Ariel estaba jugando a guardias y ladrones con otros chavales, hijos de soldados de la Horda, en una plazuela sembrada de sillares, tejas, pedestales y columnas rotas. La mayoría de los cascotes estaban cubiertos de musgo y hierbajos, y había que tener cuidado al remover las piedras porque de cualquier oquedad o resquicio podían salir correteando tarántulas y escorpiones, y algunas escolopendras tan grandes que hasta las ratas huían despavoridas al verlas.
Según le había contado Mikhon Tiq, el amigo de su señor Derguín, si la ciudad de Nidra estaba en ruinas era porque había sido destruida durante la primera gran invasión de los Aifolu, casi seiscientos años atrás. Por aquel entonces, los Aifolu tan sólo luchaban por conquistar y saquear, como cualquier otro pueblo de Tramórea, y todavía no habían caído en las garras del Enviado y su fanática religión.
– Es paradójico que una ciudad destruida por los Aifolu haya servido para derrotarlos siglos después -había añadido Mikhon Tiq, que después tuvo que explicarle a Ariel el significado de la palabra «paradójico».
Darkos estaba jugando en el equipo de los ladrones, como Ariel. Pero cuando se hallaban a media partida, prácticamente empatados, su padre vino a buscarlo para llevárselo a la Torre de la Sangre. Al ver que Derguín los acompañaba, Ariel corrió hacia él y le dijo:
– ¡Yo también quiero ir, mi señor!
– No puede ser. No es lugar apropiado para alguien de tu edad.
– ¡Pero yo he estado contigo en el bosque de los inhumanos, y también en Atagaira, y en aquel poblado donde nos ofrecieron…!
Derguín le puso un dedo en los labios.
– Es cierto que has estado en todos esos sitios, pero eran más que inadecuados para ti. Me siento culpable por ello.
– Tú no tienes la culpa de nada, mi señor.
– Da igual. Ya es hora de que empieces a hacer cosas más propias de una niña que de un mercenario desharrapado. Fíjate en ella -añadió, señalando a una chica sentada sobre un bloque de piedra.
La muchacha era Rhumi, la novia de Darkos. Ella negaba serlo, y cuando Ariel o algún otro chico le mencionaba a «su novio» con cierto retintín, se ponía colorada y se enfadaba. Pero no podía negarlo. Desde que se había dado cuenta de que Ariel no sabía leer, Rhumi la utilizaba como recadera para enviarle notitas a Darkos. Ariel sentía a veces la tentación de llevarle aquellas cartas a alguien que se las leyera en voz alta, pero le había prometido a Rhumi que no lo haría, así que no le quedaba más remedio que aguantarse la curiosidad.
Tampoco le hacía falta saber lo que se escribían: con mirarles a la cara cuando leían le bastaba para saber que estaban colados el uno por el otro.
Ahora, Rhumi estaba sentada muy modosita, con las piernas bien juntas y la falda estirada, observando cómo jugaban los demás. A sus catorce años, se consideraba ya demasiado mayor para esas actividades.
– Yo no quiero ser como ella, mi señor -respondió Ariel.
– Pues es una chica muy guapa y educada, y sabe cantar y recitar poemas.
– Eso también lo sé hacer yo.
– Cierto, pero Rhumi sabe además leer y hacer cuentas. Con un poco de suerte, se convertirá en la nuera del jefe de la Horda Roja.
– Yo no quiero ser nuera de nadie, mi señor. Yo quiero manejar una espada y convertirme en Tahedorán como tú.
– Me temo que eso va a ser complicado.
– ¡Soy Atagaira, y tú me dijiste que hay Atagairas que también son Tahedoranes!
La mirada de Derguín se nubló: Ariel comprendió que había dicho algo inoportuno. Eso le recordó algo que le había contado su madre. «Tu padre me traicionó con una de esas viragos de Atagaira, que se hacía llamar maestra de la espada. Esa ramera lo pagó caro.»
Trató de borrar aquel pensamiento. Su madre y la cueva de Gurgdar eran el pasado. Para ella sólo había un presente: tah Derguín, el Zemalnit.
– ¿Vienes ya, Derguín? -llamó Kratos-. ¡No tenemos toda la tarde!
– Cierto -respondió Derguín-. La Torre de la Sangre no es el mejor lugar para que a uno le sorprenda la noche. -Se agachó, le dio un beso a Ariel en la frente y añadió-: Sigue jugando y divirtiéndote. Cuando nos vayamos de aquí ya tendremos tiempo de atender a tu educación.
Al principio, Ariel estuvo enfurruñada un rato. Pero después le fue imposible no seguir el consejo de Derguín y se divirtió, porque no dejaba de ser una niña que había gozado de muy pocas ocasiones para jugar con chicos de su edad. Además, aunque no tenía las piernas tan largas como algunos de los muchachos, era flexible y escurridiza como una anguila y sabía hacer recortes y quiebros en un palmo de terreno. Y si se cansaba de correr, le bastaba subir de un brinco a un cascote y gritar «¡Santuario!» para que, según las normas del juego, no pudieran cogerla.
Llevaba un rato encaramada a un pedestal de mármol mientras los demás críos se perseguían a unos cuantos metros de ella. Aburrida de tanta seguridad, se estaba pensando si bajar y volver al juego, a riesgo de que los guardianes la capturaran. Fue entonces cuando vio acercarse a una figura ataviada con una capa parda cuya capucha le cubría la cabeza.
– Oh-oh… -murmuró Ariel.
Por la estatura y la anchura de los hombros podría haberse tratado de un hombre, y un hombre bastante alto, pero el andar era ligeramente -sólo ligeramente- femenino. Además, Ariel conocía de sobra esas capas. Entre otras cosas, porque junto con otras pajes le había tocado recoger miles de ellas de las laderas del Maular al día siguiente de la batalla, y clasificarlas por los nombres bordados para devolverlas a sus dueñas.
Así que sabía perfectamente que quien venía hacia ella era una Atagaira.
Se tocó el tatuaje del cuello. Todavía le dolía. Sólo habían pasado dos semanas desde que los tentáculos del ser al que llamaban Iluanka le dejaran una marca.
Aquel recuerdo, y otros peores, como el de ahogarse en el líquido que llenaba el bulbo central de la criatura mientras sentía cómo sus garras le rascaban el interior del cráneo, significaban que era Atagaira de adopción. Así lo había reconocido la reina Tanaquil, y además Ariel había cabalgado con las demás Atagairas desde las montañas hasta el campo de batalla.
Empero, no las tenía todas consigo. En primer lugar, su señor Derguín no estaba delante para protegerla. Tampoco Baoyim, que había entrado con él a la Torre de la Sangre. Y tomando en cuenta que la nueva reina era Ziyam la pelirroja, la misma que había exigido que la ejecutaran por entrar en Atagaira disfrazada de chico…, en fin, Ariel no esperaba nada bueno de ella.
La desconocida se detuvo a un par de pasos. Encaramada al pedestal, Ariel quedaba a su misma altura, pero aquella mujer debía medir uno noventa. Se encontraban bajo la sombra de las altas paredes de la Roca de Sangre, de modo que la Atagaira se bajó la capucha. Aun así, la luz debía de molestarla, porque arrugó la frente y entrecerró los ojos. Tenía los iris rosados, el rostro tan blanco que se le transparentaban las venillas y su cabello era del color de la arena. A su manera era bella, como casi todas las Atagairas, pero también inquietante. Ariel la reconoció: Antea, la jefa de las Teburashi.
– La reina quiere verte.
– ¿Para qué?
– Eso no se le pregunta a una reina, niña.
– Pues yo sí se lo pregunto. ¡Y no pienso ir contigo!
Estar encima de la piedra podía protegerla jugando a guardias y ladrones, pero no en la vida real. Ariel sabía que si esa musculosa guerrera la agarraba por el brazo o se la echaba al hombro como un fardo, no podría escapar de ella. Pero no se encontraban en Atagaira, ni siquiera en el campamento de las Atagairas. Si empezaba a gritar -y cuando quería, sabía chillar como un gorrinillo en la matanza-, acudirían en su auxilio.
La mujer estiró el brazo. Ariel reculó, sin bajarse aún del trozo de columna.
– No pretendo llevarte por la fuerza. Sólo quería apartarte el pelo un poco para ver una cosa. ¿Me dejas?
Ariel refunfuñó algo que podría haber significado Está bien. Desde que dejó de fingir que era un niño no se había vuelto a cortar el cabello. Después de tanto tiempo pelándose, la melena caoba le había empezado a crecer con una rapidez asombrosa y ya le llegaba casi a los hombros.
– Llevas la marca de la dragona. Eres una privilegiada, ¿sabes? La reina Tanaquil también tenía un dragón. Ni siquiera una entre cada mil mujeres recibe ese tatuaje.
Antea se arremangó y le enseñó el suyo, ligeramente por encima del
codo.
– El mío es un barbo. Se parece a tu dragón porque tiene esa especie de barbas, pero no es más que un pez. No dice mucho de mí. ¿Qué crees que puede significar? ¿Que tengo la piel resbaladiza, que soy más boba que un pez o que los sobacos me huelen a pescado?
Aunque fuera una Atagaira, y tan alta y musculosa que su presencia imponía temor, Antea tenía algo que inspiraba confianza. A Ariel se le escapó una carcajada; sólo oír la palabra «sobacos» le hacía gracia. Sin embargo, después añadió:
– Me parece muy bien. Pero, si no me dices para qué quiere verme la reina, no pienso ir.
– ¡Qué testaruda eres! El Zemalnit y tú llegasteis a Atagaira con un amigo. Un hombre barbudo y grande como un oso.
– ¡El Mazo!
Ariel sintió un nudo en el estómago. Si en el harén de Acruria no hubieran descubierto que él era en realidad ella, una niña infiltrada ilegalmente en Atagaira, El Mazo no habría muerto acuchillado por la espalda. ¡Y era Ziyam, precisamente Ziyam, quien lo había apuñalado!
– Hay algo que no sabes -añadió Antea-. Tu amigo está muerto, pero no muerto del todo.
– ¿Cómo se puede no estar muerto del todo?
Durante su breve experiencia fuera de la cueva donde se había criado, Ariel había presenciado violencia más que de sobra, y por el momento no había visto a ningún cadáver levantarse del suelo. Según su señor Derguín, Togul Barok lo había hecho después de que él lo atravesara de parte a parte con la espada. Pero se suponía que Togul Barok tenía sangre divina, y El Mazo no.
– Hay magias muy poderosas en este mundo, más de lo que una jovencita como tú puede sospechar -insistió Antea.
Ariel puso los brazos en jarras.
– Yo he visto el poder de la Espada de Fuego. Y una vez yo misma la…
¡Mierda!, pensó al momento, y se tapó la boca para no seguir hablando. Derguín le había ordenado que no le contara a nadie que en aquel bosque de los inhumanos había utilizado a Zemal.
– La Espada de Fuego también tiene algo que ver con lo que la reina quiere decirte. -Antea extendió su mano ancha y callosa con la palma hacia arriba-. Escúchame, Ariel de la poderosa Dragona. Yo, Antea del resbaladizo Barbo, te doy mi palabra de que te traeré aquí después de tu audiencia con la reina y de que no recibirás ni el menor rasguño.
– ¿Cómo sé que puedo fiarme de ti?
– Le debo obediencia a mi reina en todo, salvo en una cosa -respondió la Atagaira con voz grave-. Nada ni nadie, ni los propios dioses bajando del Bardaliut, podrán obligarme jamás a faltar a mi palabra.
Ariel extendió su propia mano, que desapareció dentro la de la guerrera, y ambas sellaron el pacto con un apretón.
INTERIOR DE LA TORRE DE LA SANGRE DE NIDRA
Mientras Ariel discutía con Antea, el pequeño grupo que acompañaba a Kratos y Derguín bajaba por la escalera que corría pegada a la pared interior de la Torre de la Sangre. Con ellos iban el medio Aifolu Kybes, la Atagaira Baoyim, el Numerista Ahri, Gavilán y el gigante Trescuerpos, que con su voz grave y pastosa no dejaba de quejarse de su dolor crónico de rodillas.
También estaba Darkos. Cuando llegaron a Nidra y entraron por primera vez en aquel siniestro edificio, el muchacho, que guardaba recuerdos escalofriantes de la Torre de la Sangre de Ilfatar, no se había atrevido a bajar con ellos. Ahora su padre lo había convencido.
– Cuando veas cómo destruimos al demonio Aridu, dejarás de sufrir pesadillas con esas criaturas. Tú mismo viste cómo ese hechicero que no levanta tres palmos del suelo aniquilaba a uno, y yo vi cómo Derguín acababa con el otro. No hay que tener miedo a ninguna cosa que se pueda cortar con una espada.
Aunque esa espada sea Zemal y no esté en tu mano, añadió Kratos para sí. Siempre sentía amargura al recordar que él podría haber sido el dueño de la Espada de Fuego. Tenía que reconocer que Derguín había demostrado ser un digno y valiente Zemalnit, pero eso no borraba la nostalgia por algo que en realidad no había llegado a perder, que jamás le había pertenecido.
Bajaban muy despacio. Algunos del grupo no se habían recuperado del todo de la resaca de la noche anterior, y la escalera voladiza era estrecha y traicionera y no tenía balaustrada. Las lámparas de luznago proyectaban óvalos de luz en la pared, alumbrando miles de líneas de una escritura tupida e incomprensible.
– Vosotros, los eruditos -dijo Kratos, dirigiéndose a Ahri y a Derguín-, ¿tenéis alguna idea de lo que pone aquí?
– No conozco esta escritura -respondió Derguín-, así que mal puedo saber qué idioma representa.
– Yo sospecho que es algo más que una escritura -dijo Ahri-. Creo que hay también ecuaciones y símbolos matemáticos.
– ¿Y qué dicen?
– Lo ignoro.
– Entonces, ¿por qué sabes que son ecuaciones? -intervino Gavilán, y añadió que el Búho era capaz de encontrar fórmulas matemáticas hasta en la distribución de los pelos de cierta zona íntima femenina. Baoyim, que parecía encontrar divertidas aquellas bromas, soltó una carcajada.
– Mi hijo no tiene por qué escuchar tu lenguaje patibulario, capitán -dijo Kratos.
– Perdón. Aún no me he acostumbrado al refinamiento de la vida de oficial -respondió Gavilán. Hasta hacía muy poco había sido sargento de la compañía Terón, que ahora comandaba.
– Prescindiendo de groserías -intervino Derguín-, siento curiosidad por tu razonamiento, Ahri. ¿Por qué crees que en este galimatías hay fórmulas matemáticas?
– Hay demasiados signos para que sea un alfabeto, y demasiado pocos para un sistema jeroglífico -explicó Ahri-. Por otra parte, he encontrado un símbolo que no parece de puntuación, sino el signo de igualdad, y la distribución a ambos lados del mismo…
– ¿Te has dedicado a contar los signos mientras bajábamos? -preguntó Kratos.
– Es la segunda vez que desciendo. La primera memoricé noventa y tres signos diferentes, pero hoy he encontrado dos más. Sospecho que no puede haber muchos más que se me hayan escapado.
– No tritures -dijo Darkos-. Eso es imposible.
– Un Numerista es capaz de eso y de mucho más -dijo Derguín.
– Mi natural modestia me impedía jactarme de eso. Gracias por salir en mi defensa, tah Derguín -dijo Ahri.
Por fin, llegaron al fondo. Trescuerpos pidió permiso para sentarse un rato en el borde de la escalera y descansar las piernas. Los demás se acercaron al centro, donde se levantaba el pretil del pozo interior, tan elevado que más parecía una gran chimenea.
– La Torre de la Sangre de Ilfatar era igual -explicó Kybes, que se había infiltrado como espía de Derguín en el Martal-. Allí era donde caían los cadáveres que arrojaban… que arrojábamos desde arriba. Dentro ardía un fuego que no sé si encendían ellos o se prendía por alguna magia negra propia de la torre. Supongo que los cuerpos quedaban incinerados, porque día y noche se levantaba una columna de humo oscuro que brotaba del pozo.
– ¿Por qué el suelo tiene esta inclinación hacia el centro? -preguntó Gavilán-. Parece una especie de cuenco.
Kybes señaló hacia arriba. Allí, a cien metros de altura, se encontraba el templete con los seis altares donde se realizaban los sacrificios humanos. En alguna época pasada habían arrancado el techo de aquella Torre de la Sangre, por lo que en las alturas se divisaba un estrecho círculo de claridad. Un recordatorio de que allí arriba reinaba la luz del sol, aunque sus rayos no alcanzaban a iluminar las tinieblas interiores de aquel lóbrego santuario consagrado a la muerte.
– La sangre caía desde allí. -Su dedo siguió la trayectoria, hasta apuntar al suelo-. Luego resbalaba por aquí hacia el pretil del pozo. Y subía y subía, hasta tapar al demonio de metal.
– Para eso hace falta mucha sangre -comentó Gavilán.
– Si en Ilfatar murieron cincuenta mil víctimas -dijo Ahri-, considerando que un cuerpo humano tiene como media cinco litros de sangre, eso supondría doscientos cincuenta metros cúbicos, que teniendo en cuenta la forma de embudo del fondo de esta torre, la inclinación y la posición de…
– Ahórranos tus desagradables cálculos, Ahri -dijo Kratos-. Es evidente que consiguieron cubrir de sangre al demonio y despertarlo.
– Doy fe de ello -corroboró Kybes-. Si salí vivo de allí, fue de milagro.
Mientras se acercaban al centro de la torre, Kratos oyó cómo Ahri susurraba algo al oído de Derguín y éste asentía. Sin duda, el Numerista había terminado de explicar sus cálculos a alguien que creía que los apreciaría. Kratos esbozó media sonrisa. Ahri atesoraba muchas virtudes, pero mezcladas con algunos defectos difíciles de soportar, como el de no callarse ni con la cabeza sumergida en un barril de cerveza.
Rodearon el pretil central. Al otro lado, tendido en el suelo y con los cuatro brazos extendidos como si durmiera panza arriba, se hallaba el tercero de los demonios que los Aifolu habían pretendido despertar. Aridu.
Al verlo y recordar su lucha contra Gankru, otro de los demonios de metal candente, Kratos se estremeció. Con sus cuatro brazos plagados de armas diabólicas, aquella criatura había sembrado la muerte entre sus hombres, y también había matado a su viejo caballo Amauro y quebrado la hoja de su espada Krima. Kratos sobrevivió gracias a que entró en Urtahitéi, la tercera aceleración, mucho más tiempo del prudencial. Pero de no haber sido por la oportuna llegada de Derguín, el monstruo lo habría aniquilado.
Eso significaba que estaba en deuda con Derguín. Una vez más, ya que lo había rescatado del castillo de Grios durante el certamen por la Espada de Fuego.
Lo que suponía otro motivo de resentimiento contra el joven Ritión. Y de enojo consigo mismo: sabía en su fuero interno que estaba siendo mezquino con él.
Deja de darle vueltas y hagamos aquello a lo que hemos venido, se dijo.
– Antes nos fue imposible hacerle ni una muesca a esta criatura -añadió en voz alta-. Pero tal vez ahora que sus hermanos han sido destruidos haya perdido algo de poder…
– Permíteme que lo dude -respondió Derguín.
– No obstante, haremos la prueba. Trescuerpos…
El gigante, que se había reincorporado al grupo, enarboló sobre su cabeza un martillo de guerra de diez kilos y descargó un titánico mazazo en uno de los brazos del monstruo. Como había ocurrido unos días antes, el arma rebotó con un sonido apagado. Una capa gomosa cubría el blindaje metálico del demonio.
– ¿Pruebo otra vez, tah Kratos? -preguntó Trescuerpos. Kratos se oponía a que lo llamaran general o mariscal: para él no había título más honroso que el de Tahedorán delante de su nombre.
– Déjalo. Lo único que vamos a conseguir es que te descoyuntes los hombros. Maese Zemalnit, es todo tuyo.
El joven Ritión desenvainó la hoja forjada por Tarimán. A su luz, sus rasgos se veían mucho más afilados que cuando Kratos lo adiestraba para convertirlo en Tahedorán. Era como si en esos dos años hubiera envejecido diez. Tal vez Zemal suponía una carga demasiado pesada.
Y una mierda, se respondió el mismo Kratos al instante. Aunque pesara diez veces más que el martillo de Trescuerpos, aunque consumiera sus carnes y su espíritu en menos de cinco años, Kratos habría dado lo que fuera por ser él quien empuñara aquella arma de poder.
Derguín descargó el primer tajo directamente sobre la cabeza del demonio. La hoja se hundió más de una cuarta en aquel yelmo o cráneo de metal, y el golpe levantó una lluvia de chispas azuladas.
– Sigo sin entenderlo… -murmuró Derguín.
– ¿Qué es lo que no entiendes? -le preguntó Darkos, que contemplaba con mal disimulada admiración al Zemalnit y su arma.
Lo que me faltaba, pensó Kratos. Se queda con la espada y ahora me roba también la atención de mi hijo.
– He rebanado sillares de granito de un metro de espesor sin sentir la menor resistencia. Pero cuando golpeo a estas criaturas infernales es como si cortara un pernil de cerdo con una espada normal. Lo consigo, pero me cuesta trabajo. Y eso me preocupa.
– ¿Por qué? -insistió Darkos-. Aunque te cueste un poco más, puedes destruirlos. ¡No tritures, eres el Zemalnit!
Kratos chasqueó la lengua, disgustado. A veces su hijo utilizaba unos términos muy extraños. Kratos dominaba lo suficiente el Ritión como para saber que el «no tritures» y el «cómo alapanda» carecían de significado, y no le hacía ninguna gracia que hablara así.
– Puede haber criaturas más poderosas que éstas -respondió Derguín-. No sé qué ocurrirá cuando Zemal se mida contra ellas. Si no es capaz de penetrar…
– ¡No hables de eso, y menos en este lugar!
Todos se volvieron al oír aquella voz. Mikhon Tiq bajaba por la escalera. Llevaba en la mano la vara negra que había pertenecido al Enviado. El joven había encastrado en su extremo superior unos prismas de esmeralda que Derguín le había regalado de su parte del botín y que, considerando su tamaño, debían valer una pequeña fortuna. Cuatro finos ganchos de metal se curvaban sobre las gemas, sugiriendo la forma de una esfera que no llegaba a cerrarse.
Ahora las esmeraldas brillaban con un intenso resplandor verde. Su luz proyectaba en la pared la sombra de Mikha, una sombra tan agigantada que hizo a Kratos pensar en Linar.
El joven aprendiz de mago también había crecido y cambiado, como Derguín. Cuando viajaron a Koras junto a Linar, los dos muchachos siempre estaban gastando bromas y riéndose de cualquier tontería que, por lo general, Kratos no solía encontrar graciosa. Ahora parecían haber madurado varias décadas de golpe. En cierto modo, Kratos echaba de menos el atolondramiento de entonces.
– ¿Por qué no hay que hablar de eso? -preguntó Darkos. Era evidente que no le hacía gracia quedarse sin respuesta.
– Cállate ya -dijo Kratos, preocupado por que su hijo pareciera demasiado insolente-. Has gastado tu cupo de palabras y de preguntas para toda la mañana.
El muchacho pareció a punto de contestar, pero se mordió la lengua. Mejor. Desde que lo conoció, Kratos no le había puesto la mano encima ni albergaba intención de hacerlo, pero si tenía que castigarlo no dudaría en hacerlo con severidad.
– Mikha tiene razón -dijo Derguín-. Hay cosas de las que no se debe hablar delante de tanta gente.
– Todos somos de confianza -repuso Kratos-. ¿O es que ambos pensáis volveros tan enigmáticos como el viejo Linar?
Mikha, que ya había llegado al fondo de la torre, intercambió una mirada con Derguín que lo dijo todo.
No sé cuál es vuestro juego, amigos, pensó Kratos. Pero si queréis contar conmigo y con mi ejército para él, tendréis que explicármelo todo en algún momento.
– Me gustaría que hicieras una prueba, Derguín -dijo Mikha, acercándose al monstruo dormido. Le pasó la contera de la lanza por uno de los brazos y el roce levantó chispas. Para sorpresa de los demás, aunque el joven Kalagorinor no parecía haber hecho ningún esfuerzo, aquel leve contacto dejó un fino surco en la película mate que cubría el blindaje.
¿Qué magia escondería aquella vara? Kratos estaba harto de sentirse prácticamente desvalido e inerme ante poderes que lo superaban. Su mano buscó por instinto la empuñadura de su nueva hoja. Era la espada de Biyómides, hermano gemelo de Dolmatus. Kratos lo había vencido y decapitado en duelo, por lo que su arma le correspondía como trofeo. Se trataba de una buena espada, bien equilibrada, con una hermosa línea de templado: un arma digna. Pero no era Krima.
Y ni siquiera blandiendo a Krima habría sido rival para un Zemalnit, un Kalagorinor o un monstruo metálico y alado. No era justo. Tramórea debería pertenecer a los hombres, no a magos, dioses ni demonios. Kratos se sentía como una pieza de ajedrez. Y no un caballo o un alfil, sino un simple peón.
– ¿Qué prueba, Mikha? -preguntó Derguín-. Por lo que sospecho, tú podrías destruir a esta criatura con menos esfuerzo que yo.
– Eso está por ver. Precisamente se trata de esfuerzo, sí, sólo que de otra forma. Vuelve a desenvainar a Zemal.
Derguín hizo como le pedía su amigo.
– No golpees todavía. Aprieta la empuñadura con ambas manos y mira a la hoja.
– ¿Así?
– Gírala. Pon el plano mirando hacia tu rostro.
Por los filos de la espada corrían chispas que brotaban de ella, se curvaban y volvían a hundirse en su superficie, arcos de luz juguetones como duendecillos de los bosques. Todos guardaron silencio, sin apenas respirar, mientras Derguín miraba fijamente a la hoja.
– Ya entiendo -murmuró.
Las venas de su frente se hincharon como cordones dibujando una V, y las de su cuello también. Derguín empezó a resollar como un fuelle y sus brazos temblaron por la contracción de sus músculos.
La luz de Zemal se intensificó. Los reflejos azulados que la recorrían se convirtieron en violetas, casi negros en contraste con el brillo blanco de la hoja. El rostro de Derguín se perló de sudor y no sólo por el esfuerzo, sino por el calor que desprendía el arma. Cada vez resultaba más difícil fijar la vista en ella sin quedar deslumbrado. Kratos cerró los ojos un momento y siguió viendo una imagen fantasmal de la espada, una Zemal de color verde, como si llevara un rato mirando al sol.
– ¡Ahora! -dijo Mikha.
Derguín levantó la espada sobre su cabeza y descargó un tajo sobre el demonio de metal. La lluvia de chispas que se levantó llegó tan lejos que todos se apartaron, sobresaltados, y Kratos notó que una de ellas le quemaba el dorso de la mano. Se produjo una breve explosión de luz. Cuando el resplandor se desvaneció comprobaron que Derguín estaba agachado, empuñando todavía la espada. La hoja había atravesado limpiamente la cintura del monstruo. El aire olía a metal recalentado, a azufre y a tormenta a punto de estallar.
Derguín se enderezó, alzó de nuevo la Espada de Fuego sobre su cabeza y retrocedió. El brillo de la hoja volvía a ser el de antes, casi débil en comparación con el fulgor que los había deslumbrado.
Tras partir en dos a Aridu, el golpe había abierto en el suelo una grieta de bordes rojos que durante unos segundos creció a ambos lados. Kratos comprendió que Zemal había fundido la piedra. El calor era tan intenso que se transmitía más allá de la hendidura y licuaba también la zona contigua del suelo.
Derguín respiró hondo, besó la empuñadura de la espada y la guardó. A Kratos le pareció mentira que una simple vaina de cuero pudiera contener el poder que acababa de derretir la roca.
– Nunca había hecho esto -reconoció Derguín-. También es cierto que nunca lo había intentado.
– ¿Cómo lo has conseguido? -preguntó Darkos, olvidándose de las instrucciones de su padre.
Derguín se acercó a él y le revolvió el pelo como si fuera un crío, aunque Darkos era casi tan alto como él. Al muchacho no pareció molestarle.
– Es difícil de explicar. Cuando yo muera y te conviertas en Zemalnit, lo comprenderás. -Mirando a Kratos, Derguín añadió-: ¿Quién más apropiado que el hijo del mayor Tahedorán de Tramórea para empuñar la Espada de Fuego?
No había el menor sarcasmo en su voz. Kratos asintió con la barbilla, agradeciendo la alabanza.
Pero después de eso se sintió aún más triste. Pese a las nueve marcas de maestría que adornaban su brazalete, dos más que Derguín, él jamás podría empuñar un arma tan poderosa como Zemal. Su ocasión y su tiempo habían pasado.