Capítulo 9

Londres

Junio de 1467


Quizá Isabel Woodville haya sido la mujer más bella que jamás llevó la diadema de reina inglesa. Los hombres que la veían ya no compartían la opinión de sus esposas de que sólo la brujería podía haber inducido a Eduardo a prestarse a un matrimonio tan escandaloso. Hasta Juan Neville, felizmente casado con una mujer plácida y sensible que sólo era atractiva para sus ojos, quedó atónito cuando vio por primera vez a la reina de Eduardo.

También Warwick tuvo que conceder a regañadientes que su belleza era asombrosa, y las mujeres atractivas no eran ninguna novedad para él. Había tenido sus amoríos, y su esposa Nan, a quien había desposado cuando él tenía seis años y ella ocho, no era sólo una de las grandes herederas de Inglaterra, sino también una bonita rubia de ojos castaños. Pero reconocía, aunque sólo ante sí mismo, que nunca había visto una mujer tan despampanante como Isabel Woodville.

Estaba dispuesto a tenerle antipatía a primera vista, y tardó poco tiempo en aprender a odiarla. La aborrecía con el agrio encono que antes había reservado para Margarita de Anjou. Siempre la había considerado una reina inadecuada para su primo. Cuando llegó a conocerla, pensó que también era una zorra.

No era el único que tenía esta opinión. Isabel deslumbraba con su belleza, pero se ganaba enemigos con su arrogancia. Warwick dudaba que hubiera existido una reina tan detestada como la esposa de Eduardo.

Habría preferido creer que Eduardo se arrepentía de su matrimonio; lamentablemente, no había el menor indicio de ello. Aunque le irritara reconocerlo, su primo parecía muy conforme con su bella y altanera esposa. No le era fiel, pero nadie que conociera a Eduardo habría esperado fidelidad, y si Isabel objetaba a los adulterios de su esposo, sólo ella y Eduardo lo sabían.

Aún no le había dado un hijo varón; había nacido una hija el año anterior. Eso complacía a Warwick, aunque nunca se detuvo a analizar el porqué, pues un hijo varón era esencial para salvaguardar la dinastía yorkista. Pero no dudaba que la impopular reina con el tiempo daría a Eduardo un heredero. Era obvio que Eduardo hallaba placer en su lecho, aun al cabo de tres años de matrimonio, pues pasaba allí un tiempo considerable, y ella descendía de una familia sumamente fértil.

El solo pensar en esa fértil familia de los Woodville bastaba para agriarle el día a Warwick. Le resultaba imposible resignarse al rápido ascenso de la parentela de Isabel. Ella no había aportado ninguna dote al matrimonio, pensaba hurañamente Warwick, pero ciertamente no le faltaban consanguíneos.

Tenía seis hermanas solteras para las que se necesitaban maridos con título, y en poco tiempo los herederos de los condes de Arundel, Essex y Kent tenían esposas Woodville, y el duque de Buckingham, de doce años, tuvo que casarse de mala gana con Catalina, la hermana menor de Isabel.

También había cinco hermanos que reclamaban su parte de la súbita gloria de la hermana. El hermano favorito, Anthony Woodville, fue designado gobernador de la isla de Wight. Otro hermano fue nombrado caballero. Y tanto plebeyos como cortesanos se habían escandalizado ante el matrimonio concertado entre John Woodville, de veinte años, y la rica y viuda duquesa de Norfolk, que le llevaba casi cincuenta años.

El padre de Isabel había recibido el título de conde Rivers, y Warwick conocía el rumor de que Eduardo se proponía designar a su suegro lord condestable de Inglaterra, un cargo de inmenso poder y prestigio. Pero lo más irritante para Warwick era el asunto del matrimonio Exeter.

El duque de Exeter era un lancasteriano confeso, pero aun así había accedido a casarse con Ana, la hermana mayor de Eduardo, en 1447, cuando él tenía diecisiete años y ella era una niña de ocho. Pero la boda no lo había ganado para la causa yorkista. Había luchado contra Eduardo en Towton y ahora estaba exiliado en Borgoña. Durante su turbulento matrimonio, él y Ana habían engendrado una hija que, como heredera de las fincas de Exeter, era un partido muy buscado. Le habían prometido la niña al hijo pequeño de Juan Neville. Pero en octubre Isabel le pagó a su cuñada de Exeter la suma de cuatro mil marcos para asegurarse de que la joven heredera desposara a Thomas Grey, de doce años, hijo del primer matrimonio de Isabel.

Eduardo confesó que se sentía incómodo con esta transacción. Le pidió disculpas a Juan en privado y prometió tratar de que el hijo de Juan consiguiera una novia igualmente rica. Pero no cejó cuando Warwick le exigió que prohibiera ese compromiso, y negó toda responsabilidad con el deshonesto argumento de que era una cuestión de su esposa y su hermana. Eduardo prefería limar las asperezas fingiendo que no existían, y aunque era demasiado inteligente para no comprender que la rendición de cuentas se podía postergar pero no impedir, no parecía preocuparse demasiado.

Juan comprendía; veía a su primo Eduardo con afecto pero sin ilusiones, así que aceptó el matrimonio Exeter-Grey con la mayor dignidad posible. Sólo a su esposa le mencionó el rencor que sentía por el modo en que Isabel había arrebatado la heredera de Exeter a su hijo.

Warwick, menos estoico que Juan, imprecaba con peligrosa indiscreción contra lo que consideraba una perfidia de los Woodville. No dudaba que Isabel Woodville tenía en mente algo más que obtener una esposa rica para su hijo; sabía que le causaba gran regocijo arrebatar cualquier cosa a los Neville.


Pero esa noche de finales de junio, el ánimo de Warwick no estaba ensombrecido por pensamientos sobre los despreciados Woodville. Acababa de regresar de una triunfal gira por Francia que había superado todas sus expectativas y fortalecido su convicción de que su futuro, el futuro de Inglaterra, dependía de Francia. Sin duda su primo el rey le daría la razón.

Se había ido durante un mes, y retornaba con una embajada francesa encabezada nada menos que por el arzobispo de Narbona. Al llegar al Herber, dejó a sus distinguidos huéspedes en el salón mientras iba a saludar a su esposa. Ansiaba sorprenderla; sabía que ella no esperaba que regresara pronto.

En el gabinete lo recibió un cuadro muy hogareño. Su esposa Nan había extendido un vestido de satén sobre la mesa y le mostraba a Isabel, esposa de Juan, que una inmersión en agraz había eliminado una mancha de la falda. Juan remoloneaba en el banco, partiendo almendras para su hijo de seis años. Al otro lado, su primo Jorge estaba sentado con Isabel, la hija de Warwick, y junto al hogar, Ana, su hija menor, jugaba al ajedrez con Ricardo.

Warwick se quedó inmóvil en el vano, sin que nadie lo viera por un momento. Dentro de dos meses su hija Isabel cumpliría dieciséis años, y cada vez que Warwick la miraba, sentía un arrebato de orgullo paterno. Isabel había florecido el último año, y los varones ya se fijaban en ella. Y, para satisfacción de Warwick, ninguno parecía más cautivado que Jorge.

Siempre había querido que Jorge desposara a Isabel, y sin dificultad los había condicionado a ambos para encarar ese matrimonio como lo más natural del mundo. Esa primavera había pedido a su hermano, ahora arzobispo de York, que iniciara negociaciones secretas con el Vaticano, y ya estaba apartando el oro que se requeriría para obtener la dispensa papal que autorizaría el matrimonio de Jorge e Isabel. Las leyes de consanguinidad exigían esa dispensa, pues Jorge e Isabel eran primos carnales. Y las negociaciones se realizaban en secreto para eludir la previsible oposición de Eduardo; la relación entre ambos primos se había vuelto tan tensa que Eduardo ponía reparos a toda alianza entre sus hermanos y las hijas de Warwick.

Pero Warwick no pensaba permitir que su primo frustrara sus planes dilectos, por muy rey que fuera. Confiaba en obtener la dispensa papal, pues el agente de Eduardo en Roma había jurado secretamente oficiar de intermediario, tras haber recibido generosas ofrendas de oro de los Neville.

Isabel asía la mano de Jorge; muy ostentosamente, buscaba la línea de la vida. No era una actividad que la esposa de Warwick hubiera aprobado normalmente, pues estaba demasiado cerca de la adivinación. Pero no puso reparos e incluso sonrió, sabiendo que sólo era una excusa para tocarse. Warwick también sonrió, y luego miró a Ana.

Ese invierno Ana se había empecinado en aprender ajedrez. Al fin él había sucumbido a sus impertinencias y había accedido a enseñarle, sin expectativas de éxito. Warwick no creía que las mujeres fueran capaces de la concentración intelectual que se requería para una disciplina tan exigente como el ajedrez y se sintió vindicado cuando la segunda lección terminó con las lágrimas de Ana y el tablero en el suelo, pues él lo había arrojado en su furia. Cuando Ricardo se ofreció para enseñarle, Warwick le deseó suerte hurañamente. Pero en secreto se sentía complacido, pues notaba un cambio en Ricardo; el muchacho se había alejado de sus parientes Neville.

No, debía conceder que no era así. Ricardo aún se llevaba muy bien con Johnny. También era muy amigo de Isabel. Y con Ana nada había cambiado; le gastaba bromas, guardaba sus secretos y la protegía como un hermano. No, no eludía a los Neville. Aunque Warwick se negara a reconocerlo, Ricardo no se sentía a gusto con él.

Warwick sabía por qué, desde luego, y mentalmente apiló más maldiciones sobre la cabeza de su primo el rey. Las lecciones de ajedrez le agradaban, pues. Aunque la ciega lealtad de Ricardo hacia Eduardo fuera irritante, Warwick no estaba dispuesto a renunciar al joven. Sabía que el corazón de Ricardo estaba en Middleham, y que Ricardo no simpatizaba con los Woodville. Sospechaba que la vida no podía ser muy grata para el muchacho en la corte de los Woodville. Pues así era cómo Warwick veía la corte de su primo, como infestada por los Woodville.

Al parecer Ricardo había sido un maestro más apto de lo que Warwick suponía; ambos jóvenes estaban enfrascados en la partida. Warwick entró en el recinto, y su esposa alzó la vista y lo saludó con una afectuosa exclamación. Warwick rió, y entró para disfrutar de una cálida bienvenida.


El rey francés había honrado a Warwick con un magnífica copa de oro incrustada con esmeraldas, rubíes y diamantes, y la familia la pasó de mano en mano con murmullos de admiración. Pero los regalos que había llevado Warwick fueron los que provocaron auténtico alboroto. El rey Luis había abierto las famosas tiendas textiles de Ruán a los ingleses. Ahora la condesa, Isabel y las hijas de Warwick alababan con deleite los rollos de terciopelo carmesí, de damasco con guardas y de tela de oro.

Jorge también estaba encantado con el obsequio de Warwick, un pequeño macaco importado a Ruán desde Tierra Santa. Jorge nunca había demostrado mayor interés en los animales, pero esa novedad le resultaba irresistible y anunció de inmediato que lo llamaría Anthony. Como ése era el nombre de Anthony Woodville, hermano dilecto de la reina, el mono no pasaría inadvertido cuando lo exhibiera en Westminster. Pero Jorge se regodeaba en esas insolencias extremas y aquí, en la casa de Neville, su elección sólo provocaba risas.

Para Juan, Warwick llevó una magnífica edición encuadernada en cuero de las Crónicas de Froissart, esa célebre obra del historiador francés del siglo XIV. Sabía que Juan no era un lector ávido, pero la posesión de libros se estaba transformando en símbolo de distinción, como la posesión de vitrales o alfombras flamencas.

Reservó para el final su obsequio para Ricardo, sabiendo que el muchacho no esperaba nada, y entregó a su primo una prueba cabal de la destreza superior de los artesanos franceses, una daga de hoja delgada que brillaba como plata cuando Ricardo la desenvolvió.

Warwick destacó la singular talla de la empuñadura, el Jabalí Blanco de Gloucester, una representación muy precisa del emblema que Ricardo había escogido el año pasado. Ricardo se limitó a murmurar las gracias. Pero Warwick estaba cerca y llegó a ver las lágrimas que le empañaban los ojos al ver el Jabalí Blanco, lágrimas que contuvo tan rápidamente que sólo Warwick reparó en ellas. Esa reacción involuntaria le revelaba a Warwick todo lo que deseaba saber, le mostraba que la lealtad de su joven primo estaba dolorosamente dividida, y se dio por conforme.

Bebiendo sorbos del vino de Burdeos que le había regalado el rey de Francia, comenzó a relatar su historia triunfal. Con ese don para el histrionismo que tanto lo caracterizaba, describió la generosa bienvenida que le había ofrecido el rey Luis, refirió su espectacular ingreso en Ruán, donde los ciudadanos llevaban flores y estandartes con el carmesí de los Neville, y los sacerdotes empuñaban antorchas llameantes, esparcían agua bendita y enarbolaban cruces de oro batido. Habló de las manifestaciones de amistad que le había prodigado el rey francés. Contó que Luis había hecho una generosa oferta por la mano de Meg, hermana de Eduardo, un matrimonio con el hijo del duque de Saboya. Con sus veintiún años, Meg estaba más que madura para el matrimonio; la mayoría de las muchachas se casaban alrededor de los quince.

No mencionó, en cambio, las charlas secretas que había entablado en un convento dominico. No reveló los planes para la destrucción de Borgoña, odiado enemigo de Francia, ni que Luis había sugerido que las provincias de Holanda y Zelanda, ahora en posesión del duque de Borgoña, pasarían a manos de su amigo, el conde de Warwick. ¿Por qué su estimado amigo no podía tener un condado inglés y un principado en lo que antaño había sido Borgoña? Warwick accedió. ¿Por qué no, en efecto?

En cambio, les refirió una historia truculenta que le había contado el rey Luis, sobre la misteriosa desaparición en invierno de la familia de un leñador, presuntamente atrapada y devorada por una manada de lobos hambrientos.

Por primera vez desde el regreso de su hermano, Juan se permitió relajarse, pensando con alivio que podría postergar las explicaciones hasta la mañana. Se divirtió escuchando mientras sus primos y sobrinas hablaban animadamente de los lobos asesinos. Hacía años que no se veían lobos en Inglaterra; los pocos animales que habían sobrevivido se habían retirado a las montañas de Gales. Pero los jóvenes aceptaron la veracidad del relato de Warwick. Convenían en que era de esperar que aún rondaran lobos por las carreteras francesas.

Warwick frunció el ceño y Juan ocultó una sonrisa. El disgusto de los ingleses por los franceses era profundo. Si afloraba en la residencia de Warwick, pensó Juan, debía correr como un río por las calles de Londres. No entendía que su hermano desechara a la ligera una tendencia tan antigua. Francia era un enemigo tradicional; desde mediados del siglo anterior, los reyes ingleses habían reclamado el trono francés. Juan sabía que los ingleses no querían otro tratado con Francia; querían otra Agincourt. Su primo Eduardo también lo comprendía. Juan se preguntaba por qué su hermano se negaba a entenderlo.

Sonrió, pues Ricardo les aseguraba a Ana e Isabel que los queridos alanos de su padre eran parientes de sangre del lobo, tan cercanos que era peligroso usar alanos para cazar lobos. Había que usar galgos y mastines, explicó Ricardo, pues existía el riesgo de que los alanos recayeran en su estado salvaje y atacaran a sus amos.

Ambas muchachas echaron miradas suspicaces a la hembra de alano recostada junto al hogar, viendo en sus ojos rasgados y ambarinos y en sus inquietas orejas lobunas una confirmación de las palabras de Ricardo. Sólo cuando Ricardo ya no pudo contener la risa comprendieron que les habían tomado el pelo. Le hicieron feroces recriminaciones con voz dulce y femenina, para que su madre no les oyera.

– Por aquí también han merodeado los lobos mientras no estabas, primo -dijo de pronto Jorge-. Pero aquí los llaman Woodville.

Sólo un férreo control y la distancia que los separaba impidieron que Juan abofeteara la boca de su primo. Jorge reparó en su furia, pero no se inmutó; no estaba muy apegado a Juan. Se inclinó hacia delante, interpelando al primo que sí le importaba.

– Parece que Johnny y Dickon son reacios a contártelo, primo. Pero debes saber lo que sucedió en tu ausencia.

Warwick miró de soslayo a su hermano, miró a Jorge. Le gustaba el muchacho, pero habría preferido que Jorge no se regodeara tanto en ser portador de malas nuevas.

– Si te refieres a la visita de la delegación borgoñesa, estoy informado sobre ese asunto, Jorge. La visita se planeó antes de que yo partiera de Inglaterra. Más aún, tengo entendido que los enviados borgoñeses regresaron a su país al enterarse del fallecimiento del duque de Borgoña, hace una quincena.

– No todos, primo. Luis de Gruuthuse se ha quedado… para resolver los pormenores del contrato de matrimonio.

Warwick sabía que Carlos, conde de Charoláis, hijo y heredero del recién fallecido duque de Borgoña, había manifestado cierto interés en una alianza conyugal con Inglaterra. La perspectiva había interesado a Eduardo, para fastidio de Warwick. Aparte de su preferencia política por Francia, Warwick sentía una aversión personal por Charoláis, ahora duque de Borgoña; se habían conocido el año anterior en Boloña y se habían detestado en el acto.

Pero Warwick no había tomado en serio la propuesta borgoñesa. Sabía que Carlos de Borgoña se complacía en irritar a su enemigo jurado y presunto señor, el rey de Francia. También sabía que Carlos simpatizaba con la Casa de Lancaster, y que albergaba en su corte a Edmundo Beaufort, duque de Somerset, y al cuñado lancasteriano de Eduardo, el duque de Exeter.

Ante todo, no pensaba que su primo Eduardo prestaría tan poca atención a sus consejos. La boda con Isabel Woodville… bien, eso era un acto de lujuria, inexcusable pero comprensible. La política era harina de otro costal. No creía que Eduardo se atreviera a escoger una alianza a la que él se oponía enérgicamente.

– ¿Matrimonio? -dijo lentamente-. No querrás decir…

– Sí, eso quiero decir -dijo Jorge, asintiendo-. Ned ha accedido a casar a mi hermana Meg con Carlos de Borgoña. Aún no hay nada escrito, pero ha consultado a mi hermana para comprobar si ella está dispuesta. -Hizo una pausa-. Y parece que está dispuesta, primo.

Warwick lo miró de hito en hito.

– ¿Cómo se atreve…? -murmuró, pero con tal intensidad que Jorge titubeó antes de referirle a su primo el resto, lo peor.

– Hay más, primo. Ned invitó a los borgoñones a asistir a la sesión inaugural del parlamento. Tu hermano Jorge, como canciller, debía pronunciar el discurso inaugural. Pero en el último momento mandó decir que estaba enfermo. Bien, Ned pensó que nuestro primo no estaba enfermo, sino que se oponía a otorgar semejante privilegio a los enviados borgoñones. El lunes pasado, Ned cabalgó hasta la residencia de tu hermano en Charing Cross y exigió que le entregara el Gran Sello de la cancillería. Luego nombró canciller a Robert Stillington, obispo de Bath y Wells, guardián del Sello Privado…

Jorge se interrumpió. Aunque su lealtad era inequívoca, y la brindaba con gusto a su primo de Warwick, se amilanó ante la furia que veía en la cara del conde. Un hombre que ponía ese semblante estaba decidido a matar a alguien, pensó con inquietud.

Jorge no simpatizaba con su hermano desde hacía años, desde los primeros años del reinado de Eduardo, y quizá antes. Le fastidiaba que Eduardo prefiriese a Ricardo, con un favoritismo que se había acentuado con el paso de los años. También le fastidiaba que Eduardo se negara a tomarlo en serio, y le fastidiaba que Eduardo obtuviera todo con tanta facilidad, con tan poco esfuerzo, y que le negara el derecho a casarse con Isabel Neville. Sobre todo, le fastidiaba que la diadema de oro fuera de Eduardo, y le fastidiaba saber que él no la tendría nunca, salvo en el improbable caso de que Isabel Woodville sólo diera a luz hijas, y Jorge no era tan tonto como para fiarse de eso.

Pero aunque sentía tanta antipatía por Eduardo como simpatía por su primo de Warwick, la ira del conde lo enervó. Esperaba que su primo se enfureciera, desde luego, pero no a tal extremo.

Cuando Warwick salió como una tromba del gabinete, Juan no había comprendido su propósito. Así Warwick había ganado una valiosa ventaja en tiempo y distancia, y quizá ya estuviera en Westminster. Juan se obligó a reclinarse en su barca, a mirar la negrura que ocultaba las casas agolpadas sobre la orilla. Y trató de no pensar en lo que encontraría al llegar al palacio.

Westminster estaba a oscuras. Al atracar en el muelle del rey, Juan oyó que el reloj de la muralla daba la medianoche. Salieron guardias de las sombras para cerrarle el paso, pero al reconocerlo se apartaron respetuosamente. Seguido por un pequeño cortejo, se dirigió a los aposentos del rey y descubrió que sus peores temores se habían hecho realidad.

La antecámara estaba iluminada por antorchas. Hombres que usaban la insignia yorkista del Sol en Esplendor bloqueaban la puerta de la alcoba de Eduardo. Fueron corteses con Su Gracia, el conde de Warwick, pero muy terminantes. Su Gracia el rey se había retirado por esa noche y nadie podía molestarlo, ni siquiera el señor de Warwick. Warwick nunca viajaba sin una numerosa escolta, y sus hombres se agolparon alrededor del conde, mirando desafiantes a los servidores del rey.

– Dije que vería a mi primo el rey -declaró Warwick, en el tono de alguien habituado a una obediencia incondicional.

Pero los hombres de Eduardo no cejaron, y esta vez la negativa no fue cortés. Los hombres de Warwick se pusieron a murmurar; el creciente malestar entre Warwick y Eduardo había empezado a contagiar a sus simpatizantes. Alguien debía de haber difundido la noticia, pues hombres con la librea de York pasaron junto a Juan para entrar en el recinto.

Uno de los recién llegados tropezó con un partidario de Warwick. Con increíble mala suerte, o en un acto de descarada provocación, al tropezar aferró la manga del otro y le arrancó la insignia del Oso y el Báculo Enramado. El hombre de Warwick soltó un jadeo iracundo y se lanzó contra el yorkista.

Juan nunca se había movido tan rápido en su vida, y no supo cómo logró cruzar el recinto a tiempo para aferrar al ofensor. Pero la tensión era tal que sólo se requería una chispa para que estallara en violencia, para transformar un episodio desagradable en algo inconcebible, una gresca entre los hombres del rey y el conde de Warwick en los aposentos reales.

– Quédate allí -le rugió Juan al hombre que había empujado contra la pared, y enfiló hacia su hermano, que se había girado al oír la conmoción.

Se elevaron voces y los hombres intercambiaron insultos, pero le cedieron el paso a Juan. No sabía qué le diría a su hermano. En todo caso, no tuvo oportunidad. En cuanto se acercó a Warwick, abrieron la puerta de la alcoba.

La cámara interior aún estaba iluminada por velas. Los que estaban más cerca de la puerta entrevieron a una mujer que retrocedía hacia las cortinas del lecho. Se movió con rapidez y sólo vieron una atractiva extensión de cutis cremoso y un remolino de cabello color miel largo hasta la cintura. Pero en ese momento, ni siquiera los espectadores más curiosos tenían tiempo para fijarse en una querida del rey, por apetecible que fuera. Era Eduardo quien atraía todas las miradas, sólo Eduardo.

Sólo tenía puestas unas calzas y una camisa de batista desabotonada. La luz de las antorchas alumbraba el vello dorado del pecho, mostraba la mancha de pintalabios en su garganta. Mientras escrutaba la escena, su asombro se trocó en una cólera que pocos le habían visto demostrar.

Se hizo silencio. Los hombres empezaron a retroceder, a ocultarse en las sombras. Warwick y Juan quedaron a solas en el centro del recinto, pero Eduardo sólo se fijaba en Warwick.

– Por mucho que me interese vuestro regreso a Inglaterra, milord Warwick, no creo que sea necesario que irrumpáis en mi alcoba en plena noche para anunciar vuestra llegada.

Era una voz dura y afilada que Warwick jamás le había oído. Warwick esperaba que su primo adoptara una actitud conciliatoria, o quizá defensiva, pero no había esperado una socarronería rayana en el desprecio. Por un momento quedó descolocado.

– Era necesario que hablara con vos esta noche -dijo crispada-mente-. No podía esperar.

– Necesario para vos, quizá. Yo no veo tal necesidad.

Warwick no podía creer que Eduardo osara rechazarlo.

– No puede esperar -repitió tercamente.

– Entonces, milord, tenéis un problema. Pues no tengo la menor intención de hablar con vos, ni con nadie, a estas horas.

Eduardo no había alzado la voz, pero cada palabra golpeaba a Warwick con la fuerza de un grito. Miró con incredulidad a su primo.

– Si queréis una audiencia, podéis regresar a Westminster mañana a las diez de la mañana. Os veré entonces -dijo Eduardo. Bajó aún más la voz, y añadió sólo para Warwick-: Ahora saca a tus hombres de aquí, y lárgate de inmediato.

No esperó para ver si le obedecían, sino que se giró hacia la puerta. Warwick le aferró el brazo.

– ¡Ned! -lo increpó con voz ahogada, tan sofocada de incrédula furia que tuvo que hacer una pausa antes de poder hablar con coherencia.

Eduardo no intentó zafarse.

– Estás peligrosamente cerca de agotar el crédito que te queda, primo -murmuró.

Y entonces Juan se interpuso.

Warwick hizo un esfuerzo supremo, logró recobrarse de un furor extremo que era ciego a las consecuencias, al sentido común. Soltó el brazo de Eduardo, se llevó la mano a la cara; para su sorpresa, notó que tenía la frente húmeda.

– Regresaré mañana -dijo con lentitud y claridad. No aguardó la venia real para abandonar el recinto.

Juan miró con consternación a Eduardo, pero no supo qué decir. Iba a seguir a su hermano fuera del recinto, que se despejaba rápidamente, cuando Eduardo habló.

– Quedaos un momento, milord de Northumberland. Hay algo que deseo deciros.

– ¿Majestad? -Juan esperaba no parecer huraño ni hostil. En ese momento, sólo sentía un cansancio abrumador.

– En privado -dijo Eduardo, y le indicó que entrara en la alcoba.

La muchacha movió las piernas sobre el costado de la cama y se dispuso a levantarse.

– ¿Ya todo está bien, mi amor? -preguntó.

Al ver a Juan, se apresuró a sumergirse bajo las mantas. A Juan le agradó esa actitud. No todas las mancebas de Eduardo eran tan púdicas.

– Quiero hablar unas palabras con mi primo, tesoro.

Eduardo aún estaba tenso de rabia, pero logró dedicar una sonrisa aceptable a la muchacha, y se acercó para cerrar las cortinas de la cama. Volvió a la mesa donde siempre aguardaba una jarra de vino para aplacar la sed nocturna, miró inquisitivamente a Juan, que no aceptó la invitación, y se sirvió un trago.

– Será mejor que hables con él, Johnny -dijo abruptamente-. Mi paciencia se agota.

Juan sacudió la cabeza.

– Me temo que no me escuchará, Ned -confesó a regañadientes.

Eduardo lo miró.

– Por el bien de él, por el bien de todos, espero que te equivoques, Johnny.

Juan no dijo nada. Sabía que no se equivocaba. Al cabo de un momento, Eduardo dejó la copa de vino en la mesa. Juan se dirigió a la puerta, Eduardo a la cama. Mientras asía la aldaba, el dormitorio quedó a oscuras. Eduardo acababa de apagar la última vela.


Juan hizo lo posible para estar en Westminster a las diez de la mañana, pero su esperanza de oficiar de mediador entre su hermano y su primo era nula. Mientras atravesaba la antecámara atestada, reconoció muchas caras, en general de los Woodville, y se detuvo un instante para saludar a sir John Howard, ferviente yorkista y viejo amigo. Luego continuó hacia la cámara contigua, donde no le sorprendió encontrar a lord Hastings y le disgustó encontrar a su joven primo, Jorge de Clarence.

Saludó a Jorge con renuente cortesía; aún le guardaba rencor por la inoportuna revelación de la noche anterior. Tendría que haber sospechado que Jorge estaría allí. Jorge siempre está en primera fila en un hostigamiento de osos, pensó sombríamente, y se volvió para devolver el saludo de Hastings.

En los seis años transcurridos desde que Eduardo había ascendido al trono, William Hastings había escalado a la cima del éxito con extraordinaria facilidad. Eduardo lo había nombrado caballero en el campo de batalla de Towton, y al mes de la coronación de Eduardo en junio lo había designado barón Hastings. Ese mismo mes había obtenido el prestigioso puesto de lord chambelán. No había mayor prueba de su rápido ascenso que el hecho de que en 1462 Juan Neville y el conde de Warwick habían considerado que Hastings era un esposo apropiado para Katherine, la hermana de ambos.

Juan saludó a su cuñado con amabilidad, aunque con escaso afecto. Eran demasiado disímiles para ser amigos, aunque él no tenía objeciones contra ese hombre. Extrañamente, pocos en la corte las tenían, salvo la reina, y Juan sospechaba que las infidelidades de Eduardo molestaban a Isabel más de lo que ella aparentaba. De lo contrario, ¿por qué le disgustaba tanto Hastings? Pues Hastings era algo más que el lord chambelán. Aunque los separaban once años de edad, Will Hastings era el amigo más íntimo y el compañero de jarana favorito del rey, que tenía veinticinco años.

No había nadie más en la cámara. Juan frunció el ceño, intrigado, y luego vio la puerta cerrada y entendió.

– ¿Están dentro? -preguntó, y Hastings asintió.

– Ned tiene razón en esto, ¿sabes? -murmuró.

– Lo sé, Will. Una vez que se firme el tratado, Carlos restaurará el libre comercio y levantará ese maldito embargo sobre la importación de lana inglesa.

Para sorpresa de Juan, Will meneó la cabeza.

– ¿A qué te refieres? ¿Acaso niegas que Borgoña siempre fue nuestro mejor mercado para el comercio de telas?

– Claro que no. Las consideraciones comerciales influyeron mucho en Ned. Tanto, creo, como su convicción de que buscar la amistad de Luis de Francia es abrir el establo de par en par y permitir que el lobo conviva con las ovejas. No, no me refería a eso. Sólo digo que, aun si pensara que Ned se equivoca al favorecer a Borgoña sobre Francia, afirmaría que él tiene razón y mi cuñado Warwick está equivocado. En resumidas cuentas, Ned es el rey.

Juan coincidía con lo que decía Will. Pero la razón y la pasión pueden existir con mutua independencia. Aunque estuviera enfadado con su hermano, no toleraba que un extraño lo criticara.

– ¿Acaso estáis sugiriendo que necesito que me recordéis semejante cosa, lord Hastings? -dijo fríamente.

Will lo miró con tristeza.

– No, Johnny. Tú eres el que menos necesita que se lo recuerden.

Voces airadas estallaron en la cámara contigua. La puerta se abrió con tal violencia que los antiguos goznes chirriaron y la gruesa falleba de metal se deslizó hacia abajo y se torció. Oyeron la voz de Warwick con alarmante claridad.

– ¡No tengo por qué escuchar esto!

Caminó hacia la salida, pero giró sobre los talones cuando Eduardo volvió a tirar de la puerta con igual fuerza.

– ¡Claro que sí! ¡Aún no os di la venia para iros, milord!

– ¿Cómo te atreves a hablarme así? -replicó Warwick, y añadió con socarronería-: ¡Parece que habéis olvidado, majestad, que llegasteis al trono gracias a mí!

– ¿De veras? ¿Así habla el vencedor de San Albano? -Warwick estaba rojo, pero se sonrojó aún más cuando Eduardo añadió con voz hiriente-: Nunca he negado la ayuda que me diste, y has recibido una generosa recompensa por ello. Pero jamás hiciste rey a nadie, primo. Sí, hablaste en mi nombre, argumentaste que me correspondía la corona. Pero también estuviste a punto de perderlo todo con el error garrafal que cometiste en San Albano. Si yo no hubiera vencido en Mortimer's Cross, Londres se habría rendido a Lancaster sin un gimoteo de protesta. Será mejor que pienses en ello, primo, antes de hacer afirmaciones que no tienen más sustento que el aire.

Juan sintió un mareo. Notó que éste era un resentimiento que había carcomido a Eduardo durante años, y era justo reconocer que había verdad en las palabras de su primo. Pero también sabía que su hermano nunca perdonaría a Eduardo por decirlo.

– ¡Y vaya rey que tenemos! ¿Qué habéis hecho con vuestra corona, majestad? ¡Muy poco, aparte de llevar golfas a vuestro lecho y traer a los Woodville a la corte! ¡Y no olvidemos el indulto concedido a un hombre que sólo mèrecía cinco minutos con su confesor! ¡Un hombre que os puso en ridículo antes de que se cumpliera un año!

– No debo rendir cuentas de lo que hago. Y a vos menos que a nadie, milord. Pero os diré una cosa. Hace más de tres años que me echáis en cara lo de Somerset, y estoy harto de oírlo mencionar. Será mejor que no hables más de ello, primo.

– ¿Me amenazas?

– Tómalo como quieras, mientras lo tengas en cuenta.

Juan cayó en la cuenta de que una veintena de personas presenciaba el altercado entre su primo y su hermano por la puerta abierta. Casi tan pasmado por eso como por las palabras que se decían, se dirigió a la puerta, vio que Will tenía la misma idea.

Will se disponía a cerrar la puerta ante la cara fascinada de esos espectadores indeseados, pero en cambio la abrió de par en par.

– ¡Madame! -exclamó con alivio.

Por un instante de horror, Juan temió que Will se dirigiera a la reina; su aparición habría sido calamitosa. Will retrocedió, la mujer entró en la cámara, y Juan exhaló para aflojar la tensión. Era la duquesa de York.

Ella no esperó a Will, y cerró la puerta con firmeza. Ojos grises y fríos escudriñaron cada rostro.

– ¿Y bien? -dijo al fin-. ¿No piensas saludarme, Eduardo?

Eduardo logró esbozar una tensa sonrisa.

– Perdona mis modales, ma mère.

Apartando los ojos de su hijo mayor, ella no miró a Jorge sino a Warwick, extendió una mano esbelta.

Él se la llevó a los labios, pero supo ocultar su furia igual que Eduardo. Si Cecilia lo notó, no dio el menor indicio.

– Bienvenido a casa. Me interesaría mucho oírte hablar de tu viaje a Francia. Por favor, sobrino, cena conmigo esta semana, y cuéntame-lo todo.

Ese trato familiar logró aflojar parte de la tensión, quizá tanto como su conducta impecable. Warwick asintió. Rara vez era grosero con una mujer, y menos con ésta.

– Con placer -dijo, manifestando una emoción que discrepaba con la expresión de sus ojos.

– Bien -dijo Cecilia con calma.

Nadie más habló.


Jorge esperó unos discretos momentos después de la partida de Warwick antes de seguir a su primo. Estaba azorado porque había visto a Eduardo tan furioso, y decidió que no vendría mal ser circunspecto. Sin embargo, la voz de su madre lo detuvo en la puerta.

– Tu primo no necesita que lo escoltes hasta su hogar, Jorge -dijo incisivamente, y Jorge se ruborizó. Aunque se repetía que a los diecisiete años ya era un hombre cabal, su madre lograba demoler su compostura sin el menor inconveniente.

– En verdad, ma mère, me proponía… buscar a Dickon. Me pidió que lo encontrara en Westminster esta mañana.

Vio que ella lo miraba con escepticismo y se dispuso a explayarse sobre su coartada, sabiendo que Ricardo lo respaldaría, pero Eduardo intervino.

– Dickon tendrá que apañarse sin tu compañía -dijo, tan impasiblemente que Jorge no distinguió si Eduardo le creía o se permitía un sarcasmo.

– ¿Por qué? -preguntó con incertidumbre. Odiaba el modo en que Eduardo podía hacerle sentir como un joven zafio, sin aplomo ni refinamiento. A veces pensaba que Eduardo lo hacía adrede.

– Nuestro primo de Warwick trajo a Inglaterra mucho más que los buenos deseos del rey francés. También trajo una delegación francesa. Le dijo que sería acogida en la corte esta tarde. Quiero que estés ahí para recibirla, Jorge, en mi nombre. -Una pausa-. ¿Crees que podrías actuar en mi nombre… para variar?

Jorge tragó saliva.

– Soy tu hermano. ¿Por qué no actuaría en defensa de tus intereses? -desafió, y sintió alivio cuando Eduardo decidió pasar por alto el comentario.

Cuando Jorge salió de la cámara, Eduardo se volvió hacia Juan por primera vez.

– Lo lamento, Johnny. Las palabras que oíste no estaban destinadas a tus oídos. -Señaló la pequeña cámara con la cabeza-. No estaban destinadas a salir de esas cuatro paredes.

En ese momento, Will Hastings reapareció con un hombre ricamente ataviado que tenía el rostro delgado y una apariencia poco imponente, a pesar de sus finas prendas. Sin embargo, Eduardo lo recibió con una sonrisa de genuino placer, y se volvió hacia su madre-Madame, quiero que conozcáis al seigneur de la Gruuthuse, uno de nuestros buenos amigos de Borgoña. ¡Uno de los míos, ciertamente!

Se acercó al enviado de Borgoña con la calidez que era, al mismo tiempo, el secreto de su popularidad entre sus súbditos y un motivo de irritación para sus lores, que juzgaban que su conducta informal no convenía al ungido de Dios. Pero cuando Eduardo se volvió con la intención de presentar a Gruuthuse, descubrió que su primo Juan se había ido.


Juan, que no era hombre de perder tiempo, se encontró errando sin rumbo por Westminster. No quería ir a casa. Consideraba que Isabel era una esposa perfecta en todo sentido, pero no quería acongojarla con su zozobra, y menos alarmarla con sus malos presentimientos. Había ciertos problemas que un hombre debía afrontar por su cuenta.

Menos aún quería ir al Herber. En ese momento, no deseaba ver a su hermano. Sus hermanos, se corrigió. Ni el conde ni el arzobispo. No quería pensar en lo que harían ahora, el hermano a quien habían privado de la cancillería y el hermano a quien habían negado sus sueños de gloria. Los sueños que le había servido con cuchara de plata Su Astutísima Gracia, el cristiano rey de Francia. Juan maldijo entre dientes, largo rato. No le ayudó.

Se encontró ante la puerta que conducía del patio interno al terreno de la abadía, la atravesó. La cortesía lo obligó a detenerse para intercambiar un envarado saludo con Anthony Woodville, y ese encuentro le agrió más el ánimo. Pero al acercarse a la capilla de la Virgen vio a George Norwich, el lord abad, y con él a la persona que ansiaba encontrar, la única que podía entender cómo se sentía. Se detuvo, esperó a que Ricardo se le acercara.

Al principio no hablaron; había demasiada gente en las cercanías. Entraron en la abadía por la puerta privada del rey, se detuvieron ante la pila de agua bendita y cruzaron el transepto sur, saliendo por la puerta este de los claustros. A la derecha estaban los cubículos donde los monjes estudiaban y copiaban salmos, evangelios y algún que otro manuscrito. Echaron a andar por la vereda este, hacia la casa capitular. Sólo entonces Ricardo habló.

– ¿Qué sucedió, Johnny? ¿Fue desagradable?

– Sí -respondió Juan sin rodeos-. Muy desagradable. -Miró a Ricardo con curiosidad-. Tu hermano Jorge estaba allí para oírlo por su propia cuenta. Tú también pudiste estar allí, Dickon. ¿Por qué no estuviste?

– No quería estar -dijo Ricardo, y al cabo de un instante Juan asintió.

– Nadie puede culparte por eso. -Hizo una mueca, sin siquiera darse cuenta-. Pero pudo haber sido peor. Afortunadamente apareció tu madre, por casualidad. De lo contrario… -Entonces vislumbró la verdad. Miró a Ricardo y se echó a reír-. ¡Debí comprenderlo de inmediato! ¡Vaya, Dickon, eso fue pura inspiración!

Ricardo parecía complacido, con la alabanza y consigo mismo.

– No -dijo-. Fue pura desesperación.

Se quedaron mirando el florecido jardín interno.

– No se me ocurría otra cosa, Johnny. A mi madre no le agradó sobremanera que la despertara a medianoche pero, una vez que dejó de gritarme, aceptó que hacía tiempo que debía hacer una visita a Westminster. -Ricardo sonrió, pero de inmediato se puso serio-. Fue fácil enterarme de la hora a que mi primo era esperado en Westminster esta mañana. En la corte lo sabían todos -suspiró.

Casi habían llegado a la casa capitular y ambos se detuvieron, eludiéndola de común acuerdo, pues la casa capitular de la abadía era el sitio donde se reunían los Comunes y ninguno de los dos estaba de ánimo para lidiar con políticos.

Dieron media vuelta y desanduvieron el camino.

– ¿Cuántos años tienes, Dickon… catorce?

– Cumpliré quince en octubre. -Ricardo vaciló y luego barbotó-: Es una desgracia tener catorce años, Johnny.

Ese exabrupto era tan inusitado que Juan tuvo que sonreír.

– Si mal no recuerdo, tampoco me agradaba tener catorce. Tienes que soportar esos interminables sermones de los mayores, te guste o no. -Vio que Ricardo sonreía y añadió de buen humor-: No, no es divertido tener catorce años, ¿verdad? Si no te hacen arder las orejas con consejos que no deseas, te calientan las posaderas con una rama de encina. O estás alborotado porque has descubierto al bello sexo y no sabes cómo reaccionar.

Ricardo aún sonreía, pero ahora también se sonrojaba, y Juan sonrió a su vez.

– Ánimo, Dickon. Lo primero pasará. Y lo otro… bien, pronto lo descubrirás, sin duda -dijo, con evidente afecto en la voz.

– ¡Jesús, eso espero!-le confió Ricardo, apreciando su calidez.

Había querido ser irónico, pero en cambio sonó anhelante. Se sonrojó más y se rió de sí mismo. Juan también se rió. Sabía que ya había pasado el tiempo en que Ricardo acudiría a Warwick. Tampoco pensaba que el muchacho abordara a Eduardo. En cuestiones carnales, Eduardo era demasiado experto. El mero hecho de que Eduardo no tuviera inhibiciones sería inhibitorio para un mozo, sospechaba Juan.

Miró a Ricardo y un pensamiento sombrío le cruzó la mente, en el mismo instante en que una nube ondeante tapaba el sol. Cuando su hijo llegara a la edad de Ricardo, ¿contaría con alguien que le ofreciera consejo y tranquilidad? Miró la nube, sintió una punzada supersticiosa, se deshizo del mal presagio.

– Yo tenía casi dieciséis años cuando me acosté con una muchacha por primera vez -comentó con aire indolente-. En un establo, nada menos. Tardé dos días en quitarme la paja del cabello.

Ricardo parecía muy interesado.

– ¿Casi dieciséis? -preguntó, tratando de decirlo con delicadeza-. ¿No fue un poco… tarde, Johnny?

– No se trata de que sea tarde o temprano, Ricardo, sino de estar preparado. Cuando lo estés, serás el primero en saberlo. Desde luego, debe presentarse la oportunidad. De lo contrario, estar preparado no te servirá de nada.

Ricardo digirió esto en un pensativo silencio.

– Ned tenía trece -dijo-. Él me lo contó.

– No lo dudo -dijo Juan secamente, y lo encaró con una súbita seriedad que lo sorprendió a él tanto como a Ricardo-. Harías bien en no medirte con el rasero de Ned. Él se rige por sus propias leyes, en muchos sentidos. No pongas esa cara. No estoy diciendo que esas leyes sean erróneas, sólo que son las suyas. Y cuando trates de ponerte las botas de otro, descubrirás que no te quedan cómodas.

Ricardo frunció el ceño.

– ¿Eso es lo que hago?

– A veces. Creo que Edmundo también lo hacía, y habría sido mejor que no lo hubiera hecho.

Ricardo no se sentía cómodo hablando de su hermano muerto; trataba de no pensar en el invierno de 1461. Y no le gustaba lo que Juan acababa de decir sobre Eduardo, aunque sabía que era bien intencionado.

Ya habían recorrido toda la vereda norte, pasando frente a los industriosos monjes, que ni siquiera se dignaron alzar la vista.

– Aún sigo pensando que ésta es una edad pésima -dijo Ricardo, y Juan lo estudió con una mirada reflexiva, y de golpe entendió a qué se refería el muchacho.

Ricardo estaba de pie bajo el sol, que se reflejaba en el cuello yorkista enjoyado de rosas y soles que llevaba sobre los hombros, y en la daga reluciente que llevaba en la cadera, el regalo de su primo. Juan miró una y otra vez el cuello yorkista y la daga.

– ¿Porque te sientes impotente, escindido entre dos lealtades? -preguntó.

Ricardo asintió y Juan le apoyó la mano en el hombro.

– Lamento decirte, muchacho, que la edad no tiene nada que ver con lo que sientes ahora. Verás, Dickon, yo tengo treinta y seis años y todavía me duele, aunque me niegue a reconocerlo.

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