Mientras subía las escaleras del torreón con su hijo en brazos, Kratos iba pensando en cómo organizar el viaje. El mensaje del Gran Barantán había sido muy claro. «Te veré en Teluria dentro de cuatro días y te diré en persona lo que tienes que hacer.»
¡Cuatro días! Para…, ¿cuántos kilómetros? Casi prefería no saberlo, porque la fatiga y el desánimo se abatían sobre él como un manto de plomo. Una vez asentado en Pasonorte, había tenido la esperanza de descansar un poco. No era mucho lo que pedía: dormir tal vez seis horas por noche, pasar un rato con Aidé y también con Darkos. El resto del tiempo lo dedicaría a organizar la reconstrucción de la ciudad y la transformación de la Horda Roja.
Pero los acontecimientos se precipitaban a una velocidad imposible y parecían empeñados en robarle hasta la última hora de sueño y descanso. ¿Cuándo era la última vez que se había tumbado a haraganear y se había permitido dejar la mente en blanco?
Conocía la respuesta. Cuando era un capitán más de la Horda Roja, un hombre solitario y sin esperanzas de futuro, amargado por la lesión de su hombro y la pérdida de la Espada de Fuego. Entonces no le faltaba tiempo. Todo lo contrario: cada día era vasto y llano como un páramo.
Sí, ahora se sentía infinitamente más vivo de lo que se había sentido en años, pero ¿no podía haber un término medio entre el vacío del tedio y la presión insoportable a la que se veía sometido ahora?
Sabía de sobra la respuesta. No existía ese término medio. Antes lo habría achacado a que los dioses se complacen en poner a prueba a los humanos para endurecerlos.
Ahora pensaba bien distinto. Los dioses no nos ponen a prueba. Los dioses nos atormentan porque son crueles y caprichosos.
– ¿Qué le ha pasado? -preguntó Aidé al ver entrar a Kratos. La joven se había quedado dormida sobre la cama, sin llegar a desvestirse ni cubrirse con la manta-. No me he enterado de cuándo ha salido.
– Enseguida te cuento.
La alcoba de Darkos estaba separada de la de ellos por una puerta que habían encontrado entre las ruinas y no llegaba a cubrir el vano, pero les ofrecía algo de intimidad. Kratos pasó al interior y, agachándose con cuidado, dejó a su hijo sobre la yacija. Después le tocó la frente. Aunque su cuerpo estaba algo caliente, no parecía tener fiebre.
– Como cuando se despierte le note algo raro, juro por esos cabrones de dioses que te despellejo, Barantán -masculló.
¿Qué hacer ahora? Se le antojaba una locura obedecer las instrucciones dictadas por los labios de un crío de catorce años poseído por un mago que apenas levantaba metro y medio del suelo. Sin embargo, el Gran Barantán había demostrado que poseía poderes auténticos. Algunos parecían naturales, como sus dotes de algebrista: gracias a las dolorosas manipulaciones de Barantán, Kratos había recuperado el uso del hombro derecho. Otros eran más espectaculares. Muchos testigos acreditaban cómo el mago había invocado
una tormenta sobrenatural y descargado un infierno de rayos sobre el demonio metálico Molgru.
No había que dejarse engañar por su aspecto. Aquel hombrecillo era un Kalagorinor.
Es penoso seguir la senda de los sabios, pero dulce servir a la luz que no ciega. Así rezaba el lema que le enseñó Yatom cuando lo salvó del corueco. Por si en algún momento lo hubiese olvidado, las tres cicatrices paralelas que bajaban desde su oreja derecha hasta su clavícula se lo recordaban.
Rendido de sueño, Kratos entrecerró los ojos, y los recuerdos regresaron tan vívidos como si alguien los estuviera pintando ante él.
En aquel entonces tenía diecinueve años. Era un Ibtahán con seis marcas, esperando a que llegara el mes de Anfiuntaniar [2] para presentarse a la prueba de maestría que lo convertiría en Tahedorán.
Los cadetes de Uhdanfiún estaban obligados a servir al ejército de Áinar si éste los reclamaba para misiones concretas. En aquella ocasión, Kratos fue alistado junto con nueve compañeros más para viajar al noroeste de Áinar con un batallón de infantería y un escuadrón de caballería. Los límites del imperio terminaban teóricamente en el desfiladero de los Cuchillos, que separaba la Sierra Virgen de las montañas de Misia. Pero la política de Áinar era mantener puestos avanzados más al norte para evitar que los pueblos bárbaros amenazaran sus provincias septentrionales.
Aquel invierno, el del año 981, fue el más crudo que se recordaba en mucho tiempo, con temperaturas y ventiscas más propias de las tierras al norte del país de los Équitros que de aquella región. Como Kratos le había contado a Derguín, siempre que salían al aire libre lo hacían con gruesos abrigos, guantes de piel forrados y la cara embadurnada de sebo. Aun así, los médicos hubieron de amputar muchos dedos de manos y pies, y varios soldados quedaron desnarigados. Si tenían que orinar al aire libre, algo a veces inevitable porque no transpiraban ni una gota de sudor, tenían que hacerlo contra el viento. De lo contrario, el chorro se congelaba no sólo en pleno aire, sino incluso antes de salir del miembro, lo que producía heridas muy molestas y, lo que resultaba casi más doloroso, las carcajadas de los compañeros.
Aquellos fríos extremos provocaron que los Mahík, que normalmente se concentraban más al noroeste y hacían incursiones muy esporádicas en forma de pequeñas bandas de salteadores, bajaran en masa hacia el sur y amenazaran la frontera y los puestos que custodiaban la Ruta del Ámbar. El comercio con el país de los Équitros era demasiado valioso para que Áinar se permitiese perder la mitad de los cargamentos a manos de los salvajes Mahík.
El día 13 de Elertaniar, cuando a Kratos sólo le quedaba una semana de servicio, salió con una partida de veinte hombres a perseguir a dos prisioneros fugados. Los alcanzaron casi a media tarde, y cuando regresaban empezó a echárseles la noche encima. Llegados al lecho de un río helado, cabalgaron por su orilla derecha, la que ofrecía el terreno más despejado. Kratos sugirió al sargento que mandaba la patrulla que, si no quería marchar por las alturas que rodeaban el río, al menos enviara exploradores que inspeccionaran las crestas. Como era de esperar, el sargento se burló de su bisoñez, lo llamó «gallina» e hizo caso omiso de su consejo.
Y, también como era de esperar, pues en la guerra siempre se cumple la peor hipótesis, cayeron en una emboscada. Las flechas empezaron a lloverles desde dos sitios distintos. En la primera andanada, una saeta mató a la montura de Kratos, un animal de una raza norteña poco mayor que un poni y cubierto por unas espesas guedejas más propias de una vicuña que de un caballo.
Por aquel entonces, como Ibtahán, Kratos sólo conocía la fórmula de la primera aceleración. En cuanto dio con sus huesos en la nieve, la pronunció y subió por la ladera como alma que lleva el diablo mientras las flechas seguían silbando a su alrededor.
Trepó por un sendero entre las rocas, tan estrecho que se dejó un jirón de la capa contra un peñasco. Sin pretenderlo, desembocó en un pequeño claro rodeado de pinos y se topó casi de bruces con siete bárbaros que disparaban rodilla en tierra agazapados entre los árboles y las piedras.
Kratos desenvainó la espada y embistió contra los Mahík sin pronunciar palabra. Aunque Protahitéi no proporcionaba la velocidad casi sobrenatural de la tercera aceleración, Kratos se movía un cincuenta por ciento más rápido que en estado normal, contaba con la sorpresa y también con su pericia como Ibtahán. En apenas un minuto abatió a cuatro bárbaros y puso en fuga a los otros tres. Aunque había otro grupo de emboscados, supo luego que su oportuna irrupción en el claro había salvado la vida de la mitad de los miembros de su patrulla.
En lugar de regresar con el resto, Kratos decidió seguir por la ladera para buscar al segundo grupo de enemigos, ya que la cantidad de flechas que les habían disparado le parecía excesiva para tan sólo siete arqueros.
Fue entonces, mientras el sol rozaba el horizonte oeste y Taniar asomaba como una hermana gemela por oriente, cuando lo atacó el corueco.
Aunque estaba cansado de la carrera ladera arriba y del combate contra los Mahík, Kratos volvió a entrar en Protahitéi. Pero aquella bestia de casi dos metros y medio y al menos trescientos kilos de peso se movía con una agilidad insospechada. Cada vez que Kratos le lanzaba un tajo con la espada, el corueco interponía los brazos. La hoja penetraba apenas en la piel coriácea del monstruo y chocaba con sus huesos metálicos sin causarle ningún daño.
En uno de los saltos para esquivar los zarpazos de la criatura, Kratos se quedó clavado hasta las caderas en la nieve. Desconcertado, no vio venir el siguiente golpe, que le alcanzó en un lado de la cabeza y lo dejó semiinconsciente.
Cuando la visión se le despejó un poco, descubrió que viajaba suspendido en el aire, cabeza abajo. El monstruo lo había agarrado con una manaza por ambos tobillos y lo llevaba así, con el brazo estirado para mantener a su presa apartada del cuerpo, mientras avanzaba anadeando con sus dos piernas grotescamente cortas y apoyando en la nieve los nudillos de la otra mano.
El corueco no andaba con muchos miramientos. El cráneo de Kratos, que por aquel entonces todavía tenía pelo, se hundió en la nieve varias veces y se rozó con más de una piedra. A su paso iba sembrando manchas de sangre, pero la hemorragia no era grave. Parecía milagroso que las garras del monstruo no le hubieran desgarrado la carótida o la yugular.
El sol terminó de ponerse mientras el corueco lo llevaba a su guarida, una grieta en la ladera de un monte. Para ampliar el hueco, la bestia apartó la piedra que lo tapaba empujándola con el brazo libre y un pie. Entrando en Urtahitéi, Kratos quizá habría logrado mover esa roca, pero en aquella época era algo impensable para él.
La guarida del monstruo era una cueva angosta y húmeda. No se trataba de la típica gruta excavada por el agua en la caliza y decorada con estalactitas y estalagmitas: las paredes eran bloques de granito que en algún momento del pasado se habían resquebrajado, separándose en grandes grietas. En el aire flotaba tal olor a matadero y letrina que Kratos no pudo contener las arcadas y sus vómitos ácidos contribuyeron al hedor general.
El corueco tiró a Kratos en un rincón. El Ainari logró revolverse en el sitio para no partirse la cabeza, pero cuando quiso ponerse en pie la bestia ya había vuelto a tirar de la piedra para tapar la entrada y la escasa luz que llegaba del exterior desapareció.
La noche fue eterna. Kratos pensó que ya no tenía nada en las tripas, pero aún vomitó otra vez, y sólo haciendo terribles esfuerzos logró contener los retortijones intestinales provocados por el frío y el miedo. Lo único que distinguía en aquella oscuridad eran los ojos fosforescentes del corueco, dos luciérnagas amarillas volando en paralelo. Desarmado, tan sólo podía acurrucarse contra la pared de granito y rezar a todos los dioses para que la bestia no se acercase más.
Pese a que no veía nada, el olor a sangre y heces le informaba de que no estaba solo en aquella despensa. Dentro de la cueva no hacía tanto frío como en el exterior; de lo contrario, Kratos no habría sobrevivido. A cambio, la carne de las víctimas del corueco no llegaba a congelarse y se corrompía lentamente.
Durante la noche, el corueco dormitó a ratos, como revelaban sus largos y gorgoteantes ronquidos. Pero no llegaba a cerrar del todo los ojos: Kratos los veía a unos metros, dos finas ranuras amarillas. En cualquier caso, el miedo y, sobre todo, la oscuridad lo tenían paralizado, y no habría sabido adónde huir.
Cuando se acostumbró un poco más a las tinieblas, vio que más allá de los ojos de la bestia había una zona más clara, un triángulo que, sin llegar a ser luminoso, permitía intuir que la roca que hacía de puerta no encajaba del todo en el hueco de la entrada. Pero Kratos sabía que, aunque se atreviera a moverse de donde estaba, corriendo el riesgo de llamar la atención del corueco, no sería capaz de desplazarla.
En varias ocasiones, la bestia se levantó para alimentarse. Los sonidos que emitía en su festín eran repugnantes: chasquidos de huesos rompiéndose, sorbidos viscosos, roncos gruñidos de placer. Kratos ignoraba cuántos cadáveres guardaba la bestia en su cubil, pero por la orientación que sugerían los ruidos debían ser al menos tres o cuatro, repartidos por diversos rincones.
Hubo momentos en que Kratos casi se quedó dormido; pero cada vez que daba una cabezada, veía al corueco abalanzarse sobre él y se despertaba con el corazón desbocado.
Con todo, al final de la noche debió adormilarse de pura fatiga y miedo. Se vio empuñando la mítica Zemal, la Espada de Fuego de la que había oído hablar desde que era niño. O así lo creía con la confusión típica de los sueños, porque la hoja de aquella arma era curva y brillaba con un intenso resplandor verde, y no blanco azulado como el de Zemal. Con aquella arma, Kratos se plantó ante el corueco, le cortó la cabeza y luego hendió su cuerpo de arriba abajo. Mas, cuando se disponía a salir de la cueva, de las entrañas del monstruo brotó una enorme criatura alada, un dragón que abrió las fauces para vomitar un chorro de fuego sobre él.
Despertó tiritando de frío y con las pulsaciones aceleradas. El corueco lo estaba mirando, sin parpadear. Por encima de su cabeza, el resquicio sobre la roca dejaba pasar un claror gris que anticipaba el alba.
La bestia se puso en pie y avanzó hacia él, apoyando ambos nudillos en el suelo. Voy a morir, comprendió Kratos. Sus sueños de gloria -convertirse en Tahedorán y algún día en Zemalnit- quedarían en nada, y se convertiría en carroña devorada poco a poco por aquella criatura carnicera.
En ese momento, la roca que tapaba la entrada se movió con un fuerte crujido. Una figura envuelta en una capa y apoyada en un báculo se recortó contra la mortecina luz del exterior. El corueco se volvió hacia el recién llegado, profirió un gruñido de desafío y aporreó con los puños las escamas que le cubrían el pecho. Después se abalanzó hacia la puerta de la cueva con un rugido.
Kratos no esperó más. Pronunció a toda prisa la fórmula de Protahitéi, se levantó y corrió hacia el exterior. No le auguraba un porvenir muy largo al hombre al que había visto perfilado contra la luz, pero no pensaba enfrentarse desarmado al corueco si podía evitarlo, así que aquel tipo tendría que apañárselas solo.
En el mismo instante en que llegaba a la grieta de salida, oyó una sílaba tan grave que le retumbó en el pecho, MMENNNNN.
– ¡Tírate al suelo! -le gritó una voz humana.
Kratos no dudó en obedecer. Un segundo después oyó un silbido crepitante, como una tetera hirviendo en el fuego pero mucho más potente, y a continuación el crujido de algo muy pesado que caía sobre la nieve. Aún esperó antes de levantar la cabeza, e hizo bien, pues notó que algo caliente le pasaba por encima. El extraño siseo se repitió y pequeños fragmentos de roca cayeron sobre sus pantorrillas.
– Ya puedes levantarte, amigo.
Cuando se incorporó, vio que a unos pasos de distancia el corueco yacía panza arriba sobre la nieve. Le habían segado el cuello limpiamente y su cabeza yacía a medio metro, unida al resto del cuerpo tan sólo por el charco de sangre que poco a poco se extendía por el manto blanco.
Kratos se dio la vuelta y comprobó que a la izquierda de la entrada había una hendidura perfectamente recta en la roca. Aún brotaba humo de ella. Lo que hubiera decapitado al corueco había pasado por encima de Kratos y taladrado la piedra.
Se volvió hacia su salvador. Era un hombre de su misma estatura, corpulento aunque no gordo, de barba blanca y encrespado cabello gris. La capa que cubría su cuerpo, de lana parda y textura basta como arpillera, no parecía tan gruesa como para protegerle del frío que reinaba en aquel lugar.
El desconocido se presentó como Yatom, a secas. No añadió el nombre de su padre ni de qué ciudad procedía. El joven Kratos, sin embargo, infinitamente agradecido por haberse salvado en el último instante, le dijo que se llamaba Kratos May, que era natural de Tíshipan, que estudiaba para convertirse en Tahedorán y que ahora estaba sirviendo en el ejército imperial.
Al ver que Kratos tiritaba y tenía los labios azules de frío, Yatom lo guió ladera abajo hasta donde empezaban los pinos. Una vez allí, arrancó unas cuantas ramas, les sacudió la nieve, las tronchó y las amontonó y prendió fuego haciendo girar la punta de su báculo sobre ellas. Después abrió el zurrón que llevaba colgado en bandolera y sacó una bota de vino, una torta de cebada y unas tiras de cecina. La carne seca y aquel cereal más apropiado para alimentar a un pollino que a un humano le parecieron a Kratos los manjares más suculentos que había probado en su vida. Mientras los comía en cuclillas junto al fuego lloró de agradecimiento y le dijo a Yatom que podía pedirle lo que quisiera.
– He perdido mi espada, pero si no la encuentro conseguiré otra, y tuyos son los servicios que pueda prestarte con ella.
Yatom sonrió bonachón; era un hombre más cordial que Linar y sin asomo de la insolencia burlona del Gran Barantán.
– ¿Estás seguro de lo que dices? Mira que los servicios que pedimos los magos pueden resultar una carga pesada para quien ha de prestarlos.
Un mago. Tenía que serlo. De otra manera no habría podido apartar la enorme roca ni decapitar al corueco sin armas, al menos visibles. «No te mezcles nunca en asuntos de brujas ni magos o perderás el triple de lo que creas ganar», le solía decir su anciana abuela en Tíshipan.
Pero ya entonces Kratos se aferraba a su palabra. Le había ofrecido sus servicios a Yatom y no pensaba retractarse aunque le brindasen la oportunidad.
– Estoy seguro.
– Muy bien, ib Kratos. Sospecho que, si el destino ha guiado aquí mis pasos para que salve tu vida, es porque Kartine te tiene reservado algo grande. Estoy convencido de que llegarás a maestro de la espada como ansías, y serás uno de los Tahedoranes más grandes que hayan existido. Te lo digo yo, que he conocido a muchos, entre ellos al gran Minos.
– ¿A Minos Iyar? Pero si vivió hace más de tres siglos…
– Así es, ib Kratos. Sé que no parezco joven, pero tengo muchos más años de los que aparento -dijo Yatom, con cierta coquetería que resultaba chocante en un mago.
Cuando Kratos terminó de comer, Yatom le aplicó un bálsamo en las heridas y le puso una venda encima.
– Puedo cosértelas de tal manera que no te quede cicatriz.
¡Una cicatriz de garras de corueco! Un guerrero de diecinueve años no podía resistirse a lucir un trofeo como aquél, aunque en realidad no fuera él quien hubiese derrotado a la bestia.
– No lo hagas. Quiero esa cicatriz. Así recordaré siempre que estoy en deuda contigo.
– Tú lo has dicho, no yo. Que sea como deseas.
Ya repuesto de las adversidades de la noche, Kratos desanduvo el sendero trazado por las pisadas del corueco y su propio rastro de sangre. Por suerte, no había vuelto a nevar y era fácil seguir las huellas. Gracias a eso, no tardó en encontrar su espada. Krima era la única herencia que conservaba de su padre. La había forjado Beorig, uno de los mejores espaderos de su época, para Tiblos May, que se la había legado a su hijo Drofón, y de éste había pasado a Kratos. La hoja no sólo poseía valor sentimental: cualquier experto, fuera guerrero o coleccionista, habría pagado por ella al menos sesenta imbriales, quince meses de sueldo para un oficial Ainari.
Al recordarla ahora, a Kratos se le empañaron los ojos. Guardaba los dos fragmentos de Krima en un baúl. Él mismo la había roto contra la rodilla metálica de Gankru. En el pasado ya la había quebrado Ulma Tor, pero Derguín se la había devuelto milagrosamente reforjada, con una misteriosa T grabada en la espiga.
Por desgracia, los milagros sólo ocurren una vez.
¿Por qué no hago más que recordar el pasado?, se preguntó.
Cuando encontró a Krima, Kratos se había arrodillado de forma dramática ante Yatom y le había ofrecido la espada, sujetándola por el plano y tendiéndole la empuñadura. El mago, rozando el pomo con los dedos, le había dicho:
– Acepto los servicios que me ofreces libremente y por propia voluntad, ib Kratos May. Cuando yo o cualquiera de mis hermanos en el Kalagor los requiramos con la fórmula Es penoso seguir la senda de los sabios, pero dulce servir a la luz que no ciega, tú nos los prestarás.
– Que los dioses sean testigos -corroboró Kratos.
– Me basta con que lo sepamos tú y yo. No metas a los dioses en esto – respondió Yatom.
Ahora, muchos años después, Kratos comprendía por qué.
Por aquel juramento había tenido que unir su destino al de Derguín Gorión. Poco después de la muerte de Hairón, Yatom le había dicho: «Debes adiestrar a un joven guerrero para que se convierta en el próximo Zemalnit».
Y así había sido. Kratos cumplió su palabra, a su pesar, entrenando al muchacho para que en muy poco tiempo se pusiera en forma y perfeccionara su técnica. Después, a orillas del mar Ignoto, obedeciendo la orden de Linar, Kratos renunció a luchar contra Derguín, aunque calculaba que tenía siete probabilidades entre diez de derrotarlo con la espada.
No obstante, sabía que estaba en deuda con Derguín. El joven Ritión le había salvado la vida en tres ocasiones. La primera casi por reflejo, al desviar una flecha que volaba hacia su cuello. La tercera gracias a la Espada de Fuego, cuando destruyó al demonio Gankru.
Pero era la segunda vez la que más hacía sentir a Kratos el peso de su débito. Cuando Krust, Tylse, Aperión y él se encontraban encerrados en las mazmorras del castillo de Grios, Derguín podría haber aprovechado la ocasión para librarse al mismo tiempo de cuatro rivales, lo que le habría dejado -como al final sucedió- mano a mano contra Togul Barok. Sin embargo, se había desviado de su camino, corriendo un gran peligro, para sacarlos de allí. ¡Y le había devuelto, milagrosamente reforjada, su espada Krima!
Recordó las palabras de Aidé. «¿Por qué eres tan injusto con él?» Ella tenía razón. ¿Cómo habría actuado Kratos en lugar de Derguín? Quería pensar que, del mismo modo que el joven Ritión había llevado a Riamar a Grios, él habría tirado de las riendas de Amauro para desviarse de su camino y sacarlo del aprieto.
En cualquier caso, no se trataba de eso ahora. Su deuda con Derguín era un asunto entre ambos. Pero la que guardaba con los Kalagorinor ya estaba más que saldada. No tenía por qué obedecer las instrucciones del Gran Barantán.
Sin embargo, mientras tapaba a su hijo con la manta, pensó que el dilema actual no era obedecer o desobedecer. El verdadero problema era que, aparte de lo que le proponía Barantán, -tan enigmático como se mostraban siempre los Kalagorinor-, no le quedaba ninguna otra opción. Las estatuas cobraban vida. Las lunas se convertían en rostros y luego se apagaban. ¿Qué sería lo siguiente? La lluvia de estrellas había sido un espectáculo muy bello, pero sospechaba que en algún otro lugar de Tramórea no lo habían visto así. La caída de una sola roca celeste en Trisia había provocado la hambruna que llevó a la Horda Roja a Malib. ¿Qué consecuencias tendría lo ocurrido poco antes de anochecer?
«El sueño de los dioses ha terminado. El tiempo de los humanos se acabó.»
¿Podían los dioses cumplir su amenaza? Uno solo de ellos había matado a casi quinientas personas. Al final los Invictos habían logrado destruirlo, pero Kratos no se hacía ilusiones: estaba convencido de que sólo se trataba de una imagen poseída por el espíritu del verdadero Anfiún. Así se lo había corroborado la semidivina Samikir. Para matar a los auténticos Yúgaroi tendrían que esforzarse mucho más.
Considerando los poderes y las armas que podían manejar los dioses, la guerra prometía ser breve y devastadora. Si querían sobrevivir, los mortales no podían perder la iniciativa.
En realidad, se corrigió Kratos, ya la habían perdido. Se trataba de recuperarla o, al menos, de actuar. Pero ¿qué podían hacer? ¿Arrojar piedras al cielo, escupir hacia lo alto y esperar a que el salivazo les cayera de nuevo en la cara?
Lo único que tenía era la propuesta del Gran Barantán. Y si quería llegar a Pabsha en cuatro días, empresa que se le antojaba imposible, debía empezar con los preparativos cuanto antes.
– ¡Ahri! -llamó en cuanto salió de la alcoba de Darkos.
El antiguo Numerista estaba ya allí, sentado y hablando casi en susurros con Aidé. Por lo que a Kratos le llegaba de la conversación, debía estar contándole todo lo sucedido en la celda de Samikir. Ahri era hombre de principios. Poco antes de que Kratos se convirtiera en jefe de la Horda, Ihbias había intentado que falsificara las cuentas. Tras obtener como respuesta una negativa, le había propinado una paliza tan salvaje que varias semanas después aún le quedaban huellas en el rostro.
Pero si de lo que se trataba era de sonsacarle información, no hacía falta tan siquiera amenazarlo con la tortura: la lengua de Ahri se soltaba de forma espontánea.
– Acércate. Tenemos que planear el viaje.
Ahri sacó de su zurrón un mapa plegado y lo desdobló sobre una mesa. Era una copia del mapamundi de Tarondas. Kratos señaló con el dedo Pasonorte y después el país de Pabsha, al otro lado de las montañas de Atagaira.
– El Gran Barantán ha dicho que debemos estar allí en cuatro días. ¿Cómo lo ves, Ahri?
– Imposible, tah Kratos.
– ¿En cuatro días? -preguntó Aidé, que se había unido a ellos-. ¡Ese hombre está loco!
Aidé no le guardaba demasiado cariño. Aún conservaba una pequeña cicatriz del corte que el Gran Barantán le hizo bajo la barbilla para que la sangre sirviera de cebo y atrajera a Molgru.
– Tendríamos que subir por aquí, hacia el nordeste. -Kratos plantó el dedo en el límite entre Abinia y la península de Iyam. Allí, según el mapa, se abría un paso entre las montañas y la costa-. Luego descenderíamos dejando Etemenanki a la izquierda, y seguiríamos por la costa hasta llegar a Pabsha.
– Demasiados kilómetros, tah Kratos. Incluso en veinte días sería un viaje fatigoso.
– Disponemos de miles de caballos del botín de los Aifolu. Esos animales son muy resistentes y comen menos que los nuestros.
– Por resistentes que sean, reventarán si tienen que cabalgar varias jornadas seguidas más de cien kilómetros.
– ¡Pues que revienten! Tenemos de sobra. Podemos llevar cinco o seis por cada jinete, los que sean necesarios.
Aidé torció el gesto. Le gustaban mucho los caballos. Sin esperar a que dijera nada, Kratos se explicó.
– A mí tampoco me hace gracia sacrificar caballos, Aidé. No tienen la culpa de las tropelías que hayan cometido sus anteriores dueños. Pero nos hallamos en una situación desesperada.
– Así y todo -insistió Ahri-, no llegaremos. Aun cumpliendo los mejores promedios, necesitaríamos seis o siete días. Y eso si el terreno no es demasiado accidentado.
– Pues si tardáis más días, que el Pequeño Barantán se aguante y os espere -sentenció Aidé.
– No confío mucho en que lo haga -repuso Kratos-. Los magos son gente soberbia, y no les gusta que se desobedezcan sus instrucciones. Además, me temo que la urgencia aquí no es ningún capricho.
Meditó durante un rato, mientras Ahri y Aidé guardaban silencio. Por fin,
dijo:
– Hay otra posibilidad. -Su índice trazó una línea recta desde Pasonorte hasta Pabsha.
– ¿Atravesar esas montañas? Eso debe ser casi imposible. -Aidé se volvió hacia la ventana que miraba al este. Los picos de Atagaira se sucedían en filas, cada una más alta que la anterior, hasta llegar a las cimas donde las nieves perpetuas relucían azuladas bajo la luz de la mañana.
La mente de Kratos, aturdida de sueño, volvió a ausentarse. La luz. El
Sol…
¿Serían capaces los dioses de apagar el mismísimo Sol? Hasta que amaneció y vio cómo asomaba sobre el horizonte este, Kratos no las había tenido todas consigo. Y, a juzgar por los susurros preñados de temor que se escuchaban, no era el único. Según el Mito de las Edades, cuando Tubilok se apoderó de Tramórea cubrió el cielo con un velo de sombras y cenizas que no dejaba pasar la luz del día. ¿Lo repetirían ahora los dioses? ¿Cuánto tiempo podría sobrevivir la humanidad sin los rayos del Sol?
Kratos sacudió la cabeza para espabilarse y de paso ahuyentar tales pensamientos. Añadir nuevos temores a los que ya sentían sólo conseguiría paralizarlos como ratones ante la mirada hipnótica de una cobra. Lo mejor era actuar, actuar, actuar.
– Si nos empeñamos en cruzar las montañas por arriba -dijo-, sí que será imposible. Pero lo intentaremos por abajo.
– ¿Por abajo? Interesante -dijo Ahri-. Cuando afirmas algo así, supongo que lo haces porque conoces algún dato que a los demás se nos escapa. ¿Hay túneles bajo las montañas de Atagaira?
– Así es. Derguín me habló de ellos. Llegó a la península de lyam por un pasadizo subterráneo. Después, cuando acompañó al ejército de la reina Tanaquil, atravesó varios túneles más que los llevaron hasta Malabashi.
– Entonces, para utilizarlos tendríamos que pedir permiso a las Atagairas – dijo Aidé.
– No puedo hablarte de esos túneles. Noshir -contestó Baoyim cuando la trajeron a presencia de Kratos. Debían haberla despertado del primer sueño: tenía los ojos desenfocados y dos rayas en la mejilla izquierda dejadas por el doblez de la manta.
– No hace falta que me hables de ellos. Ya lo hizo Derguín -repuso Kratos-. Sé que existen, y que podríamos atravesar toda la cordillera pasando de valle en valle a través de esas galerías.
– El Zemalnit ha sido el único extranjero en la historia de Atagaira al que se ha permitido conocer nuestros secretos.
– Pues ahora tendréis que revelárselos a unos cuantos más, si queréis que Atagaira y el resto de los reinos sigan teniendo historia.
– Entiendo tus palabras, tah Kratos. Pero las Atagairas siempre hemos recelado de los extranjeros. No es fácil luchar contra nuestra propia naturaleza.
– En los días venideros tendremos que hacer muchas cosas más difíciles que vencer desconfianzas mutuas.
Baoyim asintió.
– Haré lo que esté en mi mano. Por desgracia, en los últimos tiempos no gozo de gran popularidad en la corte.
– No te voy a pedir que actúes como diplomática. Ya he mandado un mensaje a la reina o a quien gobierne en su nombre.
– No te lo has pensado dos veces, tah Kratos.
– Me temo que pensarse las cosas dos veces se ha convertido en un lujo. He pedido a las Atagairas que honren la alianza que hemos firmado permitiéndonos el paso bajo las montañas. También les he dicho que, si quieren hacerles la guerra a los dioses celestiales de los que tanto desconfían, aceptaremos gustosos su compañía.
– Puesto que no me necesitas como intermediaria, ¿qué quieres de mí, tah Kratos?
– Que seas nuestra guía. Te pido que nos lleves hasta las montañas y nos enseñes el camino más corto.
– Soy la portaestandarte del Zemalnit. No pertenezco a la Horda Roja, tah Kratos.
– Por eso te lo pido y no te lo ordeno. No sabemos dónde está Derguín, pero partió con Mikhon Tiq. Ambos son más que capaces de cuidarse solos. ¿Qué podrías hacer tú aquí, en Nikastu?
– No sé…
Al ver que titubeaba, Kratos apoyó ambas manos en los hombros de la Atagaira. Para su desgracia, no vio que Aidé los estaba observando desde detrás de una cortina.
– Te pido que vengas a la guerra conmigo, Baoyim. Y no a una guerra cualquiera. Ésta será la madre de todas las guerras. ¿Qué me dices?
La Atagaira levantó la barbilla y sonrió mostrando sus dientes de nácar.
– Que mientras el Zemalnit no regrese para reclamar mis servicios, mi espada es tuya, tah Kratos.