa. ¿Os sorprendo, cher ami? Perdonadme si no comparto vuestra creencia en la valía del «honor». Edmundo era un lujo que yo no podía costearme. Yo era una mujer cuyo marido estaba tan chiflado como esos pobres diablos encerrados en Bedlam… Sí, por una vez, digámoslo en voz alta, digamos lo indecible. Mi marido, el rey Henri, estaba loco. ¿Y quién hablaría en nombre de mi hijo, quién defendería su derecho de nacimiento? Sólo yo. Así que no me habléis de honor, Somerset. Y tampoco me juzguéis.

Era un exabrupto extraordinario, palabras que nunca le había oído decir. El temblor que le convulsionaba las manos se le había colado en la voz; él nunca la había visto ese estado, aunque hacía años que la conocía.

– No os juzgo, madame -murmuró-. Vos sois mi reina.

Ella le apretó la mano, estrujándola hasta hacerle daño.

– Ayudadme entonces. Ayudadme a persuadir a Édouard de que debemos regresar a Francia.

– No puedo hacer eso, madame -respondió él con tristeza, y se dispuso a afrontar el embate de su furia.

No hubo tal cosa. Ella le soltó la mano.

– No, me parecía que no -dijo con calma, pero era una compostura nacida del agotamiento, y él quedó más perturbado que aliviado por esa abrupta capitulación.

Sin saber si sería rechazado, le rodeó los hombros con los brazos. Ella se acurrucó contra él y permanecieron un rato al sol, buscando esa confortación especial que se encuentra en el abrazo de viejos e íntimos amigos que han compartido una vida de aflicciones.

– Madame, aún no entiendo por qué os molesta tanto la muerte de Rutland. ¿Por qué ahora, al cabo de tantos años?

Ella soltó algo parecido a un suspiro.

– Porque sólo ahora me doy cuenta… -dijo, con la voz ahogada contra el hombro de él.

– ¿De qué, madame?

– De cuán joven se es a los diecisiete. -Ella alzó la cara-. ¿Lo ayudaréis, Edmundo? ¿Nos apoyaréis, ocurra lo que ocurra? Juradlo… por Édouard, por vuestro príncipe.

– Ah, madame, ¿necesitáis preguntarlo?

Había pensado que los ojos castaños de Ana Neville eran como los de un cervatillo sobresaltado, cautos pero inocentes. Pero los ojos oscuros de Margarita de Anjou eran muy diferentes, eran todo lo que quedaba de una belleza deslumbrante, y le recordaban las exuberantes ciruelas moradas que florecían en su Anjou natal, ojos que otrora prometían el mundo entero en sus vinosas profundidades.

Cuando él tenía veinte años, ella tenía veintiocho y era tan agraciada que había hombres dispuestos a jugarse la vida por su sonrisa. Somerset sabía que su padre la había amado; él mismo había estado medio enamorado de ella, y también, sospechaba, su hermano Enrique. No sabía si ella había sido infiel al lecho conyugal, como alegaban muchos yorkistas. Prefería no saberlo.

Le sonrió para tranquilizarla, un juramento de fe, y reparó en una congoja elusiva e indefinida. Ella tenía cuarenta y un años, y los años de guerra civil y exilio le habían arrebatado algo más que la juventud. Era enjuta, cuando antes había sido ligera como una pluma y esbelta como un sauce. Su cutis, antes reluciente, era cetrino; las arrugas de su pasado turbulento le surcaban la frente, y las manos que le apoyaba en el pecho eran huesudas, agarrotadas, venosas, y se movían crispadamente. Sólo los ojos eran tal como él los recordaba, terciopelo negro con destellos de mercurio, cubiertos por pestañas de carbón, largas y gruesas.

Mirando esos ojos, logró ser paciente con los temores y los malos presentimientos de Margarita, y con la paciencia también afloró una ternura intensa y protectora.

Chère madame, ánimo. Por nosotros, por Inglaterra… y sobre todo por vuestro hijo, cuyo destino es ser rey.

Mais oui -susurró ella-. Él lo cree así, Somerset. -Había orgullo y dolor en su rostro; su sonrisa era la sombra fantasmal de una risotada-. Como veis, le enseñé bien.

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