RUINAS DE NIDRA

¡La espada!

Derguín despertó de golpe y se incorporó sobresaltado. Las brasas apenas emitían un tenue resplandor. Su mano palpó a la derecha, buscando la familiar empuñadura de Zemal.

No estaba allí.

La había visto en su sueño. Era como si hubiese mirado a través de los minúsculos ojos de la cabeza tallada en el pomo. Muchas sombras a su alrededor y una superficie plana y oscura en la que se reflejaban las estrellas y el Cinturón de Zenort.

Tenía que ser una pesadilla. Nadie podía coger la Espada de Fuego, y menos guardándola él tan cerca de su cuerpo. Había un candil apoyado en una pared, pero tenía demasiada prisa y estaba demasiado nervioso para entretenerse encendiendo fuego. Tomó el globo de papel de seda en el que dormitaba el luznago y lo zarandeó hasta despertar al insecto. Su resplandor azul se avivó poco a poco y alumbró la estancia.

Baoyim se tapó los ojos y empezó a removerse. Kybes siguió roncando panza arriba, con la boca abierta.

La manta de Ariel estaba extendida en el suelo, pero la niña no se encontraba ni encima ni debajo de ella. Tampoco había rastro de Zemal.

Una de las cosas que Derguín había aprendido del maestro que le enseñó las primeras letras y números en Zirna era que dos y dos siempre suman cuatro. En la historia conocida de la Espada de Fuego, sólo una persona que no fuera el legítimo Zemalnit la había empuñado y sobrevivido para contarlo. O más bien, para no contarlo, ya que Derguín se lo había prohibido de forma tajante.

Y esa persona era la pequeña Ariel.

Nunca le había puesto la mano encima, pero ahora empezó a mascullar que le iba a despellejar el trasero, que le iba a cortar la melena al cero y amenazas similares. Cogió las botas para ponérselas, pero incluso en su impaciencia recordó que antes había que darles la vuelta y hurgarlas con un palo. El calzado humano era uno de los dormitorios favoritos de las tarántulas y escorpiones que infestaban la zona.

Mientras tanto, la Atagaira se incorporó, se frotó las sienes refunfuñando entre dientes, buscó el botijo y le dio un buen trago. Quien con vino se acuesta, con agua se levanta, pensó Derguín, pero no se hallaba de humor para decirlo en voz alta.

– Sigue durmiendo, Baoyim. No pasa nada.

– Cualquiera lo diría, tah Derguín. Parece que te hubiera picado una avispa. ¿Te ayudo?

– No, gracias. -Era la segunda vez que se le escapaba la lazada de la bota izquierda. Por fin, consiguió anudarla y se puso en pie-. Ya te he dicho que sigas durmiendo. Es noche cerrada.

Aunque Baoyim no fuera observadora, que lo era, se habría dado cuenta de que la espada que Derguín se ató a la cintura era un sable de Tahedo de


hoja curva.

– ¿Dónde está Zemal?

Derguín respiró hondo y trató de serenarse. El pánico empezaba a apoderarse de él y un sudor helado le corría por la frente y la espalda. ¿Que dónde está Zemal? Eso es lo que yo quisiera saber.

– Se la he dejado a Ariel para un recado.

– ¿Para qué clase de recado se puede usar esa espada?

Baoyim ignoraba que Ariel había utilizado a Zemal en el bosque de los inhumanos. Nadie lo sabía más que ellos dos. O eso creía Derguín hasta ahora.

Cerró los ojos y trató de concentrarse en el sueño, si es que era un sueño y no una visión. Esa superficie lisa como un espejo… Sólo podía ser agua.

– ¡El lago de Bórax!

Baoyim se había calzado sus propias botas y ya estaba en pie, un poco tambaleante.

– ¿Qué ha ocurrido, tah Derguín? ¿Es que Ariel te ha robado la espada? Eso es imposible.

– Debería serlo. Pero Zemal no está. Debo ir al lago.

– ¡Te acompaño!

– No hace falta.

– No te estoy pidiendo permiso, tah Derguín. -Baoyim levantó del suelo el peto, que tintineó como una cascada de monedas, y se lo echó por encima de los hombros-. Ayúdame a abrochármelo -añadió, ofreciéndole la espalda a Derguín-. ¿Despertamos a Kybes?

– No. Cuantas menos personas sepan lo que ha pasado, mejor. Tenemos que solucionar esto cuanto antes.

Derguín se dio cuenta de que estaba hablando muy rápido, tanto que casi tartamudeaba. Controla el miedo, se dijo, recordando un adagio de Uhdanfiún, o tu miedo será el dueño de tus acciones.

– Ponte tu armadura, tah Derguín -le dijo Baoyim.

– No tengo tiempo para eso ahora.

– Sin Zemal eres más vulnerable, y no sabemos qué está pasando. Podría ser una trampa. Recuerda que tienes enemigos. Que ambos tenemos enemigos.

Ziyam, pensó Derguín. Sí, tal vez era mejor perder unos minutos poniéndose la extraña armadura que le había servido para comunicarse con los inhumanos de Iyam.

Cuando terminaron, Kybes seguía roncando con tanto estrépito como un aserradero a pleno funcionamiento. Lo dejaron allí y salieron del edificio. Al atravesar las ruinas se cruzaron con una patrulla de vigilancia. Derguín prefirió no preguntar si habían visto a Ariel. Además, sabía que la niña podía ser sigilosa y huidiza como un duende.

– ¿Vamos a buscar mi yegua, tah Derguín?

– No. Si vamos a las caballerizas a estas horas organizaremos mucho revuelo.

Recorrieron la pequeña explanada delimitada por las paredes de la cárcava, un espacio en forma de U que antes de la batalla Kratos había bautizado como «la Palestra». Dejaron atrás los llamados «Cuernos» y salieron a la llanura por la que en época de lluvias corría el Argatul, que ahora de río sólo tenía el nombre.

A unos doscientos metros al norte se hallaba el antiguo campamento del Martal, donde durante los últimos días se habían acantonado las Atagairas. Se veían más luces de lo normal a esas horas de la noche y se oían voces, ruidos metálicos y relinchos.

– Están recogiendo el campamento -dijo Derguín-. ¿Lo tenían previsto para esta noche?

– No que yo sepa -respondió Baoyim-. Aunque no es que mis hermanas estén muy comunicativas conmigo últimamente.

No puede ser casualidad que se marchen sin decir nada justo la noche en que desaparece Zemal, pensó Derguín. Todo apuntaba a Ziyam.

Pero la visión le había mostrado el lago de Bórax, de modo que dejaron el campamento a su izquierda y se dirigieron al este.

– ¿Qué tal ves en la oscuridad, Baoyim?

– Me temo que poco mejor que tú.

Baoyim, una mutante entre las suyas, gozaba de la ventaja de no tener que cubrirse de día: su cabello, sus cejas y sus ojos eran oscuros y su piel se bronceaba bajo el sol. Como contrapartida, no era nictálope como el resto de las Atagairas.

Aunque lo agobiaba, Derguín decidió ponerse el yelmo. Tras el visor, las líneas del Maular dejaron de ser vagas sombras y se convirtieron en perfiles nítidos y recortados contra el negro del firmamento.

No tardó en encontrar huellas que a través del cristal se veían anaranjadas. Las pisadas correspondían a unos pies pequeños y cambiaban de separación a ratos: quien las había dejado alternaba entre caminar y correr.

Derguín se volvió hacia Baoyim. Con el visor aparecía pintada de colores extraños: la cara y las manos rojas, el pelo verdoso, el manto prácticamente azul. Comprendió que el casco captaba la temperatura. Si las huellas se veían anaranjadas, eso debía significar que eran lo bastante recientes para conservar el calor de su dueño. O, más bien, de su dueña.

En ese momento oyó el tamborileo de unos cascos y un familiar gorjeo. Se dio la vuelta y vio a Riamar. El unicornio no dormía en las caballerizas: Derguín lo dejaba libre para que pudiera vagar adonde se le antojase.

Tras el visor, su cuerpo blanco aparecía bañado en fantasmales tonos rojizos y amarillos, y el cuerno normalmente invisible brillaba como un retorcido estoque azul.

– Gracias, Riamar -dijo Derguín, palmeando el lomo del unicornio-. Contigo viajaremos más rápido.

Baoyim lo ayudó a montar, y luego Derguín le dio la mano a ella para que la Atagaira pudiera trepar, ya que el unicornio no llevaba silla ni estribos. Riamar arrancó en un ágil trote hacia el nordeste, siguiendo las indicaciones de Derguín.

No tardaron en llegar al lago. Allí, en una cala de orillas empinadas, Derguín encontró muchas más huellas. Baoyim seguía sin verlas, hasta que Derguín le prestó el casco.

– ¡Esto es cosa de brujería! -exclamó la Atagaira, que se dedicó a mirar en derredor para admirar el paisaje en esos nuevos tonos. Después se volvió hacia Derguín-. Es curioso, tu cara se ve roja, pero la armadura es completamente negra, como si ni siquiera existiera.

– Observa las huellas, por favor. ¿Reconoces el calzado?

Baoyim se agachó, sujetando el casco para que no se le moviera.

– Son botas de montar, y diría que de las nuestras.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque están mucho mejor fabricadas que las tuyas o las de la Horda… y tienen más tacón.

– Ya.

– Espera. También hay unos pies descalzos. No mucho más grandes que los de Ariel. O es un chico joven, o una mujer.

– ¿Cuántas pisadas distintas dirías que hay?

– No soy rastreadora, tah Derguín. Las huellas están muy mezcladas. Pueden ser cinco, diez, veinte, qué sé yo.

También encontraron señales de dos objetos anchos que habían sido arrastrados hasta el agua, uno más pesado que otro a juzgar por la profundidad del surco.

– Deben de ser dos barcas -dijo Baoyim, pasándole el casco a Derguín.

– O más bien balsas. El fondo es plano, sin marca de quilla. Si han cruzado el lago…

– Tendrán que haber desembarcado en algún otro sitio, y allí habrán vuelto a dejar huellas. El lago no es tan grande, tah Derguín. Podemos rodearlo.

En realidad, debía de tener cerca de treinta kilómetros de circunferencia, pero a lomos de Riamar no tardaron más de tres horas en recorrer sus orillas. Aunque se iban turnando con el yelmo, no hallaron más pisadas. La única muestra de vida eran algunos flamencos que dormitaban apoyados en una sola pata. A través del cristal se veían prácticamente tan rosados como a la luz del día.

Cuando llegaron de nuevo a la cala, las pisadas ya se veían de un tenue color verdoso que empezaba a confundirse con el suelo.

– Nos hemos saltado algo -dijo Derguín-. Tiene que haber huellas en algún otro lugar. En el lago no estaban, y no pueden haber desaparecido sin dejar rastro.

– No nos hemos saltado nada, tah Derguín. La magia de tu yelmo es poderosa. Si hubiesen dejado más huellas, nos las habría revelado.

– ¿Por qué me ha hecho eso? No puedo creerlo. Ariel…

– Esto es cosa de Ziyam -dijo Baoyim-. Podría haberlo dudado si no hubiera visto las pisadas de esas botas.

– Yo también lo sospecho. Pero ¿por qué habrá accedido Ariel a seguirle el juego?

No podía creer que Ariel lo hubiera traicionado. Sus nervios se tensaban más a cada instante, como cuerdas de arco. Ya había estado una semana sin Zemal, y había sido una enfermedad, con fiebres, insomnio, vómitos y temblores. De pensar en lo que le esperaba, los síntomas se le empezaban a agravar.

– ¿Qué vas a hacer ahora, tah Derguín?

– De momento, no decir nada a nadie.

– Por mi parte, mis labios están sellados. Pero deberías buscar algún sustituto para Zemal. O al menos para su empuñadura.

Derguín asintió. Ya lo había pensado.

Cuando regresaron a las inmediaciones del Kimalidú, las Atagairas ya habían terminado de levantar el campamento, en el que habían dejado abandonadas muchas tiendas. Demasiadas prisas, pensó Derguín. Al norte se veía una hilera de luces que subía por la ladera del Maular como una interminable procesión de luciérnagas.

– Debe de ser la retaguardia -dijo Baoyim.

– Vamos allá. Tengo que hablar con Ziyam.

– ¿Crees que es buena idea? No tienes a Zemal…

– Soy bien consciente de ello, no hace falta que me lo recuerdes. -Derguín tragó saliva y trató de respirar hondo, llenando el abdomen. Pero le costaba inspirar más que unas bocanadas de aire-. Lo siento, Baoyim.

– No importa, tah Derguín. Yo también estaría alterada si me hubieran… robado algo tan valioso.

– Es peor de lo que crees. Me contaste que en Atagaira hay mujeres tan adictas a la queruba que si dejan de masticarla un solo día sufren convulsiones y les salen espumarajos por la boca. Zemal es una droga mucho peor. Si no la recupero pronto, vas a ver cosas que no te gustarán.

Baoyim le rodeó el cuerpo con los brazos. Era el contacto más íntimo que podía conseguir, blindados como iban ambos.

– Soy tu portaestandarte, Zemalnit. Hagas lo que hagas, cabalgaré contigo hasta el fin del mundo y más allá.

Algo le dijo a Derguín que tal vez la Atagaira tendría que cumplir su promesa.

La caravana había tomado un sendero angosto pero poco empinado para ascender a la meseta que las llevaría hasta las montañas de su patria. Aun cargado con Baoyim, con Derguín y con las armaduras de ambos, Riamar subió ágilmente la misma ladera por la que había cargado contra los pájaros del terror, y así adelantó a la retaguardia de las Atagairas.

Una vez coronaron la cresta del Maular, siguieron galopando y preguntando a las unidades que se encontraban a su paso. Por lo que les dijeron, como ya sospechaba Baoyim, el batallón de Acruria viajaba en segundo lugar, mientras que las guerreras de la marca de Bruma cabalgaban en vanguardia por si surgía algún peligro.

Infatigable, Riamar siguió adelantando unidades, hasta que llegaron al segundo batallón de marcha. Allí, una oficial del Teburash informó a Derguín de que la reina estaba indispuesta y viajaba en el mismo carruaje cerrado que transportaba el féretro de la difunta Tanaquil.

– Necesito hablar con ella.

– Es imposible, Zemalnit. La reina ha dado orden de que nadie la moleste. Nadie te incluye a ti.

De haber tenido la Espada de Fuego, Derguín se las habría arreglado para saltarse esa orden. Evidentemente, en tal caso no se habría molestado en perseguir a la caravana de las Atagairas en una noche sin lunas.

– Esto me huele muy raro -comentó, mientras se apartaban del convoy y desmontaban para descansar un rato-. ¿La reina viajando en carro?

– Nuestra Nenúfar siempre fue muy delicada. ¿Has oído el relato de la princesa que durmió sobre siete colchones y aun así notó el garbanzo que le habían puesto debajo?

Derguín conocía el cuento, pero meneó la cabeza.

– No creo que sea eso. La he visto cabalgar a la batalla. Sabe ser dura cuando quiere. Creo que no viaja con la caravana. Se dirige a algún otro sitio.

– ¿Por qué? ¿Qué podría pretender?

– No tengo ni idea. ¿Convertirse en una especie de Zemalnit a través de Ariel?

Mientras circunvalaban el lago, Derguín le había confesado a Baoyim lo que pasó en aquel bosque de Iyam cuando Ariel empuñó la espada.

– Deberíamos regresar, tah Derguín. De momento, no podemos hacer nada más.

Baoyim llevaba razón. Lo único que podía esperar Derguín era que Ariel volviese a desenvainar la Espada de Fuego. Tal vez así recibiría alguna pista de su paradero.

Por desgracia, eso tardaría varios días en ocurrir. Y para entonces ya no habría modo de detener el desastre.

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