A media mañana, el grueso de la Horda Roja ha llegado a la región conocida como Pasonorte, limitada al este por los montes Crisios, al oeste por las nevadas montañas de Atagaira, al sur por la planicie de Malabashi y al norte por el fértil país de Abinia. La vanguardia, formada por trescientos jinetes, alcanzó su destino tres días antes. En lugar de tomar el desvío al este que nos acercó a los demás a las inmediaciones de Atagaira, los exploradores cabalgaron en línea recta hacia el norte, atravesando con meritorios sacrificios un vasto y árido pedregal.
A nuestra llegada, dichos ojeadores nos informaron de que en la comarca de Pasonorte existen una ciudad digna de tal nombre, tres villas y una docena de aldeas. Todas ellas, a partir de ahora, pertenecen al feudo de la Horda Roja, según cédula concedida y firmada por la Divina Samikir, reina de Malib, que por propia voluntad acompaña graciosamente a nuestra expedición, junto con el noble Urusamsha-go-Bazu. Aunque por el campamento han corrido rumores de que ambos son en realidad rehenes, este cronista, por orden expresa del general en jefe de la Horda Roja, tah Kratos, desmiente aquí tal infundio.
Tah Kratos no desea desalojar a los habitantes de las mencionadas poblaciones ni, por el momento, mezclar a los Invictos con ellos. En el extremo occidental de Pasonorte, en las últimas estribaciones de los montes Crisios, hay una ciudad en ruinas que fue destruida por un terremoto en el año 923. Las crónicas de la época cuentan cómo días antes de la catástrofe se percibía en las calles un olor fétido, similar a los efluvios mefíticos que se captan cerca de ciertas ciénagas, y cómo desaparecieron misteriosamente todos los insectos, sabandijas y alimañas de los alrededores. El terremoto se produjo de noche y, según algunos supervivientes, se abrió en el centro de la ciudad una abismal grieta de la que brotaron unos monstruosos tentáculos de lodo que recorrieron las calles, derribaron edificios, atraparon a decenas de vecinos y los arrastraron a las profundidades.
Como fuere, la ciudad de Tolkar, pues tal era su nombre, no volvió a ser habitada desde entonces. Pero tah Kratos y los oficiales de su estado mayor han considerado que, puesto que se eleva más de cien metros sobre las tierras de Pasonorte y domina la región, se trata de un enclave asaz apropiado para que la Horda asiente aquí sus reales. Las ruinas se hallan en un estado no mucho menos calamitoso que las de Nidra, pero, tomando en cuenta la fuerza de trabajo de la Horda, los sueldos que gracias al botín arrebatado a los Aifolu se pueden pagar a los lugareños, la cantidad de materia prima disponible en el propio lugar y las condiciones del clima de Pasonorte, este humilde cronista calcula que la reparación de las murallas, menester el más urgente de todos, podrá terminarse en tres meses, y la del resto de la ciudad en un máximo plazo de un año, un mes y dos semanas, tres días arriba, tres días abajo.
Por el momento, la Horda Roja se ha instalado en las ruinas de Tolkar, y
el estandarte de nuestro orgulloso narval ondea en el único torreón que permanece intacto, sobre el baluarte meridional. Hoy, 9 de Bildanil, se han llevado a cabo los rituales deprecatorios para propiciarse a los espíritus de los antiguos moradores de la ciudad, y también se han ofrecido sacrificios a la gran estatua de Anfiún que, milagrosamente, se ha encontrado intacta entre los escombros de un templo. También se ha procedido a cambiar el nombre de la ciudad, para lo cual se ha votado en asamblea formal de guerreros. Algunos nostálgicos han propuesto el nombre de Mígranz. Otros, llevados por la admiración a nuestro nuevo general, que no por vulgar adulación, han sugerido llamarla Kratine, Kraturia u otras variantes, cada uno ateniéndose a las reglas de su propio idioma. Tah Kratos, de natural modesto y discreto, se ha negado a que la nueva capital de la Horda Roja lleve su nombre y ha propuesto, tras consultar al joven erudito Mikhon Tiq, versado en lenguas del pasado, que sea conocida como Nikastu, que en el idioma de los Arcanos significa «ciudad de la victoria».
La moción ha sido aprobada por aclamación. Así termino esta entrada del diario oficial de la Horda Roja hoy, 9 de Bildanil, en la ciudad refundada de Nikastu. De lo que queda constancia con mi firma y con la de tah Kratos, general en jefe de los gloriosos Invictos.
AHRI DE ÁTTIM, Diario de la Horda Roja
Mientras a más de mil kilómetros de distancia Neerya se tumbaba boca arriba en el lecho y se dejaba hacer pensando en el hombre al que amaba, éste se retorcía las manos, tratando de aliviar la torturante comezón que le producía la ausencia de la Espada de Fuego.
– Deberías comer, tah Derguín. Así al menos tendrías algo en que entretener los dedos -le dijo Kybes.
Estaban sentados en El Mirador de Nikastu, la primera taberna de la joven ciudad, inaugurada por Gavilán. El capitán de la compañía Terón no había perdido el tiempo. «Es la primera noche en nuestra nueva ciudad», había dicho, «y sería de muy mal agüero que no la celebráramos con una buena borrachera.» Por el momento, las paredes de la cantina, allí donde las había, no levantaban más de un metro del suelo, pues el lugar que había elegido Gavilán era un solar donde antes del terremoto debió levantarse una mansión señorial.
Según explicaba a la clientela mesa por mesa, Gavilán había escogido aquel lugar por las vistas: el solar se hallaba en la parte norte de la ciudad, en una elevación que superaba incluso la altura de la muralla. Desde allí se divisaban las llanuras de Abinia y el aire que soplaba era fresco. Tal vez en exceso. Entraba el otoño y el viento venía del norte, donde el clima era más húmedo y menos cálido que en la tórrida Malabashi.
A ratos, Derguín no notaba el frío y a ratos se estremecía. Como había previsto, estaba sufriendo constantes accesos de fiebre. Llevaba ya siete días sin la espada, tantos como la vez anterior. En aquella ocasión había supuesto – erróneamente que Zemal se encontraba en su casa, escondida dentro de la armadura hallada en Arak. Ahora no tenía la menor idea de en qué rincón de Tramórea podía hallarse. Había decidido acompañar a la Horda Roja en su viaje, en lugar de regresar a Narak, por dos razones. En primer lugar, sin la Espada de Fuego no tenía el poder necesario para vengarse de Agmadán y recuperar a Neerya. En segundo lugar, no quería distanciarse demasiado de Atagaira: estaba convencido de que Ziyam y Zemal no podían hallarse muy lejos la una de la otra.
En parte acertaba y en parte se equivocaba.
– ¿No has oído a Kybes? -preguntó Baoyim-. Come algo, por favor.
Kybes y Baoyim estaban muy entretenidos dando cuenta de una ración de caracoles. En la tercera jornada de viaje desde el Kimalidú, mientras seguían una ruta en forma de arco que los había acercado a las montañas de Atagaira, les había llovido durante varias horas. Al día siguiente la Horda había pasado junto a un bosquecillo en el que los críos, durante el descanso de mediodía, se habían dedicado a atrapar caracoles que Gavilán les había comprado a buen precio.
A Derguín siempre le habían gustado aquellos moluscos, pero ahora se le revolvía el estómago al ver cómo Kybes y Baoyim hurgaban en sus conchas con alfileres para sacar sus cuerpos blandos y viscosos, y antes de llevárselos a la boca los contemplaban con tanta satisfacción como balleneros que hubieran arponeado un cachalote. Tampoco había sido capaz de probar el pollo asado que les habían servido antes, así que la causa no era que la textura de aquellos moluscos fuese más o menos babosa. Simplemente, tenía la garganta y la boca del estómago cerradas con un candado.
Escondió las manos debajo de la mesa y se clavó las uñas en los muslos hasta hacerse daño. Por fin llegó la siguiente ronda de cervezas. Derguín había pedido una jarra doble, pensando que había pocos camareros atendiendo las mesas y que acabaría con su bebida antes de que tuvieran la suerte de que volvieran a atenderlos.
Cuando dio el primer trago, largo como el beso de dos amantes que se reencuentran, comprobó con el rabillo del ojo que sus amigos lo observaban con preocupación. Sí, estoy bebiendo mucho, pensó. Y, con el estómago vacío, la cerveza se le estaba almacenando toda en un lugar situado justo encima de sus cejas. ¿O era más bien en su nuca? Hambre no tenía, pero sed sí, una sed monstruosa, y además la única forma que se le ocurría para conciliar el sueño era embotarse a fuerza de beber.
La tragantada fue tan larga que se le llenaron los ojos de lágrimas. Para despejarlos, se los frotó y parpadeó, mientras miraba a su alrededor. Había unas treinta mesas, de diversas formas, maderas y tamaños, y el surtido de sillas no era menos abigarrado. No muchos días atrás, en esas mismas mesas y sillas se habían sentado los oficiales del Martal para banquetear y celebrar sus masacres. Gavilán, que llevaba tiempo pensando en montar su propio negocio, había comprado las de más calidad a aquellos a quienes les habían correspondido en el reparto del botín, y otras las había rescatado de una gran montonera destinada a convertirse en leña.
Presidía la fiesta de inauguración una estatua de seis metros de altura. La habían encontrado a poca distancia de allí, sepultada entre una pila de cascotes y tejas, pero incólume. Era una talla de madera maciza, y muy pesada, que representaba a Anfiún. Tras hacerle los sacrificios de rigor,
Gavilán había convencido a Kratos de que el mejor lugar para el dios, que como buen guerrero tenía fama de borrachín, era El Mirador de Nikastu, así que la había hecho traer y encaramar sobre un pedestal.
Ahora el rostro severo y barbudo del dios los contemplaba desde arriba, tal vez envidioso del festín que se estaban dando a su alrededor todos aquellos soldados. No obstante, para contentarlo, lo tenían rodeado de velas encendidas, pasteles de ofrenda e incluso una enorme jarra con veinte litros de hidromiel, que según la tradición era su bebida favorita.
– Es un Xóanos -comentó Derguín. Sus amigos, que llevaban un rato comentando el clima de la región y tratando de incluirlo a él en la conversación, se quedaron callados.
– ¿Un Xóanos? -preguntó Kybes al cabo de unos segundos-. Disculpa mi incultura, tah Derguín. ¿Eso qué es?
– Una estatua de una era anterior. De antes del año Cero.
– ¿Tiene más de mil años? ¿Una talla de madera? ¿No crees que debería estar podrida?
– Si se trata bien, la madera puede durar mucho tiempo -dijo Baoyim.
– ¿Cómo lo sabes? Ignoraba que fueras ebanista.
– Y no lo soy. Pero he trabajado para varias escultoras y algo entiendo de materiales.
– ¿Que has trabajado para escultoras? ¿Qué hacías, les sujetabas los cinceles, les barrías el taller?
– Posaba -dijo Baoyim, agachando la mirada y ruborizándose un poco.
– Te has puesto colorada. No me digas que posabas… ¿desnuda?
– Bueno, yo… A veces.
– ¡Guau! No me lo imaginaba de la severa capitana Baoyim -dijo Kybes, chupándose la salsa del último caracol de los dedos de la mano izquierda. La que él, en la peculiar visión del mundo que le había imbuido la magia de Kalitres, consideraba su diestra.
– En Atagaira se considera un honor que una artista te elija como modelo. -La respuesta de Baoyim contestaba implícitamente a una crítica, puesto que en Ritión y otros reinos tan sólo las cortesanas se desnudaban para pintores y escultores. En cualquier caso, la Atagaira decidió desviar de su persona el foco de la conversación-. ¿Cómo sabes que esa estatua es tan antigua, tah Derguín?
– El estilo. Todos esos Xóanos tienen un aire similar. Sonrisa enigmática, ojos algo rasgados, la pierna derecha ligeramente adelantada, el torso recto. – Derguín contuvo un estremecimiento, pero sólo a medias-. No sé, tienen algo que me da escalofríos.
– Pues no se parece en nada al demonio de metal que destruiste en la Torre de la Sangre -dijo Kybes, girándose y acodándose en la silla para estudiar mejor la estatua.
– No, pero ya no me sorprendería que cualquier objeto inanimado volviera a la vida. -Derguín recordó las últimas palabras del Rey Gris y, con la mirada perdida, repitió-: Los dioses vendrán…
– Con todo respeto, tah Derguín, ¿no estás un poco obsesionado con los dioses? Hemos vencido cuando todo parecía perdido, tú destruiste a uno de los tres demonios y también hemos evitado que despertara el tercero.
– ¿Adónde quieres ir a parar, Kybes?
– A que hemos salvado al mundo de un mal horrible, de una crueldad y una devastación como no se habían conocido jamás en la historia de Tramórea. Deberíamos disfrutar un poco de las mieles del triunfo. Los dioses oscuros han sido derrotados, tah Derguín. Los dioses tradicionales -añadió, señalando a la estatua- están de nuestra parte. Creo que las cosas van a mejorar. ¡Y brindo por ello! -añadió, levantando su jarra.
Derguín miró con tristeza a sus dos amigos. ¿Cómo explicarles que no podían confiar en los dioses tradicionales?
Él mismo no sabía qué pensar. «Somos los que esperan a los dioses», insistía Linar, y Mikha le seguía la corriente. Pero a Derguín le costaba trabajo creer que las divinidades a las que se rendía culto en toda Tramórea fueran tan malignas como el siniestro Tubilok y sus demonios. ¿Qué papel desempeñaba, por ejemplo, Tarimán, el herrero que había forjado la espada con la que fue derrotado Tubilok?
Sobre todo, ¿cómo pensar en enfrentarse con todos los Yúgaroi del Bardaliut? Antes de desaparecer sin despedirse, Kalitres les había dicho: «Con suerte, los siete Kalagorinor juntos podríamos haber derrotado a dos o tres dioses a la vez».
Su mano volvió bajo la mesa, buscando en vano la empuñadura de Zemal, y al palpar sólo aire volvió a cerrarse con tal fuerza que las uñas le hicieron heridas en la palma.
No seré yo quien luche ya contra los dioses. La amargura se mezclaba con un extraño punto de alivio. Intuía que esta vez no iba a recuperar el arma de Tarimán. De algún modo, Ariel se había convertido en la nueva Zemalnit. Podía empuñar y usar la Espada de Fuego saltándose las normas del certamen. ¿Una prueba de que los tiempos estaban cambiando, de que la época de los humanos llegaba a su fin?
¿Quién era Ariel en realidad? Una criatura que se presentó como niño siendo una niña, que era incapaz de aprender a leer y al mismo tiempo entendía cualquier idioma de forma innata, que se embrollaba contando monedas y sin embargo memorizaba un poema con escucharlo una sola vez. ¿No sería ella misma de la raza a la que Linar llamaba «el antiguo pueblo» y a la que pertenecía Tríane?
Ariel te ha sido leal, se repitió. Te salvó la vida en el bosque de los inhumanos. Te bordó el estandarte de Zemal. Debe tener alguna razón para lo que está haciendo.
Pero ¿realmente importaban las razones de Ariel? No era más que una cría, manejada por la intrigante Ziyam, quién sabía con qué propósito. Al menos, esperaba que la reina de las Atagairas no se atreviera a hacerle daño. Si tienes que usar la espada, ¡úsala!, pensó Derguín, como si pudiera proyectar aquella orden mental a través de incontables kilómetros de distancia.
A kilómetros parecían estar sus dos amigos, o así los veía él, incapaz de dejarse contagiar por su animación. Kybes insistía en que los tiempos iban a mejorar, ya que la derrota del Martal sólo podía complacer a los auténticos dioses, que en agradecimiento recompensarían a los humanos con una nueva era de prosperidad. Baoyim no parecía tan convencida.
– Las Atagairas no nos fiamos demasiado de los dioses celestes. Somos criaturas de Tramórea y tenemos los pies en el suelo. Nuestra verdadera protectora es Iluanka, la gran dragona.
– No tenéis ni idea ninguno de los dos -dijo Derguín, súbitamente irritable y con ganas de polemizar.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Baoyim, dilatando las aletas de la nariz, como solía hacer cuando algún comentario la molestaba.
– Vivís en una isla de ignorancia y oscuridad. -Su memoria, entrenada con Ahri el Numerista, le gastó una extraña jugarreta: creyéndolas suyas, repitió literalmente las palabras que Linar había pronunciado ante Mikha, Kratos y él al calor de la lumbre-. Siempre ha habido hechos que se ocultan a la mayoría, y también otros que se ofrecen a la vista de todos pero que nadie alcanza a entender. Os movéis en un estrecho sendero, rodeados por sombras que apenas atisbáis, salvo en vuestras peores pesadillas. Gracias a eso continuáis vuestro camino en la creencia de que todo a vuestro alrededor es luz.
– Me temo que hablas y no dices nada, tah Derguín -repuso Baoyim-. Amenazas oscuras, sombras… Me parece que son obsesiones tuyas. O más bien producto de eso. -Señaló con un gesto harto elocuente a la jarra de cerveza. Lo cual sirvió a Derguín para percatarse de que no le quedaba sino medio sorbo, que se apresuró a apurar.
– ¿Obsesiones mías? Si hubierais escalado al cielo como yo -Si tuvierais las pesadillas que tengo yo, añadió mentalmente-, si supierais cómo es el mundo en realidad, os asustaríais tanto que cavaríais un hoyo en el suelo, enterraríais la cabeza en él y ya no la sacaríais de allí.
– ¿Crees que lo que vi yo en Ilfatar es propio de un ignorante? -preguntó Kybes. Como Baoyim, estaba empezando a sentirse molesto y a levantar la voz, y por primera vez en toda la noche su sempiterna sonrisa se le había borrado del rostro-. ¡Si hubieras olido la sangre en el fondo de aquella torre, si hubieras visto el rostro de la niña a la que me ordenaron degollar…!
Derguín golpeó con la jarra en la mesa.
– ¡No hace falta que me recuerdes que te mandé al infierno! ¿Crees que no lo sé, y que no me atormenta haberte ordenado algo que debería haber hecho yo?
Kybes y Baoyim se mordieron los labios al mismo tiempo y cruzaron una mirada de entendimiento. Empiezan a sentirse violentos, pensó Derguín. Comprendía la razón, pero no conseguía controlarse. La cabeza le daba vueltas y sus pensamientos saltaban de un lugar a otro sin anidar en ningún sitio, contradiciéndose entre sí como en un duelo de Tahedoranes.
Es por culpa de Zemal. Con ella su vida era un tormento de insomnio y nervios, pero sin ella era mucho peor.
Maldita la hora en que me sacaron de Zirna.¡Malditos Linar, y Kratos, y maldito Mikha que les habló de mí!
Volvió a aporrear la mesa y exclamó:
– ¡¿Qué hay que hacer aquí para que a uno le sirvan una cerveza de una maldita vez?!
La camarera que se acercó a atenderlos era una moza rubia, de caderas rotundas y ojos vivaces. Como todas las contratadas por Gavilán para su taberna, también había ejercido o ejercía de prostituta.
– No es necesario levantar tanto la voz, joven Derguín -le dijo con una sonrisa, mientras le cambiaba la jarra vacía por otra llena-. Tú no eres como ésos -añadió, señalando una mesa en la que se aglomeraban quince soldados en el sitio de diez. Llevaban jubones negros con el emblema del batallón Jauría, y estaban entonando canciones obscenas con voces destempladas. Como todos los demás clientes, venían desarmados. Gavilán había puesto a la entrada de la taberna una armería, donde cada parroquiano que entraba dejaba espadas, cuchillos, hachas o lo que trajera, previa entrega de un recibo. En la puerta, el gigante Trescuerpos garantizaba que nadie se saltara la norma.
– ¿Que no soy como ésos? -preguntó Derguín-. ¿Qué te hace pensar tal cosa, guapetona?
La palabra «guapetona» salió casi chirriando de sus labios. Debía de ser la primera vez que la pronunciaba en su vida. Pero más inesperado resultó el comportamiento de su mano derecha, que, como si hubiera cobrado vida independiente, se levantó para propinarle un azote en las nalgas a la camarera. Tenía los glúteos tan prietos que se hizo daño en la palma.
La joven dio un respingo y le miró con un destello de ira.
– ¡Eh, no te pongas así! ¡Que he visto cómo ése de ahí te daba otro y le sonreías! -dijo Derguín, señalando a la mesa del batallón Jauría. «Ése de ahí» era su general, el tuerto Abatón.
La camarera se limitó a sacudir la cabeza, masculló algo ininteligible y se
largó.
– ¿Por qué has hecho eso, tah Derguín? -preguntó Baoyim-. No es propio de ti.
– En tu país tratáis a los hombres como si fueran animales. ¿Tienes algo que opinar de cómo tratamos aquí a las mujeres?
Kybes agarró la jarra de Derguín y tiró de ella.
– Mejor será que me la tome yo. Creo que tú ya has bebido suficiente.
Si en el repertorio de frases hay una que jamás conseguirá aplacar a un borracho, es ésa. Derguín sintió que se le subía la sangre a la cabeza. Fluido que, mezclado con el alcohol que ya la ocupaba, sólo contribuyó a que todo girara en un remolino más vertiginoso aún.
– ¡Aunque ya no sea el puto Zemalnit, aún tengo dinero y cojones para decidir cuándo me bebo una cerveza y cuándo no!
¿Quién es el que está hablando por mi boca? Dentro de sí mismo, hundido en un pozo oscuro, debía de esconderse el Derguín de siempre. Pero alguien había tapado el brocal y su vocecilla apenas se escuchaba como el chillido de una rata ahogándose.
Kybes empujó la cerveza de vuelta.
– Jamás he dudado de eso. Bébetela hasta que te salga por las orejas, tah Derguín.
Siguió un incómodo silencio. Por fin, Derguín lo rompió.
– Será mejor que me dejéis solo. Hoy no soy buena compañía para nadie.
Baoyim y Kybes se miraron de nuevo. ¿Crees que es buena idea?, parecieron preguntarse sin palabras. Pero finalmente se levantaron y lo dejaron allí, con un escueto «Adiós».
– Lo siento. Es por la espada. Todo por la puta espada -dijo Derguín, cuando ya no podían oírlo.
Levantó la mano derecha y la observó. Los dedos le temblaban como si tocaran un teclado invisible, y corrientes de dolor le atravesaban el antebrazo hasta llegar al hombro, donde emprendían el camino de regreso. Se clavó los dedos en el músculo radial, cerca de la zona del codo que en Uhdanfiún llamaban «el hueso de la risa» porque cuando se golpeaban en ella con las espadas de madera les entraban carcajadas y una extraña flojera que les hacía soltar el arma.
Ahora vio las estrellas y sintió cualquier cosa menos ganas de reír, pero volvió a hincarse los dedos con saña.
Sin saber cómo, la jarra estaba otra vez casi vacía. Al menos, el torpor que le producía la cerveza mitigaba otras sensaciones. Mejor estar borracho que notar cómo el corazón se desbocaba constantemente, sentir el puño que le apretaba la boca del estómago y sufrir los calambres que le recorrían el cuerpo.
Tal vez podré dormir, se dijo, empinando la jarra y apurando el último dedo de cerveza. Estaba apoyando las manos en la mesa para levantarse cuando alguien le plantó delante un pichel de estaño, con un golpe tan brusco que la cerveza le salpicó. Derguín levantó la mirada y se encontró con el rostro arrugado de Gavilán.
– Es invitación de aquel caballero -dijo el soldado-tabernero, señalando al general Abatón, que desde la otra mesa levantó su propia jarra en saludo.
– Gracias.
– Dáselas a él -dijo Gavilán, disponiéndose a irse-. Por mí, no te la habría puesto.
– ¡Un momento!
El tabernero se volvió a medias y lo miró de soslayo.
– ¿Te he hecho algo, Gavilán? ¿O es que estás de mal humor porque sí?
Gavilán dio la vuelta a la silla que había ocupado Kybes y se sentó en ella cruzando los brazos sobre el respaldo. A la luz de las antorchas y las velas, sus arrugas parecían más profundas, grietas en un sequedal. Como le faltaba un incisivo y el pelo le raleaba bastante, parecía tener más de sesenta años. Sin embargo, a Derguín le constaba que era poco mayor que Kratos.
Gavilán señaló a la camarera a la que Derguín le había propinado la nalgada. Estaba llevando ocho jarras a una mesa, cuatro en cada mano.
– Orbaida es, en el fondo, una romántica. Como les pasa a muchas seguidoras del campamento. -Era un eufemismo con el que solían referirse a las prostitutas que viajaban con el ejército-. Sabe leer y todo.
– Sorprendente -respondió Derguín, fingiendo indiferencia.
– Le gustan las novelas Ritionas. Una chorrada, ya sabes. El duque Forcas, que los dioses tengan en su gloria, también las leía. Así nos iba a todos, claro.
– Sé de qué me hablas. En el taller de mi padre copié más de una de esas novelas.
– La realidad es más asquerosa y desagradable que los libros, claro. Los que nos dedicamos a la guerra sabemos que es mucho más sucia que esas batallas que describen, y que no existen caballeros tan nobles ni galantes.
– Ajá.
– Ella también lo sabe de sobra. Ha tenido una vida muy dura.
– ¿Piensas llegar a alguna parte, Gavilán?
– Tú eres el Zemalnit. Eres una chispa de luz en este mundo tan oscuro y hediondo.
– Yo ya no soy quien…
– Cállate un rato.
Derguín enrojeció, pero cerró la boca y se concentró en el pichel para disimular su rubor.
– He oído hablar a Orbaida de cómo cabalgaste tú solo contra miles de pájaros del terror, como si lo hubiera presenciado con sus propios ojos. Para ella eres el personaje de una de las novelas que lee cuando tiene un rato libre. ¿Lo entiendes?
– Un personaje.
– Sí, un personaje. No una persona. No puedes permitirte ser vulgar como el viejo Gavilán, porque no eres un soldado, sino un símbolo. Debes ser sublime y elegante como un dios.
Gavilán se levantó.
– No voy a decirte que no vuelvas a entrar en mi local, tah Derguín. Tampoco te voy a pedir que desde ahora bebas agua de la fuente. Pero te ruego que no olvides quién eres.
Menudo sermón filosófico me ha echado el viejo, pensó Derguín. Le dio un trago a la cerveza, y de pronto le supo amarga como metal recalentado. Sí, era mejor irse y dejar de defraudar a la gente que tanto esperaba de él.
Yo sólo era el que empuñaba la espada. Ahora la espada no está, y yo no soy nadie. Sólo aire condensado que parece tomar la forma de una persona, pero no tengo más entidad que el personaje de una novela. Y la mía ya se ha terminado.
– ¡Eh, tah Derguín! ¡Zemalnit! ¡Ven aquí!
Derguín levantó la mirada. Desde la mesa del Jauría, Abatón le hacía señas y lo llamaba con voces estentóreas. Derguín hizo un gesto de negativa, tratando de no mostrarse desdeñoso, y bajó la mirada a la mesa.
Un minuto después, una mano dura como una tenaza lo agarró del codo y tiró de él sin contemplaciones.
– ¡Ven a beber con nosotros!
El general en persona se había levantado a buscarlo. Eran los privilegios y las servidumbres de ser el Zemalnit. De haber sido el Zemalnit, el símbolo, el personaje. ¿Qué pasaría cuando todos se enteraran de que había extraviado la Espada de Fuego? El secreto sólo lo conocía gente de confianza: Mikha, Kratos, Baoyim y Kybes. Pero aunque fuesen mudos como tumbas, eran cuatro personas al corriente. Demasiadas.
No convenía malquistarse con Abatón. Kratos le había hablado de él, definiéndolo como alguien a quien no se le debía dar la espalda. De modo que Derguín se puso en pie y se resignó a aceptar la invitación.
Abatón era diez centímetros más alto que él y tenía el cuerpo de un atleta. Con un parche en el ojo su aspecto habría mejorado bastante, pero debía considerar que la cuenca vacía y atravesada por una cicatriz le otorgaba un aspecto más temible y autoritario. Sin soltar el brazo de Derguín, lo condujo hasta su mesa y lo acomodó a su derecha.
Si quince estaban apretados, con un comensal más los codos y los hombros no hacían más que chocar, y los pies se enredaban por debajo de la mesa y golpeaban patas o espinillas. Abatón se empeñaba en hablarle como si estuviera sordo, acercándose tanto que lo rociaba con su saliva. Derguín sabía que, después de tantas cervezas, su aliento no debía de oler precisamente a rosas, pero el del general lo estaba mareando. Se sumaba el tufo rancio y apelmazado de la ropa transpirada, más el olor grasiento y ya revenido de los restos de un enorme muslo de ave que reposaban en el centro de la mesa. Algunos opinaban que, transcurridos unos días, la carne de los pájaros del terror estaba más sabrosa, como la de las perdices. Pero en ese momento Derguín, con el estómago revuelto, no podía estar de acuerdo.
La conversación era estridente, rápida y a la vez repetitiva, un enjambre de abejas que pasaban zumbando junto a sus oídos. A Derguín le daba vueltas todo y a ratos le parecía que veía moverse los labios de un hombre mientras que la voz de otro le llegaba con retraso o quizá con adelanto.
– ¿Nos enseñas la corona al valor, tah Derguín?
– ¡Qué estupidez! ¿Crees que la lleva encima?
– Yo la llevaría encima hasta para cagar si me la dieran. Pero, claro, yo soy un vulgar soldado, y en la vida me concederán una condecoración como ésa.
– Tú no eres amigo del comandante en jefe. Siempre hay clases.
– Tampoco cargaste tú solo contra esos chiflados de los Glabros.
– ¡Solo no, rodeado de tías en pelotas! ¡Ya me habría gustado estar allí!
– No habrías tenido cojones.
– ¿Cómo que no? Dame una armadura, una espada mágica y un unicornio, y verás cómo cargo contra todos los dioses del Bardaliut si hace falta.
¿Conque ésas tenemos?, pensó Derguín, y contestó al audaz:
– Pues ánimo, que a lo mejor te hará falta.
– ¿Crees que no lo haría? -El soldado, que tenía una barba fosca y salpicada de espuma, lo miró entrecerrando los ojos-. ¿Te burlas de mí?
– ¡Nada más lejos de mi intención!
– Porque yo tuve que cargar a pie contra esos putos demonios de ojos amarillos.
– De ojos amarillos como el mariquita de tu amigo, Zemalnit -intervino
otro.
– Y lo hice con una lanza y una espada mellada, y un peto de cuero al que le faltan la mitad de las escamas. ¿Por qué no me dan a mí el premio al valor?
– Te propondré para él, descuida -replicó Derguín-. Aunque vuestra compañía me es muy grata, creo que voy a irme a dormir.
Trató de levantarse, pero Abatón lo agarró del brazo y lo volvió a sentar, aprovechando que el equilibrio de Derguín era un tanto precario.
– ¡Por favor, Zemalnit, no nos prives de tu compañía! ¿O debería decir ex Zemalnit?
Derguín notó cómo le huía la sangre del rostro. Así que de esto va todo, pensó.
– Ya te he dicho que me voy. Tengo sueño y he bebido más que suficiente. Gracias por tu invitación. Os dejaré pagada otra ronda.
Abatón seguía sin soltarle, y de nuevo le asperjó de babas la mejilla al decirle:
– Cuentan que en Narak también te quitaron la espada. ¿Sabes que eres
el único Zemalnit de la historia que la pierde dos veces?
– No sé de qué estás hablando.
– Los rumores corren, tah Derguín. Sabemos que tu espada ha desaparecido. ¿A quién se la regalaste, a esa zorra pelirroja de las Atagairas?
Sabía que no debería haberse sentado allí. Abatón estaba muy borracho y era de esos tipos que tienen mal vino. O malas intenciones. O ambas cosas a la vez.
Pero no era el único que lo estaba acosando. Los quince hombres del Jauría parecían orbitar y danzar a su alrededor cual lebreles hostigando a su presa. En todos los ojos brillaba el mismo odio.
En Narak le había ocurrido algo similar. Después de dos años allí, Derguín creía que los Narakíes lo admiraban, para descubrir al final que en realidad lo aborrecían. O quizá estaban divididos; pero el odio y la envidia siempre saben gritar en voz más alta que el amor y la admiración.
Recordó la frase de su acusador en el juicio de Narak: «¿Quién se cree que es ese Zemalnit para llevar siempre la espada colgada a la cintura con la vaina hacia atrás, como un Ainari, como si no le importara ensartar a alguien con ella?». Cuando alguien está en tu contra, cualquier detalle, el más nimio, lo interpreta como una muestra de hostilidad o prepotencia.
En cualquier caso, lo mejor era poner pies en polvorosa cuanto antes.
Derguín logró zafarse de la garra del general y volvió a ponerse de pie. Todos en la taberna lo estaban mirando, como si en las otras treinta mesas no hubiese nada interesante de lo que hablar. Cientos de ojos escudriñándolo, cientos de oídos escuchándolo.
Y todos parecían saber que le habían robado la Espada de Fuego.
No puede ser, se dijo. Todos no pueden saberlo. La mezcla del alcohol y la privación de Zemal lo estaban volviendo paranoico.
– Hay gente a la que crees tu amiga y que no es tan de fiar como parece, tah Derguín -insistió Abatón, y volvió a agarrarlo, aunque esta vez no consiguió que se sentara.
– Eso es asunto mío.
– Tú se lo dijiste a Kratos, a tu amigo del alma Kratos. Pero no hay nada que sepa él que no me cuente. ¡Somos uña y carne!
– Me alegro de saberlo.
¿Kratos lo había traicionado? Derguín le había dejado bien claro que no debía contar nada, que incluso podía poner su vida en peligro.
– Quieres irte, ¿verdad, Zemalnit? Pues es lo mejor que puedes hacer. Nosotros somos soldados honrados, soldados de verdad.
– ¡Bien por el general!
– No necesitamos magia para sentirnos más hombres. Combatimos con esto -se aporreó el corazón- y con esto -se apretó los testículos, lo cual, por alguna razón, le hizo soltar un eructo.
– ¡Bien dicho!
– No somos críos de teta a los que quitan de escribanos para regalarles un premio que no se merecen. ¡Kratos sería mil veces mejor Zemalnit que tú!
Derguín bajó la voz, mirando fijamente a los ojos a Abatón. O más bien al ojo. La órbita vacía del otro le resultaba demasiado repugnante.
– Te ruego que me sueltes, general. Esta conversación ha dejado de interesarme hace rato.
– ¡Qué importante es el niñato! -dijo otro de los soldados.
Abatón seguía sin soltarlo. Hacía ya mucho rato que el contacto había pasado de amistoso a molesto, y de molesto a ofensivo.
Con la ira, a Derguín se le estaba despejando la borrachera y casi se había olvidado de los calambres del brazo. Así pues, la ira debía ser algo bueno.
– Suéltame, general -repitió en voz muy baja.
– O si no, ¿qué? -dijo Abatón, poniéndose en pie y acercándole la cara como si fuera a propinarle un cabezazo-. Sin tu espada llameante no eres nadie.
– ¿Has oído hablar del Arbalipel?
– ¿Del Arbaliqué? ¡Aaaaay!
Derguín agarró la muñeca de Abatón con la mano izquierda y la dobló hacia arriba, forzándola al máximo. Después tiró de él con todas sus fuerzas. El general no tuvo más remedio que seguir el movimiento para reducir el dolor en su muñeca y evitar que se la luxara.
Arbalipel.
«Porque alguna vez no tendréis a mano una espada ni una lanza ni un arco, ni tan siquiera un mísero cuchillo», les había dicho Hriros, su maestro instructor de Arbalipel en la academia de Uhdanfiún.
«¿Vas a enseñarnos a huir sin pagar de las casas de putas?», le había preguntado Deilos, que siempre se hacía el gracioso. Él fue quien voló por los aires con la primera llave de Hriros.
Ahora, Derguín siguió acompañando y acelerando el movimiento de Abatón. Cuando lo soltó, el general iba tan rápido -y tan borracho- que dio un traspiés y cayó sobre una mesa en la que Orbaida acababa de depositar una bandeja con patatas y salchichas humeantes.
Resultaba complicado explicar a aquellos comensales que Derguín no había tenido la culpa. Tanto como razonar con los soldados de Abatón. De repente, se encontró solo contra más de veinte hombres borrachos como cubas y con ganas de pelea.
– ¡A por él, Invictos! -gritó uno.
Un hombre del Jauría agarró a Derguín por el cuello de la casaca para darle la vuelta y propinarle un puñetazo. Mejor habría hecho pegándole directamente. Derguín cerró la mano y, con el impulso de su propio giro, le dio un golpe de martillo en la oreja y le rompió el cartílago.
No había mucho tiempo para pensar. El tipo de la barbaza estaba levantando su jarra para estampársela en la cabeza, mientras que por detrás alguien le acababa de clavar el puño entre los omóplatos.
Eran muchos. Demasiados. Si caía al suelo, tardaba en levantarse y empezaban a pegarle patadas en las costillas y en la cabeza… En las calles de Koras había visto morir así a más de un infortunado, en peleas que empezaban medio en broma y terminaban en entierro.
Pero hoy no sería el funeral de Derguín Gorión.
Observó la distancia que lo separaba de la salida de la taberna y calculó una fracción de segundo a qué aceleración recurrir. La serie de números de Mirtahitéi desfiló a toda velocidad por su cabeza.
Notó un calor ardiente y un desgarrón que partían de su zona lumbar, un latigazo cruzó su columna vertebral y un fuego líquido recorrió sus venas.
Los últimos vapores del alcohol se esfumaron, y el mundo entero se volvió más estable y más lento.
Él sabía que no estaba ocurriendo así, que nada había cambiado en el exterior. Era su percepción del tiempo la que se había modificado y por eso sus rivales parecían moverse a la mitad de velocidad. Si en ese momento Derguín hubiera competido en una carrera de cien metros con un caballo, lo habría derrotado por varios cuerpos de ventaja.
Con las fuerzas que le brindaba Mirtahitéi, levantó sobre su cabeza al tipo de la barba y lo propulsó por los aires. El soldado, que pesaba más de noventa kilos, cayó sobre tres de sus compañeros y los derribó.
Acelerado, era fácil caer en la tentación de descargar sus nudillos contra la mandíbula de alguien. Mirtahitéi no endurecía los huesos, así que, aparte de dejar sin dientes a su contrincante, lo único que podía conseguir de ese modo era romperse una mano. Mejor utilizar otros objetos.
En el Arbalipel también les habían enseñado a manejar palos, cadenas, sillas, incluso platos. La clave estribaba en improvisar un arma con cualquier cosa. Derguín tomó el taburete más cercano y lo rompió contra la mesa. Pertrechado con una pata en cada mano, empezó a repartir golpes por doquier.
Por suerte para él, aparte de la envidia que muchos pudieran sentir por el Zemalnit, no había que olvidar la rivalidad entre compañías y batallones. La pelea se generalizó en la taberna, pero no todos luchaban contra él.
Poco a poco se fue abriendo paso hacia la puerta, que no era más que un hueco abierto entre dos muretes. Superado por un número abrumador de adversarios, no tenía tiempo de andarse con contemplaciones y los golpes que descargaba surtían efectos demoledores. Aunque él los oía más lentos y graves, los chasquidos de los huesos al romperse eran inconfundibles. Se agachó, se levantó, giró el cuerpo, esquivó puños y patadas, siempre moviendo los palos a ambos lados como aspas de un molino impulsadas por un huracán. En alguna ocasión hundió las punteras de sus botas en vientres y testículos, y a un infortunado le partió la rodilla con el talón; pero procuró levantar los pies lo menos posible, pues no habría sido muy oportuno resbalar con la pierna de apoyo y caer al suelo. Avanzó describiendo giros, barriendo a su espalda con las patas del taburete para que nadie creyera que podía atacarlo impunemente por detrás.
Ya sólo faltaban tres metros para la puerta y no quedaba nadie interponiéndose en su camino. Pero en la entrada había aparecido una figura que conocía de sobra, con la cabeza rapada y la espada de Tahedorán a la cintura.
– ¿Quéeessstáaaa paasaaandoaaquíii?
Detrás de Kratos se cernía la mole de Trescuerpos. La llegada de ambos detuvo la pelea por arte de magia. Derguín se desaceleró. Jadeando y con las pulsaciones disparadas, se dio la vuelta.
En los laterales de la taberna, la lucha se había librado entre Invictos, que ahora procuraban ponerse firmes ante su general en jefe, con más o menos éxito. Pero en la parte central había un reguero de mesas y sillas desvencijadas y cuerpos derribados. Algunos estaban tumbados, otros de
rodillas, había quienes se habían sentado en el suelo agarrándose una pierna dolorida o gateaban buscando sus dientes.
A ojo de buen cubero, Derguín calculó que había dejado fuera de combate a quince hombres.
No está mal para un Zemalnit sin espada, se dijo con una sonrisa.