TIENDA DE BINARG-ULISHA-RHAIMIL

Pese a que apenas unas semanas antes habían estado a punto de declararse la guerra -sólo la lejanía física había impedido que entraran en combate-, los Invictos de la Horda Roja y las Atagairas comprendieron que el destino los había convertido en aliados forzosos y, sin necesidad de intercambiar heraldos ni juramentos, alcanzaron el acuerdo tácito de no agredirse ni mantener conflictos hasta que llegara el momento de administrar la victoria.

Aún faltaban algunas horas para el amanecer cuando las Teburashi evacuaron a la reina del campo de batalla. La tienda de Ulisha era tan grande que las Atagairas pudieron alojar a Tanaquil en una de sus dependencias. El azar o el capricho de Kartine quisieron que ambos, el general supremo del Martal y la soberana de Atagaira, agonizaran al mismo tiempo a unos metros de distancia, separados tan sólo por compartimentos de tela y biombos de madera y papel de seda.

Tanaquil se empeñó en recibir a Derguín antes de morir. Mientras la reina y el Zemalnit hablaban, Ziyam se mantuvo alejada, descansando en un sitial de cedro con incrustaciones de marfil. Agradecía sentarse, porque la pierna derecha, que había quedado atrapada bajo el peso de su yegua, le dolía horrores. La tenía amoratada, casi negra, pero la médica la tranquilizó. Cualquier golpe en la piel albina de una Atagaira producía unos negrales que en personas de tez más oscura habrían hecho pensar en gangrena.

Derguín y su madre hablaban casi en susurros, demasiado bajo para que Ziyam captara sus palabras. El Zemalnit se había despojado de su armadura. Llevaba la almilla verde tan empapada que se le pegaba al cuerpo como una segunda piel, marcando sus músculos y también sus costillas. «¿Por qué estás tan delgado, si he visto que comes como un lobo?», le había preguntado Ziyam en su alcoba de Acruria, mientras le recorría la línea de los abdominales con la uña. «Es Zemal. Su fuego me consume», le contestó él. Entonces, la princesa no supo si hablaba en serio o en broma. Ahora sospechaba que había sido sincero.

Aparte del sudor, no se apreciaba en Derguín ninguna otra señal de que hubiera combatido durante horas: ni una herida, ni un moratón, ni siquiera una escoriación de la armadura. Con ese aspecto, podría venir de una sesión de entrenamiento y no de una batalla. Como un dios, pensó Ziyam con esa amarga mezcla de admiración y rencor que le despertaba el joven Ritión.

Mírame, Zemalnit. Mírame, te estoy mirando, repitió mentalmente la princesa, entrecerrando los párpados, como si a través de ellos quisiera enviar las ondas de un hechizo.

Por fin, Derguín debió notar aquellos ojos azules clavados en la nuca, porque volvió la cabeza un segundo. Ziyam le sonrió con suficiencia, tratando de transmitirle en un gesto toda la satisfacción de la victoria. Al final he conseguido ser reina. Pero, para su propia desazón, notó cómo las pulsaciones se le aceleraban y la boca del estómago se le encogía. Era una sensación desconocida para ella: tener algo al alcance de la mano, tan cerca, y no poder cogerlo.

Derguín apartó la mirada y siguió hablando con la reina. Ziyam respiró hondo. En dos o tres días como mucho, tendría que volver a Atagaira con el ejército y quizá nunca volvería a ver al Zemalnit. Aquel pensamiento le resultaba insoportable.

Maldita estúpida, se recriminó. Derguín sólo era un hombre, un ser inferior, un pene dotado de dos piernas que lo transportaban de un lado a otro.

Nunca, se repitió. Nunca volverás a verlo. Olvídalo…

¿Nunca? Tal vez no… Ziyam tenía todavía una última carta, un dado cargado con plomo. Con ciento cincuenta kilos de plomo, de hecho. Pensando en ello, se permitió una sonrisa.

– Pronto serás reina, mi señora -le susurró al oído Tyanna, una de sus partidarias en la corte. Sin duda había malinterpretado su gesto.

Por fin, Derguín se fue de la tienda. Tanaquil estaba empeorando con rapidez y ningún varón debía ver morir a la reina. Pero antes de salir, el Zemalnit se volvió y echó una última mirada atrás.

Directamente a Ziyam.

¡Él también siente algo por mí! No puede evitarlo, siente algo por mí. La princesa notó cómo se le subía la sangre al rostro, pero poseía el suficiente dominio sobre sí misma como para controlar incluso aquel rubor.

La nueva jefa de las Teburashi, Antea, se acercó a Ziyam y le dijo:

– La reina quiere hablar contigo.

– Sus deseos son órdenes para mí -contestó Ziyam a la jefa de la guardia, sin apenas reprimir el sarcasmo.

Si la piel de las Atagairas es blanca, la de Tanaquil ahora parecía de mármol, de un mármol que hubiera perdido todo su lustre. Sus ojos de acero empezaban a empañarse como los de un pez que llevara demasiado tiempo en la cesta de la pescadería.

– Tengo que pedirte perdón, hija mía -dijo la reina, con voz entrecortada. El aliento le olía a sangre y a muerte, y Ziyam tuvo que hacer un esfuerzo para no apartarse de ella.

– ¿Pedirme perdón, madre? ¿Por qué?

¿Por haberme marcado como si fuera una vaca? ¿Por haber arruinado mi rostro? ¡Qué tontería!

– Fui demasiado blanda e indulgente contigo. Tenías dos hermanas mayores. Nunca pensé que te tocaría sobrellevar la pesada carga de reinar.

¿Blanda? ¿Indulgente? Había que tener mucha desfachatez para pensar eso. Pero Ziyam se mordió la lengua y se limitó a responder:

– Intentaré ser digna de ti y de mis hermanas, madre.

Tanaquil le agarró la mano y tiró de ella para acercarla más.

– Debes madurar, Ziyam.

– Sí, madre.

– Ser reina no consiste en satisfacer todos tus caprichos ni en ver cumplida siempre tu voluntad. No consiste en recompensar a quienes te adulen y castigar a quienes te critiquen.

– Qué poco me conoces si piensas que…

– ¡Escúchame! -Tanaquil tosió, y unas gotas de sangre mancharon la mejilla de Ziyam. Ésta intentó reprimirse, pero no pudo evitarlo y se limpió con el dorso de la mano. Su madre prosiguió-: Debes ser grande. Hoy hemos triunfado en una gloriosa batalla, y por toda Tramórea se cantarán romances celebrando nuestra carga temeraria contra esos monstruos del infierno. Pero el corazón me dice que vendrán tiempos más duros y pruebas más arduas.

– Las afrontaré, madre.

– ¡Sé grande!

– Sí, madre, ya me lo has dicho.

– ¡Debes conseguir que no hablen de ti como Ziyam, hija de Tanaquil, sino que me recuerden a mí como Tanaquil, la madre de Ziyam!

El esfuerzo de aquella breve perorata pareció consumir del todo a la reina, que cerró los ojos durante unos segundos. ¿Ya está?, se preguntó Ziyam. Pero Tanaquil volvió a abrirlos y la miró. Estaba llorando. Ziyam nunca la había visto llorar, ni cuando le anunciaron que Tylse había muerto en las lejanas tierras del oeste ni cuando supo que los Glabros habían violado y matado a Tildara.

– Las Atagairas te necesitarán. El futuro es más oscuro que los…

Todavía dijo algo más, pero con voz tan débil que Ziyam no entendió sus palabras. La mirada de la reina empezó a quedarse fija, y su hija comprendió que la muerte ya agitaba sus alas negras sobre su pecho. Un segundo antes de que los dedos de Tanaquil perdieran sus últimas fuerzas, Ziyam los soltó. Fue una minúscula revancha, un segundo de venganza. La reina de Atagaira expiró buscando en vano los dedos de su hija para un último apretón.

Durante un largo rato nadie habló alrededor del lecho. Después, la médica acercó un espejito a la boca de Tanaquil y comprobó que no se empañaba. Se volvió hacia Antea y asintió.

La jefa de las Teburashi tomó la mano izquierda de la reina. En ella, y no en la derecha, de modo que no la estorbara para empuñar la lanza ni la espada, llevaba el sello real: un anillo de oro que representaba a un dragón terrestre, de cuerpo de serpiente y cabeza barbada.

La misma señal que la gran Iluanka había tatuado en el cuerpo de Ariel, la mocosa de Derguín, pensó Ziyam con rencor. Su propia marca era una cabeza de águila a media espalda. Una marca regia, sin duda. Pero habría preferido una dragona, el emblema de la gran Iluanka, que moraba bajo tierra, enemiga de los dioses del cielo.

Pues, aunque las Atagairas rendían culto a los Yúgaroi por no malquistarse con ellos, no les tenían demasiado cariño, y menos a los varones. Sabían que, desde las alturas del Bardaliut, acechaban y aguardaban el momento de volver a apoderarse de Tramórea y esclavizar a los humanos.

Que lo hicieran, si así era su voluntad. Las Atagairas, protegidas por la gran Iluanka, sabrían defenderse de ellos.

– Mi señora…

Ziyam se había abismado tanto en sus pensamientos que llevaba un rato sin ver ni escuchar. Antea volvió a carraspear y le tendió el sello que había pertenecido a su madre y a su abuela, y antes que ellas a un larguísimo linaje de mujeres.

Ziyam extendió la mano izquierda. Antea le tomó la punta de los dedos. La princesa percibió en ella un leve temblor. Habían sido amantes. Tan sólo una vez. Antea había querido repetir la experiencia, pero Ziyam se negó: solía racionar sus encantos y sus favores para crear vínculos que más bien eran grilletes de acero.

La jefa de las Teburashi le puso el sello en el dedo corazón. Tenía un tacto frío, casi como hielo, y Ziyam comprendió que en realidad no era de oro, sino de algún metal creado con mezcla de orfebrería y magia. Los dedos de la princesa eran muy finos, mientras que los de su madre eran bastos y espatulados. Pero el anillo pareció fluir como si se fundiera de nuevo en el crisol, se abrazó al dedo de Ziyam y se ajustó a él.

– La reina Tanaquil ha muerto -declaró Antea, cerrando los párpados de Tanaquil. Después desenvainó la espada, casi seis palmos de hoja, y la levantó sobre su cabeza-. ¡Larga vida a la reina Ziyam!

Sonó un prolongado chirrido cuando decenas de espadas salieron de sus fundas. Muchas estaban melladas tras la batalla y algunas seguían manchadas de sangre.

– ¡Larga vida a la reina Ziyam! -aclamaron las demás mujeres que atestaban la tienda.

Ziyam levantó las manos y las saludó a todas, girando sobre sus talones. Luego se miró el anillo y recorrió el delicado relieve con los dedos. Ahora era reina y muchas cosas antes vedadas quedaban al alcance de su mano. El poder que ansiaba era suyo.

Pero, mientras acariciaba el grabado de Iluanka, no le pidió a la dragona acrecentar su reino, vencer a los varones extranjeros en mil batallas o engendrar Atagairas que heredaran su gloria. Para su propia sorpresa, musitó:

– Haz que el Zemalnit sea mío.

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