Kratos se apoyó en las almenas del torreón donde se alojaba con su familia y sus oficiales más cercanos. Era el único edificio intacto de las fortificaciones y, según el jefe de ingenieros, no existía peligro de que se derrumbara. Estaba situado en la parte sur de la muralla. De día, se divisaba desde su terrado la rojiza llanura de Malabashi. Según le habían contado, en mañanas claras se alcanzaba a columbrar desde allí la silueta del Kimalidú, la Roca de Sangre. De ese modo tendrían siempre a su alcance el recordatorio de la victoria.
Ahora, de noche, mirando hacia el este, Kratos podía ver la amplia franja de Pasonorte, bañada por la luz azul de Rimom, y más allá la cordillera de Atagaira. Taniar no había asomado aún, pero su resplandor rojo se adivinaba como un fino contorno de sangre dibujando el perfil de las montañas. Aún más lejos, si entrecerraba los párpados, vislumbraba una delgada línea de luz que subía hasta perderse en las alturas. La fabulosa Etemenanki, la torre que llegaba al cielo.
Oyó los pasos de Derguín a su espalda y respiró hondo. Sin volverse todavía, escondió las manos dentro de las amplias mangas de su casaca, un gesto típico Ainari, para evitar que los movimientos de sus dedos delataran su enfado.
Apenas una hora antes, unos soldados que habían salido de la taberna le habían contado que Derguín estaba emborrachándose, levantando la voz, insultando a los clientes y dando pellizcos a todas las camareras que pasaban junto a él. Al acudir a comprobar qué pasaba se lo había encontrado en medio de una gresca multitudinaria.
Quizá Kratos debería haber considerado que esos informes eran exagerados, que tal vez eran otros quienes habían insultado y provocado a Derguín y que los pellizcos se habían reducido a un azote. Pero en los últimos días tendía a sentirse irritable e intolerante con su antiguo discípulo. ¿Cómo podía haber perdido la Espada de Fuego dos veces? ¿Qué creía que era, la típica bolsa de comida con la que un crío va a la escuela y que le birlan en el recreo? No, se trataba de un objeto de poder, un poder mucho mayor del que ambos habían sospechado cuando compitieron en el certamen contra otros cinco Tahedoranes. ¡Derguín tenía una responsabilidad, pero se comportaba de forma más inmadura que su hijo! Valiente ejemplo para Darkos, que parecía obsesionado con tomar al Zemalnit como modelo.
Por fin, se volvió hacia Derguín.
– Te sentirás orgulloso de lo que has hecho.
– No ha estado del todo mal -dijo Derguín, encogiéndose de hombros. Aquel gesto de indiferencia enojó aún más a Kratos.
– ¿Que no ha estado del todo mal? ¿Presumes de ello?
– No, pero tampoco tengo por qué pedir perdón.
– ¿Cómo que no? ¿Acaso te parece edificante que el Zemalnit se involucre en una riña de taberna?
– Supongo que habría sido mucho más edificante dejar que me rompieran
unas cuantas costillas.
– Deberías haber eludido el combate. Siempre hay recursos para ello. No superamos la prueba del Espíritu del Hierro para utilizar con frivolidad el poder que se nos da. ¿Qué mérito tiene dar una paliza a una pandilla de borrachos entrando en Urtahitéi?
– No me hizo falta. Con Mirtahitéi me bastó.
– ¡Y encima alardeas de ello!
– No alardeo, me limito a enunciar un hecho.
¿Era una falsa percepción debida al enfado, o su antiguo alumno estaba bordeando la insolencia?
– ¡No seas pueril, Derguín, por favor! Eres un Tahedorán, y eso implica responsabilidades. Como no deshonrar las enseñanzas que te impartieron en Uhdanfiún.
– Sabes bien lo que opino de Uhdanfiún.
– ¡Tu opinión salta a la vista por tu conducta de esta noche! Por si lo has olvidado, te recordaré que un maestro de la espada debe observar una conducta intachable y no caer en provocaciones.
– ¿Todo maestro de la espada, o sólo yo?
– ¿Qué quieres decir?
– Te recuerdo que cuando entramos en Koras para que los Pinakles nos revelaran el paradero de Zemal, estuviste a punto de decapitar a un oficial llamado Amorgos porque pretendía que dejaras a tu caballo en la muralla. ¡Una conducta muy fría y juiciosa, desenvainar la espada contra un hombre que sólo pretendía cumplir la ley!
– Yo no perdí los estribos en ningún momento. Corrí un riesgo calculado para dejar claros mis privilegios.
– ¿Un riesgo calculado? Si no ando atento y detengo la flecha del guardia, no estarías vivo.
– ¿Vas a echarme en cara los favores que me has hecho?
– La verdad, no tengo tiempo ahora. ¡Se nos haría de día! ¿Cuántas veces te he salvado el pellejo, tah Kratos?
– «El que lleva la cuenta de los favores prestados es como si jamás los hubiera hecho.» Un refrán Ainari, ¿lo recuerdas?
– Recuerdo mejor este proverbio Ritión: «No le hagas favores al ingrato, porque será como si le debieras dinero a él».
– ¿Me llamas ingrato? ¿Me estás llamando ingrato?
– Interprétalo como quieras.
Kratos resopló, sacó las manos de las mangas y se las pasó por la nuca.
– Estamos perdiendo los papeles, Derguín.
– Los estás perdiendo tú, mi ilustre maestro.
Calma, pensó Kratos. Vamos a intentar arreglar esto.
– Abatón me ha pedido que te castigue. Más bien me lo ha exigido. Pero
le…
– ¿Vas a hacer caso a sus exigencias? -saltó Derguín, como si le hubiera picado una avispa, y la posibilidad de arreglo se perdió por el sumidero-. ¿Pretendes azotarme en público como si fuera uno de tus subordinados?
– ¡Por supuesto que no! Él no es el jefe de los Invictos. Además, tú ni siquiera perteneces a la Horda. ¿Cómo voy a castigarte? Pero mañana, cuando ambos estéis más tranquilos, quiero que os deis un apretón de manos en público.
– Bien lo has dicho. No pertenezco a la Horda. ¡No puedes obligarme a nada!
Kratos respiró hondo y bajó el tono de voz. Tal vez recurriendo a los sentimientos…
– Es algo que te pido como favor personal, Derguín.
– ¡De nuevo con los favores! Escúchame bien: lo único que le apretaré al tuerto ése será el gaznate. El muy bastardo me invitó a su mesa para tenderme una encerrona.
– No debes interpretar la conducta de un borracho como si se tratara de un plan elaborado.
– Sabía que me han robado a Zemal. ¿Cómo diantres se ha enterado?
Eso dejó a Kratos sin palabras durante unos segundos.
– ¿Que se ha enterado? ¿Cómo es posible?
– Ésa es mi pregunta. Contéstame tú. Eres su superior. De las cuatro personas que lo saben, el único que tiene contacto directo con él eres tú.
– ¿Crees que yo me he ido de la lengua? ¿Tan poco me conoces?
– Creía conocerte. Creía que eras mi amigo. Todo eso creía…, pero empiezo a dudarlo. Si uno no puede confiar ni en el gran Kratos May, es que el mundo ya no tiene pies ni cabeza.
Derguín se sentó en el vano entre dos almenas, dando la espalda al vacío, y apoyó la cabeza en las manos. Kratos se quedó mirándolo, dudando si acercarse o no. De pronto sólo parecía un joven desvalido, no el poderoso Zemalnit que destrozó a un demonio invencible.
La Espada de Fuego le viene muy grande. Linar debió darse cuenta. El Kalagorinor había dicho que si Kratos ponía el pie en la isla de Arak para luchar contra Togul Barok, moriría. «Derguín, tal vez no», había añadido.
Cuestión de fortuna. Derguín había tenido mucha suerte. Y era un talento natural para la espada, eso era irrefutable. Pero le faltaba el temple del acero.
Y ahí estaba demostrándolo, agitándose y llorando, presa de sollozos incontenibles.
– Vamos, tah Derguín. Un maestro no debe llorar.
– ¿Por qué? ¿Es que los dioses nos crearon sin lágrimas? -dijo él, levantando la mirada. Los ojos le brillaban y su mano derecha, colgada sobre la rodilla, se sacudía con un temblor incontrolable.
Kratos había visto ese tipo de espasmos en personas que habían recibido una herida en la cabeza y que poco después morían entre convulsiones. ¿Qué le estaba ocurriendo a Derguín?
– No sé si servirá de algo, pero te juro por todos los dioses del Bardaliut que no le he contado a Abatón ni a nadie que Ariel te ha robado la espada. Ni siquiera a Aidé, que comparte mi lecho.
– Quisiera creerlo, quisiera confiar en ti. Pero de algún modo ha tenido que enterarse -dijo Derguín, enjugándose las lágrimas y poniéndose en pie.
De pronto, en aquel estado mercurial en que se movían sus emociones, pasó de gimoteante a retador.
– ¡Y los juramentos por los dioses no me valen! ¡Tu palabra no me sirve de nada! -añadió, apuntándolo con el dedo.
Si había algo de lo que se enorgullecía Kratos era de ser hombre veraz. ¿Cómo se atrevía ese jovenzuelo Ritión a ponerlo en duda? Dio dos zancadas hacia él, y con una mano lo agarró de la casaca y con la otra le retorció el dedo que le estaba señalando.
– ¡No eres quien para dudar de mi palabra! ¡No estás a la altura! – exclamó, dándole un empujón tan fuerte que lo estampó contra una almena. A un nivel inconsciente, se asombró de lo poco que pesaba Derguín. ¿Cuánto habría perdido en esa última semana? ¿Cuatro kilos, cinco? Y ya antes no le sobraban.
Pero aquel pensamiento en parte compasivo quedó apagado por su ira, ahogado como una margarita entre cardos.
Derguín agachó la barbilla como si fuera a embestir y lo miró fijamente.
– ¿Que no estoy a la altura? ¿A la altura del gran Kratos, señor de la Horda Roja, vencedor de los Aifolu?
– ¡Guárdate tus sarcasmos! Sé por dónde vas. -Sí, tú me salvaste de ese demonio, se dijo, pero fue un pensamiento fugaz como un relámpago remoto, apenas la pausa entre dos palabras-. No eres nadie para echarme nada en cara, Derguín.
– ¿Por qué no soy nadie? ¡Dilo! ¡Estás deseando decirlo! -gritó Derguín, con los puños apretados.
– Porque eres el único Zemalnit al que le han quitado la Espada de Fuego. ¡No una, sino dos veces! Eres una… una…
Una vergüenza. Incluso a él le pareció demasiado insultante y se dio la vuelta para no mirar a Derguín.
– ¿Dos veces? ¿Dos veces? -A su espalda, el joven estalló en unas carcajadas agudas, casi histéricas-. ¿Y tú me lo dices?
– Sí. Yo te lo digo -repuso Kratos, sin volverse y apretando los dientes.
– ¡A ti te rompieron tu espada Krima, y yo conseguí que te la reforjaran! Pero ¿de qué te sirvió, si te la rompieron por segunda vez? ¡Tú eres una vergüenza como Tahedorán y una decepción como maestro!
– ¡Allawéeee!
Algún genio benigno frenó el brazo de Kratos justo a tiempo. Durante un instante había visto un chispazo blanco entre sus ojos, cegador como el chasquido de un rayo. Ahora estaba mirando de nuevo a Derguín. La hasha de su espada se había detenido a menos de cinco dedos del cuello del joven. Que ni había intentado apartarse ni había acercado la mano al pomo de su propia arma.
La nuez de Derguín subió y bajó dos veces. Pero no había miedo en sus ojos, sino una extraña determinación.
– A orillas del mar Ignoto te dije: «Eres mi maestro, tah Kratos. Jamás levantaré la espada contra ti, aunque en ello me vaya la vida». Nadie podrá decir que Derguín Gorión no es un hombre de palabra. Pero si tienes una lista de discípulos, bórrame de ella, porque yo ya he dejado de considerarte mi maestro. Puesto que tanto te he decepcionado, quédate con esto.
Derguín se quitó el brazalete de oro cruzado por siete estrías rojas y lo arrojó a los pies de Kratos, que aún no había envainado su espada. Después se dirigió a la trampilla. Cuando el brazalete de Tahedorán dejó de tintinear en el suelo, Derguín ya había desaparecido.
– ¡Maldita sea! -gritó Kratos.
Levantó la espada sobre su cabeza, la puso de plano y descargó un tremendo cintarazo contra la crestería del torreón. Tuvo que repetir el golpe hasta tres veces, pero al fin consiguió quebrar la hoja de acero.
Después se apoyó entre dos almenas. Había empujado a Derguín, que chocó contra la piedra, pero que también podría haberse colado por uno de los huecos y caer al vacío. Y después había desenvainado su espada contra él. ¡Contra el hombre que le había salvado la vida!
– Padre…
Darkos estaba subiendo las escaleras que llevaban al terrado.
– No es un buen momento, hijo. Déjame solo.
Darkos se dio la vuelta, agachando la cabeza, y se dispuso a bajar de nuevo.
He estado trece años sin verlo, pensó Kratos. ¿Cómo podía decirle que no era buen momento?
– Espera, Darkos. Ven. ¿Qué tenías que decirme?
El muchacho se acercó con pasos cortos, frotándose las manos y con la cabeza gacha. No era propio de él, que tendía a llevar la barbilla alta y a mirar a los ojos con cierto descaro.
– Yo… He oído algo de lo que ha pasado, lo siento…
– Con los gritos que hemos dado, se nos debe haber oído hasta en el Bardaliut. Soy yo quien lo lamenta, hijo.
– Tengo que… Tengo que decirte algo.
¿Qué habrás hecho ahora? ¿ Tendré que castigar a alguien más?, pensó Kratos. ¿Por qué le temblaba la voz de aquella manera?
– Habla, Darkos.
Su hijo reparó en el brazalete caído en el suelo. Se agachó, lo recogió y se lo tendió a su padre. Éste hizo un gesto con la mano para que esperara.
– Te he dicho que hables, Darkos.
– Yo… os oí conversar a ti y a tah Derguín hace unos días.
– ¿También estábamos gritando?
– No… Es sólo que estaba cerca… y os escuché… Fue en Nidra, antes de marcharnos.
– Continúa.
– Oí el nombre de Ariel. Estaba preocupado porque no la había vuelto a ver. No debería haberlo hecho, pero…
– Pero pusiste la oreja.
Darkos asintió, rehuyéndole la mirada.
– ¿Y qué oíste?
– Todo.
– ¿Todo?
– Lo de la espada.
Kratos respiró hondo. Al final, Derguín iba a tener razón. Al final iba a ser culpa suya que Abatón lo supiera.
– ¿A quién se lo contaste?
– ¡A nadie, padre! Yo… -Darkos tragó saliva y levantó por fin la mirada-. No, no es cierto. No debí hacerlo, pero se lo conté a Rhumi.
– ¿Y a quién se lo contó ella?
– No lo sé, padre. Tiene una amiga que fue prisionera como ella, Dayar. Lo mismo se lo ha dicho.
– Y la tal Dayar se lo habrá contado a alguien más. ¿Entiendes la gravedad de lo que has hecho, Darkos?
– Sí, padre. Siento que por mi culpa hayas discutido con tah Derguín. Deberíais hacer las paces y olvidar lo…
– ¿Deberíamos? ¿Vas a decirnos tú lo que deberíamos hacer?
– Yo… No quería decir eso, era una forma de hablar.
– Estoy enfadado y decepcionado. No quiero castigarte ahora, así que prefiero que te vayas de mi presencia.
Darkos asintió, se dio la vuelta sin decir más y caminó hacia la trampilla.
– Pero hay una cosa que sí te digo, Darkos -añadió Kratos-. No volverás a ver a esa muchacha.
Darkos se revolvió.
– ¿Cómo? No tritures, ¿por qué?
– Ha demostrado que no es de fiar. Lo que tú le contaste, en su boca debió quedar guardado. Además, ha sido esclava de los Aifolu.
– No te entiendo, padre.
– Sí me entiendes. Esclava y deshonrada, no es apropiada para pertenecer a nuestra familia.
– ¡Eso es injusto!
– Olvídate de ella, Darkos. Y ahora, vete a acostar. Mañana hablaremos.
El muchacho bajó la escalera, sin privarse de cerrar la trampilla con un golpazo que levantó una nube de polvo del terrado.
Un par de minutos después, la portezuela volvió a abrirse. ¿Y ahora con quién me toca discutir?, pensó Kratos.
Era Aidé.
– ¿Tú también has estado escuchando?
– Me temo que hay que tapar unos cuantos agujeros en este techo, al menos si lo quieres seguir utilizando como sala de confidencias -dijo ella, avanzando muy despacio hacia él, con los brazos cruzados y balanceándose. Una actitud que a veces presagiaba una noche de acción. Pero sólo si Aidé traía la barbilla baja y los ojos levantados en un gesto de falso pudor. Ahora el mentón venía alzado, de modo que, aunque Aidé medía menos que Kratos, parecía mirarlo desde arriba.
– Mañana haré que arreglen esos agujeros.
– ¿Por qué eres tan injusto con él?
– ¿Con quién? ¿Con mi hijo? Eso no es asunto tuyo…
Ella se detuvo a unos pasos y siguió desafiándolo con sus ojos azules. Por un momento, Kratos sintió como si se presentara a dar novedades ante su antiguo general Hairón.
– Siento lo que he dicho, Aidé. Hoy no me estoy luciendo precisamente…
– No me refería a Darkos, aunque lo has castigado movido por la ira, y sabes que no debes tomar decisiones así. Pero hablaba de Derguín.
– ¿Crees que he sido injusto con él?
– Creo que llevas tiempo siendo injusto con él. ¿Por qué estás tan resentido?
Kratos volvió a apoyarse en las almenas y miró a la nada. Ésa era la misma pregunta que se hacía él.