Por eso quieres acompañarme? -preguntó Ziyam-. ¿Para vengarte de esa mujer?
Ariel había estado soñando con Narak. Era de nuevo su primer día en la ciudad, cuando conoció a Derguín y se coló en su casa haciendo equilibrios sobre un alféizar alargado que colgaba sobre el abismo. En el sueño, sus pies resbalaban y ella caía al vacío gritando, pero cuando estaba a punto de chocar con las rocas, extendía los brazos y alzaba el vuelo como un águila.
Entreabrió los ojos, pero los volvió a cerrar al ver que su madre y Ziyam estaban hablando a proa. Mejor seguir haciéndose la dormida en el fondo de la balsa y descubrir qué tramaban ambas.
– Neerya no es rival para mí -respondió Tríane.
Por eso he soñado con Narak y la casa de mi padre, pensó Ariel. Había conocido a Neerya precisamente ese día. Al oír su nombre debía haberlo incorporado en su entresueño.
– Pero él te amenazó con Zemal para que juraras no hacerle daño -dijo Ziyam.
– No hacerle daño a ninguna mujer que lo tocara, no a ella en particular. Algo que a ti te vino de perlas para fornicar con él.
– Debes dirigirte a la reina como «majestad» -dijo Antea, que bogaba a popa. Las balsas bajaban por sí solas arrastradas por la corriente, ya que aquel túnel inacabable tenía un ligero desnivel. Pero remar aceleraba el viaje y además ofrecía algo que hacer, por tedioso que fuese.
No es buena idea hablarle así a mi madre, pensó Ariel. Ziyam debió opinar lo mismo, porque dijo:
– Tranquila, mi fiel Teburashi. Tríane y yo somos viejas amigas y entre nosotras no existen protocolos ni secretos.
¿Será verdad?, pensó Ariel. Claro, por eso Ziyam sabía que ella era hija de Derguín. Pero ¿cuándo podían haberse conocido ambas?
Las dos mujeres siguieron hablando un rato, en voz más baja. Ariel hizo como que se rebullía en sueños para acercarse un poco más y oírlas mejor.
– … una suerte que encontraras la máscara -decía su madre-. Pero debes usarla con cuidado.
– Eso lo sé, no es necesario que todas me advirtáis a cada momento. No soy tan estúpida. Pero has dicho que era una suerte. ¿Por qué?
– La partida de ajedrez ha empezado. Iba a ocurrir de todas formas, pero Derguín ha acelerado las cosas matando al Rey Gris.
– El hechicero de Etemenanki…
– Ahora los dioses regresarán, furiosos porque durante siglos no se les ha permitido inmiscuirse en los asuntos de Tramórea. Ellos son jugadores muy poderosos, pero no los únicos.
– ¿Quién más está en la partida?
– El rey oscuro está despertando. De una forma o de otra, no tardará en salir de su encierro. No será su hermano Manígulat quien lo libere, pero entre los dioses hay muchas facciones. De hecho, cada dios es una facción en sí, así que no faltará quien traicione a Manígulat y decida liberar a Tubilok.
– Tubilok es… el que habla a través de la máscara.
– Así es. El rey oscuro, el dios loco, el señor de la puerta del tiempo, el que todo lo quiere saber. De muchas maneras se le conoce.
– ¿Eres seguidora suya?
– No soy seguidora de nadie. Pero sé que, en la eterna rueda del tiempo, vuelve a llegar el turno de que él mande. Así ha sido en el pasado y así volverá a ser en el futuro. Ahora, si nosotras le ayudamos, cuando llegue el nuevo reparto nos encontraremos en una posición privilegiada.
El dios loco, pensó Ariel. Si se despertaba, seguramente lo haría muy enfadado con quienes le habían robado los tres ojos. No se imaginaba al menudo Kalitres enfrentándose a un ser tan siniestro y, al parecer, tan poderoso.
– Tus Atagairas también pueden aprovecharse -prosiguió Tríane-. Se avecina la destrucción de los reinos de los hombres, tanto de los nuevos como de los más antiguos. Ni siquiera Tártara resistirá esta vez.
– Tártara. No había oído ese nombre en mi vida.
– Pero un reino de mujeres sería otra cosa -prosiguió Tríane, como si no hubiera oído a Ziyam, con lo cual dejó a Ariel con la curiosidad de saber qué o quién era Tártara-. Aunque a Tubilok lo llamen «loco», en el pasado era el más inteligente de los dioses y se podía negociar con él.
– ¿Quién eres tú, Tríane? ¿Por qué sabes todas esas cosas?
No te lo va a decir, pensó Ariel. Corroborando su sospecha, Tríane respondió:
– Mi identidad carece de importancia, majestad. Todo lo que necesitas saber de mí es que te conviene estar en mi mismo bando.
Ariel sintió un pie descalzo que le rozaba el cuello. Esos dedos tan finos y suaves eran inconfundibles.
– ¡Deja de hacerte la dormida, perillana! -le dijo su madre-. Sé que llevas un rato escuchándonos.
Ariel se incorporó frotándose los ojos y fingiendo un gran bostezo que, incluso antes de cerrar la boca, supo que no había sido demasiado convincente.
– No he oído nada, madre. Estaba soñando con Narak -dijo, mintiendo sólo en parte.
– Allí nos vendrás muy bien. Las ciudades no me gustan. Tú serás nuestra guía. -Tríane le rodeó el hombro y la apretó contra su cuerpo. Ariel le devolvió el abrazo y enterró la nariz en su cuello. Le encantaba aquel olor a flores frescas de estanque y a lluvia recién caída.
– Cuando esto acabe, le devolveremos la espada a mi padre, ¿verdad?
– Claro que sí, hija -respondió Tríane, acariciándole el pelo y besándola en el cuello-. Claro que sí.