La máscara!
Alguien había vuelto a utilizar la máscara. Mucho antes de lo esperado.
De haberse encontrado encarnado en su aspecto humano, Ulma Tor habría sonreído. Pero ahora era una gran sombra alada, compuesta a medias de sustancia normal y de materia oscura: la forma más parecida que podía adoptar a la que tenía antaño, cuando era uno de los Tíndalos en la vastedad del Onkos, cuando podía desplazarse a su antojo por diez de las once dimensiones.
Antes de su fallida rebelión por conquistar la undécima.
Era mejor apartar a un lado los recuerdos, porque sobrepasaban su capacidad. La complejidad del Onkos era tal que, para abarcarlo, la mente de Ulma Tor tendría que haber pensado en más dimensiones de las que tenía a su disposición. Ahora su cerebro se veía obligado a procesar informaciones, previsiones y memorias sujetándose a las limitaciones de la Brana en la que estaba desterrado. O más bien refugiado.
Volvamos a la máscara. Todo a su tiempo, pensó con cierta tristeza, pues cuando habitaba en el Onkos el tiempo no suponía ninguna limitación.
Extendió las alas, para lo cual tuvo que aplanar aún más su cuerpo. Se dejó flotar en aquel enorme espacio como una hoja en el viento, disfrutando de la cálida luz que recibía su superficie inferior, bañándose en el haz de energía azulada que brotaba del polo norte del Prates y mantenía el campo de contención de la ciudad prohibida de Tártara.
Reponiendo fuerzas.
Había intentado hacerlo dos años y medio atrás, después de luchar contra el cachorro de Kalagorinor en una selva perdida al oeste de Tramórea. En aquel entonces, cuando volaba hacia el Prates para recuperarse, acabó prisionero de Undraukar. El llamado Rey Gris lo encerró en la torre espacial de Etemenanki, donde se dedicó a atormentarlo físicamente y, casi peor, a sermonearlo con lecciones de historia, de ciencia y de filosofía.
Gracias a Derguín Barok, o Gorión como él quería ser llamado, Ulma Tor había logrado escapar de su encierro. Como beneficio subsiguiente, y de ningún modo desdeñable, el Rey Gris había muerto. Eso significaba que los sortilegios que mantenían a los dioses alejados de Tramórea habían desaparecido.
A Ulma Tor los dioses de esta Brana le resultaban casi tan indiferentes como los humanos. Que lucharan entre ellos, que se creyeran omnipotentes si así se divertían.
Sólo le interesaba uno de ellos. Y ése no habitaba en el Bardaliut como los demás, sino que dormía encerrado dentro de una tumba de basalto. Tubilok, el llamado dios loco, era la clave para regresar al Onkos y desafiar al poder infinito de las Moiras. De hecho, Tubilok lo había intentado y había fracasado, como después fracasaría Ulma Tor.
Ellos dos no eran los primeros que se habían rebelado. El destino habitual de los temerarios que querían suplantar a las tres Moiras era la aniquilación. En algunos casos, no sólo la suya, sino también la de las Branas de las que procedían. Las vastas energías liberadas en aquellas destrucciones servían a las Moiras para crear nuevos universos en su juego eterno.
Tubilok había conseguido salvarse de tal destino refugiándose de regreso en su propia Brana -ejemplo que luego imitó Ulma Tor-. En opinión del Rey Gris, la incursión en el Onkos le había costado la cordura: aunque Tubilok se considerara un dios, no dejaba de ser en origen una criatura nacida en un universo que sólo poseía tres dimensiones espaciales y una temporal. Pero ¿qué sabría el Rey Gris?
Además, si Tubilok estaba loco, a Ulma Tor le daba igual. Cualquiera capaz de concebir en su cerebro la realidad del Onkos, de asomarse a él, tenía por fuerza que parecer un demente en este limitado mundo, en esta cárcel a la que Ulma Tor se veía constreñido.
Loco o cuerdo, si Tubilok accedía a aliarse con él, ambos podrían abrir la puerta del Prates, regresar al Onkos y, combinando sus conocimientos, enfrentarse a las Moiras con algunas posibilidades de éxito.
Para eso había fabricado la máscara, que permitía comunicarse con el dios dormido saltándose las limitaciones del espacio y atravesando las barreras con las que Tarimán había rodeado su tumba de basalto. Dicha comunicación la realizaba Ulma Tor utilizando intermediarios humanos por dos razones. La primera, evitar que las Moiras o sus esbirros los Tíndalos, sus antiguos congéneres, rastrearan dónde se encontraba.
La segunda era que, cuando Tubilok se adentró en el Onkos y libró su guerra contra las Moiras, Ulma Tor no sólo no lo ayudó, sino que luchó contra él. En cierto modo, Tubilok podía tener motivos para considerar que Ulma Tor lo había traicionado, y eso no lo haría precisamente más receptivo a la idea de una alianza.
Por eso era mejor para Ulma Tor no buscar un acercamiento directo. Ya que Yibul Vanash y su horda de fanáticos habían desaparecido del tablero de juego, ¿por qué no aprovecharse de aquella mujer que había respondido a la llamada de la máscara?
Además, podía producirse una deliciosa ironía. Gankru y Molgru, los llamados hijos de Tubilok, los demonios metálicos que Ulma Tor pensaba utilizar para romper los encantamientos que encerraban al dios loco en su tumba, habían sido destruidos. El tercero, Aridu, no había llegado a activarse, y lo más probable era que a estas alturas ya fuera inservible para los propósitos de Ulma Tor.
La ironía estribaba en que a uno de ellos, a Gankru, lo había destruido Derguín usando la Espada de Fuego. La misma arma que, desaparecidas las tres criaturas metálicas, tal vez serviría ahora para liberar a Tubilok de su encierro.
Sí, aquello habría merecido una sonrisa, de haber tenido labios. Ulma Tor siguió flotando plácidamente sobre el haz de energía. El juego había cambiado, pero aún tenía opciones de ganar si usaba sus piezas con habilidad.
Por el momento, permitiría que aquellas piezas actuaran por su cuenta. Presentía que todas ellas iban a moverse por sí solas hasta situarse en las casillas que a él más le convenían.
Quién sabe, pensó. No era imposible que todo se malograra, que la alianza entre Ulma Tor y Tubilok no llegara a cuajar. Como tampoco lo era que, aunque ambos unieran sus poderes para luchar contra las Moiras, fracasaran de nuevo en su empeño y acabaran destruidos junto con Tramórea y todo el patético universo en el que flotaba aquel patético mundo.
Pero Ulma Tor tenía alma de jugador. Por el premio merecía la pena correr cualquier riesgo, pues no era otro que el dominio absoluto de toda la realidad.