El ejército Ainari se precipitó contra los enemigos, dos kilómetros de incontenible marea de bronce y de hierro erizada de banderas rojas, azules, verdes y amarillas, y acompañada de una batahola de trompetas, tambores y gritos. La compañía Urtahitéi, tal como la había bautizado mentalmente el heraldo, retrocedió lentamente hasta dejarse sobrepasar por la primera línea de su propia infantería. Mientras, la caballería imperial había conseguido llegar a la empalizada por el norte y el sur, terminando de embolsar a diez mil Trisios. Más allá de los límites del campo de batalla, grupos de jinetes que habían dejado de ser tropas para convertirse en hordas huían de la matanza sin ninguna intención de auxiliar a sus compañeros encerrados.
El heraldo no tenía mayor interés por contemplar la masacre. Sin despedirse del general Trekos, que se abrazaba a sus oficiales como si la victoria fuese suya y no de Togul Barok y su ejército, se dio la vuelta y se dispuso a marcharse.
El parapeto estaba abarrotado. La gente seguía pugnando por acercarse a las almenas y presenciar con sus propios ojos lo que estaba ocurriendo. De modo que atravesar los cuatro metros de anchura del adarve y llegar hasta la siguiente escalera se antojaba una misión imposible.
Pero no para él. Alzó su báculo y, bien fuera por la visión de los ojos de rubí de la serpiente tallada, por la propia estatura del heraldo o por alguna otra razón, logró abrirse paso como el tajamar de una nave entre las olas.
Mientras bajaba la escalera, quienes intentaban en vano subir al parapeto le preguntaron cómo iba la batalla. El heraldo se limitó a levantar un pulgar, como diciéndoles Todo va bien, pero en realidad no habría sido necesario, pues era evidente que los gritos que llegaban desde el adarve eran de alivio y júbilo, y no de consternación.
Atravesó la calle que rodeaba la muralla, dirigiéndose hacia el centro de la ciudad. Por fin se quedó solo. Se detuvo unos segundos e inhaló una larga bocanada de aire. Puro, o casi puro, por fin. Entre la multitud olía a establo y revoloteaban tantas moscas como en un muladar.
Suspiró de cansancio. No era agotamiento físico: para sentirlo habría tenido que someter su cuerpo a pruebas mucho más duras que aguantar a pie firme durante horas contemplando una batalla. Era la fatiga de la edad, del viaje que había hecho, de los viajes que todavía lo aguardaban, de moverse entre los hombres, hablar sus lenguas y seguir sus costumbres.
Después de muchos años de retiro, el heraldo había abandonado su morada para dirigirse al oeste y recorrer más de mil quinientos kilómetros hasta las orillas del mar Ignoto. Llegado a aquel confín del mundo, visiones y sucesos variados hicieron que se despertara su afán de conocer qué ocurría en el otro extremo de Tramórea. Por ello, abandonó a quienes hasta entonces habían sido sus compañeros de viaje y emprendió una larguísima y solitaria peregrinación.
Su ruta lo había llevado a las vastas estepas de Maitmah. Estaba atravesándolas cuando una luz cegadora surcó el cielo y un fragmento del
Cinturón de Zenort se estrelló a quinientos kilómetros al oeste de donde se hallaba, lo bastante cerca para que notara la sacudida del suelo y atisbara en el horizonte una columna de humo negro.
Que aquello hubiera ocurrido era extraño, una señal de que tal vez los hechos que temía se estuvieran adelantando. Pero decidió que ya indagaría más adelante: las montañas de Halpiam se intuían al este y las respuestas que quería encontrar se hallaban al otro lado. O eso creía.
Incluso para un viajero tan experimentado como él, aquella barrera resultó infranqueable. En el mapa del geógrafo Tarondas, el macizo de Halpiam, que en su parte central medía mil kilómetros de oeste a este, se estrechaba al norte hasta convertirse en una cordillera de tan sólo -era un decir- cien kilómetros de anchura.
Pero la cartografía de Tarondas solía ofrecer errores cuando representaba los confines más alejados y despoblados de Tramórea. El heraldo empezó a subir montañas que se sucedían en líneas inacabables. Conforme viajaba, cada vez ascendía más. Llegó un momento en que incluso los desfiladeros que separaban los picos estaban cubiertos de nieves perpetuas. Desde que se acercó a las estribaciones de Halpiam no había vuelto a encontrar huellas de habitación humana, y conforme se internó en las montañas también dejó de ver animales. Ni siquiera los terones, poco amantes de climas tan fríos, sobrevolaban esos picos. Comprendió que la única forma de vida en aquel reino de hielo y nieve era él. Entre las cumbres, el aire estaba tan enrarecido que para dar un solo paso tenía que respirar quince veces.
O habría tenido que hacerlo de ser alguien como los demás. Ciertamente, se le podía definir como «forma de vida», pero distinta y peculiar, pues antes de alcanzar su actual naturaleza había tenido que morir.
Mas incluso a alguien como él, que había sufrido la muerte y regresado de ella, le acabó embargando el desánimo. Detrás de cada línea de montañas había otra todavía más alta. ¿Quién podría atravesar mil kilómetros de cordilleras? ¿Y si eran más? ¿Y si los picos seguían subiendo y subiendo, hasta llegar a un punto donde el aire fuera tan tenue que el cielo dejara de ser azul?
¿Quién conocía aquella parte del mundo? En la esquina superior derecha del mapa de Tramórea, al norte de Zenorta -cuyo nombre aparecía escrito entre signos de interrogación-, se veía una vasta región anónima. En otras versiones espurias del mapa la habían bautizado como «Desierto sin nombre», aunque en realidad nadie sabía si allí había un desierto, una vasta extensión de bosques, más montañas o simplemente nada.
El heraldo había emprendido el viaje persiguiendo una oscura intuición, un rincón oculto en lo más profundo del bosque que formaban sus largas memorias. No osaba internarse en aquel escondrijo, ya que mil señales de aviso le advertían de que no lo hiciera. Pero a veces se había atrevido a asomarse ligeramente entre la espesura, apenas una ojeada de soslayo. Y entre los recuerdos sepultados y prohibidos había vislumbrado una imagen.
Una ciudad flotando en el vacío.
Se hallaba al este, más allá de las montañas de Halpiam. El heraldo intuía que allí había respuestas sobre el pasado y tal vez sobre el futuro. Y sabía que allí había poder.
¿Sería esa ciudad el mítico Bardaliut? Casi todos los autores lo situaban en los confines orientales de Tramórea, de modo que era posible. Pero, si en verdad era el Bardaliut lo que buscaba, ¿qué haría al llegar allí? ¿Presentarse ante los poderosos Yúgaroi y pedirles las respuestas que buscaba? Difícil lo veía, puesto que por naturaleza era su enemigo.
Durante cientos de jornadas de camino había eludido contestar sus propias preguntas. Una ventaja de viajar. Mientras los pies se mueven y el horizonte va cambiando, nos invade una vaga sensación de finalidad y destino que nos impulsa adelante sin necesidad de concretarla. Sólo debemos pensar seriamente en el futuro cuando nos plantamos demasiado tiempo en el mismo lugar.
Pero llegó el momento en que él tuvo que plantarse. A quién sabe qué altura -¿siete, ocho, nueve mil metros?- lo detuvo una salvaje ventisca que soplaba a más de doscientos kilómetros por hora. Ni siquiera alguien como él podía seguir avanzando. Agazapado entre unos enormes peñascos, rodeado por el aullido de una tormenta que tras tanto tiempo de soledad se le antojaba la voz inarticulada de un espíritu, pasó cuatro días abismado contemplando los ojos de la serpiente tallada en su bastón.
Y se rindió.
En su largo regreso, visitó la región donde se había estrellado la roca del cielo. En decenas de kilómetros a la redonda observó que los árboles de los bosquecillos que moteaban la vasta estepa estaban tirados en el suelo, unos tronchados por la base y otros desgajados de raíz. Todos los troncos se hallaban alineados, apuntando como flechas a un lugar que, conjeturó el heraldo, debía ser donde se había producido el impacto.
Siguiendo la orientación que le brindaban los árboles, llegó hasta un cráter de casi dos kilómetros de anchura y más de trescientos metros de profundidad. Cerca del borde halló varios altares de piedra que, obviamente, debían haberse erigido tras la caída de la roca celeste; de lo contrario, la explosión los habría volatilizado.
Más tarde, cuando encontró a refugiados que huían hacia el oeste, el heraldo averiguó el motivo de la construcción de aquellos altares. El meteorito se había precipitado justo encima del campamento invernal de los Rotekios, de los que no había dejado ni rastro. Los Rotekios, mucho más belicosos y salvajes que el resto de los Trisios, se hallaban enemistados con casi todos sus vecinos, a los que robaban constantemente ganado y mujeres. Las tribus de las inmediaciones -considerando la amplitud de los territorios que los nómadas cubrían en sus desplazamientos, para ellos «inmediaciones» era una distancia de ciento cincuenta kilómetros- habían recibido la caída de la roca como una bendición. Cuando el cráter dejó de humear se acercaron a él para levantar altares y presentar ofrendas a los dioses del cielo por haberles librado de los Rotekios.
Al hacerlo, descubrieron algo que entonces creyeron una segunda bendición y que también agradecieron a las divinidades; un fenómeno que el heraldo comprobó por sí mismo bajando al fondo del cráter. En lugar de encontrar el suelo negro y carbonizado que esperaba, el cráter estaba cubierto por un tapiz de un verde intenso. Al examinarlo más de cerca, el heraldo comprobó que se trataba de una especie de musgo cuyas hebras se deshacían entre los dedos y del que emanaba un olor vagamente dulzón.
El color esmeralda de aquel musgo se había contagiado a los pastos de los alrededores, que además crecían un palmo más altos de lo habitual. Al ver su aspecto tan fresco y jugoso, los Trisios pensaron que sus caballos y su ganado engordarían mucho más rápido apacentándose con aquellas hierbas.
Poco después, los animales empezaron a morir entre diarreas, reducidos a afilados costillares y panzas hinchadas. Podían pasarse días enteros pastando, que les habría dado igual alimentarse de aire.
La plaga se había extendido en todas direcciones y también había contaminado las cosechas de cereales, por lo que los siguientes afectados fueron los humanos. Algunas tribus emigraron hacia el este, y con ellas se había cruzado el heraldo antes de ver con sus propios ojos el cráter del meteorito. Venían a pie, sin apenas animales, famélicos y perdiendo a sus ancianos y sus niños por el camino. Había clanes enteros muertos, desperdigados en siniestros regueros sobre los pastizales baldíos.
Pero la mayoría de las tribus Trisias habían decidido que el oeste era más prometedor. En su camino se cruzaron y libraron sangrientas luchas entre ellas por apoderarse de las escasas provisiones que no habían sido emponzoñadas por la plaga. Los supervivientes de aquellas guerras habían decidido unir sus fuerzas bajo el estandarte de Ilam-Jayn para combatir contra los carneros de Málart y las regiones del sur.
Con ellos había viajado el heraldo y había compartido su comida. Si bien era capaz de resistir privaciones extremas, agradecía abrir una hogaza de pan recién horneado y amasado con harina de verdad, y no con aquella imitación antinatural fruto de la plaga que sólo producía descomposición y gases.
Ahora, el viaje había terminado a los pies de la fortaleza de Mígranz. Al menos, el de los Trisios. Los que sobrevivieran a la batalla volverían a luchar entre sí por los escasos alimentos que pudieran encontrar en aquella región. Y los que no se exterminaran en esa lucha fratricida, seguramente acabarían barridos por el ejército de Áinar: el heraldo estaba seguro de que, una vez conseguida la victoria, Togul Barok no iba a retirarse de nuevo a sus fronteras.
La pregunta era qué haría él. ¿Adónde se dirigiría? Su larguísimo viaje había resultado estéril. O no. Tal vez había conseguido lo que quería: estar solo. Engañarse a sí mismo, persuadirse de que cumplía con su responsabilidad participando en los asuntos del mundo y buscando respuestas, pero por el camino más largo y solitario.
La tentación de olvidarse de todo y regresar al viejo hogar que había abandonado hacía casi tres años era muy fuerte. Su casa se encontraba a quinientos kilómetros, una distancia que, después de las inmensidades que había recorrido, se le antojaba un pequeño paseo.
Pero la caída de la roca celeste y la plaga tenían que significar algo. Las cosas iban a cambiar, sin duda. En esa convicción había pasado el heraldo la mayor parte de su vida, esperando unos acontecimientos que temía y deseaba a la vez. Por afrontar ese destino se había convertido en lo que era, de modo que retirarse del mundo no era una opción que le estuviera permitida.
Sin embargo, si los cambios eran inminentes, ¿por qué no se habían producido más portentos, como era de esperar? Algo no cuadraba. Algo estaba demorando lo inevitable.
Sumido en sus cavilaciones y ajeno a los ruidos de la batalla, el heraldo había llegado al patio de armas de la fortaleza. Unos cuantos soldados que hacían plantón bajo la torre estaban señalando al cielo.
El heraldo levantó la mirada. El primer portento ya estaba allí, en la faz de Rimom. El segundo empezó unos instantes después.
Por primera vez en mucho tiempo, sintió en su vientre una sensación que, según recordaba, debía parecerse mucho al miedo.
Los Noctívagos -sonoro nombre con que se habían bautizado a sí mismos los miembros de la compañía Noche- habían cumplido con todo éxito. Habían logrado aniquilar al enemigo sin perder un solo hombre. Los únicos alcanzados por las flechas de los Trisios no parecían heridos de gravedad.
Como estaba previsto, tras la rápida masacre regresaron al amparo de sus propias filas, sin molestarse en recoger del suelo las tarjas. No necesitaban la protección de aquellos pesados escudos: entre los miles de jinetes que habían presenciado desde la empalizada aquella especie de torneo de campeones, ni uno solo se atrevió a perseguirlos ni a disparar contra ellos.
Mientras los Noctívagos retrocedían, el resto de las líneas Ainari avanzaban. A derecha e izquierda de la compañía Noche pasaron otras unidades de infantería de choque, entonando peanes y blandiendo las lanzas sobre los hombros, mientras cientos de estandartes y banderines de colores tremolaban sobre sus cabezas.
Togul Barok y sus elegidos siguieron caminando hasta la retaguardia. Allí les aguardaban las provisiones. Las aceleraciones exigían mucho esfuerzo y agotaban rápidamente los recursos físicos. La compañía Noche había despachado a sus enemigos en menos de un minuto, un tiempo prudencial para permanecer en Urtahitéi. Aun así, volvían algo renqueantes y con los músculos doloridos. Los sirvientes les ofrecieron cerveza, arroz hervido y patatas asadas. Togul Barok había comprobado que esos alimentos eran los mejores para recuperarse cuanto antes. La carne también venía bien, pero un poco después.
Los hombres se palmeaban la espalda y comentaban entre sí el combate mientras daban cuenta de aquel sencillo festín. Togul Barok, aunque las Tahitéis le afectaban mucho menos que a los demás, compartió la cerveza con ellos. Comprendía que estuvieran eufóricos.
No era la primera vez que mataban como unidad. Habían realizado un ensayo con armas reales contra dos compañías disciplinarias, formadas por cuatrocientos veteranos que se habían rebelado en la frontera norte, hartos de combatir contra las incursiones de los Équitros sin que les permitieran licenciarse. Togul Barok les prometió que, si vencían a sus elegidos, les perdonaría la vida y además les pagaría los atrasos.
Por supuesto, todos los insurrectos habían perecido, sin que ninguno de ellos consiguiera herir a uno solo de los Noctívagos.
Pero esto era distinto. Ahora se trataba de la guerra de verdad, contra bárbaros y no contra compatriotas Ainari. Además, habían derrotado a arqueros montados a caballo. Para un soldado de infantería, se trataba de la peor de las especies, el paradigma de la cobardía: el caballo para huir, el arco para herir de lejos.
Tras compartir un rato de camaradería con sus hombres, Togul Barok se encaramó a una atalaya de madera de cuatro metros que había hecho construir en la retaguardia para observar el transcurso de la batalla.
Uno de los problemas de un general era que, situado a la misma altura que sus hombres, resultaba muy difícil enterarse de nada. Según el Táctico de Bolyenos, todo general debe mantener un equilibrio muy difícil. Si lucha en el frente da ejemplo a sus hombres y acicatea su moral; los soldados siempre están más dispuestos a morir por un comandante que comparte sus peligros, se salpica con su sangre y su sudor y se roza los hombros con ellos. Por otra parte, el general que se aparta de la primera línea puede gozar de mejor perspectiva, observar lo que pasa en todo el campo de liza y maniobrar sus unidades para enviarlas allí donde son más necesarias.
Togul Barok se sentía satisfecho. En la primera batalla que dirigía como general había conseguido ese equilibrio. Había combatido con la compañía Noche y él en persona se había cobrado como trofeo la cabeza del jefe enemigo. ¿Qué más podía hacer para levantar la moral de sus tropas? Ahora ya podía alejarse del combate y estudiarlo desde cierta altura. Empero, sospechaba que no iba a necesitar grandes refinamientos tácticos para poner en fuga a esos bárbaros y exterminar a todos los que no consiguieran huir a tiempo.
Cuando subió la escalerilla que llevaba a la plataforma de madera se sintió decepcionado. El frente de lucha estaba tapado por nubes de polvo en las que apenas se distinguían sus unidades como bultos oscuros de los que destacaban algunos estandartes. Ni siquiera sus dobles pupilas podían atravesar las polvaredas. Al cabo de un rato, se aburrió de no distinguir nada y levantó la mirada.
Por detrás de la empalizada Trisia se alzaba la Espuela, aquella peña solitaria de la que tanto había oído hablar. Era más alta que la Mesa, el otero rocoso que dominaba la ciudad de Koras. Puesto que también había estudiado fortificación y poliorcética, Togul Barok estudió con ojo de entendido el castillo de Mígranz. Sus murallas le recordaron otra fortaleza construida sobre paredes rocosas: Grios, cerca del límite occidental de Áinar. Allí había conseguido encerrar a todos sus rivales en el certamen por la Espada de Fuego.
Salvo a Derguín Gorión.
Olvídate de él, pensó. Al acordarse del joven Ritión sintió una dolorosa presión en la sien derecha, un minúsculo martillo que le golpeaba el cráneo por dentro. Era la presencia oscura de su gemelo colérico, una voz que susurraba dentro de sus oídos. Aunque hablaba en voz baja, siempre le incitaba a la furia y le pedía que le dejara tomar el control.
Dame las riendas a mí, le dijo ahora. La batalla ya está ganada. ¡Yo también tengo derecho a disfrutar! Deja que cabalgue contra esos perros Trisios y siembre el pavor y la destrucción. ¡Que nadie olvide este día!
La imagen era tentadora. Su prestigio entre los hombres se acrecentaría aún más. Como en Tramórea las noticias volaban literalmente, atadas a las patas de los cayanes mensajeros, en Áinar ya corrían relatos admirativos sobre la carga del Zemalnit contra una horda de bárbaros que montaban en pájaros del terror; bestias bien conocidas en Koras, ya que había dos especímenes en el zoológico de la ciudad.
Carga tú ahora solo contra los bárbaros Trisios, demuestra que no necesitas una espada flamígera para sembrar la destrucción.
Sabía que si cedía el control a su gemelo, el dolor de cabeza desaparecería. Pero se resistió. He venido aquí como general y emperador. Mi gloria consiste en que otros campeones luchen por mí. Además, ¿y si quedaba aislado entre cientos de jinetes Trisios?
Somos invulnerables a sus heridas. Ya lo comprobaste cuando Derguín Gorión te atravesó con su acero de parte a parte.
Pero ¿y si recibo muchas heridas a la vez? ¿ Y si despedazan mi cuerpo?
Eso es imposible. Somos demasiado poderosos. Tú déjame.
Eres imprudente, lo sé.
Tenemos la lanza de la muerte. Si las cosas se ponen muy feas…
¡Cállate ya! Éste es mi momento y quiero recordarlo bien. Cuando te dejo controlar, es como si los ojos se me llenaran de sangre y luego los recuerdos son confusos. ¡Lárgate!
Todo le había ocurrido por pensar en su medio hermano Derguín. ¡Maldito fuera!
YO soy tu hermano, no él.
Togul Barok volvió a levantar los ojos hacia la fortaleza. Sobre las almenas, miles de personas observaban el transcurso de la batalla.
¿Lo ves? Una multitud de espectadores, como cuando vencí en los juegos de Taniar. ¡Nos aclamarán!
Los juegos en honor de Taniar…
Por aquel entonces Togul Barok sólo poseía siete marcas de maestría. Había ido eliminando rivales sin grandes problemas hasta llegar al último combate. En éste, su adversario era un Ainari llamado Yamhir. Lo apodaban Comadreja porque era sumamente escurridizo, y tan rápido que algunos lo acusaban de hacer trampas y entrar en Tahitéi, un truco prohibido en las competiciones. El Comadreja había llegado a la final economizando recursos, tocando a sus adversarios las veces justas y, sobre todo, impidiendo que lo tocaran a él gracias a su velocísimo juego de piernas.
Aquel día había diez mil personas sentadas en el anfiteatro de madera montado para la ocasión. El público estaba en contra de Yamhir; su forma de combatir, si bien resultaba harto eficaz, aburría incluso a las ovejas, por lo que lo motejaban de cobarde.
Unos minutos antes de empezar, el Gran Maestre de Uhdanfiún, que jamás había disimulado su predilección por Togul Barok, le aconsejó que tuviera paciencia.
– Con esos brazos tan largos, tarde o temprano lo alcanzarás. No te dejes llevar por las prisas.
Sin embargo, en cuanto el árbitro pronunció la señal de inicio del combate, ¡Tahedo-hin!, el gemelo colérico se apoderó de él. Togul Barok no recordaba más que vagas sensaciones. Griterío, mucho griterío, diez mil personas puestas en pie rugiendo y pidiendo sangre, aunque las espadas estaban embotadas y cubiertas por un baño de resina y ambos rivales se protegían con petos y yelmos de cuero acolchado.
Cuando se quiso dar cuenta, Togul Barok tenía un pie plantado sobre el pecho de Yamhir el Comadreja y levantaba la espada sobre su cabeza recibiendo los vítores entusiastas del público. Después, él mismo tendió la mano a su rival para ayudarle a incorporarse. Pero lo único que levantó fue un guiñapo, un títere roto. Su último golpe había sido un mandoble aterrador de derecha que, pese a las protecciones reforzadas del cuello, había partido las vértebras de su rival.
¿ Ves cómo no es un mal recuerdo? Deja que vuelvan a aclamarme. ¡Tengo derecho! ¡Llevo toda la vida encerrado aquí, hermano!
– Cállate -le ordenó Togul Barok en voz alta. Algo sobre las murallas le había llamado la atención.
Por encima de las almenas se alzaba el pináculo del torreón, donde ondeaba el estandarte de la Horda Roja. A su derecha se vislumbraba la sombra de Rimom, un círculo borroso de un azul apenas más vivo que el del cielo.
Pero aquel círculo se estaba perfilando cada vez con más nitidez, como si en su interior se hubiera prendido un gran fuego. Nunca había visto Togul Barok resplandecer así una luna en pleno día.
De la nube de polvo llegaba el fragor de la batalla: relinchos, gritos, entrechocar de aceros, tamborear de atabales marcando el ritmo del avance. Pero entre los mismos combatientes debió correr la voz de que algo extraño sucedía en el cielo. Los ruidos se fueron acallando, y al tiempo que se hacía el silencio la nube de polvo se asentó.
La refriega se había detenido. Todos los ojos estaban clavados en las alturas para contemplar el prodigio. No sólo Rimom brillaba en pleno día como si no compartiera el firmamento con el Sol, sino que en su superficie se había dibujado un rostro humano.
O más bien divino. Sólo un dios podía obrar tamaño portento. Togul Barok sintió un estremecimiento de temor. Un poder capaz de dibujar su rostro en una luna era capaz de cualquier cosa.
Como no tardó en demostrarse.
Por debajo de Rimom se encendieron puntos de luz, decenas de estrellas que un instante después cayeron del cielo.
Hubo unos segundos de silencio sobrecogido. Después se oyó un potente batir de alas y miles de aves echaron a volar a la vez y cubrieron el cielo.
Enseguida desaparecieron de la vista, huyendo hacia el sur. Sus graznidos se perdieron en la distancia, sustituidos por un gemido de consternación colectiva. Todos habían presenciado lluvias de meteoritos en ciertas épocas del año. Pero esas estrellas fugaces eran débiles, caían espaciadas y enseguida desaparecían de la vista.
En cambio, las luces que veían ahora se habían encendido simultáneamente, y en lugar de esfumarse brillaban cada vez más intensas. Si las estrellas fugaces solían atravesar el firmamento de lado a lado, éstas se abrieron en un enorme abanico que cada vez cubría mayor parte del cielo.
Togul Barok había estudiado suficiente geometría para saber lo que significaba esa forma aparente de desplegarse: los meteoritos se dirigían justo hacia ellos.
Como heraldo adelantado de los demás, un bólido se acercó a Mígranz dejando un reguero de humo detrás, en un silencio tan extraño que Togul Barok comprendió que debía viajar más rápido que el propio sonido.
El proyectil celeste chocó contra el pináculo del torreón, reventando en cientos de bolas de fuego que salieron disparadas en todas direcciones. Un pavoroso estampido resonó en el aire, como si un gigante hubiera hecho restallar un látigo de un extremo a otro de la bóveda del cielo. Muchos testigos se agacharon tapándose los oídos con los tímpanos rotos. Aquel estallido ensordecedor se mezcló con el estrépito del chapitel derrumbándose y enviando por los aires miles de fragmentos de pizarra y de granito.
Luego se desató la locura.
La siguiente explosión sonó a la izquierda de Togul Barok. Cuando miró para allá vio el rastro de humo oscuro flotando en el aire, y una bola de fuego que se elevaba del suelo a unos quinientos metros de donde se encontraba.
8 0 2
9 2 2
0 8 1
Visualizó los números de Urtahitéi casi por instinto. El mundo se volvió tres veces más lento a su alrededor. Sobre la bola de fuego vio volar cuerpos mezclados con rocas, árboles, trozos de suelo, caballos enteros o desmembrados. Una ráfaga de calor azotó su costado, la atalaya se movió a los lados como si la zarandeara un gigante y Togul Barok cayó desde arriba. Se revolvió en el aire y cuando chocó con el suelo lo hizo rodando sobre sí como un trompo.
– ¡Compañía Noche! -gritó-. ¡Noctívagos, reuníos a mi alrededor!
Parecía imposible que alguien pudiera oírlo en medio del estrépito y los gritos de pavor. Pero muchos de sus hombres, aunque no estaban recuperados del todo de la Urtahitéi, se aceleraron también y corrieron a formar una piña alrededor de su emperador y general.
Las luces y los regueros de humo ocupaban ya todo el cielo. Varios bólidos más impactaron en las murallas de Mígranz, destrozándolas como si fuera un castillo de arena. Había cuerpos saltando por todas partes, con tal violencia que una mujer con los cabellos ardiendo se estrelló a apenas quince metros de Togul Barok, tras volar casi dos kilómetros desde las almenas.
Togul Barok comprendió que las estrellas no eran otra cosa que rocas incandescentes, como aquel fragmento del Cinturón de Zenort que se había estrellado en Trisia y había provocado esta guerra. Algunas se volatilizaban antes de llegar al suelo; otras, del tamaño de puños, caían sobre las tropas como proyectiles de asedio, sólo que a una velocidad infinitamente superior, tanto que ni siquiera se veían venir. A apenas unos pasos de Togul Barok, hubo un destello blanco y la cabeza de un hombre desapareció, salpicando de sangre y sesos a todos los que estaban alrededor.
Por sí solos, esos meteoritos podrían haber diezmado al ejército de Áinar como una letal descarga de arqueros celestiales. Pero entre aquellos miles de proyectiles volaban otras rocas más pesadas, algunas tan grandes como carromatos, que al estrellarse se fundían en cegadoras llamaradas y abrían enormes boquetes que devoraban a compañías enteras.
Y había fragmentos aún mayores. Uno de ellos, del tamaño de una casa de tres pisos, impactó en el centro de Mígranz con tal violencia que convirtió toda la fortaleza en una bola de fuego. Una monstruosa bofetada de aire caliente derribó a los hombres de la compañía Noche. Togul Barok aguantó de pie a duras penas, pero un instante después el suelo se sacudió a los lados y arriba y abajo, y ya le fue imposible mantener el equilibrio.
No veía nada. A su alrededor todo eran llamaradas, nubes de humo y de polvo, lluvia de tierra, de pavesas y de jirones de ropa ardiendo. Pero ahora estaba deslumbrado, el centro de su visión lo ocupaba la bola de luz que había terminado de destruir Mígranz y un zumbido en sus oídos amortiguaba el rugido de las explosiones.
Comprendió que era cuestión de segundos que lo alcanzara un proyectil de piedra, o que uno de los meteoritos mayores lo vaporizara junto con su compañía y lo convirtiera en menos que un recuerdo.
Pese a las sacudidas del suelo, logró ponerse de rodillas. Trató de agarrar la lanza por el asta para tirar de ella y sacarla de las anillas que la unían al espaldar de su coraza, pero estaba tan nervioso que las manos no le respondían y se hizo un corte en la palma con el filo.
– Sodse hemás! -gritó, aferrándola en ambas manos y levantándola sobre su cabeza.
Una fina línea negra brotó de la moharra. Tras subir unos cuatro metros, se abrió en el aire como un surtidor y empezó a formar una cúpula de cristal.
Togul Barok contuvo el aliento. La cúpula se había cerrado sobre ellos, llegando hasta el suelo. Muchos de los miembros de la compañía quedaron encerrados en su interior, pero a algunos, los que estaban más cerca del perímetro exterior, la caída de aquella pantalla de cristal les mutiló un brazo o un pie, y hubo varios a los que partió por la mitad.
El estrépito ensordecedor de la catástrofe había desaparecido. Dentro de la cúpula, junto al zumbido de sus tímpanos, Togul Barok pudo oír los jadeos de sus hombres e incluso los latidos de su corazón. Comprendiendo que no era necesario seguir en Tahitéi, se desaceleró y ordenó a sus hombres que hicieran lo mismo.
Pensó que la bóveda no debía ser de vidrio, sino de algún otro material mágico. Era en cierto modo como cristal, pero un cristal bañado en ondas de luz que partían desde el centro, como si estuviera cayendo sobre la cúpula un intenso chaparrón que barriera su superficie con oleadas de agua. El color era azul, entreverado de brillos rojizos y bandas más oscuras que se movían a una velocidad desconcertante. Aunque la cúpula no dejaba pasar ningún sonido del exterior, permitía que se filtrara luz suficiente para comprobar que a su alrededor seguían cayendo meteoritos.
Uno de ellos, tan grande como una vaca, golpeó el techo de la bóveda. O más bien no llegó a golpearla: simplemente se desvió antes de chocar y se estrelló contra el suelo unos metros más allá, convirtiendo en cenizas a decenas de hombres.
El suelo debería haber temblado, pero no lo notaron. A cambio, experimentaban la desconcertante sensación de no tener peso. Uno de los soldados dio un respingo al ver que aquel meteorito caía sobre ellos. Al hacerlo se levantó del suelo y empezó a flotar hacia el techo de la cúpula. Sin embargo, no llegó a tocarlo, porque al acercarse a medio metro de ella algo lo detuvo y lo envió de nuevo hacia abajo.
Mientras el infierno seguía desatado allá fuera, algunos de los soldados intentaron tocar la pantalla que los protegía, e informaron a Togul Barok de que era imposible acercarse. Una fuerza invisible los repelía.
– Es la misma fuerza que nos protege -afirmó él, con una seguridad que estaba lejos de sentir-. Permaneced en el sitio y esperad.
Procuró quedarse quieto. Cualquier movimiento provocaba reacciones extrañas, sobre todo en las vísceras, que parecían flotar a su antojo dentro del cuerpo. Era como navegar en una mar picada, pero sin ver las olas ni poder anticipar las sacudidas del barco. Pronto empezaron a oírse arcadas y la cúpula se llenó de olor a vómitos.
A cambio de salvar la vida, aquel inconveniente no era más que una fruslería. Al cabo de unos minutos, dejaron de ver lo que había más allá de la fluctuante pared de la cúpula: todo era polvo y un humo negro impenetrable.
– ¿Cuándo acabará esto? -preguntó alguien.
– Paciencia, soldado -respondió el oficial al mando-. Confía en nuestro emperador. Nos ha mantenido vivos hasta ahora, y nos llevará vivos hasta el final.
Capitán. Así se llamaba el oficial. Como los demás miembros de la compañía, había renunciado a su familia, amigos y propiedades por convertirse en uno de los elegidos del emperador. Incluso de sus nombres se habían despojado. Ahora cada uno de ellos tenía un apodo. El portaestandarte era Atalaya, por su altura. El jefe, Capitán. El más menudo y rápido de los Noctívagos, Colibrí. El más duro y musculoso, Roquedal. El más callado, simplemente Silencio.
Era un experimento de Togul Barok para crear espíritu de cuerpo, y de momento parecía ir bien. Encerrados en aquella cúpula, aislados del ruido exterior, sabedores de que tal vez serían los únicos supervivientes de su ejército, con el estómago revuelto por las extrañas sensaciones producidas por la magia que a la vez los protegía, se mantuvieron en formación, silenciosos y disciplinados.
Cuando la cúpula desapareció por sí sola, el sol rozaba las cumbres de las montañas. Pero sólo los ojos de doble pupila de Togul Barok pudieron localizar dónde se hallaba. Estaban rodeados por una nube de polvo que no dejaba ver a apenas diez pasos.
– Todos detrás de mí -le dijo a Capitán.
– ¡Agrupaos todos! -ordenó el oficial-. ¡Formad por orden de lista, y que cada hombre tenga localizado al anterior y al siguiente! ¡No quiero que nadie se pierda!
Descubrieron que habían sobrevivido ciento veinte, aparte del propio emperador. Tan sólo la mitad de la compañía, pensó Togul Barok. Pero eso no era nada comparado con el resto de lo que sospechaba que había perdido.
El paisaje resultaba irreconocible. Antes de la catástrofe, era una llanura de pastos ya agostados que esperaban las lluvias de otoño, sembrada de pequeñas arboledas dispersas.
Ahora el llano se había convertido en un terreno sembrado de cráteres y socavones de todos los tamaños, a veces unos dentro de otros. Intentaron caminar rodeándolos, pero en ocasiones no les quedaba más remedio que bajar al fondo de aquellos agujeros. Algunos estaban todavía tan calientes que humeaban, y los hombres procuraban apartarse de ellos. El suelo estaba sembrado de cenizas, polvo y fragmentos de roca. Muchas piedras se habían fundido, convirtiéndose en bloques de vidrio que aún quemaban. Como a su vez habían recibido nuevos impactos, se habían roto en esquirlas aguzadas, de modo que había que pisar con cuidado para que no les atravesaran las botas y se clavaran en sus pies como puñales.
El aire estaba muy caliente, mucho más que unas horas antes, cuando luchaban bajo el sol del mediodía. Era peor que un día de canícula; hacía un calor seco que irritaba la nariz y la garganta. Caminaban entre toses y escupitajos, atragantados por el polvo que flotaba en el ambiente. Togul Barok sospechaba que parte de lo que estaban respirando eran cenizas humanas y animales.
En los socavones más pequeños encontraron restos de carne, algunos chamuscados como si los hubieran asado en una parrilla. En los bordes se veían tripas y músculos desgarrados. De sangre no quedaba resto: el fuego del cielo parecía haber evaporado todo líquido. Por otra parte, en los cráteres mayores no había más que polvo y cenizas: si hubo seres humanos allí, habían quedado reducidos a nada. En el fondo de uno de aquellos agujeros la temperatura seguía siendo tan alta que vieron un charco de roca borboteando al rojo vivo.
Había algunos supervivientes. Unos cuantos se sumaron a los restos de la compañía Noche en su deprimente exploración, pero la mayoría estaban tan malheridos o se hallaban en tal estado de estupor que se quedaron en el sitio. Lo más extravagante que vio Togul Barok, y que casi le resultó onírico, fue a un hombre que caminaba a duras penas sobre los nudillos y los muñones de las piernas, al parecer, cauterizados en el acto. Aquel tipo estaba examinando dos pantorrillas de distintos cadáveres tiradas en el suelo, como si dudara cuál elegir. ¿Acaso pensaba que se las podía coser a su cuerpo? ¿Quería quedarse con las botas?
Incluso el guía más experimentado se habría desorientado sorteando cráteres, hoyos, cuerpos, peñascos, terrones arrancados del suelo, para colmo en medio de un manto de polvo y ceniza y columnas de humo. Pero cuanto más caía la oscuridad más se activaba la doble visión de Togul Barok; un rasgo que durante muchos años creyó compartir con el resto de la humanidad y que ahora le permitía saber por dónde se acababa de poner el sol y dónde se hallaba la masa rocosa de la Espuela.
Tú no eres humano, le recordó su gemelo colérico, que después de un rato de silencio -la lluvia de fuego debía haberlo asustado- había vuelto a llamar con su martillito dentro del hueso temporal, toc, toc, toc. El humano soy yo, tú eres el monstruo.
Por el momento, Togul Barok estaba demasiado concentrado explorando el terreno como para hacerle caso. Llegaron a las inmediaciones de la empalizada, o más bien de sus restos: apenas quedaban en pie algunos troncos solitarios y carbonizados. En un incendio normal, todavía estarían ardiendo.
Pero aquello no había sido un incendio normal, evidentemente.
En esa zona había más cadáveres de caballos. Entre cuerpos y restos irreconocibles se movían los heridos, y también los supervivientes que habían resultado ilesos, con las ropas y las armaduras grises de polvo. Ainari y Trisios se mezclaban, pero ya había pasado el tiempo de combatir. Todos estaban tan superados por lo ocurrido que vagaban sin hablar, como almas en pena, cabizbajos buscando no se sabía qué entre los restos.
Es lo que ocurre cuando el cielo se desploma sobre tu cabeza, pensó Togul Barok.
– Ya sé de quién es la faz que apareció en la luna -dijo un soldado de la compañía apodado Dardo.
– Será de Rimom, ¿de quién si no? -preguntó otro al que llamaban Castor por el tamaño de sus incisivos.
– No. Tiene que ser Manígulat. Esto sólo puede habérnoslo mandado el señor del fuego celeste. En algo debemos haberle ofendido.
Togul Barok se volvió. A los primeros hombres que le seguían los veía con su visión normal, pero los que se hallaban más alejados aparecían entre el polvo como perfiles y superficies de colores que revelaban la temperatura de sus cuerpos.
– ¿Tenéis miedo de los dioses? -les preguntó. Poseía una voz en consonancia con el tamaño de su cuerpo y no le hacía falta esforzarse demasiado para que sus palabras llegaran a las últimas filas.
Nadie contestó. ¿Qué podían decirle? Responder «no» sería una impiedad, y lo contrario sería reconocer una emoción desterrada de la compañía Noche: el miedo.
Pero cuando los dioses deciden aniquilarte derrumbando el cielo sobre tu cabeza, es el momento de elegir entre ser impío o valiente. Y Togul Barok tenía clara su respuesta.
– ¡Os he hecho una pregunta! ¿Os dan miedo los dioses?
Unas cuantas voces contestaron que no, pero en tono timorato y vacilante.
– No lo decís en voz alta, y menos delante de mí, pero sé que muchos pensáis que mis pupilas dobles significan que comparto la sangre de los dioses. ¿Es así?
Se oyó un confuso murmullo que podía ser de asentimiento, o de lo contrario.
– ¡Os he hecho una pregunta! ¡Bajaos los testículos de la garganta y contestad como soldados de la compañía Noche! ¿Pensáis lo que os he dicho o no?
– ¡Sí, señor!
Eso ya empezaba a parecerse al rugido que debía brotar de sus gargantas. En el rostro de Togul Barok se dibujó una torva sonrisa que casi nadie pudo ver.
– Entonces, ¿creéis que soy del linaje de los dioses?
– ¡Sí, señor!
– Pues bien, yo os digo esto: ¡si los dioses han decidido aniquilar al ejército de Áinar, que asuman las consecuencias! ¡Aún me quedan muchos batallones en Koras! ¡Y, sobre todo, me quedáis vosotros, mis hermanos, la compañía Noche!
– ¡Letales como el rayo, señor! -Era el lema de la compañía.
– ¡Si hemos de pelear contra los dioses, lo haremos!
– ¡Sí, señor!
El trémolo temeroso que vibraba antes en sus voces estaba desapareciendo. Bien.
– ¿Qué es lo peor que nos puede ocurrir? ¿Morir? ¡Eso ya lo damos por hecho! Deberíamos haber muerto como todos los demás, pero nos ha salvado el poder de mi lanza -dijo Togul Barok, levantando el arma mágica sobre su cabeza-. ¿Qué somos ahora?
– ¡Muertos!
– ¿A qué debemos temer miedo?
– ¡A nada!
– ¿Quiénes somos?
– ¡Noctívagos!
– ¿Quiénes somos?
– ¡¡NOCTÍVAGOS!!
Togul Barok bajó la voz. Ahora que sus hombres habían recobrado el ardor guerrero, era momento de serenarlos de nuevo.
– Pues como Noctívagos que somos, seguiremos explorando en la noche hasta que reunamos a nuestros supervivientes y encontremos provisiones. Si los dioses han pretendido doblegar nuestro espíritu, no lo conseguirán.
Al menos, mi espíritu no, añadió entre dientes, mientras seguía caminando hacia la gran roca donde unas horas antes se había alzado la orgullosa fortaleza de Mígranz.