Baoyim fue la primera que reparó en lo que ocurría y tiró de la manga a Kybes.
– ¡Mira! Kybes se volvió hacia el centro de la taberna. La estatua de Anfiún, el Xóanos de madera descolorido por el tiempo, se había convertido en algo muy distinto. Las piezas de la armadura que la recubrían habían dejado de ser rojas, transformándose en un metal tan bruñido que reflejaba las luces como un espejo. Las manos y el rostro mantenían su color castaño, pero la textura había cambiado de forma sutil.
Aquella metamorfosis se habría limitado a un prodigio llamativo e inocuo de no haber sido porque la estatua cobró vida y se bajó del pedestal.
El podio medía un metro. No era una gran elevación, pero cuando un objeto de varias toneladas cae desde esa altura, el impacto se hace notar.
Tras unos segundos de estupefacción, todos los que se habían levantado de las mesas para contemplar el prodigio de los cielos empezaron a gritar. Aunque adoraban a Anfiún como señor de la guerra y le habían renovado las ofrendas en la segunda noche de funcionamiento de la taberna, a nadie se le ocurrió acudir a postrarse a sus pies para dar gracias por el honor que suponía aquella extraña visita.
Todos los gritos de horror parecieron concentrarse en uno de tono y timbre femeninos, como si los guerreros quisieran rivalizar con las camareras y las chicas de compañía por ver quién emitía la nota más aguda. Y después de los gritos vinieron las carreras para huir.
Kybes y Baoyim se asomaron al pretil donde habían apoyado sus jarras de cerveza. Por allí era imposible escapar: había una caída de más de cincuenta metros. Ni el lado oeste ni el norte ofrecían mejor salida que el oriental: las paredes eran bajas, pero no así las pendientes que se abrían al otro lado. Si no querían romperse todos los huesos del cuerpo, la única salida que les quedaba era por la parte sur.
Mas para llegar a ella tenían que pasar peligrosamente cerca de la estatua.
– ¿Crees que tendrá malas intenciones? -preguntó Baoyim, con la voz mucho menos pastosa que unos minutos antes.
– Lo vamos a saber enseguida -respondió Kybes.
Los clientes de la taberna, que en aquel momento debían rondar los trescientos, intentaron huir rodeando al Xóanos por ambos lados, manteniendo una distancia segura con él. En vano. Los empujones motivados por las prisas, el temor y las apreturas hicieron que los menos afortunados se vieran obligados a pasar rozando la estatua viviente.
El revivido Anfiún no tardó en demostrar sus sentimientos hacia los guerreros que le habían ofrecido pastelillos e hidromiel. Giró el cuello a ambos lados y, sin abandonar su misteriosa sonrisa ni hacer gesto alguno, se agachó ligeramente a la derecha, interceptó el paso de un soldado de caballería y lo levantó en el aire rodeándole el torso y la cabeza con una mano. Con la otra le aferró las piernas y después separó ambos brazos, desmembrando a su presa
con menos esfuerzo del que habría necesitado Kybes para partir en dos un panecillo recién horneado.
– ¡Santa Iluanka, ayúdanos! -exclamó Baoyim.
Anfiún arrojó lejos de sí ambas mitades. La superior voló casi quince metros, gritando mientras dejaba por el aire un reguero de sangre y de intestinos, y no se calló hasta que su cabeza se estrelló contra las piedras a apenas tres pasos de Kybes y Baoyim.
Ése fue el inicio del caos. Conforme la gente pasaba a su lado como un río que se dividiera al fluir bajo un pilote, el gigante de seis metros se revolvía a derecha e izquierda. Sus manos anchas como escudos lanzaban a sus víctimas por los aires, y sus pisotones reducían a astillas las piernas de los que trataban de huir y a pulpa machacada los cuerpos de quienes ya habían caído al suelo.
Kybes y Baoyim cruzaron una mirada. Si el gigante decidía quedarse en el centro de la taberna, lo más prudente parecía esperar donde estaban. Pero la estatua viva demostró que tenía más armas. Sus ojos inexpresivos se iluminaron una fracción de segundo, y de ellos brotaron dos haces de luz rojos que iluminaron un toldo y le prendieron fuego al instante. Sin dejar de golpear y aplastar a diestro y siniestro, Anfiún dirigió esos rayos mortíferos contra los demás toldos y también contra las mesas, que ardían como teas untadas de resina. Después decidió emplear la nueva arma también contra los humanos. Muchas de las personas que corrían pegadas a las paredes exteriores creyéndose lejos del alcance del gigante cayeron al suelo entre alaridos con la ropa y los cabellos prendidos en llamas.
– ¡Sígueme! -dijo Kybes, tirando de la mano de Baoyim.
– ¿Estás loco?
– ¡Es el mundo el que se ha vuelto loco! ¡Vamos!
Corrieron directamente hacia el monstruo de metal bruñido, en lugar de intentar rodearlo. Un rayo rojo pasó sobre sus cabezas, a apenas medio metro, y a sus espaldas oyeron un grito de dolor que se confundió con los demás. Olía a pelo y carne quemada, a sangre y vísceras derramadas, pero Kybes no reparó en aquellos hedores. Durante un instante, se arrepintió de haberse quedado en Narak en vez de seguir viaje a Uhdanfiún. ¡Si hubiera aprendido al menos la primera aceleración!
Pensando que en cualquier momento una mano gigante le arrancaría la cabeza o lo aplastaría un pie de metal, entrecerró los ojos, apretó los dientes y puso el cuerpo de lado para pasar entre las piernas de la estatua. Al hacerlo las rozó y las notó frías como el hielo.
Siguió corriendo, decidido a no mirar atrás. Pero al oír el grito de Baoyim no pudo evitar volverse. Anfiún se agachó al sentir pasar a la Atagaira, la agarró de la capa y tiró de ella, levantándola en el aire.
Con una rapidez asombrosa, Baoyim pulsó un broche plateado que tenía bajo la barbilla, se soltó la capa y cayó al suelo. Kybes le tendió la mano y tiró de ella con fuerza para ayudarla a colarse entre las piernas de la estatua. Ésta no prestó atención a la presa que se le acababa de escapar: tenía de sobra, pues la masa de gente caída, pisoteada y quemada había formado un tapón que impedía la huida a los demás. Pese a no tener más paredes que antepechos de cinco palmos de altura, la taberna de Gavilán se había convertido en una ratonera mortal. Más de un prisionero en aquella trampa optó por arrojarse al vacío y romperse los huesos contra las rocas antes que enfrentarse con la ira de todo un dios.
Kybes y Baoyim salieron por la puerta. El mestizo se disponía a huir con los demás calle abajo, pero la Atagaira le asió de la manga y lo frenó.
– ¿Qué haces? ¡Hay que largarse de aquí!
– ¡No sin nuestras armas! ¡Vamos a la armería!
– ¿Para qué? ¿Qué pretendes hacer?
– ¿Qué voy a pretender, Kybes? ¡Luchar!
Desde el torreón, a Kratos le llegaron los gritos de pavor. Pocos minutos después vio gente que bajaba corriendo por la calle de Abinia hacia la plaza central.
– ¿Qué está pasando? -preguntó Aidé, que había tardado unos minutos más que él en subir al terrado-. ¿Un incendio?
Desde el torreón se dominaba prácticamente toda la ciudad. Kratos se acercó a la parte norte y trató de distinguir qué ocurría entre las llamas. Parecía que se había prendido fuego en unos cuantos toldos, pero además se veían unos extraños rayos rojos que trazaban líneas rectas y no las curvas y quebradas propias de los relámpagos.
– No puede ser verdad… -musitó.
Aidé se acercó a él, cubriéndose los hombros con un chal. Kratos se puso detrás de ella y le pasó un brazo junto al cuello para señalar con el dedo hacia la taberna de Gavilán.
– Tú tienes mejor vista. Dime qué ves allí, Aidé.
Ella tardó un rato en responder, quizá porque no asimilaba lo que estaba contemplando. Por fin, llevándose la mano a la boca en un gesto de horror, dijo:
– Es la estatua de Anfiún… ¡Está viva!
Kratos la agarró de la cintura y la volvió hacia sí. Durante la batalla, Aidé había servido de cebo para que el hombrecillo que se hacía llamar Gran Barantán atrajera al demonio metálico Molgru. No estaba dispuesto a que volviera a correr un peligro similar.
– Baja a los sótanos del torreón y escóndete bien. Llévate a Darkos y a las criadas. ¡Y también a Rhumi!
– ¿Qué vas a hacer?
– Ningún dios ni demonio va a destruir mi ciudad. Eso te lo aseguro.
Para vestirse y armarse, Kratos se permitió el lujo de entrar en Protahitéi durante unos segundos. Después bajó por la escalera de caracol dando órdenes a voces. Cuando llegó al piso inferior, los soldados de guardia se cuadraron ante él.
– ¡Partágiro!
– ¡Sí, tah Kratos! -respondió el jefe de su escolta entrechocando los talones.
– Reúne a todos los hombres posibles, con lanzas y escudos. A la plaza central. ¡Más rápidos que el rayo!
Partágiro se apresuró a cumplir las órdenes y Kratos corrió por la calle de
Malabashi hacia la plaza. La campana que habían instalado en el torreón tocaba a rebato, mientras por toda la ciudad sonaban trompetas que se respondían unas a otras llamando a zafarrancho de combate.
Cuando llegó a la plaza, que tras dos días de trabajo había quedado casi despejada de escombros, Kratos se topó con decenas de hombres y mujeres que bajaban despavoridos por la calle de Abinia. Era difícil convertir de nuevo a esa turba asustada en un ejército, pero Kratos había traído consigo al corneta de la guardia y le ordenó que tocara con toda la fuerza de sus pulmones Formar falange.
La vida de la Horda Roja estaba regulada a son de trompeta. Había más de cien toques distintos que todos los Invictos debían conocer. Los oficiales se encargaban de examinarlos periódicamente y comprobar que no los olvidaban, so pena de arresto. Las siete notas de Formar falange surtieron el efecto mágico de detener la estampida. Los hombres se frenaron en el acto y, aunque pertenecían a unidades distintas, algunos de ellos a la caballería o al cuerpo de arqueros, empezaron a cerrar filas allí donde les señalaba Kratos.
La mayoría bajaban desarmados. Kratos eligió para la primera fila a los que traían espadas o lanzas, y colocó detrás a los demás para que hicieran bulto, al menos hasta que llegara el equipo que había encargado. De las mujeres que habían huido de la taberna algunas siguieron huyendo, pero otras, tan acostumbradas como los hombres a interpretar los toques de trompeta, corrieron a las casas y las armerías para coger lanzas y escudos de los astilleros.
Las llamas del incendio se veían más altas ahora, por encima de los tejados de las casas que flanqueaban la calle de Abinia.
– Es el pabellón de la armería, tah Kratos. Ese monstruo debe haberle prendido fuego con los ojos.
Kratos se volvió a su derecha, sorprendido de oír una voz femenina. Era la Atagaira morena. Llevaba una espada al cinto, pero de algún modo se había agenciado también una lanza y se había plantado en la primera fila junto a Kybes.
Pensó en decirles que ése no era su sitio y enviarlos al final de la formación, pero se arrepintió al instante. Todo aquel que estuviera dispuesto a enfrentarse en primera fila a una amenaza sobrenatural era bienvenido.
A lo lejos se seguían oyendo gritos, y también golpes y estrépito de cascotes derrumbándose, como si una brigada de demolición estuviera echando abajo edificios a golpe de ariete. Kratos consiguió por fin organizar algo parecido a una falange en que las seis o siete primeras filas disponían de picas y escudos. Normalmente los fogosos, los infantes que formaban en vanguardia, llevaban lanzas de tres metros, mientras que los verdugos, más veteranos, los apoyaban desde atrás con picas de cinco metros. Ahora, considerando el tamaño de la estatua de Anfiún, Kratos ordenó que las armas más largas pasaran a la primera fila.
– ¡Adelante!
Los Invictos marcharon cuesta arriba por la calle de Abinia, marcando el paso con fuerza para que el retemblar de las botas sirviera de acicate al valor. En su avance siguieron topándose con gente que huía. Al encontrarse de frente con la falange, se apartaban a los lados, saltando sobre muros derruidos o colándose por ventanas rotas, y muchos de ellos se agregaban al fondo de la formación.
No tardaron mucho en ver a la estatua viviente de Anfiún, iluminada por el vivo resplandor de Rimom.
– ¡Ese hijo de puta se ha aburrido ya de destrozarme la taberna! -exclamó Gavilán, que formaba tres escudos a la derecha de Kratos. El capitán cojeaba de forma ostensible, tenía la hombrera izquierda de la túnica quemada y los jirones se le pegaban a la piel abrasada, pero se había negado a que Kratos lo mandara a cualquier fila que no fuese la primera.
– ¡Tu taberna ya era un destrozo, Gavilán! -gritó Oxay, cuya rubia cabeza descollaba entre las demás. Sólo Trescuerpos lo superaba en altura.
Dios o demonio, el coloso sabía bien lo que hacía: se había dirigido al lugar donde más daños podía causar. A la derecha de la calle de Abinia había una manzana donde se alzaban quince casas en condiciones aceptables que de lejos parecían casi intactas. Cuando eran de un solo piso, el gigante se dedicaba a hundir sus tejados a puñetazos. Si las moradas tenían dos o tres plantas, la emprendía a golpes y patadas con sus paredes hasta que se desmoronaban enteras entre un ensordecedor estrépito y nubes de polvo.
La mayoría de los edificios se hallaban vacíos, pues sus habitantes habían huido alertados por los gritos y las llamas del Mirador de Nikastu. Pero cuando Anfiún derrumbó uno de los tejados se oyeron agudos chillidos de terror. El gigante se inclinó sobre el hueco, metió los brazos y sacó una presa en cada mano. Había sorprendido a una pareja tan enfrascada en su abrazo amoroso que no había llegado a percatarse de los ruidos del exterior.
El gigante los levantó en alto, dos marionetas desnudas que pataleaban en el aire. Los alaridos de ambos se apagaron al instante cuando las enormes manos metálicas les aplastaron la cabeza.
Entre los soldados que marchaban calle arriba se oyeron insultos e improperios dirigidos contra la estatua viviente. Ésta pareció oírlos, se volvió hacia ellos y desde donde se hallaba les arrojó ambos cuerpos.
El cadáver de la mujer voló decenas de metros antes de chocar contra el suelo con tal fuerza que rebotó y se estrelló contra Gavilán. Éste trató de amortiguar el impacto con el escudo, pero cayó de espaldas y derribó a varios hombres de atrás.
El avance de la formación se detuvo un instante mientras los compañeros ayudaban a Gavilán y a los demás caídos a levantarse. El cuerpo de la mujer, que debió ser bella antes de que el coloso aplastara su cráneo, quedó tendido en el suelo, mientras las filas de soldados trataban de esquivarla sin pisotearla.
Gavilán volvió a ocupar su puesto. Su escudo, pintado de rojo como los demás, mostraba ahora un salpicón más oscuro.
– ¡Sabía que las mujeres se morían por arrojarse a mis brazos, pero esto es excesivo!
– ¡Capitán, hay veces en que tus bromas de mal gusto se convierten en repugnantes! -dijo Kratos.
– ¡No vamos a salir de ésta, tah Kratos, así que deja que me vaya al infierno siendo el mismo zafio bruto de siempre!
Entre los demás se oyeron algunas carcajadas. Kratos comprendió que no era por insensibilidad: estaban aterrorizados. No iban a luchar contra Aifolus, ni siquiera contra demonios de metal, sino contra un dios, en contra de todo lo que les habían inculcado desde niños.
No debían pensar en eso.
– ¡Seguid adelante! ¡No es un dios! -exclamó Kratos-. ¡No es más que un demonio disfrazado, obra de magia negra!
El gigante siguió derribando paredes y tejados, tan entretenido en sus destrozos como un crío gamberro rompiendo castillos de arena. Mientras, la falange continuó su avance. Pese a que la calle de Abinia era de las avenidas más anchas de la ciudad, allí no tenía más de quince metros de anchura. La formación tuvo que estrecharse aún más. Incluso tocándose con los hombros y con los escudos medio de lado, no cabían más de treinta hombres en cada fila.
Kratos observó a sus compañeros de vanguardia. Allí estaba la Atagaira de los cabellos negros, empuñando la lanza con más decisión que cualquier hombre. También el Aifolu que llevaba el escudo en el lado contrario, algo que se podía perdonar en una batalla tan poco convencional. El grosero y animoso Gavilán. A su lado Trescuerpos con una pica de seis metros. También se las habían arreglado para ponerse en la primera fila dos generales, el rubio Oxay y el tuerto Abatón, a quien se podría tildar de mal bicho, pero jamás de cobarde. Por supuesto, también estaban el joven Partágiro y otros miembros de su guardia personal.
Buenos camaradas para morir, pensó. Luego añadió en voz alta:
– ¡Pero hoy no moriremos!
Torció el cuello un instante para mirar atrás. La formación tenía tanta profundidad que más que una falange parecía una columna de marcha.
Un momento. ¿Quién era el soldado que había escondido la cabeza debajo del escudo en la cuarta fila? ¡Darkos! ¿A quién se le había ocurrido incluir en la formación a un chico de catorce años?
¡ Le voy a arrancar la piel del trasero, voy a fabricar una pandereta con ella y se la voy a colgar del cuello para que oiga los cascabeles el resto de su vida!, pensó.
Pero luego, pese al enojo y el miedo, otro pensamiento le llenó de calidez. En verdad que el muy insensato es hijo de su padre. Tras reducir la pequeña barriada a escombros aún más ruinosos que los del resto de la ciudad, el gigante debió aburrirse y se volvió hacia ellos. Aquella sonrisa imperturbable y misteriosa de las estatuas antiguas resultaba más inquietante que cualquier gesto de amenaza. Cuando empezó a bajar por la calle de Abinia, el suelo retembló bajo sus pies de metal.
– ¡Ya decía yo que pesaba demasiado para ser de madera! -comentó Gavilán. Para transportar el Xóanos habían tenido que unir dos carretones, y lo habían levantado improvisando una grúa con vigas y poleas.
Estaban a unos treinta metros cuando Anfiún reveló una nueva arma. Mientras parecía una estatua, todos pensaban que la espada que llevaba al cinto formaba una única pieza de madera junto con la vaina. Pero el coloso la extrajo con un agudo rechinar y la blandió sobre su cabeza. Era una hoja de más de tres metros, tan brillante como la armadura que recubría a su dueño.
Se oyeron algunos murmullos de desánimo entre la formación. Para empeorar las cosas, los ojos inexpresivos de la estatua se iluminaron y dos haces de luz tan pegados que parecían uno solo cayeron sobre la cabeza de Oxay. El general aulló de dolor mientras su melena rubia crepitaba como una antorcha. El rayo rojo se apagó, pero unos segundos después pasó por encima de la cabeza de Abatón y prendió fuego a la ropa del soldado que marchaba dos filas por detrás.
Con sólo girar el cuello, el dios viviente empezó a sembrar la destrucción y el pavor entre las filas de la falange. Siete, ocho, diez hombres más cayeron al suelo entre alaridos, mientras sus compañeros trataban de apagar las llamas de sus cuerpos a manotazos e incluso a pisotones.
Kratos comprendió que si seguían a esa distancia del gigante, el rayo incendiario los aniquilaría. Era preferible luchar cuerpo a cuerpo y arriesgarse a ser aplastados por sus pies y sus puños.
– ¡¡Cargad, Invictos!! ¡¡Cargad!!
Y aunque las piernas les temblaban de miedo, aunque escudos, ropas y cabelleras ardían en llamas, los hombres de la Horda emprendieron una frenética carrera cuesta arriba cantando Como el viento aplasta la hierba.
No era la primera vez en su vida que Darkos se daba cuenta de que dejarse llevar por sus impulsos era una pésima idea.
Su padre estaba muy enfadado con él por haberse ido de la lengua, y con razón. Era Darkos quien debía haber guardado el secreto del robo de Zemal. En el momento en que se lo había contado a Rhumi, aquel rumor escapó de su control. Y todo el mundo sabía que las mujeres son más indiscretas que los hombres -curiosamente, a Darkos no se le ocurrió confrontar ese tópico con el hecho de que el primer culpable de indiscreción había sido él.
Si quería congraciarse con su padre, tenía que demostrar que merecía su respeto. Cuando vio desde el terrado cómo aquella estatua cobraba vida y caminaba por las calles destrozándolo todo a su paso, pensó que no había mejor ocasión de probar su valor.
Al fin y al cabo, ¿no había subido a la Torre de la Sangre de Nidra para salvar a Aidé y se había enfrentado al demonio Molgru? ¡Era un héroe, uno de los pocos supervivientes de Ilfatar, el hijo del gran tah Kratos May!
Eso había pensado en aquel momento. Pero ahora era muy distinto. Ahora avanzaba hacia la muerte apretujado entre hombres sudorosos de miedo, aguantando con el antebrazo izquierdo un escudo de roble que pesaba más de ocho kilos y aferrando con ambas manos una lanza de fresno de casi cuatro metros que tenía que llevar lo más alta posible para no ensartar con la punta al soldado que marchaba delante ni pinchar con la contera al que le seguía.
Además, para ser sincero, era el Gran Barantán quien había derrotado a Molgru, no él. Y esta vez no tenían al mago para ayudarlos.
Pensando en magia estaba cuando empezaron los fuegos. Las luces rojas destellaban en el aire y de pronto brotaban llamas de la nada. Al ver que el coloso volvía la mirada hacia su zona, Darkos se agachó por instinto. Dos haces paralelos pasaron sobre su cabeza y alguien gritó atrás. Un segundo después, las luces saltaron a un lado, y el soldado que estaba al junto a Darkos aulló de dolor.
Ante la horrorizada mirada del muchacho, el rostro de aquel hombre se arrugó y ennegreció en segundos, mientras unas llamaradas amarillas crepitaban en su barba y un olor espantoso impregnaba el aire. Cuando el soldado cayó de rodillas arrancándose la piel entre alaridos, el rayo letal siguió su camino, prendió fuego al escudo del hombre que marchaba detrás, lo atravesó e incendió su casaca. Por suerte, la luz roja se apagó unos segundos antes de buscar una nueva víctima. El soldado consiguió salir del trance soltando el escudo y apagando a manotadas las llamas de su ropa.
Soltar el escudo, pensó Darkos: eso era lo mejor que podía hacer. Al advertir miradas de pánico a su alrededor comprendió que, aunque los hombres que lo rodeaban fueran guerreros curtidos, esta amenaza demoníaca y sobrehumana los aterrorizaba tanto como a él. Estaban a punto de arrojar las armas al suelo y huir despavoridos.
Fue entonces cuando oyó la voz de su padre, un rugido que se sobrepuso a las pisadas del monstruo metálico y a los gritos de espanto y dolor.
– ¡¡Cargad, Invictos!! ¡¡Cargad!!
La voz de Kratos surtió un efecto casi tan sobrenatural como el rayo rojo. Darkos notó cómo se le erizaba la piel de sus lampiños antebrazos y un extraño calor recorría sus venas. Alguien delante de él empezó a cantar, y todos lo corearon:
– ¡ Como el viento aplasta la hierba! ¡Como el mar arrastra la arena!
Darkos no era oficialmente un Invicto, pero ahora se sintió uno más de la Horda. Pese a la carga del escudo y la pica, corrió cuesta arriba con redobladas energías. Por delante de él veía cabezas, bordes de escudos, puntas de lanzas que tremolaban al compás de la carrera. Y, sobre todo, la figura gigantesca de una estatua viviente de seis metros que bajaba la calle hacia ellos con paso hierático y blandiendo una espada casi tan larga como la pica que sujetaba él con ambas manos.
Cuando iba a cantar el tercer verso con el nombre de Hairón, descubrió que los hombres lo habían cambiado espontáneamente.
– ¡Corred, Invictos de Kratos! ¡Que vibren las voces! ¡Que tiemblen las piedras! ¡ Corred, Invictos de Kratos!
– ¡¡Corred, Invictos de Kratos!! -gritó él, y su voz de adolescente se quebró en un gallo.
No, no había sido tan mala idea. Bajó la vista un segundo y abrió el meñique izquierdo. Pegado al astil de la lanza vio el doble pliegue de su dedo, la curiosa mutación que compartía con su padre.
Sí, el sitio de Darkos May, por peligroso que fuera, estaba al lado de Kratos May.
En la primera fila los rayos incendiarios ya habían derribado a seis o siete hombres, que después eran aplastados por los pisotones de los que venían detrás. Había caído Oxay, y también el trompeta Makrum, y el veterano Mardrán de la compañía Narval. Y Gavilán, su querido Gavilán, el hombre que parecía capaz de descender a los infiernos y regresar vivo.
Kratos se preguntó cuánto tardarían aquellos ojos inhumanos y letales en clavar la mirada en él. La tentación de entrar en Urtahitéi era muy fuerte. Pero si se adelantaba y embestía solo contra aquel coloso, ¿qué conseguiría más que quebrar la gruesa asta de su pica?
No, ahora no era tah Kratos, maestro con nueve marcas. Ahora era el general de la Horda, uno más de los Invictos, y si había de vivir o morir lo haría junto con sus hermanos.
Aunque no debieron tardar más de siete segundos en recorrer la distancia que los separaba de Anfiún, se les hicieron eternos. Por fin, mientras los rayos rojos seguían haciendo estragos en la falange, la primera fila de los Invictos, reconstruida sobre la marcha por puro coraje y desesperación, chocó contra la estatua.
Guiadas con rabia homicida, las picas convergieron hacia el pecho y la cintura del gigante. Las puntas de hierro resbalaron sobre aquel metal bruñido como un espejo, arrancando chispas amarillas. Sin modificar su hierática sonrisa, Anfiún echó atrás el brazo derecho para tomar impulso y descargó un tajo sobre la primera fila.
Casi sin darse cuenta, Kratos se encontró en el suelo, empujado por la caída de varios hombres. Sin arredrarse ni soltar la pica, se levantó, afianzó los pies en el empedrado y volvió a golpear con la punta en el pecho del monstruo.
– ¡Empujad, Invictos! ¡Empujad!
Las lanzas se partían, pero los hombres seguían presionando con las varas despuntadas. La estatua descargó un espadazo de arriba abajo que partió en dos el escudo de Kybes, y el mestizo cayó de espaldas. Los rayos rojos seguían sembrando la muerte en las filas medias, mientras su espada y sus pies rompían escudos y picas y aplastaban cuerpos en la vanguardia.
La formación de la Horda dejó de ser una falange y se convirtió en una turba de hombres desesperados que rompieron las filas, formaron un círculo alrededor del gigante y se dedicaron a aporrear en vano sus piernas. El monstruo estaba rodeado, pero eso lo hacía incluso más eficaz y mortífero: le bastaba con girar en círculos con la espada para segar a los hombres como la hierba que mencionaban en su himno.
Kratos vio cómo la Atagaira ayudaba a levantarse a Kybes. El mestizo estaba desarmado y tenía el brazo derecho colgando, seguramente roto. Kratos le tendió la pica por encima de varias cabezas.
– ¡Y tú, qué! -gritó Kybes.
Yo tengo que hacer otra cosa, pensó Kratos. Ahora sí había llegado el momento de actuar como un Tahedorán.
Pronunció la fórmula de la Urtahitéi. Apenas hizo caso al latigazo de los riñones. Ahora los movimientos del gigante eran mucho más lentos, aunque seguían pareciéndole demasiado rápidos para una criatura de seis metros y varias toneladas de peso.
La espada pasó como una guadaña monstruosa, arrancando cabezas y torsos enteros. Kratos se agachó bajo su hoja, que zumbó por encima de él con una engañosa lentitud, WUUUUSSSS. Sin levantarse apenas, gateó junto a las piernas de la estatua hasta situarse a su espalda.
Cuando era un inofensivo Xóanos, la talla imitaba una túnica roja con pliegues verticales. Ahora se había convertido en una coraza lisa que no ofrecía asideros.
Kratos no los buscó. Se agachó de nuevo, tomó impulso y saltó en vertical con todas sus fuerzas. Multiplicadas éstas por la aceleración, consiguió levantar los pies casi cuatro metros del suelo, lo suficiente para que sus manos alcanzaran los hombros de Anfiún. Sin perder tiempo, se izó a pulso y se colgó de su cuello rodeándolo con el brazo izquierdo.
Por supuesto, ni soñaba con estrangular a una criatura de metal. Sin saber si su plan funcionaría, sacó del cinturón el diente de sable que había conseguido al convertirse en Tahedorán y buscó con él el ojo del gigante.
Aunque colgado tras la nuca no pudo ver dónde golpeaba, oyó un crujido y sintió cómo la punta del diente rompía algo parecido a cristal. Su segunda puñalada resbaló en la frente de la estatua, pero la tercera acertó de lleno en el ojo izquierdo.
Había tardado menos de medio segundo en asestar las tres cuchilladas; los hombres que combatían en el suelo vieron el brazo de su general como un borrón confuso imposible de seguir. Pero la estatua animada también era rápida. Al mismo tiempo que Kratos rompía el cristal del ojo izquierdo, los hombros de metal se iluminaron.
Kratos notó un centenar de impactos minúsculos en el cuerpo, le dolía todo. El aire restalló como en una tormenta y una fuerza invisible lo lanzó por los aires.
El Tahedorán cayó de espaldas sobre un colchón de brazos que sus hombres tendieron para amortiguar el choque. Logró caer de pie, pero tenía todo el vello del cuerpo erizado y notaba un intenso dolor entre el hombro izquierdo y el esternón. Salió de la Tahitéi pensando que era lo mejor. En ese mismo momento cayó de espaldas llevándose la mano al pecho. No conseguía respirar y sufría la angustiosa impresión de que su corazón se había detenido.
Voy a morir. Ahora, comprendió, mientras empezaba a verlo todo negro.
El instinto más que la razón le aconsejó que entrara de nuevo en Urtahitéi. Tal vez supusiera su muerte instantánea, pero subvocalizó los nueve números otra vez.
Su instinto había acertado. El latigazo que le atravesó el cuerpo surtió un efecto inmediato. Su corazón empezó a latir de nuevo y la sangre le corrió por las venas.
¿Qué más poderes malignos posee esta criatura?, se preguntó mientras se ponía en pie. Le dolía todo el cuerpo, bien fuera por la aceleración o por la violenta sacudida que lo había despedido de los hombros de la estatua. Esperó unos segundos y volvió a desacelerarse, preparado para entrar en Urtahitéi de nuevo si notaba algún síntoma raro; pero esta vez su corazón siguió latiendo al ritmo desbocado de la batalla.
El ataque desesperado de Kratos había conseguido algo. El gigante no sólo dejó de disparar sus rayos. Al parecer, tampoco podía ver, porque empezó a girarse a los lados, lanzando golpes y patadas descontrolados. Mas incluso ciego seguía siendo un adversario terrible y los hombres caían a su alrededor como moscas.
Pero una furia homicida había poseído a los Invictos. Como hienas que huelen la sangre del león, reemplazaban a los caídos y seguían acosándolo con lanzas enteras o rotas, escudos, espadas y puñales.
– ¡Llevadlo hacia allá! -gritó Kratos, señalando hacia la taberna de Gavilán. No quería dar más explicaciones; ignoraba si la estatua era capaz de escuchar y entender sus palabras.
Pero los soldados sí captaron sus intenciones. Los que estaban calle arriba abrieron filas para dejar pasar al gigante, mientras que los demás no cejaron de hostigar y empujar. Anfiún seguía repartiendo golpes a discreción, pero sus ataques habían perdido eficacia y su espada hendía el aire o arrancaba chispas del suelo y las paredes de roca más veces de las que alcanzaba blancos humanos.
Poco a poco, a costa de muchas bajas, los Invictos empujaron o más bien azuzaron a su enemigo calle arriba, hasta el solar ahora sembrado de muebles rotos y cenizas de toldos que había sido la taberna de Gavilán. La intención de Kratos era llevar al coloso hasta la tapia de la parte norte. Al otro lado había una caída de más de cincuenta metros por una escarpa casi vertical y sembrada de rocas filosas como hachas.
Pero cuando llegó junto al muro, el gigante pareció sospechar algo. Tal vez, incluso ciego, poseía un sexto sentido que le avisaba de que a su espalda se abría un precipicio, o era más astuto de lo que creían y se había percatado de que si todos sus enemigos se aglomeraban delante de él significaba que a su espalda había peligro.
La estatua separó las piernas y plantó los pies en el suelo con tal fuerza que del empedrado saltaron esquirlas de granito. Kratos notó que algo se le clavaba en el ojo y se agachó. Fue sólo un segundo, y se enderezó de nuevo.
– ¡Tranquilo, tah Kratos! ¡No creo que tengas que ponerte un parche!
Kratos se volvió. Al ver que quien le había hablado era Gavilán se le escapó un grito de júbilo. El veterano tenía aún peor aspecto que antes, con ampollas en el rostro, sin cejas ni pelo y prácticamente desnudo y lleno de quemaduras, pero aguantaba en pie y empuñaba una pica rota en las manos.
– ¡No me abraces si no quieres despellejarme, general! -advirtió a Kratos al ver sus intenciones.
Volvieron su atención al coloso. Estaba ya casi pegado a la pared, que allí era poco más que un pretil de un metro de altura. Pero cuando volvieron a azuzarlo con las lanzas, Anfiún las barrió con su espada y quebró las astas. De algún modo, parecía haber recobrado la vista. No iba a resultar fácil moverlo de ahí.
Kratos miró a su alrededor. La mayoría de las picas estaban rotas y apenas quedaban escudos. Los hombres estaban ensangrentados, quemados, muchos de ellos armados tan sólo con sus puños, y miraban al coloso jadeando con rabia e impotencia.
Por primera vez, la estatua habló dirigiéndose a ellos en Ainari. Su boca seguía cerrada, pero su voz llegaba como un trueno a todas partes.
– PREPARAOS PARA LA GLORIOSA LLEGADA DE LOS YÚGAROI, GUSANOS. EL SUEÑO DE LOS DIOSES HA TERMINADO. HEMOS DESPERTADO PARA CONQUISTAR TRAMÓREA. ¡EL TIEMPO DE LOS HUMANOS SE ACABÓ!
El sueño de los dioses ha terminado, masculló Kratos.
De modo que lo que vaticinaba Linar, lo que temía Derguín, lo que él se negaba a creer era cierto.
«¿Qué significa esta absurda historia? ¡Los dioses a los que adoramos no pueden ser nuestros enemigos!»
Así había contestado a Linar cuando el mago les contó el Mito de las Edades. Aquella noche, Kratos estaba tan furioso que se marchó dejándolo con la palabra en la boca.
Mas esa furia era insignificante comparada con la que ahora hervía en sus venas. ¡Toda su vida ofreciendo sacrificios al justo Manígulat, a la benévola Himíe, a la valiente Taniar, al belicoso Anfiún, a la hermosa Pothine! ¡Pagando diezmos a sus sacerdotes, acordándose de derramar gotas de vino en cada libación, perdiendo un tiempo irrecuperable en salmodiar repetitivas plegarias para impetrar sus favores!
Cuarenta años había vivido engañado. Pero ni un día más.
Se adelantó un par de pasos empuñando en ambas manos la gruesa pica de fresno, la tercera que le pasaban durante la batalla. El monstruo se alzaba ante él, seis metros de metal brillante como un espejo en el que ni las lanzas ni las espadas habían dejado el menor rasguño.
– ¡Escuchadme a mí, dioses o demonios del Bardaliut!
– ¿QUÉ TIENES QUE DECIR, LARVA DE MOSCA?
– Nikastu es nuestra. Pasonorte es nuestro. ¡Tramórea es nuestra! Si tanto la queréis, ¡oh, dioses!, os va a costar ver vuestras entrañas ensartadas en las puntas de nuestras lanzas y vuestro precioso icor empapando las hojas de nuestras espadas.
– ¿QUIÉN ES EL GUSANO MORTAL QUE OSA HABLAR ASÍ AL DIOS ANFIÚN? ¡DIME TU NOMBRE PARA QUE LO APUNTE EN LA HOJA DE PAPEL CON LA QUE ME LIMPIO EL TRASERO!
La ira de Kratos se disparó hasta la órbita de Taniar. De repente, los seis metros de la estatua móvil se le hicieron pocos. Ni la aceleración habría hecho arder sus venas como la cólera sobrehumana que lo poseía ahora.
– ¡Soy Kratos May, hijo de Drofón May! ¡Tahedorán del noveno grado, señor de la Horda Roja, general y hermano de los Invictos, maestro del Zemalnit, esposo de Aidé, padre de Darkos May y de un hijo por venir! ¡Un hombre, un vulgar hombre que ha de morir, pero no sin ver antes tus huesos desparramados por el suelo!
Por tercera vez en la noche, Kratos visualizó los nueve números y cargó contra la estatua aferrando la pica y gritando ¡Allawé!
La punta impactó bajo la cintura de Anfiún y arrancó chispas de su superficie metálica. Kratos notó que el hombro derecho, el mismo que lo había atormentado tanto tiempo, se salía de su articulación y al momento volvía a encajar con un doloroso chasquido. La lanza se le escurrió de las manos y él cayó de rodillas al suelo, ridículo, pequeño, al alcance de los enormes pies y puños de la estatua.
– ¡ ¡¡ALLAWÉ!!!!
El grito de ira brotó de cientos, miles de gargantas. Kratos alzó la mirada y vio una empalizada de picas proyectándose sobre su cabeza y chocando contra el cuerpo del dios-monstruo. Las puntas rechinaron, resbalaron, las astas ya rotas se partieron otra vez. Pero había tantas lanzas que juntas formaron un grueso haz de madera y de hierro, y por debajo de ellas aparecieron Invictos con espadas, puñales o las manos desnudas, y corrieron hacia las piernas de la estatua y, clavando los pies en el empedrado, aplicaron los hombros y empujaron entre gruñidos y gritos de ánimo.
A la derecha de Kratos, el gigante Trescuerpos resoplaba y presionaba con su escudo contra el muslo de aquel coloso que casi lo triplicaba en estatura.
No lo conseguirán, pensó Kratos, todavía de rodillas.
Una mano lo agarró del codo izquierdo y tiró de él para levantarlo. Su voz era tan grave y lenta que Kratos desaceleró para poder entenderla.
– ¡… y a por él, padre!
Ayudado por Darkos, Kratos se incorporó. Después, ambos se abalanzaron contra las rodillas de la estatua y empujaron con todas sus fuerzas.
Los enormes pies rechinaron sobre las piedras y las pantorrillas de metal chocaron contra el pretil. Entre todos no habían logrado desplazar a Anfiún más que dos palmos, pero era suficiente. Las picas siguieron empujando contra el pecho del gigante, que empezó a inclinarse hacia atrás. Durante unos segundos se quedó así, como un pino talado a punto de caer, braceando en el aire. Después se inclinó un poco más, el peso del torso lo desequilibró y, por fin, sus pies se despegaron del suelo y pasaron por encima del muro.
Todos los que estaban en primera fila corrieron a asomarse. Alumbrada por la acerada luz de Rimom, la estatua cayó diez metros en vertical, chocó con un espantoso crujido contra las afiladas peñas, rebotó, rodó y resbaló por una pendiente y después se precipitó por un nuevo abismo de treinta metros hasta estamparse en el lecho seco de un río.
Tras el último impacto, su pecho empezó a emitir destellos y luces de colores a una velocidad imposible y a lanzar haces de chispas que saltaban como relámpagos entre las piedras.
– ¡Hid-dalá! -exclamó Darkos.
– ¿Qué has dicho? -le preguntó su padre.
– Es lo que dijo el Gran Barantán cuando destruyó a Molgru. ¡Nosotros hemos destruido a un dios!
– ¿Estás tan seguro, hijo?
– Ahora lo verás.
Como si las palabras de Darkos fueran proféticas, el cuerpo de la estatua se iluminó y, con un estallido que superó todos los demás ruidos, reventó en una bola de fuego que se levantó más de cincuenta metros, tanto que los Invictos retrocedieron apartándose del calor.
Un grito unánime de alegría brotó de todas las gargantas, y los guerreros que habían vencido en aquella lucha desesperada saltaron y se abrazaron entre lágrimas.
Kratos se sentó en el pretil y respiró hondo. Le dolía todo el cuerpo, sobre todo el hombro luxado, y le escocía el ojo donde se le había clavado la esquirla de piedra.
Su hijo se acercó a él. Kratos le puso las manos en los hombros y le miró a los ojos.
– Bien hecho, Darkos. Has combatido con tus hermanos.
Al muchacho se le abrió una sonrisa tan grande que sus dientes relucieron en la noche.
– ¡Hemos ganado, padre! ¡Lo hemos conseguido!
– Me temo que no hemos conseguido nada, hijo -respondió él, arrepentido ahora de su ataque de orgullo-. La guerra contra los dioses acaba de empezar.
Unos minutos después, cuando empezaban a recoger cadáveres de las calles, la luz de Rimom se apagó y Shirta, que había salido poco antes, se esfumó del cielo. Taniar, que debía aparecer pasada la medianoche, no llegó a salir.
Siguiendo los designios de los dioses, los humanos no volverían a ver las tres lunas.