10 DE BILDANIL DEL AÑO 1002 DE TRAMÓREA
NARAK

Esto es lo que queda de la orgullosa Narak…

Derguín se secó los ojos. Quiso pensar que las lágrimas se debían al viento frío que soplaba allí arriba y no a la tristeza por la destrucción que estaban contemplando. Para divisar mejor la Buitrera, el distrito alto donde había vivido durante dos años, se inclinó sobre el cuello del terón, aferrándose con la mano izquierda a la cresta naranja que coronaba la cabeza de la gran bestia alada. Después de un día entero viajando a dos mil metros sobre el suelo, el vértigo inicial se había mitigado. Al fin y al cabo, ¿no había ascendido hasta las alturas inconcebibles de Etemenanki, donde incluso el azul del cielo se convertía en el negro de una noche perpetua?

– Dijiste que pensabas apoderarte de ella a sangre y fuego -comentó Mikhon Tiq. Aunque viajaba a horcajadas detrás de su amigo y agarrado a sus hombros, era él quien controlaba al terón con sus poderes de Kalagorinor.

– Sabes que no hablaba en serio. No soy un Aifolu sediento de sangre.

Aquellas palabras las había pronunciado Derguín en la noche de la celebración, tras la increíble victoria en la batalla de la Roca de Sangre. Después de recibir la corona de oro como guerrero más valeroso del combate, había estado bebiendo, comiendo y bebiendo todavía más hasta que el sol asomó sobre las cumbres nevadas de Atagaira. Era disculpable que se le hubiera calentado la boca al recordar lo sucedido en Narak dos meses antes: un jurado de cincuenta ciudadanos Narakíes lo había condenado a muerte por el supuesto asesinato de su amigo Krust; el politarca Agmadán, principal dirigente de la ciudad, le había arrebatado a la hermosa Neerya y le había robado su espada Brauna, un tesoro heredado de su padre; y una turba de presuntos descontrolados había incendiado su casa y su academia militar y había asesinado en una cobarde emboscada a sus cadetes, los Ubsharim.

Derguín llevaba desde entonces rumiando su venganza, masticándola como cebada mezclada con cáscara de huevo y granos de arena. Ansiaba desquitarse de Agmadán y unos cuantos traidores más, pero jamás habría quemado o derruido ni uno solo de los edificios de Narak, la ciudad más hermosa que había conocido, con permiso de la montañosa Acruria, capital de Atagaira.

La belleza de Narak era ya sólo un recuerdo. Guiado por Mikha, el terón sobrevoló en círculo el contorno de la caldera. Pasaron a apenas diez metros sobre el aguzado pico de la Buitrera, la roca más alta de la ciudad. Bajo aquella pared vertical se abrían varias terrazas, unas naturales y otras excavadas. En ellas, a casi mil metros sobre las aguas de la bahía, se levantaban el Arubshar y la morada de Derguín. O más bien se habían levantado: ambas habían ardido dos meses atrás, en la conspiración urdida por Agmadán y el sobrino de Krust.


Pero ahora sus ruinas humeaban de nuevo, y esta vez las columnas negras no brotaban de las vigas de madera, los muebles o los cortinajes, sino de los propios sillares de piedra, como si los hubieran abrasado las llamas sobrenaturales de un dragón. De los cientos de árboles que sombreaban miradores y galerías no quedaba ni rastro, y el resto de los edificios de la Buitrera habían sufrido el mismo destino que el Arubshar.

Mientras el terón proseguía su vuelo, Derguín comprobó que los templos y mansiones de los otros dos distritos altos, la Acrópolis y el Nido, se habían convertido también en amasijos fundidos de formas irreconocibles.

La bestia batió un par de veces sus alas, más de quince metros de punta a punta, haciendo restallar el aire como la vela de un navío, y con aquel impulso le bastó para seguir trazando el círculo de la caldera. Derguín apartó su manto, que le revoloteaba ante el rostro como una bandera, y miró al oeste. Allí se alzaban el Morro y el Colmillo, los dos promontorios de roca que cerraban la bahía como vigías silenciosos. De los fortines aparentemente inexpugnables que los coronaban apenas quedaban los cimientos. La torre de Barust, donde Derguín había pasado varios días cautivo antes del juicio, ya no existía: quienquiera que la hubiese destruido, lo había hecho con tal saña que incluso había abierto un enorme boquete en la roca natural donde antes se apoyaba el edificio, como un barbero que al arrancar una muela se hubiese llevado de paso media encía y un trozo de mandíbula.

– Vamos a descender -dijo Derguín-. Quiero ver qué ha ocurrido en la parte baja de la ciudad.

A la altura de la bahía, la devastación era incluso peor. Los puertos de Namuria y Tatros se habían unido en una sola ensenada. El farallón que los separaba había desaparecido. Allí debía estar el Albatros, la taberna donde Derguín solía reunirse con Krust y con el navarca Narsel; pero era como si nunca hubiese existido. Del crestón de piedra sobre el que se encaramaba tan sólo quedaban unas rocas requemadas que apenas sobresalían del agua. Los muelles antes grises se veían ahora negros y resquebrajados: sectores enteros se habían hundido en la bahía y otros se habían levantado en ángulos imposibles, como dientes cariados surgidos de la tierra.

Derguín tragó saliva. ¿Qué fuerza podía romper y desplazar de tal forma aquellas enormes masas de hormigón fraguado? De los centenares o miles de barcos que normalmente amarraban en ambos puertos no se veía ni rastro, y los montones de escoria de los que aún brotaban oscuras columnas de humo debían de ser las grandes grúas de estiba.

– Ningún ejército podría haber causado una destrucción así -murmuró Derguín, entre horrorizado y fascinado.

– Ni siquiera Gankru y Molgru tenían tanto poder -corroboró Mikhon Tiq.

Al recordar a Gankru, el demonio de metal candente contra el que había luchado durante la batalla de la Roca de Sangre, Derguín se llevó la mano a la cintura. Allí debía haber encontrado el pomo de Zemal.

Pero sólo halló la empuñadura de una espada normal, cuya hoja estaba forjada en acero y no en plasma ardiente. Los dedos de Derguín se contrajeron y un doloroso calambre le corrió hasta el codo. Sus pulsaciones se desbocaron y, pese al aire fresco que soplaba contra su rostro, notó cómo la cabeza se le calentaba y la frente se le perlaba de sudor.

Ni un borracho privado de vino durante un mes habría sufrido tal malestar físico. Como había hecho a menudo desde que conquistó a Zemal en la isla de Arak, Derguín se preguntó si él era el dueño de la Espada de Fuego o la Espada de Fuego lo señoreaba a él.

– No pienses en ella ahora -le dijo Mikha. Los dedos de su amigo se clavaron en sus hombros, y de ellos brotó una corriente cálida que atravesó el cuerpo de Derguín y disolvió la bola ácida que se había formado en su estómago.

El Zemalnit -el Zemalnit desposeído, se recordó- respiró hondo y controló aquella crisis.

Al menos controló los síntomas del cuerpo. Resultaba más difícil interrumpir la reata de pensamientos que acudía a su mente.

Era la segunda vez que lo apartaban de la Espada de Fuego. La primera había sido por la traición de Agmadán, un personaje de quien cabía imaginar cualquier felonía.

Pero Ariel… ¿Cómo iba a esperar que la pequeña Ariel, la misma que le había salvado la vida en las tierras salvajes de los inhumanos y le había bordado el estandarte antes de la gran batalla, le robara el arma de los dioses?

Era cierto que Ariel poseía una ventaja sobre Agmadán. Por algún extraño hechizo, obra tal vez del herrero divino Tarimán, la niña podía blandir la Espada de Fuego impunemente. Cualquier otro que intentara sacarla de la vaina se convertiría en un montón de cenizas. De modo que, quienquiera que hubiese convencido a Ariel para hurtársela, no sólo quería privar a Derguín de su arma. También pretendía que Ariel la utilizase.

Derguín estaba seguro de quién era la inductora de tal fechoría: Ziyam, la flamante reina de las Atagairas, a la que no había conseguido ver después del robo. En cuanto al motivo, mucho se temía que aquella aniquilación que contemplaban guardara alguna relación directa o indirecta con la Espada de Fuego.

Lo cual, como Zemalnit, su legítimo propietario, lo convertía a él, de algún modo, en responsable de la destrucción de Narak.

El terón se posó en una roca y plegó las enormes alas, apoyando las garras en la piedra. Aun dobladas, las alas se levantaban sobre su cabeza casi cinco metros, como las velas de un balandro. Sus pasajeros pusieron pie en tierra. Derguín abrió las musleras de la armadura y se masajeó las piernas y las caderas, doloridas de viajar a horcajadas durante horas.

Allí, en la parte central de la bahía, se extendía antes la playa de la Espina, así como el paseo marítimo donde se montaban los tenderetes del gran mercado de Narak. Ahora tanto la playa como el paseo habían desaparecido, y sólo quedaban cascotes abrasados contra los que se estrellaban las olas.

Derguín se volvió y levantó la mirada. A poca distancia se alzaba un farallón vertical, la pared exterior del templo de Manígulat, un santuario excavado en la roca. Allí había antes un relieve pintado de más de treinta metros de altura que representaba el combate del rey de los dioses contra su hermano, el rebelde Tubilok. De aquella magnífica obra no quedaba ni rastro, y la roca antaño rojiza del fondo se veía ahora negra y surcada por profundas hendiduras, como arañazos de una bestia colosal.

Saltaron entre las rocas azotadas por la marea, salpicados por una espuma más gris que blanca, sucia de cenizas, escorias y restos difíciles de identificar. Por fin llegaron a una zona donde al menos el suelo seguía siendo casi horizontal. Allí, entre la explanada y una ladera menos pronunciada que las demás paredes de la caldera, se extendía el populoso distrito del Nidal. Ahora no era más que una escombrera. En muchas zonas la roca se había fundido, adoptando formas caprichosas. Al ver algunas de ellas, Derguín no pudo dejar de pensar en deyecciones de vacas gigantes, una imagen incongruente entre tanta desolación.

– Hay algunas que todavía están al rojo -le dijo Mikhon Tiq, señalando unas piedras candentes y retorcidas que debieron ser las dovelas de un arco.

Apenas encontraron restos humanos ni animales. O los habitantes de Narak habían conseguido huir a tiempo o, como se temía Derguín, el fuego sobrenatural que había arrasado la ciudad los había reducido a vapor o a cenizas arrastradas por el viento.

– ¿Ese islote estaba allí? -preguntó Mikha.

Su amigo señaló al centro de la bahía, usando la siniestra vara negra que le había quitado al nigromante Ulma Tor. Derguín negó con la cabeza. Desde las alturas ya había reparado en aquel cambio. Cuando Narak aún existía, allí las aguas eran de un azul intenso y la profundidad, según las plomadas, superaba los quinientos metros. Pero ahora se veía un anillo de aguas más claras, verdosas, y en su centro se levantaba una isla nueva. Tenía unos treinta metros de diámetro y era de piedra negra, surcada por cicatrices rojas de las que se alzaban columnas de vapor. Roca fundida, había pensado Derguín al verlas. En el centro de aquel islote se abría un gran boquete, un embudo aún más negro que el basalto que la circundaba, como una cavidad conectada directamente con el oscuro corazón de Tramórea.

La brisa les trajo un olor a azufre y a ceniza tan intenso que Derguín tosió y tuvo que escupir para aclararse la garganta.

– Sospecho que lo que haya destruido Narak brotó de esa isla -dijo Mikhon Tiq.

Y Derguín sospechaba que tenía que ver con Ariel y con la espada. O, más bien, lo sabía. La noche anterior, mientras Mikhon Tiq invocaba al terón sobre una peña de los montes Crisios, él había recibido una segunda visión de Zemal. Confusa y caótica, imposible de interpretar. Pero en ella había fuego y poder desatado, ira y locura apenas contenidas. Y por un segundo había visto el rostro de Ziyam, alumbrado por las llamas, con los ojos congelados en un gesto de puro terror.

¿Qué habéis hecho las dos? ¿Qué maldición habéis despertado?

Derguín cerró los ojos, y durante un segundo vio de nuevo la pesadilla de su niñez. Las tres lunas que formaban un ojo triple en el cielo, un ojo que le prometía una implacable eternidad de frío y desnudez…

Derguín notó un roce en el hombro y dio un respingo.

– Mira arriba -le dijo Mikha.

Torció el cuello para escudriñar las alturas. Faltaban un par de horas para el anochecer. Rimom debería verse como una mancha azulada coronando el primer cuadrante de la bóveda celeste, pero brillaba casi como si fuese de noche y en fase de plenitud. ¿A qué se debía aquel resplandor innatural?

El prodigio aún no había terminado. El disco de Rimom siempre había sido liso, como el de las otras dos lunas. Pero ante los ojos atónitos de ambos amigos, se formaron en su superficie unas líneas oscuras que en cuestión de segundos trazaron el dibujo de un rostro severo y barbudo.

– ¿Qué portento es éste? -preguntó Derguín-. ¿De quién es esa cara?

– Yo lo sé. Ignoraba que lo sabía, pero lo sé.

Derguín se volvió hacia Mikha. Su amigo había hablado con voz inexpresiva y no parpadeaba.

– ¿Qué quieres decir?

Mikha pestañeó y salió de aquel breve trance.

– Soy un Kalagorinor, Derguín. Acuérdate de lo que nos dijo Linar: los Kalagorinór somos los que esperan a los dioses. Para esperarlos, debemos conocer sus rostros. Y ahora lo he recordado.

Derguín tragó saliva. Quizá todos los que estaban mirando al cielo en ese preciso momento tenían la misma impresión, pero lo cierto es que le pareció que los ojos de aquel semblante dibujado en el firmamento lo miraban a él, para recordarle que no era más que un insecto, un piojo pegado a la piel de Tramórea.

– ¿Quién es?

– Esa cara que ves en la luna azul es la de Manígulat.

¡Manígulat! El rey de los todopoderosos Yúgaroi, el señor de los dioses.

Unas semanas antes, en su agonía, el hechicero conocido desde tiempos ancestrales como el Rey Gris le había dicho a Derguín: «Yo vigilaba a los dioses. Ahora volverán. Yo se lo impedía. Los dioses vendrán».

Y había añadido algo más, pues consideraba culpable de su muerte a Derguín.

«No sabes lo que has hecho.»

– ¡Otro portento, Derguín! -exclamó Mikha, señalando hacia el norte.

En plena tarde, el cielo se llenó de luces, una lluvia de estrellas que se precipitaron desde las alturas y desaparecieron hacia el norte, a la derecha del promontorio del Morro, dejando durante unos segundos regueros incandescentes en el firmamento.

– Muchos creían que el fin del mundo sería el año Mil -dijo Mikhon Tiq con voz grave-. Al parecer, los dioses decidieron concedernos dos años de tregua. Pero ahora nuestro tiempo se agota.

Las estrellas fugaces eran algo más que una señal. Mil seiscientos kilómetros al norte, el fuego del cielo aniquiló a dos ejércitos que combatían bajo una ciudadela sitiada. Aunque ni Derguín ni Mikhon Tiq lo sabían todavía, la guerra contra los dioses ya había comenzado.

Y en esa guerra Derguín Gorión poco podría hacer sin Zemal, la Espada de Fuego que había empuñado en la batalla de la Roca de Sangre y que había perdido por una traición inconcebible.

Traición que había sido provocada por amor. El amor que tres mujeres, cada una a su manera, sentían por él.

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