Los dioses no me doblegarán, se repitió Togul Barok. ¡No a mí, que llevo su sangre!
Casi tres años antes, la diosa Himíe se le había aparecido en sueños para revelarle que era su madre.
La mayoría de los sueños salen a través de una gran puerta de marfil y son engañosos. Algunos, en cambio, provienen de una estrecha puerta de cuerno tallado y cuentan la verdad. Togul Barok se convenció de que el ensueño que le mandó Himíe era veraz, porque en él vio una imagen que luego se cumplió: la torre en forma de huso donde había luchado con Derguín Gorión por Zemal.
Si por sus venas corría sangre de los Yúgaroi, eso explicaría sus pupilas dobles y su sobrehumana fuerza física. En la torre de Arak había recibido una confirmación más dramática. Derguín lo había atravesado de parte a parte con su espada. En aquel momento, Togul Barok sintió cómo todo se volvía frío y oscuro, cerró los ojos y pensó: Conque es así como acaba todo.
Pero luego los abrió y se tocó bajo el esternón, donde se había clavado el acero de Derguín. Bajo sus propios dedos, la herida se estaba cerrando. Notó bajo la piel una vibración que lo recorría de lado a lado, como si un ejército de diminutos cirujanos estuvieran remendando su herida por dentro. La milagrosa curación fue tan rápida que todavía pudo perseguir a Derguín, y si no lo alcanzó antes de que cogiera la Espada de Fuego fue por una fracción de segundo.
Después de la lucha tuvo tiempo de sobra para pensar, cuando se hundió en las profundidades de la torre y empezó una peregrinación de varios meses por las entrañas de la tierra.
Y cuanto más reflexionaba, más dificultades encontraba para aceptar la revelación de Himíe. Sí, sus ojos tenían pupilas dobles y sus heridas se curaban por arte de magia. Pero ¿cómo compaginar la historia de su concepción con lo que sabía de su nacimiento? Su madre, la segunda esposa del emperador Mihir Barok, había muerto días después de dar a luz. Había un médico y tres comadronas para testificarlo. Todos ellos le habían confirmado a Togul Barok que, incluso antes de cortarle el cordón umbilical, descubrieron que en cada uno de sus ojos había dos pupilas.
Por supuesto, era posible que le mintieran. Pero ¿de qué otra manera podrían haber ocurrido las cosas? ¿Se había quedado la diosa Himíe encinta de Mihir Barok? ¿Dónde había pasado su embarazo, en el Bardaliut? ¿Había llevado al bebé luego al palacio imperial para dar el cambiazo? Tanto disimulo y ocultación no parecían propios de una divinidad.
Empezó a obtener algunas respuestas mucho más tarde. Antes, conoció al extraño pueblo que se hacía llamar simplemente la Tribu. Su caída por el pozo interior de la torre de Arak había durado una eternidad, entre tinieblas en las que ni siquiera él alcanzaba a atisbar más que vagas sombras. Esperaba aplastarse contra el suelo en cualquier momento y se preguntaba si su poder de curación recién descubierto podría salvarlo cuando se convirtiera en una
pulpa de carne macerada y huesos rotos.
Por suerte, el fondo del pozo contenía un vasto lago subterráneo. Togul Barok se hundió en sus aguas gélidas como una bola de plomo, pero su cuerpo resistió el impacto y sus pulmones la larga ascensión hasta la superficie.
En aquella caverna había encontrado a la Tribu. Un pueblo formado por ciento diecisiete miembros, número que para ellos era importante mantener. Sus grandes ojos, todo pupilas, eran capaces de penetrar en las tinieblas. Gracias a ellos se orientaban en su peregrinación por un laberinto de túneles. Buscaban una luz primordial que habían perdido y que no se encontraba en la superficie de Tramórea, sino en las más remotas profundidades.
Con ellos viajó durante meses. Finalmente, le robó al Sabio Cantor la lanza negra, escapó de la Tribu y salió al aire libre en una de las islas de la Barrera, al norte de Malirie. En un mapa comprobó que había recorrido a vuelo de pájaro, o más bien a horadar de topo, novecientos kilómetros. Pero caracoleando por aquellos inacabables túneles que subían, bajaban y se revolvían sobre sí mismos, la distancia debía de haber sido el doble o el triple.
En aquella isla se enteró de que todos lo daban por muerto. Prefirió que así siguiera siendo y regresó a Áinar de incógnito. No resultó tarea fácil. Primero tuvo que conseguir dinero, para lo cual el príncipe actuó como un vulgar ladrón, ayudado por el poder asesino de la lanza negra. Después, permaneció oculto en su camarote durante toda la travesía hasta Simas, en la costa sur de Áinar, y también durante el viaje río arriba en una chalana.
Llegado a Koras, se disfrazó con un manto harapiento, un bastón y una gasa gris que tapaba sus ojos pero le dejaba ver lo suficiente, y recorrió las calles encorvado y haciéndose pasar por ciego. Las estrictas ordenanzas instauradas por consejo de su maestro Brauntas impedían pasar de un distrito a otro sin salvoconducto, de modo que había tenido que abrirse paso hasta la ciudadela central escalando tapias como un gato noctámbulo.
Una vez que subió a la Mesa, el monte sobre el que se asentaba la ciudadela, decidió que era el momento de dejar de ocultarse y pasar a la acción. En esa noche, se dijo, moriría -si eran capaces de matarlo- o se convertiría en emperador. Para alguien que conocía la Urtahitéi y se cansaba mucho menos con ella que cualquier otro Tahedorán, no fue complicado llegar hasta el palacio y entrar en él desembarazándose de cuantos guardias le salieron al paso, recurriendo a veces a la espada y a veces a la lanza negra.
Su sorpresa vino cuando llegó a los aposentos privados de Mihir Barok, en el corazón del palacio imperial. Nunca había penetrado más allá de la sala de audiencias, donde su padre le hacía arrodillarse en el centro de un círculo de antorchas mientras él le hablaba desde fuera, de tal manera que el calor de las llamas ofuscaba su visión doble.
Al irrumpir en la alcoba del emperador, vio a Mendile tumbada en la cama. Desnuda y con las piernas abiertas, la tercera esposa de Mihir Barok se dejaba cabalgar por un hombre de espalda y nalgas velludas. Sólo cuando se dio la vuelta para mirar al intruso reconoció Togul Barok que aquel trasero tan hirsuto pertenecía a su severo preceptor, Brauntas, Segundo Profesor de la orden de los Numeristas.
Muchos adúlteros sorprendidos en pleno fornicio arguyen «Esto no es lo que parece». En el caso de Brauntas y Mendile era cierto. Antes de matarlos, Togul Barok les sonsacó abundante información. Así averiguó la razón de que el emperador llevara tanto tiempo ocultándose de sus súbditos: lupus. Había contraído la enfermedad hacía doce años y, cuando los síntomas resultaron muy evidentes, se escondió en el corazón del palacio.
La enfermedad había acabado matándolo en el 997, dos años antes del certamen por Zemal. Como Mihir Barok llevaba tanto tiempo recluido, a la camarilla que lo rodeaba le resultó sencillo fingir que seguía vivo y gobernar en su nombre sin tener que entregar el trono a Togul Barok.
Al príncipe le resultó muy satisfactorio torturar a Brauntas hasta la muerte. El Numerista era un hombre que jamás se reía y condenaba todos los placeres ajenos, y cuando Togul Barok era niño le había aplicado generosamente la vieja receta de la verdasca de olivo. Ahora le tocó a Brauntas sufrir los refinamientos de la lanza negra, un instrumento muy dúctil que podía herir como el hierro, quemar como el fuego o enviar por el cuerpo atroces corrientes de dolor que hacían que los dientes castañetearan hasta astillarse y los miembros se convulsionaran hasta que los huesos terminaban quebrándose.
Con Mendile no se empleó tan a fondo. No por respeto a su sexo, sino porque apenas conocía a la tercera esposa del emperador y no guardaba cuentas pendientes con ella. Además, Mendile no necesitó ver la punta de la lanza negra demasiado cerca de sus ojos para desembuchar toda la información que le solicitó el príncipe. Así descubrió detalles sobre su concepción y nacimiento que hasta entonces le habían ocultado. En agradecimiento concedió a Mendile una muerte rápida.
La historia que reconstruyó fue la siguiente: en el año 960, su padre se había casado con Rhiom, una hermosa aristócrata natural de Pashkri de la que, al parecer, Mihir estaba muy enamorado. Durante seis años intentó en vano dejarla embarazada. Por fin lo consiguió, pero Rhiom murió desangrada en el parto y el bebé nació muerto. Afortunadamente, según las comadronas, pues sufría malformaciones que lo habrían convertido en un monstruo incapacitado para el trono.
Tras un tiempo de luto, Mihir Barok volvió a casarse, esta vez con una noble Ainari. Su nueva esposa Ilizia no tardó en quedar encinta, pero la carcomía la obsesión por la muerte de Rhiom y las deformidades de su bebé. ¿Le ocurriría lo mismo a ella? En el tercer mes de gravidez, soñó que una mujer muy alta y de piel fosforescente se aparecía a los pies de su cama. Ilizia comprendió que se trataba de Himíe, la diosa que concede los hijos y protege a las mujeres en los partos.
– Conozco y comprendo tus temores -dijo la diosa-. Para que tu embarazo llegue a buen puerto, debes acudir mañana al templo de Tarimán, entrar sola en la cella donde se encuentra su estatua, arrodillarte ante él y rogarle que te ayude.
– Mi señora -contestó la mujer-, ¿cómo es que me pides que vaya a pedir ayuda a un dios varón en lugar de ir a tu propio templo?
– Mujer de débil fe, ¿no entiendes que Tarimán es el más ingenioso de entre los dioses y también el que más entiende de medicina? Él te ayudará ahora, y yo te auxiliaré cuando llegue el momento del parto.
– Perdóname, mi señora Himíe. ¡Qué contento se pondrá mi marido el emperador cuando sepa que has venido a visitarme, pues ansía sobre todas las cosas tener un hijo varón!
– Escúchame, Ilizia. Si quieres salir con bien de este embarazo, no debes decirle nada a tu esposo. Cuando llegue el momento, sabrá lo que tenga que saber, y no antes.
Tras estas palabras, la diosa desapareció de la alcoba. Al despertar a la mañana siguiente, Ilizia obedeció sus instrucciones sin decirle nada a su esposo. Apenas había amanecido cuando ya estaba ante las puertas del templo de Tarimán. Una vez allí, ordenó a los sacerdotes que le abrieran la cella y volvieran a cerrarla cuando ella hubiera entrado.
Pero el emperador Mihir Barok, que era de sueño ligero, había seguido a su esposa a cierta distancia, acompañado por Barim, un Tahedorán con nueve marcas que con el tiempo se convertiría en Gran Maestre de Uhdanfiún. Cuando entró en el templo, los sacerdotes le dijeron que Ilizia había mandado expresamente que no dejaran pasar a nadie. Obviamente, el emperador podría haberles obligado a que le abrieran la cella, pero prefirió asomarse por el ojo de la cerradura.
Lo que vio lo dejó tan horrorizado que empalideció y vomitó en un rincón del templo, pero no les dijo nada ni a Barim ni a los sacerdotes; simplemente, se marchó de allí.
Mihir Barok decidió repudiar a su esposa. Pero esa misma noche fue él quien, a solas en el dormitorio, recibió la visita de Himíe.
– No te atrevas a hacerles ningún daño a esa mujer ni al niño que nacerá de su vientre -le advirtió la diosa-. Pues es hijo mío, aunque en verdad te digo que también lleva tu semilla.
El emperador no lograba entender cómo podía ser el feto hijo de Himíe y suyo, a no ser que la diosa hubiera poseído el cuerpo de Ilizia durante la cópula en la que lo habían concebido. Podría ser, pues los asuntos divinos son intrincados e impredecibles, pero ¿por qué su esposa se había visto obligada a sufrir las extrañas y denigrantes manipulaciones a las que la había sometido la estatua de Tarimán, que durante unos minutos había cobrado vida?
En este punto del relato, Togul Barok le había preguntado a Mendile en qué consistieron aquellas «manipulaciones». La viuda del emperador tan sólo le supo contestar que no se había tratado de un coito. Mihir Barok, que se lo había contado a ella una noche en que bebió más de la cuenta, se había negado a precisar más detalles.
Después de lo que había visto, el emperador hizo que retiraran del templo la estatua de madera de Tarimán, un Xóanos antiquísimo, con el pretexto de que la humedad la estaba deteriorando. La sustituyeron por una copia de bronce, y el original lo encerraron en los sótanos del palacio tras una puerta blindada que, para mayor seguridad, sellaron con ladrillos. En cuanto a su esposa, el emperador, temeroso de contrariar a Himíe, no le hizo ningún daño. Pero tampoco volvió a admitirla en su lecho ni le dirigió nunca más la palabra.
Meses después, tras casi diez de gestación, nació Togul Barok. No bien abrió los ojos comprobaron que tenía dos pupilas, y también otra extraña peculiaridad: una especie de gran V en la espalda formada por líneas rojas. Aquella marca se borró con el tiempo, pero sus ojos siguieron siendo igual de inhumanos.
Pese a lo que le había prometido Himíe, la desventurada Ilizia contrajo una fiebre puerperal que la mató en dos días. El emperador no tardó en casarse de nuevo con su tercera y última esposa, Mendile. En cuanto al niño, apenas quiso tener relación con él. Si bien Himíe le había asegurado que era hijo de ella y de él, Mihir Barok sospechaba que más bien debía serlo de Ilizia y de Tarimán. De sangre divina, sí, mas no de un legítimo Barok.
Hijo de Himíe o de Tarimán, ¿qué más daba? Los dioses habían intentado matarlo. Si no lo habían conseguido era gracias a la lanza negra. Viendo cómo la utilizaba el Sabio Cantor y después usándola él mismo, Togul Barok había comprendido que no sólo era un arma mágica, sino también inteligente, pues interpretaba los deseos de su dueño. Con un requisito: dirigirse a ella en la misma lengua que utilizaba el Sabio Cantor.
Togul Barok la había aprendido durante su larga peregrinación con la Tribu, y cuando la dominó comprendió que se trataba del Arcano. El mismo idioma en que estaban escritos los versos de una profecía que Derguín le había traducido por la fuerza en la biblioteca de Koras. (Y qué ocasión de matarlo había perdido entonces…)
Kélainon doru érudhra mághaira
sumpléxontai en Pratei bhoberói
endha mégalai bhloges aién áidhontai.
Entonces lanza negra y espada roja
entre sí chocarán en el terrible Prates
donde arden por siempre las llamas del gran fuego.
Desde su peregrinaje subterráneo, la profecía había cobrado nuevo significado para él. La lanza negra no podía ser otra que la que le había arrebatado al Sabio Cantor. O más bien era un fragmento de la lanza: le faltaba la contera y tenía aspecto de haber sido limpiamente segada por un tajo, probablemente de Zemal. Desde luego, un arma de metro y medio de longitud parecía poca cosa para todo un dios.
Ahora, mientras hacía girar la lanza entre sus manos, sentado en una piedra tras la cara oriental de la Espuela, Togul Barok volvió a pensar en aquellos versos. Su destino y el de Derguín parecían inextricablemente unidos. Según Ulma Tor, Derguín era hijo del hermano gemelo de Mihir Barok, lo que según las leyes lo convertía, a todos los efectos, en medio hermano suyo. Por supuesto, siempre que la parte divina de la sangre de Togul Barok procediera de Himíe y no de Tarimán…
Qué dolor de cabeza, se dijo al pensar en aquel embrollo.
Déjame salir a mí y se acabará el dolor, le propuso el gemelo colérico.
Derguín y Togul Barok habían luchado por Zemal en la torre de Arak. Y ahora, o más tarde, o dentro de unos años, tendrían que volver a enfrentarse en el terrible Prates. Que, de hacerle caso a los mitos, era tanto como decir en el mismísimo infierno.
Curiosamente, los miembros de la Tribu también hablaban del Prates. Mas para ellos no se trataba de un infierno, sino de un paraíso perdido, la fuente de la luz que andaban buscando. Cuando llegaran a él, su fulgor les quemaría las retinas y entonces podrían contemplarlo con los ojos del alma por los siglos de los siglos.
Togul Barok recordó el final de la profecía.
Tot' áidheros haima sun ghdhonós
háimatí maghésetai
kairós d'estai tu krátistu.
Entonces la sangre de la tierra y la sangre del cielo entre sí lucharán
y será el momento del más fuerte.
No albergaba dudas sobre quién era el más fuerte de los dos, máxime ahora que poseía un arma como la lanza negra. La sangre de la tierra debía ser la de Derguín, la del cielo la suya. En aquel sueño, su presunta madre Himíe le había dicho: «Hemos dormitado mil años aguardando nuestra venganza. Ahora llega la hora de la gloria. Se te envió entre los hombres para pasar como uno de ellos, pero llegado el momento tu naturaleza se revelará a todos. Vete y merece el orgullo de tu madre».
¿El orgullo de tu madre? Buena madre es la tuya, que ha intentado destruirte y ha aniquilado a tu ejército. ¡Las rameras del Eidostar cuidan más a sus hijos!
Por una vez, Togul Barok hubo de darle la razón al gemelo colérico. Durante horas habían vagado por el campo de batalla y los alrededores para reagrupar a los restos de su ejército. Tan sólo había encontrado a doscientos treinta hombres capaces de caminar por sí solos. Había venido a Mígranz con treinta y dos mil soldados. Las cuentas eran sencillas. Prácticamente había perdido a noventa y nueve de cada cien hombres.
No podía creer que aquello fuese un accidente. Que era obra de los dioses saltaba a la vista al contemplar el rostro barbudo que los observaba desde la faz de Rimom. De todos los lugares del mundo, los Yúgaroi habían elegido Mígranz y la llanura situada al oeste de la Espuela para arrojar el fuego del cielo. Justo donde se encontraban él y su ejército.
Al otro lado de la Espuela, al este, no habían encontrado ni un solo cráter. Todos los meteoritos habían caído con asombrosa precisión sobre el castillo y sobre ambos ejércitos. ¿Ésa era la forma de revelar a los hombres la verdadera naturaleza de Togul Barok, aniquilando a sus tropas?
Déjame que tome yo el control. Pero déjamelo de verdad, durante el tiempo suficiente para que logre nuestra venganza, hermano. Con esa lanza somos invencibles.
¡Por la maldita Himíe, fuera su madre o no, la cabeza le iba a reventar!
– Señor…
Togul Barok levantó la mirada. Para Capitán y el resto de los Noctívagos, era simplemente «señor». Para los demás debía ser «majestad».
– Dime, Capitán.
– Es imposible subir a Mígranz. El camino está cortado, y además no dejan de caer cascotes de la fortaleza. Quizá cuando amanezca encontremos otro sendero.
Togul Barok había enviado una patrulla a la fortaleza por si el azar hubiese tenido a bien salvar algún sótano o bodega con provisiones. De los víveres que habían traído ellos no quedaba nada: o se habían volatilizado o las acémilas que los cargaban habían huido despavoridas. Y en el campamento Trisio tampoco hallaron más que cenizas.
– Me temo que nos saltaremos la cena de hoy, Capitán. Mañana será otro
día.
Al menos allí, al amparo de la cara oriental de la Espuela, el aire estaba limpio. El viento soplaba del este, poco a poco barría del campo de batalla la nube de polvo e impedía que llegara a este lado del peñasco.
Togul Barok agachó la cabeza y se apretó las sienes. El dolor se volvía cada vez más insoportable, pero no quería ceder el control. Su gemelo era capaz de descargar su frustración sobre sus propios hombres, y bien sabían los dioses que aquí no disponía de tantos como para permitirse el lujo de prescindir de ellos, y mucho menos de los Noctívagos. Cuando regresara a Áinar podría organizar más tropas, al menos cien mil soldados con experiencia y otros tantos bisoños. Pero ¿qué haría con ellos? ¿Subirlos a las tres lunas para guerrear contra los dioses?
Mientras se clavaba los dedos en la cabeza con tanta fuerza que habría podido reventar una sandía, se dio cuenta de que el suelo, oscuro por la sombra de las ruinas de Mígranz, se teñía de verde. Entre algunos de los soldados sentados en las inmediaciones se oyeron murmullos de temor. Shirta estaba asomando por el este. ¿Habría otro rostro dibujado en su superficie anunciando una segunda ola de destrucción?
Por alguna razón que él mismo no acabó de entender, le invadió un extraño temor de que le quitaran la lanza de poder, y se la escondió a la espalda. Después giró poco a poco el cuello. Aún no había alzado apenas los ojos cuando vio en el suelo una sombra. Una cabeza, un cuerpo que caminaba apoyándose en un báculo que no parecía necesitar. La sombra era muy larga.
Es porque la luna acaba de salir, pensó.
Pero al terminar de levantar la mirada, comprobó que el hombre que se le acercaba era muy alto. Aunque no tanto como él, no bajaría de dos metros.
Por un momento, al verlo recortado contra la luz verde, dudó. La trenza cruzada sobre el hombro y el pecho, el parche en el ojo… ¿No era Ulma Tor, el nigromante que le había prometido conseguirle la Espada de Fuego y había fracasado de forma lastimosa? El pelo de Ulma Tor era negro, su tez morena y vestía de oscuro, mientras que el cabello del recién llegado se veía blanco y su capa parda o grisácea. Pero ahora casi todos tenían el pelo y la ropa teñidos de gris por el polvo y las cenizas.
No, no podía ser él. Ulma Tor no era tan alto. Además, llevaba el parche en el ojo izquierdo, mientras que aquel hombre era tuerto del derecho. Y debía tener muchos más años, o al menos lo parecía.
Fuera por la mezcla de apatía y desesperación que reinaban entre los soldados o por la seguridad con que caminaba, nadie hizo ademán de detener a aquel hombre. En el báculo llevaba atada una bandera blanca. Cuando estaba a unos pasos de Togul Barok, el desconocido la arrancó, hizo un gurruño con ella y se la tiró.
El emperador de Áinar la recogió al vuelo y, sin levantarse de la piedra donde estaba sentado, la desenvolvió. Dos serpientes enroscadas: el símbolo de los heraldos.
Había otra serpiente tallada alrededor del báculo. Su cabeza giraba en ángulo recto formando el puño del bastón. Los ojos eran dos joyas que la doble visión de Togul Barok interpretó como violetas, pero bien podrían ser verdes o rojas. En cuanto a la cara y las manos del desconocido, no se veían tan azuladas y gélidas como las de Ulma Tor, pero notaba algo raro en ellas. Demasiado uniformes, tal vez.
– De modo que eres un heraldo. ¿Vienes a ofrecerme la rendición de la fortaleza?
– Bien sabes que ya no hay nada que rendir, emperador.
Por fin, los hombres de Togul Barok reaccionaron. Seis soldados rodearon al heraldo, que abrió la capa para demostrar que no llevaba armas.
– Dejadle en paz -ordenó Togul Barok-. No es necesario que me defendáis.
– Sabemos que eres perfectamente capaz de protegerte solo, señor -dijo Capitán-. Pero están ocurriendo tantas cosas raras…
Togul Barok lo despachó con un gesto, y con otro indicó al viejo que se sentara. El heraldo miró a su alrededor y comprobó que por allí cerca no había ningún asiento ni piedra, salvo la que servía de acomodo para las posaderas del emperador.
– Seguiré de pie.
– No será por no mancharte la ropa, ¿no? Parecemos todos pescados rebozados en harina -dijo Togul Barok.
– Me da cierto pudor sentarme delante de un emperador.
– Eres muy alto, amigo. Me duele la cabeza de torcer el cuello para mirarte.
No era normal que Togul Barok confesara una debilidad. Pero la presión en el temporal derecho era tan intensa como un corazón palpitando ahí dentro, TUMM, TUMM, TUMM, y no le dejaba oír sus pensamientos. Sabía que había perdido la batalla con su gemelo: era cuestión de segundos que tomara el control.
– No obstante, seguiré de pie -se empeñó el heraldo.
– No tengo costumbre de repetir las órdenes.
– Ni yo de aceptarlas.
– ¡Allawé!
La interjección Ainari brotó de sus labios al mismo tiempo que sus cuádriceps y gemelos se estiraban como muelles para levantar sus ciento veinte kilos de peso y Midrangor salía de la funda en una rapidísima Yagartéi.
– ¿Sigue doliéndote la cabeza?
Togul Barok jadeó. Los hombres de guardia se acercaron, pero él los contuvo.
– No pasa nada, Capitán. Sólo ha sido un… experimento.
El gesto de Capitán revelaba que no lo creía en absoluto, pero no se atrevió a contrariar a su señor y se apartó unos pasos.
Togul Barok no sabía muy bien qué había pasado. ¿Por qué el cuerpo de aquel insolente conservaba todavía la cabeza sobre los hombros?
En realidad, no era su intención decapitarlo. Había obedecido a un impulso de su gemelo colérico. Pero el viejo tuerto se lo había buscado, empeñándose en oponerse a él. ¿Es que los heraldos no asistían a ninguna escuela donde les enseñaran que la primera lección era no llevar la contraria a un rey, y menos a un emperador?
Algo había fallado. Midrangor había completado un arco perfecto, pero ni siquiera llegó a rozar al viejo, que estaba un paso más atrás de lo que él había calculado.
¿Desde cuándo cometía él errores de cálculo?
– Tu dolor de cabeza -insistió el heraldo.
Togul Barok envainó la espada sin molestarse en besarla. Sentía que había hecho el ridículo delante de sus hombres. Motivo suficiente para ejecutar veinte veces a aquel heraldo.
Pero saltaba a la vista que el viejo era algo más. Su parecido con Ulma Tor no podía ser mera casualidad. Un personaje como ése tendría algo interesante que explicarle en un día tan extraño y cargado de portentos como el de hoy.
Al fin y al cabo, le sobraba tiempo para matarlo.
Si es que era tan fácil.
– Sí, me sigue doliendo. ¿Por qué lo sabías?
– Tú mismo me lo has dicho.
Togul Barok meneó la cabeza, con lo que sólo consiguió agravar el insufrible latido interior. Sí, se lo he dicho. Ya ni siquiera recuerdo mis propias palabras de hace un minuto.
– Por lo que veo, sabes quién soy, heraldo.
– ¿Quién no ha oído hablar de Togul Barok, gran maestro del Tahedo y emperador de Áinar?
– Paseemos un poco -dijo Togul Barok, haciendo un gesto a sus hombres para que no le siguieran.
Se alejaron hacia el este. La luna verde ya se había despegado del horizonte. Por el momento, brillaba como todas las noches.
– ¿Quién eres, heraldo?
– Nadie importante.
– Tú sabes quién soy yo. No me gusta jugar en desventaja.
– Eso es lógico.
– Deja de darme largas. No conviene desatar mi ira por dos veces.
Llevo la lanza a la espalda, y de esa arma no creo que te escapes, añadió para sí.
– Mi nombre no te va a decir nada.
– Aun así, al menos me servirá para dirigirme a ti.
– Me llamo Linar.
– ¿Linar a secas? ¿De dónde eres?
– Del Norte.
– Ése es un término bastante vago. Si tomamos el mapa de Tramórea y lo dividimos con una línea horizontal, todo lo que se encuentra por encima de Kitampri, Malirie y Narak es el Norte. Así que yo también sería un norteño.
– El nombre de los Ruggaihik no te diría nada. Era una tribu que vivía en la Tierra del Ámbar y que fue exterminada por los Équitros.
– ¿Cuánto hace de eso?
– Bastante. Yo soy el último Ruggaihik. Pero eso carece de importancia ahora.
– Me gusta decidir por mí mismo las cosas que tienen importancia o carecen de ella.
Pese a su tono hosco, Togul Barok estaba disfrutando de la conversación con aquel hombre misterioso. Últimamente estaba demasiado acostumbrado a la adulación, el miedo o la obediencia servil. Incluso la lealtad entreverada de camaradería de los Noctívagos le llegaba a aburrir.
Linar el Ruggaihik suponía un interesante desafío. Le recordaba a Ulma Tor, pero prefería la sequedad de este viejo de pelo blanco al tono del nigromante. Ulma Tor siempre bordeaba la insolencia y la amenaza. Linar, en cambio, no parecía alguien que intentara amenazar, adular, impresionar o despertar amistad. Era como si le diera igual lo que su interlocutor pensase de él. Como si, simplemente, se limitara a ser.
– ¿Y te parece que lo que ocurre en tu cabeza es importante, emperador? -preguntó.
El latido se hizo más fuerte de nuevo. ¡Decapita a este charlatán! Si no puedes, saca la vara negra y absorbe su alma.
Si al gemelo le asusta este hombre, eso debe ser bueno, pensó Togul Barok.
– Sí, lo es.
– ¿Realmente quieres saber lo que tienes dentro de la cabeza?
– Quiero verlo y librarme de ello.
¿Qué estás diciendo, hermano? ¡No puedes hacerme eso!
Linar le acercó la mano a la cara. Togul Barok se apartó por instinto y de nuevo estuvo a punto de echar mano a la espada. No se dejaba tocar por casi nadie. Tenía ciertas necesidades físicas, como cualquiera, pero las satisfacía de forma fría y metódica. Cada siete días, siguiendo el ciclo de Shirta, se acostaba con una mujer de entre las cincuenta y dos que moraban en el harén. Lo hacía por la noche y antes de cenar, ya que el coito le despertaba el apetito. Jamás dormía acompañado, y casi siempre terminaba el acto derramando fuera su semilla. Algunas veces su naturaleza o su instinto lo traicionaban, pero las escasas ocasiones en que su semen terminaba dentro del vientre de una mujer, la obligaba a lavarse a conciencia y ordenaba a los eunucos que la sometieran a vigilancia. Si alguna de las mujeres que se había acostado con él tenía una falta, tan sólo una, desaparecía misteriosamente. Ni siquiera se arriesgaba a un aborto. Por el momento, aunque su deber como emperador era procrear un heredero -y así se lo recordaban con sutileza los miembros del Consejo Imperial-, prefería no hacerlo. ¡Quién sabía qué engendro podría nacer de alguien que no sabía ni quién era en realidad y que además compartía su cabeza con una abominación!
No soy ninguna abominación, hermano. Eres injusto conmigo y contigo mismo, porque yo soy tú y tú eres yo.
Togul Barok dejó que Linar le pusiera la mano en la sien. El mago -cada vez estaba más convencido de que lo era- entrecerró los ojos unos segundos.
– Necesito más luz. No te asustes.
– Hace falta algo más que un viejo con un bastón para asustar a Togul Barok.
Linar levantó el bastón. Los ojos de la serpiente se iluminaron con una intensa luz roja. Linar los apoyó en la sien de Togul Barok. Éste empezó a notar un calor creciente que en cierto modo aliviaba el dolor.
– Ya lo encontré. Si quieres verlo tú también, mírame al ojo, emperador.
Qué poca gente le había aguantado la mirada a lo largo de su vida, ni siquiera cuando era niño. Tal vez sólo Ulma Tor.
Togul Barok fijó sus pupilas en el ojo izquierdo de Linar. Todo fue más rápido de lo que esperaba. De pronto, el ojo del mago creció hasta llenarlo todo. Togul Barok ahogó una exclamación. Por un instante le había dominado la ilusión de que se precipitaba por un pozo.
– Esto es lo que hay dentro de tu cabeza.
Iluminada por la luz espectral de los rubíes de la serpiente, la imagen que Togul Barok vio en aquella especie de espejo le produjo una arcada de repulsión.
Siempre había creído en la existencia de la posesión espiritual, fenómeno que les ocurría a los adivinos y profetisas en ciertas circunstancias. Pero lo que se cobijaba dentro de su cabeza no era ningún espíritu, sino un parásito material.
Togul Barok había visto cerebros de animales y también de humanos. Sabía que la superficie exterior estaba surcada por un sinuoso relieve de circunvoluciones, un terreno de colinas y grietas en miniatura. En una de aquellas ranuras, acomodado como si fuera un lecho, se hallaba su gemelo.
Era un homúnculo diminuto, desproporcionado. La cabeza calva y arrugada abultaba tanto como el resto del cuerpo. Tenía dos ojos, uno de ellos hipertrofiado, con iris y pupila, desviado hacia el centro de la frente, mientras que el otro no era más que un punto negro. El cuerpo estaba encorvado y los brazos y las piernas apenas eran vestigios. Salvo la mano derecha, tan grande como la mitad de la cabeza, provista de dedos y uñas curvadas como garras.
Su gemelo debió darse cuenta del escrutinio a que lo sometían, porque su ojo vivo miró directamente a Togul Barok y su boca diminuta se abrió en un gesto que tal vez fuera una sonrisa, pero más parecía una mueca de asco. Tan sólo tenía tres dientes puntiagudos y torcidos, de un tamaño exagerado para las encías.
– Mide menos que tu meñique.
Estaba tan absorto contemplando el interior de su propio cráneo que la voz de Linar lo sobresaltó. El gemelo abrió la mano, estiró los dedos y con aquellas uñas de rata removió entre los sesos y le rascó el hueso temporal por dentro, rrrikkk, rrrikkk, rrrikkk.
Si hubiese visto una tarántula dentro de su cerebro, Togul Barok no habría sentido tanto asco. Se apartó de Linar y cerró los ojos, pero la imagen siguió grabada en sus retinas durante unos segundos. Se agachó, apretándose el estómago, y vomitó.
Era la primera vez que vomitaba en su vida. Ni siquiera bajo la cúpula materializada por el fragmento de lanza había sufrido tales náuseas.
Se limpió la boca con el borde de la capa, con lo que sólo consiguió intercambiar restos de comida por polvo, y se enderezó.
– ¿Cómo puedo albergar algo así dentro de la cabeza? Es como si fuera mi propio hijo.
Hijo tuyo no soy. Me engendraron antes que a ti. ¡Soy tu hermano mayori
Al oír la voz y notar el dolor en la sien no pudo dejar de imaginarse esa boca torcida moviéndose para formar palabras y esa mano de roedor rascándole por dentro. ¿Y si en vez de arañar el hueso decidía clavarle las uñas en el cerebro? ¿Sería capaz de matarlo?
Tal vez, pero en ese caso él también moriría.
– Tu hijo no, tu hermano -dijo Linar, dando la razón al parásito.
– ¿Cómo ha podido suceder?
– He visto casos de hermanos gemelos que nacían unidos. Algunos compartían medio torso, otros tenían tres piernas para ambos. Una vez incluso me enseñaron los esqueletos de dos bebés unidos por la cabeza.
Togul Barok asintió. En el zoológico de Koras, que no sólo exhibía animales, sino también seres humanos con deformidades diversas, había contemplado un fenómeno similar.
– Lo que te ocurre podría ser un caso parecido al de esos bebés, pero con una diferencia. Es como si en el vientre de tu madre hubieses absorbido a tu gemelo, de tal modo que en vez de crecer compartiendo la cabeza contigo se ha quedado encerrado debajo de tu cráneo.
Togul Barok pensó en ello. El homúnculo le había dicho: «Me engendraron antes que a ti». De ese modo, la historia que le había contado Mendile cobraba algo más de sentido. Cuando Ilizia acudió al templo de Tarimán ya estaba embarazada de tres meses. En ese momento, la estatua del dios había cobrado vida para hacer algo extraño con Ilizia, algo que al único testigo, el emperador, le había escandalizado. ¿En qué había consistido aquella aberración? ¿Había engendrado Tarimán otro feto? Sin embargo, Mendile parecía convencida de que no se había producido el coito. ¿A qué manipulación habría sometido las entrañas de Ilizia?
Pero entonces él sería hijo de Ilizia y Tarimán, no de Himíe y Mihir Barok. Algo seguía sin tener sentido.
– ¿Puedes librarme de él? -preguntó en susurros, temeroso de que su gemelo interior pudiera oírlo.
Un intento vano.
Viviré mientras vivas tú. Vivirás mientras viva yo. Si intentas matarme…
– La misma luz que me ha servido para verlo podría quemarlo -respondió Linar-. Sólo tendría que aumentar su intensidad.
– ¡Pues hazlo!
– Me temo que de paso abrasaría parte de tu cerebro. No sé qué consecuencias tendría. Podrías quedarte ciego, mudo, convertido en un vegetal babeante o simplemente morir. Creo que no sería buena idea.
– ¿Y si en vez de quemarlo entero le achicharras a él su minúscula cabeza?
– Si muere en tu interior y empieza a pudrirse puede que gangrene tu cerebro. ¿Te parece que es la mejor solución?
No te librarás de mí tan fácilmente, hermano.
El dolor se hizo tan intenso que Togul Barok cayó de rodillas. Se imaginó a su gemelo escarbando en el interior de su cerebro con aquella garra atrofiada. ¿Hasta qué punto podría hacerle daño si lo pretendía?
Dame el control. ¡Deja que mate a este asesino que nos quiere separar!
Togul Barok se visualizó a sí mismo utilizando la lanza negra para asesinar al misterioso heraldo y absorber su alma. Es lo que haría el gemelo si se lo permitía. Pero ¿y si Linar resultaba más difícil de matar, como parecía, y le arrebataba la lanza?
¡ Está bien! Más adelante. Lo mataremos más adelante. ¡ Pero deja de hacerme daño!
Vivo dentro de tu cabeza. No me puedes mentir. Si me prometes que lo mataremos, debes ser sincero.
¡Podría quitarnos la lanza negra! No debemos arriesgarnos hasta que no sepamos más sobre él. ¿Crees que se parece tanto a Ulma Tor por pura casualidad? No estamos tratando con un ser humano normal.
Aquello pareció calmar a su gemelo interior, que aflojó la presión sobre el hueso. Togul Barok se puso en pie. Linar no había hecho amago de tenderle la mano para ayudarle a levantarse. Algo que le agradeció.
– No pienso quitarte esa arma que llevas a la espalda -dijo Linar-. No deseo esa carga para mí.
– ¿De qué estás hablando? -¿Él también me lee la mente? ¿Es que soy un libro abierto?
– Tienes un fragmento de lanza. Ignoro de dónde la has sacado, pero sospecho que ya la has utilizado y por eso sigues vivo.
Togul Barok se llevó la mano a la espalda para desenganchar la lanza del arnés. Linar lo contuvo con un gesto.
– No quiero verla. No quiero recordar que la he visto. Si él consigue los dos fragmentos… El peligro es grave ahora, pero en ese caso podría no tener remedio.
– ¿Quién es él? ¿De qué estás hablando? No me gustan las adivinanzas, Linar de los Ruggaihik.
– Ni a mí, emperador. Pero cuando no hay certezas debemos movernos entre enigmas. ¿Qué intenciones tienes?
– ¿Es que debo rendirte cuentas ahora?
– No, pero puedes aceptar el consejo de quien es mucho más viejo que tú.
Togul Barok giró sobre sus talones y miró hacia el oeste. Se habían alejado tanto de la Espuela que habían salido de su sombra y volvían a contemplar la luna azul flotando sobre el peñasco. La luz de Rimom se veía a ratos verdosa o violeta por las nubes de polvo que flotaban en el aire. El rostro del dios seguía contemplándolos desde su superficie.
El perfil del peñasco había cambiado drásticamente. De los torreones y las almenas no quedaba ni rastro, la Espuela había perdido mucha altura y en el fondo se abría una gran depresión en forma de V, de tal modo que ahora se levantaban dos riscos donde horas antes sólo había uno.
– No sé qué intenciones tengo -reconoció Togul Barok-. Podría regresar a Áinar y reclutar un ejército, pero ¿contra quién lo enfrentaré?
– Es posible que el ejército que tengas te baste.
– ¿Cómo? No me quedan ni doscientos cincuenta hombres.
– ¿Cuántos de ellos conocen el secreto de la Urtahitéi?
– No sé de qué me hablas.
– Lo sabes, y sabes que yo lo sé. -Linar hizo un rictus y se tocó el parche que le cubría el ojo derecho-. No dispongo de mucho tiempo. Contesta a mi pregunta, emperador.
– Han sobrevivido ciento veinte Noctívagos.
– Ése es el ejército que necesitarás.
El supuesto heraldo suspiró. Era el sonido más humano que había emitido hasta entonces.
– Voy a mirar lo que no me atrevo a mirar, pero no queda otro remedio. Cuando lo haga, me escucharás con atención, porque apenas nos quedará tiempo.
– El emperador de Áinar no tiene costumbre de recibir órdenes.
– Si mis temores son ciertos, antes de que se cumpla un mes no existirá Áinar ni ningún otro reino sobre el que puedas reclamar tu imperio. Escucha y atiende esta vez, y quizá así ganes tiempo para que en el futuro sean otros quienes obedezcan tus instrucciones.
¿Decías que no era insolente?, le chistó el gemelo colérico. ¡Es peor que ese cuervo de Ulma Tor! ¡Aniquílalo con la lanza!
– Te escucharé, viejo. Pero más vale que tus palabras merezcan la pena.
– Bien. Ahora, no mires.
Linar le dio la espalda y se llevó ambas manos a la frente. Se va a quitar el parche, pensó Togul Barok.
El viejo cayó de rodillas con un grito de dolor. En su nuca apareció una tenue luz roja, como si su cráneo se hubiera vuelto translúcido y en su interior ardiera una brasa.
¡ Ahora! ¡Ahora es débil! ¡Usa tu lanza ahora!
– ¡Ni se te ocurra hacerlo en este momento!
Linar se había levantado y dado la vuelta con tal rapidez que Togul Barok ni siquiera llegó a captar su movimiento. Era como si le hubieran robado unos segundos a su vista o a su consciencia.
El viejo ya no tenía el parche, sólo una cuenca vacía y oscura casi el doble de grande que el otro ojo. Su mano izquierda estaba cerrada, ocultando algo que sin embargo emitía luz roja a través de sus dedos.
– Éste es mi consejo, Togul Barok -dijo Linar, con voz ronca y fatigada, como si en aquel brevísimo lapso de tiempo se hubiera sometido a una terrible prueba-. Si eres tan inteligente como creo, lo obedecerás. Toma a tus ciento veinte elegidos y dirígete con ellos al Trekos. Pero cuando llegues a él, en lugar de cruzarlo sigue su curso río abajo hasta llegar al bosque de Corocín.
– Corocín -repitió Togul Barok, fascinado por el brillo carmesí que palpitaba a través de la mano de Linar como un pequeño corazón.
– Es un lugar plagado de peligros, pero si no te apartas del río no te toparás con problemas. Cuando llegues a Tirimnás y la Ruta de la Seda, en lugar de viajar a tu país, dirígete al este. A pocas horas de camino observarás que a la derecha de la calzada se extiende un vasto erial. Es el desierto de Guinos. Atraviésalo en dirección sudeste, hasta llegar a su mismo centro. Sabrás que has llegado cuando encuentres un cráter mayor que los que has visto abrirse hoy.
– Ese desierto es un lugar maldito…
– Has estado en otros similares después de cruzar la Sierra Virgen y has sobrevivido.
– ¿Cómo lo sabes?
– Lo sé. Si apretáis el paso, en jornada y media estaréis en el lugar indicado. Utiliza la lanza para proteger a tus hombres del mal que flota en el aire.
– ¿Y qué ocurrirá una vez esté allí?
– Encontrarás una puerta. Tú y tus hombres la atravesaréis. Y cuando paséis al otro lado, ya sabréis lo que tenéis que hacer.
– ¿Por qué debo hacerte caso? Todo son enigmas e indicaciones vagas.
– ¡Porque si no no tendrás ningún papel en todo lo que ha de ocurrir, y será como si ni siquiera hubieses nacido!
Togul Barok reculó un paso, sobresaltado por el rugido del viejo. No parecía gritar de furia ni impaciencia, sino como alguien que tratara de reprimir un dolor terrible.
Linar abrió la mano y tiró al suelo lo que hasta ese momento aferraba entre los dedos. El objeto, una esfera roja casi tan grande como un huevo, se clavó en el suelo con un siseo de arena fundida. En su centro había tres puntos negros formando un triángulo, y al verlos Togul Barok pensó sin saber por qué que eran otras tantas pupilas que lo estaban observando.
– ¡Clávale la lanza!
– ¡¿Por qué?!
– ¡Antes de que nos vea! ¡Date prisa!
Linar se dio la vuelta y se puso en cuclillas.
Más nervioso incluso que durante la lluvia de meteoritos, Togul Barok luchó por extraer la lanza de las anillas que la sujetaban a la coraza. Por fin logró sacarla, la levantó sobre su cabeza y la clavó en el ojo con todas sus fuerzas.
Al hacerlo oyó un grito tan penetrante que le taladró los oídos, penetró en su cerebro e hizo que su gemelo parásito chillara también y rascara con desesperación en su cráneo, rrrikkk, rrrikkk.
Cuando levantó la lanza, el ojo había reventado, dejando en el suelo un charco de fluido viscoso y fosforescente en el que las pupilas nadaban como tres pequeñas cucarachas. Togul Barok examinó la punta del arma para buscar alguna mancha, pero estaba limpia.
Sin darse la vuelta ni incorporarse, Linar exclamó:
– ¡Guárdate la lanza y márchate de aquí! ¡Llévate a tus hombres ahora mismo! ¡Haz lo que te digo!
No, haz lo que te digo yo, sugirió el gemelo. Ahora que empuñas la lanza, clávasela en la espalda.
Durante unos segundos eternos, Togul Barok se quedó con el brazo en alto y la punta de la lanza negra apuntando a la espalda indefensa de Linar. Un instinto muy profundo le decía que debía matarlo, que aquel viejo era su enemigo por naturaleza.
«Será como si ni siquiera hubieras nacido.»
No le hagas caso… Con la lanza somos poderosos…
– Si tú insistes tanto, es que no es bueno para mí -dijo Togul Barok en voz alta. Volvió a encajarse la lanza en la espalda y, sin despedirse de Linar, se dirigió de vuelta al lugar donde había dejado a sus hombres.
Los primeros cien metros los recorrió andando. Luego recordó el ojo reventado en el suelo, un pánico irracional se apoderó de él y arrancó a correr.