TIENDA DE LA REINA ZIYAM, QUE ANTES LO FUE DE ULISHA

Al día siguiente a la batalla, Ziyam tuvo que reunirse con Kratos May. Puesto que Invictos y Atagairas se habían convertido en aliados improvisados, la reina y el general de la Horda decidieron redactar y firmar un pacto por el que se comprometían a no luchar jamás entre ellos. Kratos pidió a Ziyam que respetara el derecho de los Invictos a asentarse en Pasonorte, el feudo que les había prometido la reina de Malib.

– No nos gusta tener un ejército como el vuestro tan cerca de Atagaira – objetó Ziyam.

– Hay más de doscientos kilómetros hasta vuestras montañas -respondió Kratos-. Ni el más exagerado de los poetas podría decir que eso es «cerca».

En realidad, Ziyam ya había pensado en ceder a aquella exigencia, que consideraba razonable. Había más motivos para no empecinarse. Meses antes, cuando llegó la noticia de que la Horda Roja iba a establecerse en las tierras de Malabashi, la mayoría de las Atagairas se dedicaron a alardear de cómo iban a arrebatarles a sus miembros el título de «Invictos», junto con otros atributos. Pero a la hora de la verdad, las impresionaron el valor y la disciplina de aquellos hombres que se habían atrevido a lanzar un ataque contra un ejército diez veces superior. Ya no las entusiasmaba tanto la idea de enfrentarse a ellos, en parte por admiración y en parte por un sano temor.

De modo que Ziyam accedió, con la intención de apretarle las clavijas a Kratos en la negociación por el botín. Éste era mucho mayor de lo esperado; tanto que, al ver las cuentas, a los oficiales que acompañaban a Kratos y a las Atagairas del séquito de la reina se les iluminó la mirada con el brillo del dinero, y hubo quienes se frotaron las manos y se relamieron sin el menor recato. Telas, pieles, vestidos, especias, vino, cerveza, ganado, esclavos, ebanistería, candelabros, trípodes, calderos, herramientas, armas incontables, joyas, y sobre todo plata y oro en lingotes y en monedas. Millones y millones de monedas, tantos que tuvieron que usar los dedos para no perder la cuenta de los ceros.

– Oí decir que los Aifolu despreciaban las posesiones materiales -comentó un hombre delgado y de ojos saltones, con una estrella de siete puntas tatuada en la frente. Kratos lo había presentado como Ahri, su contable y nomenclador. En ambos aspectos demostraba sus cualidades. Había memorizado a la primera los nombres de las quince Atagairas que acompañaban a Ziyam, y manejaba a tal velocidad los cálculos que Yidharil, la tesorera de la reina, apenas podía seguirle con el ábaco.

– Para nuestra suerte, se ve que no era así -respondió Kratos.

Ziyam propuso repartir el botín a partes iguales. Algunos de los oficiales de Kratos se opusieron.

– Nosotros cargamos con el peso de la batalla, y hemos sufrido muchas más bajas. ¡Debemos llevarnos al menos dos tercios! -protestó uno de ellos, un tipo siniestro con una cicatriz que le atravesaba la cuenca vacía del ojo. Al mirarlo, Ziyam estuvo a punto de tocarse la marca de la mejilla, pero se contuvo. «Una reina no se rasca, ni se toca las narices ni las orejas, ni nada»,


solía decir su madre.

La discusión se prolongó cerca de una hora. Sin embargo, Kratos parecía un hombre razonable y finalmente impuso su criterio sobre el de sus oficiales.

– Recordad que la avaricia agujerea la bolsa más que una polilla. La mitad de este botín es mucho más de lo que habríamos ganado al servicio de Samikir durante veinte años. Yo estoy de acuerdo con la reina.

De modo que Ahri y Yidharil se quedaron trabajando sobre las listas del botín, mientras los demás abandonaban la reunión.

Al salir juntos de la tienda del ya difunto Ulisha, Kratos se acercó a Ziyam sin llegar a rozarla y le dijo en voz baja:

– Dicen que «del viejo el consejo». ¿Me permites uno, majestad?

– Cuentan que no luchaste precisamente como un viejo, tah Kratos. Pero te escucho.

– Si quieres que te traten como reina, compórtate como reina. Ya es suficiente con una Samikir.

A Ziyam se le borró la sonrisa del rostro.

– No te entiendo.

– Seguro que sí, majestad. Tienes unos ojos muy bonitos. Pero no es necesario que lo recuerdes a cada momento parpadeando con tanta languidez.

Con una inclinación de cabeza, Kratos se marchó. Caminaba con zancadas de soldado, largas y rápidas. Cuando Ziyam quiso pensar en una réplica, ya estaba demasiado lejos. ¿Se había atrevido a insinuar que ella había estado coqueteando con él?

¿Y si era cierto? Ziyam se mordió el labio. No podía evitarlo, le gustaba clavar sus grandes ojos azules en los demás, varones o mujeres, y comprobar los estragos que causaban. Ahora eres reina, no princesa. Debía intentar imitar a su madre, fría como un témpano y lejana como el Cinturón de Zenort.

Por otra parte, cuando vio a Kratos montar a caballo y alejarse con su séquito hacia el Kimalidú, la Roca de Sangre, no pudo evitar que ciertas imágenes fantasiosas acudieran a su mente. Decían de él que era un gran Tahedorán, acaso el mejor de Tramórea, superior incluso a Derguín. ¿Sería tan buen amante como espadachín? Atractivo no le faltaba. Era evidente que atesoraba más experiencia que el Zemalnit, y también irradiaba más autoridad.

Se preguntó qué le parecería a Derguín si ella y Kratos se acostaban. ¿Se pondría celoso? ¿Furioso con su antiguo maestro? Por un momento fantaseó con Derguín desenvainando la Espada de Fuego para pelear por ella.

Deja de pensar en el maldito Zemalnit, estúpida, se dijo, furiosa al notar que, como cada vez que pensaba en él, se le había hecho un nudo en la boca del estómago. ¿Qué maldición le había lanzado Pothine? ¿Qué pecado había cometido contra la diosa del amor para merecer tal castigo?

Lo mejor que le podía ocurrir, concluyó, era que Derguín desapareciera de su vida. O directamente del mundo de los vivos. Esta última también era una posibilidad interesante.

Al caer la tarde, se celebraron los funerales por las guerreras caídas, a las que enterraron en el mismo lugar en el que la caballería de las Atagairas había chocado contra los Glabros y sus pájaros del terror. Las exequias de la reina tendrían que esperar, ya que debían celebrarse en Acruria. Mientras tanto, para que no se corrompiera, su cuerpo fue introducido en un féretro lleno de nieve y hielo de las montañas. Aquel ataúd era una reliquia de épocas pretéritas, cuando las Atagairas dominaban saberes ya perdidos. Por fuera era de madera, pero su interior estaba recubierto por una sustancia plateada que mantenía el frío durante semanas y semanas. Era una tradición llevarlo a la guerra por si la reina moría en combate.

Como nueva monarca, Ziyam tuvo que asistir a los funerales, pronunciar las plegarias a Taniar y a Iluanka y un elogio a las caídas. La ceremonia terminó casi al amanecer. Cuando regresó a la tienda, Antea le dijo:

– Majestad, deberíamos hablar de nombramientos y condecoraciones, porque hemos tenido…

– Después, Antea. Después. Ahora tengo que descansar. No recuerdo cuándo fue la última vez que dormí.

Ziyam creyó leer en los ojos de Antea un reproche. Tu madre primero cumplía su deber y después dormía, o algo así. Pero la jefa de la guardia se limitó a asentir con gesto grave.

Pese a la fatiga, le costó conciliar el sueño. Se había acostado en la tienda de Ulisha, que les había correspondido a las Atagairas por el expeditivo procedimiento de los dados. Acostumbrada a las estancias excavadas en la roca de Acruria, la alcoba del pabellón se le hacía demasiado grande, de modo que la había dividido con biombos y cortinas. Aun así, extrañaba la cama y no encontraba postura en que la pierna magullada no le doliera.

En el entresueño, la imagen de Derguín le acudía una y otra vez a la cabeza. Hubo un momento en que oyó nítidamente su voz, llamándola con dulzura.

– Ziyam… Ziyam…

Al abrir los ojos creyó por un momento que estaba de vuelta en su habitación de paredes de piedra. Pero seguía siendo la tienda, y aunque las cortinas estaban cerradas no evitaban que se filtrara la luz del día. Quien la llamaba era Antea, que como jefa del Teburash ejercía también funciones de chambelán y ayuda de cámara.

Ziyam se dio cuenta de que, por debajo de la manta, tenía ambas manos entre los muslos, impregnadas de la calidez de sus ingles y de algo más. ¿Habría llegado a gemir en sueños imaginándose a Derguín?

Maldito seas mil veces, se dijo al recordar al causante de sus tormentos.

– Perdona, majestad. Ya ha pasado el mediodía.

Ziyam apartó la manta y se incorporó. Antea la ayudó a vestirse. En las cuevas de Acruria habría llevado una suave túnica, pero aquí, en campaña, se puso un pantalón de montar y una camisa de lino, y sobre ésta un jubón acolchado con el escudo de la dragona. Ropa demasiado cálida para un día de postrimerías de verano en aquel sequedal azotado por el sol, pero era una reina en guerra, y como tal debía ataviarse.

– Ya han empezado a traer el botín y lo están clasificando, majestad. ¿Quieres verlo?

– ¿Por qué no? Comprobemos qué les gustaba robar a esos bárbaros Aifolu.

– Por lo que parece, lo saqueaban todo, majestad. Odiaban las ciudades, pero no los refinamientos que encontraban en ellas.

Los despojos se hallaban en el compartimento más amplio de la tienda, donde, según les habían contado los prisioneros, Ulisha y el Enviado reunían a los generales y capitanes del Martal para hacerles beber una extraña pócima que aumentaba su valor y su agresividad antes del combate. Allí estaban también la tesorera y oficiales de las trece marcas del reino, anotándolo todo en rollos de papiro.

– Despídelas, Antea. Quiero ver esto a solas. Que se quede nada más Yidharil.

– Majestad, tu madre siempre…

– Yo no soy mi madre. Acostúmbrate a ello cuanto antes -replicó Ziyam, que no quería rendir cuentas a nadie de lo que repartía o se quedaba para ella.

Era como un gran bazar, sólo que sin vendedores pregonando sus mercancías. Ziyam se fijó en un vestido azul largo y entallado que sin duda realzaría el color de sus ojos y en una diadema de rubíes que le vendría que ni pintada a su cabellera. Pero enseguida perdió la cuenta de las cosas que le llamaban la atención. Paseó, se agachó, metió las manos en los cofres y dejó que las preseas y las monedas de oro resbalaran entre sus dedos.

Al pasar junto a un montón de cadenas y ajorcas de oro y plata, sintió algo extraño, un pequeño vuelco en el corazón, como si le hubiera dejado de palpitar un instante para luego acelerarse. Sin saber muy bien por qué, se detuvo allí y abrió un hueco en la pila con la punta de la bota.

Debajo había un escudo de madera, de forma vagamente triangular, con el lado superior recto y los otros dos redondeados. Tenía tres enormes rubíes rojos encastrados, y en cada rubí había tres diminutas perlas negras.

El escudo desprendía un intenso hedor. Ziyam lo levantó del suelo y examinó su interior. Dentro había restos de piel y de carne pegados. Tardó unos segundos en comprender que era una cara humana adherida a la madera.

– No sé cómo puede haber llegado esta porquería aquí, majestad -dijo Yidharil-. Ordené que le arrancaran los rubíes y la tiraran, pero…

– ¿Qué clase de objeto es éste? -Pese al olor, Ziyam era incapaz de apartar la mirada de aquella cara vista del revés, como un molde de cera.

– Según los prisioneros, es la máscara que llevaba Yibul Vanash, el profeta al que llamaban el Enviado. Nadie llegó a contemplar nunca su verdadero rostro.

– Pues yo lo tengo delante ahora mismo. Aunque, visto así, es difícil imaginar cómo eran sus rasgos. -Le entregó la máscara a Yidharil-. Que le arranquen la carne y la limpien bien, y que me la traigan.

– Esta misma noche haré que…

– Media hora.

En el tiempo exigido, la tesorera le trajo de vuelta la máscara. Ziyam no habría sabido decir por qué la quería, pero lo cierto era que al verla se había olvidado de todos los tesoros, incluso de los vestidos que había pensado en probarse.

– Han tenido que arrancar la carne con cuchillos, y luego la han limpiado a conciencia con un cepillo de crin -explicó la tesorera.

Ziyam acercó la nariz. Sólo olía a jabón. Era extraño, porque la madera suele retener los olores. Pero luego se percató de que en la parte interior del cambuj había una superficie negra donde debía encajar el rostro. Su tacto era liso, como de metal, pero no tan frío, y estaba sembrada de minúsculas púas doradas que dibujaban una extraña trama simétrica.

Al acercarse para examinar mejor aquellas púas, Ziyam sintió la extraña tentación de ponerse la máscara. Acababan de arrancar de ella unos pingajos de carne y piel que una vez fueron el rostro de un hombre, lo que demostraba que no era precisamente inofensiva, y sin embargo el impulso de taparse la cara con ella resultaba tan intenso como una llamada.

De hecho, creyó oír una vocecilla, susurrante como el viento entre la nieve. Ziyam. Ziyam. No provenía de la máscara; sonaba dentro de sus oídos, como si aún hubieran quedado en ellos los restos del sueño.

– Acompáñame -ordenó a Antea, y a Yidharil le dijo-: Sigue con el recuento del tesoro. Pero borra esta máscara de la lista.

– No estaba en ella, majestad.

– En tal caso, no la incluyas.

Ziyam se retiró a la alcoba y se sentó en la cama. La tentación era cada vez mayor. Si le hubieran puesto delante a Derguín, el objeto de su obsesión, no le habría hecho ningún caso. Sólo tenía ojos para los tres rubíes y las nueve perlas.

Ojos. Eso era. Comprendió que se trataba de tres ojos, cada uno con otras tantas pupilas. Los ojos del dios que exigía a los Aifolu sacrificar decenas de miles de vidas.

– Me la voy a poner, Antea.

– Majestad, es peligroso. Ya has visto lo que le hizo a la cara de ese hombre.

– ¿Qué sabes tú del Enviado, Antea?

– He oído que llevó esta máscara puesta durante años. No se sabe cómo podía ver con ella, pero lo cierto era que se las arreglaba. Pese a que era cojo, dicen que nunca daba un traspié.

– Quiero saber qué veía el Enviado.

– Esa máscara es un objeto demoníaco, majestad -dijo Antea, haciendo una higa contra los maleficios.

– No pienso dejármela puesta durante años, Antea. -Al lado de la cama había una mesilla con un pequeño reloj de arena-. Dale la vuelta. Cuando la ampolleta de abajo marque la primera raya, quítamela.

Conteniendo el aliento, Ziyam se acercó la máscara al rostro. Entre las púas quedaban unos huecos. Comprendió que eran para los ojos. Al menos, no se clavaría en ellos aquellos pinchos. Estás cometiendo la mayor insensatez de tu vida, se dijo, pero sus manos habían cobrado voluntad propia y siguieron acercando la máscara a su rostro.

Cuando su piel entró en contacto con las púas estuvo a punto de gritar, pero descubrió que la voz no le brotaba de la garganta. Los pinchos, que no medían más de medio centímetro, se alargaron de repente y se clavaron en su rostro como finísimos puñales, cientos de ellos, taladrando y hurgando sus mejillas, su frente y su nariz. Sintió un dolor tan intenso como cuando, a los quince años, entró en la cueva sagrada y los tentáculos de Iluanka se clavaron en su cuerpo.

Pero el dolor desapareció tan rápido como había venido. Ziyam notaba las púas dentro de su carne, pero ahora en lugar de hacerle daño irradiaban un extraño cosquilleo. Los músculos de su rostro empezaron a moverse por sí solos respondiendo a esas corrientes, como si los manejaran los hilos de un titiritero, y Ziyam escuchó una voz que susurraba en tonos casi inaudibles. Se dio cuenta de que esa voz brotaba de su propia garganta y se modulaba en su boca, pero no era la suya. Pues la máscara se había apoderado de su rostro.

¿Quieres a ese hombre? Yo te lo daré. Te lo entregaré para lo que tú quieras hacer con él. Amarlo, humillarlo, encadenarlo a tu lecho, torturarlo, convertirlo en tu rey, quemarlo en una pira.

¿Qué debo hacer?, quiso decir Ziyam, pero no era dueña ni de su garganta ni de sus cuerdas vocales, y la pregunta quedó silenciada en su mente.

No importaba. La máscara sabía leer sus pensamientos.

Debes venir a pedírmelo. Yo te lo daré, pero sólo si me lo pides en persona.

¿ Y dónde estás? ¿Adónde debo acudir a pedírtelo?

Has de viajar hacia el sol poniente y…

De pronto la luz volvió. Antea le había quitado la máscara.

– ¡No! ¡Iba a decírmelo! ¡Iba a decirme dónde debo ir!

– ¡Majestad! Nadie iba a decirte nada. Eras tú quien hablaba en un idioma que no había oído en mi vida. Sólo entendí algo del Zemalnit. Después…

De pronto, Antea se calló y se llevó la mano a la boca. Al darse cuenta de que la estaba mirando fijamente, Ziyam recordó cómo los pinchos de metal se habían clavado en su piel y en su carne. ¿En qué desecho sanguinolento habrían convertido su rostro?

– ¡Dame el espejo, rápido!

Al contemplar su imagen comprendió el asombro de Antea. Las púas de la máscara no habían dejado ninguna herida en su cara, ni siquiera signos de rojez o eczemas.

Lo más pasmoso era que la marca del hierro candente había desaparecido.

– ¡Santa Pothine! -exclamó Ziyam. Por si los ojos la engañaban, se tocó la mejilla izquierda, y después se la apretó y la pellizcó. La piel estaba tan suave como en el resto de la cara.

– ¿Cómo puede ser que lo que destruyó el rostro de aquel hombre haya curado el tuyo, majestad?

Ziyam sonrió. No podía apartar los ojos del espejo. En aquel momento, hechizada por su propia imagen, sin duda merecía el apodo de Princesa Nenúfar.

– La magia de esta máscara es poderosa. -Si ha hecho esto con mi rostro, seguro que puede cumplir su palabra y entregarme a Derguín, pensó. Por fin, dejó el espejo sobre la cama-. No le dirás nada de esto a nadie, Antea.

– Pero, majestad, aunque yo calle tu cara lo dirá todo. Cuando te vean pensarán que tu curación es obra de brujería.

– Consígueme una venda y esparadrapos. Me taparé la mejilla y diré que me he puesto un emplasto para curarme. Cuando pase un tiempo, me lo quitaré.

– Es una buena idea, majestad.

– Pues ¿a qué esperas para traerme lo que he pedido?

Antea frunció el ceño y esperó sin moverse.

– ¿Y bien?

– No creo que sea prudente que vuelvas a ponerte la máscara, majestad. De momento te ha hecho bien, pero los objetos mágicos son caprichosos. Quién sabe qué podría ocurrirte si la utilizas de nuevo.

– ¿Y qué podría ocurrirme según tú?

– Quizá ahora te deje una marca igual en la otra mejilla, o te produzca úlceras en los ojos, o haga que te broten verrugas en la nariz.

De imaginarse algo así, a Ziyam se le pusieron los pelos de punta. Lo que decía la jefa de su guardia tenía sentido.

– No tocaré la máscara, puedes estar tranquila. Bien está lo que ha pasado hasta ahora. No tentaré al destino.

Y así lo hizo. De momento. Cuando Antea regresó, la máscara reposaba dentro del arcón donde la joven reina guardaba sus túnicas. Antea le colocó una venda blanca en la mejilla y se la pegó con cuidado. Ziyam se dio cuenta de que al tocarla le temblaban un poco los dedos. A ella, capaz de levantar en horizontal una espada de dos kilos y medio sin que se le moviera un ápice la punta.

Deseo. Admiración. Tal vez deberían volver a ser amantes, al menos una vez, para reforzar la lealtad de Antea. Más adelante, se dijo la reina. Personalmente, no sentía una gran atracción por aquella mujer tan alta y musculosa. Pero sabía que su cuerpo, como ahora sus riquezas y su poder, era una posesión que podía negar y conceder a capricho.

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