Si al oír la voz de la estatua y ver cómo inclinaba la cabeza hacia él Derguín no había salido corriendo, era porque la armadura le impedía hacerlo con un mínimo de dignidad.
La cabeza de la escultura había cambiado. Aunque el cuerpo seguía siendo de aquel material negro que absorbía toda la luz, el rostro parecía ahora el del viejo Xóanos que Derguín conocía bien, ya que había visitado varias veces el templo de Tarimán en Narak. La barba y el pelo rojos, la piel de un suave rosado, las dobles pupilas rodeadas por iris azules. Pero los colores, desvaídos por el tiempo, habían recuperado su viveza, como si la estatua acabara de salir del taller del imaginero.
El gigante le sonreía, pero no movía la boca al hablar. La voz brotaba de algún lugar cercano a su cabeza, potente y clara, y hablaba en Ritión.
– ¿Eres Tarimán? -le preguntó Derguín cuando fue capaz de articular palabra.
– Lo soy y no lo soy.
– No te entiendo.
– Éste que ves no es mi cuerpo, sino una estatua animada por mi voluntad. La voz que escuchas es la mía, que te llega a través de mucha distancia. Así que soy y no soy Tarimán. Para simplificar las cosas, considera que lo soy y dirígete a mí como Tarimán. Nos ahorraremos muchos circunloquios. Puedes decirle a tu amigo El Mazo que se arrime. No voy a comérmelo, no soy tan tragón como él.
– ¿Sabes cómo me llamo? -preguntó El Mazo.
– Se supone que los dioses somos omniscientes. Es mentira, pero en mi caso la suposición se aproxima bastante a la verdad. Espero que disculpéis que mantenga mi cuerpo de este color. Puede inquietaros un poco, pero me sirve para alimentarme.
– ¿Alimentarte? -se extrañó El Mazo, que se había acercado tres o cuatro pasos más.
– El sol -dijo Derguín-. No reflejas nada de luz. Te quedas con todo su
calor.
– Muy perspicaz, Derguín Gorión. Aunque seas vástago de una civilización tecnológicamente atrasada, demuestras comprender ciertas cosas. Espero, por tanto, que seas capaz de asimilar lo que voy a mostrarte, porque no nos sobra tiempo para largos preámbulos. Observa.
Ante las miradas fascinadas de Derguín y El Mazo, el amplio pecho del gigante se iluminó y se convirtió en una ventana por la que se asomaron a otro lugar que no habían visto en su vida. Maravilla sobre maravilla, también podían escuchar las voces de los que hablaban. Fascinados, contemplaron el final de la asamblea de los dioses.
La lengua que escuchan es el Arcano. Tarimán sabe que Derguín la conoce, pero también se da cuenta de que le resulta trabajoso seguirla. Puesto que bastante difícil le va a resultar comprender las imágenes y los conceptos, el dios herrero traduce las conversaciones al Ritión, manteniendo los timbres y los tonos de las voces originales.
De momento, aunque el simulacro holográfico que ocupaba su lugar en el Bardaliut ha desaparecido, Tarimán conserva el control sobre sensores de todo tipo que le informan de lo que ocurre en tiempo casi real -hay que calcular cierto retraso debido a que la velocidad de la luz no es infinita-. Ignora cuánto tiempo durará esa situación. Tubilok, aunque a ratos desvaríe, es inteligente y no tardará en percatarse de que él y los demás dioses están siendo espiados. Otra cosa es que descubra las trampas dentro de las trampas y que tenga en cuenta que Tarimán guarda en su poder uno de los tres ojos.
Pero, por ahora, el dios herrero aprovecha la situación.
Los ojos de ambos mortales se abren como platos al contemplar la película que se desarrolla ante ellos en la improvisada pantalla abierta en el pecho de Tarimán. Una película que, por mor de la información, el dios les ofrece en diferido y tras someterla a cierto montaje.
Lo primero que debe sorprender a Derguín, sin duda, es ver allí a su amigo Mikhon Tiq, que se ha materializado en el Bardaliut con Tubilok. El joven Kalagorinor, que ha permanecido en el otro extremo de la sala mientras se libraba el combate entre Manígulat y Tubilok -resuelto gracias a él-, se ha acercado después al grupo que forman los dioses. Lo cual, desde el punto de vista de los humanos que lo observan sin comprender el concepto de la gravedad artificial, equivale a verlo caminar cabeza abajo por el techo, bajar luego por una pared curva como si tuviera ventosas en los pies y, por fin, andar en posición vertical y normal.
Ahora que Mikhon Tiq está cerca de los Yúgaroi, Derguín y El Mazo pueden apreciar la verdadera estatura de los dioses. Sin llegar al tamaño de los Xóanos, son enormes: casi todos rozan los tres metros. Algunos guardan unas proporciones acordes con su altura, como figuras humanas aumentadas a escala. Pero hay otros con musculaturas desaforadas, hombros separados por metro y medio, bíceps tan grandes como la cabeza y muslos que ni siquiera El Mazo podría abarcar juntando ambos brazos. Por no hablar de la hiperobesa Pothine.
Para ayudar a sus espectadores humanos, que ya se sienten bastante desorientados, Tarimán añade una pequeña etiqueta a la imagen de cada dios. Sus ropas también deben resultarles extrañas, ya que no se corresponden con las que visten sus representaciones tramoreanas, sean estatuas, cerámicas o pinturas. Cada divinidad lleva un atuendo diferente. Está Tubilok con su armadura, pero a ése Derguín ya lo conoce, aunque su presentación haya sido cualquier cosa menos formal.
Himíe cubre su cuerpo con una túnica blanca ceñida a sus formas como una segunda piel. El vestido emite un suave resplandor que se divide en rayos a su alrededor, como le ocurre a la luz del sol al atardecer cuando atraviesa un hueco entre las nubes.
Seguramente también llama la atención de los humanos el belicoso Anfiún, que ahora que Manígulat ha pasado a mejor -o peor- vida es el más alto de los dioses. Sus puños cerrados abultan más que su cabeza, y lleva el inmenso pecho rodeado por un blindaje de bandas metálicas que giran a su alrededor emitiendo destellos azulados.
La diosa de piel de ébano y cabellos blancos, dos metros noventa de altura, cubierta por una armadura roja que podrían haber pintado sobre su cuerpo, es Taniar. Seguro que no se la imaginaban negra, porque no aparece así en ninguna representación, y menos en las que pintan o esculpen las albinas Atagairas, sus hijas putativas. En torno al cuerpo de Vanth flotan unas gasas inmateriales que por instantes dejan entrever sus formas divinas. Pothine, la diosa del deseo, es una criatura grotesca: su cuerpo abulta como dos luchadores de moles abrazados en plena pelea y lo cubre -es un decir- con una malla de rombos. Shirta, de piel marfileña, lleva un vestido ceñido hasta la cintura, abierto luego en una falda de varias capas que se mueven y giran por sí solas en sentidos opuestos, emitiendo chispas de colores que estallan en el aire como pequeñas pompas. Rimom, de piel azul, se cubre tan sólo con su propia cabellera, si es que puede llamarse cabellera a eso: podrían ser lianas, o serpientes. Esas trenzas verdes caen por su pecho y su espalda, rodean sus brazos y sus piernas y no dejan de moverse, anudándose y desanudándose. El efecto combinado de un verde y un azul tan intensos es chocante, repelente y atractivo a la vez.
Así hasta veintinueve. Eran treinta al principio de la asamblea. Ahora falta Tarimán y la baja de Manígulat la cubre, en todos los sentidos, el recién llegado Tubilok.
Los dioses siguen formando un semicírculo, mirando a Tubilok, mientras Mikhon Tiq permanece algo apartado, siempre empuñando el fragmento de la lanza de Prentadurt que ha convertido en su vara de mago.
Lo que está explicando Tubilok a los dioses debe ser difícil de comprender tanto para los humanos que contemplan la escena proyectada en el pecho de Tarimán como para el joven Kalagorinor.
– Durante mil años he soñado en mi encierro, hermanos. Pero no os guardo rencor. Al fin y al cabo, el dios que no se alimenta de sus sueños no tarda en envejecer, y ¿de qué estamos hechos sino del mismo material del que se tejen los sueños?
»¡Tengo un sueño, hermanos! Tengo un sueño, y lo tengo hoy. Sueño que un día todo valle será elevado y toda montaña será aplanada, las curvas serán rectas y las rectas serán curvas.
– Hablas en enigmas, Tubilok -interviene Anfiún, con voz mucho más mansa que cuando se opuso a Manígulat.
– Tranquilo, mi querido hermano, que al final la luz de la comprensión iluminará incluso las espesas tinieblas de tu mente.
El único gesto de rabia que se permite Anfiún es apretar sus descomunales puños. Sin hacerle caso, Tubilok prosigue con su perorata. Por ahorrar a los humanos parte de su verborrea trufada de antiquísimas citas, Tarimán corta un par de veces la escena y empalma las imágenes con sutileza.
– El proyecto de nuestro llorado Manígulat -dice Tubilok, sin asomo de ironía- pecaba de limitado y timorato. Es cierto que este sistema solar se nos ha quedado pequeño, muy pequeño para nuestros anhelos y merecimientos.
»Pero viajar entre las estrellas a paso de caracol no es la solución. Yo os propongo que utilicemos el espacio-tiempo. ¡Yo os propongo que rasguemos el mismo tejido del espacio-tiempo!
– Con todo mi respeto, querido hermano -interviene Taniar, en tono más que cauteloso-. En el pasado nos propusiste lo mismo y, perdona que te lo recuerde, todos corrimos graves peligros. Por eso Tarimán tuvo que rodear el Prates con barreras de materia exótica para evitar filtraciones.
La armadura de Tubilok ha vuelto a entrar en fase y muestra su antiguo semblante en rápidos destellos. Es demasiado desconfiado para presentarse ante los demás dioses sin blindaje, pero comprende que dirigirse a ellos desde detrás de un yelmo inexpresivo no es el mejor recurso para convencerlos. Por eso recurre a una solución de compromiso.
– De cobardes nunca se ha escrito, hermana Taniar. Pero no has de temer. No pretendo salir de esta Brana que habitamos para entrar en el Onkos. ¡Que se queden las Moiras con él, ya que tanto lo desean!
Qué mentiroso eres, hermano, piensa Tarimán. A Tubilok sólo lo mueve una cosa: conseguir el conocimiento y el poder absolutos. Para ello debe dominar los secretos del Onkos, el espacio de once dimensiones que incluye todas las Branas o universos existentes.
El problema es que en el Onkos habitan las Moiras, criaturas cuyas motivaciones y mentalidad resultan inconcebibles para aquellos de origen humano. Pero hay en ellas un rasgo fácil de comprender: son muy celosas de su poder. Aniquilar un universo entero no es una acción que les remuerda la conciencia, si es que las Moiras poseen algo que se pueda llamar conciencia.
– Entonces, ¿cuál es tu intención? -pregunta Himíe.
– Utilizar la energía del Prates para abrir agujeros de gusano que nos permitan desplazarnos dentro de este universo.
– ¿Es eso posible?
– Por supuesto. He tenido mil años de retiro y soledad para meditar sobre ello. La idea es parecida a la que ya aplicamos al construir las puertas Sefil en Tramórea: unir de forma instantánea dos puntos aprovechando la geometría del espacio-tiempo.
– Pero este proyecto sería mucho más ambicioso -aventura Taniar.
– No sería. Es más ambicioso. Las energías implicadas son mucho más vastas. Pero cuando abramos el primer agujero en otro sistema solar, repetiremos allí el experimento que hizo colapsar el planeta originario y crearemos un segundo túnel. Poco a poco, tejeremos una red de agujeros de gusano que se extenderá en progresión geométrica. Lo que os ofrezco, hermanos Yúgaroi, no es un mundo ni un sistema solar. ¡Os estoy ofreciendo una galaxia entera!
Incluso una galaxia es poco para tu ambición, hermano, piensa Tarimán.
– Tu plan es fascinante y yo me apresuro a pedirte que me permitas unirme a él -dice Taniar-. Pero ¿te importaría decirnos cómo lo llevarás a cabo?
– Mi hermano Manígulat siempre fue tan torpe como aquel que lo perdió todo por un plato de lentejas, pero el primer paso que dio ha estado bien. Las tres lunas seguirán apagadas, absorbiendo miles de teravatios de energía y acumulándolos en su interior.
»Cuando llegue el momento, Taniar, Shirta y Rimom nos brindarán toda esa energía, que canalizaremos a través de la lanza de Prentadurt -dice Tubilok, señalando a la vara que empuña el joven Kalagorinor-. Con ella, romperemos las barreras que puso el traidor…
– Ése soy yo -interviene Tarimán dirigiéndose a sus dos espectadores.
– … y abriremos el Prates.
– ¿Qué ocurrirá con Tramórea? -pregunta Anfiún.
– ¿Tiene eso alguna importancia, hermano? ¿Te preocupa el destino de los mortales?
– No. Era mera curiosidad.
– Cualquiera puede saber lo que le ocurrirá a Tramórea, mi rudo y querido dios de la guerra. Se hundirá entera en el abismo del Prates y todo lo que es y ha sido se convertirá en excremento cósmico. Pero la energía liberada en el proceso nos vendrá muy bien.
– Eso significa el fin de los mortales -dice Vanth.
– Supongo que no me he explicado muy bien. Claro que será su fin.
– Pero… podríamos salvarlos, al menos rescatar a unos cuantos, como hicimos en la gran catástrofe.
– Lo que os estoy proponiendo es algo mucho más ambicioso que el proyecto Tramórea. Declaro que éste queda definitivamente clausurado. Como dijo un sabio en el pasado, debemos matar al padre para trascender. Mientras existan los humanos naturales, estaremos atados a nuestro pasado y a nuestra infancia.
Tubilok levanta ambos brazos en un gesto tan dramático como los que tanto le gustaban a Manígulat. A través del blindaje, la imagen intermitente de su rostro sonríe con éxtasis.
– ¡Mis amados e inmortales hermanos! Aunque muchas son las ocasiones en que me habéis decepcionado, sabéis que reina más alegría en el Bardaliut por veintiocho inmortales descarriados que vuelven al redil que por cien millones de mortales que se hunden en las tinieblas. Os invito a uniros a mi proyecto y a abrir las puertas del Prates.
– ¿Cuándo se producirá tan magno y glorioso acontecimiento? -pregunta Taniar, hasta hace poco más de una hora seguidora lacayuna de Manígulat.
– Cuando las tres lunas coincidan en los puntos más cercanos de sus órbitas, será más sencillo concentrar todos los haces de energía. Lo haremos en la primera conjunción a partir de hoy, cuando se encuentren justo encima del abismo de Tártara.
– Pero Tártara… -titubea Pothine.
– Tártara ha resistido hasta ahora. Pero no hay nada eterno, hermanos. – Tubilok sonríe a través del yelmo-. Me corrijo. No lo había. Nosotros seremos eternos.
La imagen se interrumpió ahí. El pecho de Tarimán se cerró como el postigo de una ventana y volvió a convertirse en aquella superficie negra que se tragaba la luz.
De todo lo que había visto, Derguín había comprendido algunas cosas.
El dios loco era el mismo que había estado a punto de matarlo y había secuestrado a Mikha; no quería pensar que su amigo estuviera con él por propia voluntad.
La intención de Tubilok era abrir las puertas del Prates aunque ello significara la destrucción de Tramórea. Para eso, necesitaba el poder de las tres lunas. Al parecer, éstas se habían apagado para absorber la energía del Sol, del mismo modo que lo hacía la superficie opaca de la estatua de Tarimán.
Y ese poder iba a desatarse durante la conjunción de Taniar, Shirta y Rimom. La noche del 28 de Bildanil, si nada lo remediaba, sería la última de la historia de Tramórea.
A menos que alguien lo evitara. Y ésa parecía ser la intención de Tarimán. De lo contrario, ¿por qué estaba allí, hablando por boca de una estatua viviente y mostrándoles las imágenes de lo que ocurría en el Bardaliut?
– Nos quedan diecisiete días de vida. ¿Qué podemos hacer? -preguntó al
dios.
– ¿Que qué podéis hacer? Aceptar vuestro destino. Llenaros el estómago con buena comida, bailar y divertiros día y noche, noche y día. Poneos ropas limpias, bañaos en agua fresca, regocijaos con vuestros hijos y haced el amor a vuestras esposas. Ésa es la mejor vida que un mortal puede esperar.
Oír aquellas palabras mientras la boca de la estatua permanecía curvada en una sonrisa burlona sacó de quicio a Derguín.
– Sin duda tienes razón, pero incluso la mejor vida se me antoja demasiado breve si sólo dura diecisiete días. ¿Nos has mostrado todo esto para mofarte de nosotros?
– ¡Ah, el corazón de los hombres no se inclina ni ante el poder de la muerte!
Derguín recordaba esa frase. Pertenecía al Mito de las Edades.
– Al final nos inclinamos, divino herrero. Pero cada uno a su debido tiempo, no todos juntos en una catástrofe provocada por la locura de un dios. ¡Me niego a aceptarlo!
– ¿Y crees que está en tu mano evitar esa catástrofe?
– Tú forjaste la Espada de Fuego. Si la recupero, algo podré hacer.
La estatua no respondió. Durante casi un minuto permaneció muda, tan inmóvil que Derguín se preguntó si acaso no habría soñado las imágenes del Bardaliut y la conversación anterior. El Mazo parecía tan perplejo como él.
– Debes volver a tu lugar de origen -dijo por fin la imagen de Tarimán.
– No te entiendo.
– Zirna. Pero no te quedes allí, no te detengas a saludar a tu familia, ni tan siquiera a sacudirte el polvo de las suelas de las botas. Continúa por la Ruta de la Seda e intérnate en el desierto prohibido.
– ¿En Guinos? Eso significaría nuestra muerte.
Se decía que en el corazón de aquel desierto había una roca humeante y ponzoñosa que envenenaba los alrededores.
– La maldición de Guinos se ha debilitado mucho con el tiempo -dijo Tarimán-. Si atravesáis sus arenas lo más rápido que podáis, es posible que enferméis o que no. En cualquier caso, si quieres evitar el fin del mundo tendrás que correr muchos riesgos.
Derguín tragó saliva. Gracias a Linar, había sobrevivido al mal insidioso que flotaba en los aires y las aguas de la selva más allá de la Sierra Virgen. El único que lo había sufrido era Aperión, que había muerto vomitando sangre. O habría muerto si Kratos no se hubiese adelantado cortándole la cabeza.
Derguín prefería los peligros a los que uno se puede enfrentar empuñando una espada. Aunque fueran demonios metálicos o dioses dementes. Pero no estaba en su mano elegir. Si ése era el camino para recuperar a Zemal, no tenía más remedio que seguirlo. Sospechaba que si seguía privado de ella unos cuantos días más acabaría golpeándose la cabeza contra una pared hasta matarse o arrojándose por un acantilado.
– ¿En Guinos hallaré la puerta del Prates?
– «Dos hermanos medio hermanos lucharán por la luz… Lanza negra y espada roja entre sí chocarán en el terrible Prates donde arden por siempre las llamas del gran fuego.» ¿Es eso lo que temes, Derguín Gorión?
– Por favor, no juegues más conmigo y contesta a mi pregunta.
– El juego es todo lo que me queda. No alcanzas a hacerte idea de lo larga que es la eternidad. Sólo la incertidumbre y la emoción de apostar pueden aderezarla.
– ¿Aunque la apuesta sea el destino de un mundo?
– Mucho más si es el destino de un mundo. Tú eres uno de los alfiles, tah Derguín. Una pieza importante…, si consigues recuperar la Espada de Fuego. Ve adonde te digo, ya estás perdiendo el tiempo.
– Cuéntame al menos qué encontraré en Guinos.
– Un camino. Un atajo muy rápido que te acercará a tu destino. Ahora, vete. Aun embarcando hoy mismo, es posible que no llegues a tiempo a ningún sitio.
Derguín suspiró, se dio la vuelta y se dispuso a marchar por donde había venido. Estaba convencido de que Tarimán ya no le brindaría más información. Pero cuando El Mazo y él habían llegado al extremo de la pequeña playa, oyeron un zumbido que debía ser el equivalente a un chsst de la estatua viviente.
– Una cosa más -dijo Tarimán, que se había incorporado. Ahora parecía de nuevo un Xóanos de madera de la cabeza a los pies, y se había echado el martillo al hombro en un gesto un tanto informal.
– ¿Qué deseas decirnos, divino herrero?
– Contra el poder de los dioses la Espada de Fuego no es suficiente. Zemal necesita una compañera. Pero ¿quién la blandirá, tah Derguín?
El joven se quedó clavado en la arena. Una extraña emoción le invadió, mezcla de alivio y algo parecido a la envidia. ¿De verdad estaba en su mano decidir quién empuñaría una segunda Zemal?
– El más grande de los Tahedoranes -respondió por fin-. Todos sabemos quién es.
– En verdad te digo que eres un alma generosa, Derguín Gorión. Por desgracia, eso no te garantiza que alcances el éxito.
Sin añadir una palabra más, la enorme estatua giró el cuerpo hacia el mar como un solo bloque y empezó a caminar. Sus pesados pies levantaron cortinas de espuma al hundirse en el agua, que pronto le cubrió por la cintura y unos segundos después tapó su cabeza. Cuando ya había desaparecido por completo, su martillo surgió sobre las olas durante un instante, en un último saludo destinado a darles ánimos o quizá a burlarse de ellos.
– He entendido muy poco de lo que he oído -gruñó El Mazo-. Pero ese poco no me ha gustado nada.
Derguín palmeó el hombro de su amigo, para lo cual tuvo que levantar la mano por encima de su propia cabeza.
– Hasta ayer mismo pensé que estabas muerto. Tal vez lo mejor sea que nos convenzamos de que ahora mismo los dos estamos muertos, de que todo el mundo está muerto, y de que todo el tiempo que vivamos a partir de ahora es un regalo.
– Pero no de los dioses…
– No, precisamente de los dioses no. Volvamos a la aldea. Nos espera un largo viaje.
Derguín sabía que éste sería el más largo de todos. Un cansancio infinito se apoderó de él. El único y magro consuelo era que probablemente se ahorrarían el camino de regreso.