Muchos creían que el fin del mundo sería el año Mil-dijo Mikhon Tiq-. Al parecer, los dioses decidieron concedernos dos años de tregua. Pero ahora nuestro tiempo se agota.
Ambos amigos seguían mirando a las alturas, donde las luces de la lluvia de estrellas se precipitaban hacia el norte como bengalas de Malabashi.
– Tarde. Hemos llegado tarde -se lamentó Derguín.
– O tal vez no.
– ¿Qué quieres decir?
– Que si hubiésemos aparecido antes, tal vez ahora la brisa de la bahía estaría aventando nuestras cenizas.
Con el rabillo del ojo, Derguín creyó ver una luz más cercana que las que resplandecían en el cielo. Se volvió hacia su amigo. La contera de la lanza rota solía verse roja como hierro oxidado, a no ser que Mikha lo dispusiera de otra forma. Pero ahora se había iluminado y emitía un suave zumbido, como si en su interior aleteara un luznago.
– ¿Qué está pasando?
Mikha giró el bastón y observó la contera con gesto de estupor.
– Esto no es cosa mía.
– Habéis llegado tarde. Vuestro tiempo se agota. ¡Qué obsesión con el tiempo! ¿Qué diríais si hubierais perdido más de mil años durmiendo?
Ambos se volvieron para enfrentarse a la voz que había sonado a sus espaldas. O más bien a las voces: eran dos que hablaban al mismo tiempo, pero en intervalos discordantes y sutilmente desincronizados.
Ante ellos se alzaba una figura que los doblaba en estatura. Estaba cubierta de pies a cabeza por una armadura negra en cuya superficie bruñida los reflejos deformados de ambos se movían como mercurio. ¿Cómo era posible que no hubieran oído llegar a alguien de tal tamaño?
Derguín retrocedió al mismo tiempo que buscaba el arriaz de la espada y visualizaba la fórmula de la Urtahitéi. Pero no había llegado al tercer dígito cuando un pie metálico de medio metro lo golpeó en el pecho.
El desconocido de la armadura disminuyó de tamaño. Derguín tardó un instante en darse cuenta de la razón. Él estaba volando hacia atrás, impulsado por aquella terrible coz que le había robado el aliento.
¿Qué habrá a mi espalda? Era como hundirse en un pozo, pero en horizontal. Todo parecía ocurrir muy despacio, aunque no había llegado a entrar en aceleración. Debía ser esa ralentización del tiempo de la que hablan los que están al borde de la muerte y viven para contarlo.
Derguín no llegó a repasar su vida entera como aquellas personas. Tan sólo recordó que una vez, tiempo atrás, un corueco lo había lanzado contra una pared. El corueco no tenía ni la mitad de fuerza que el pie inhumano que lo había golpeado.
Después todo se volvió negro. La memoria humana, que suele ser misericordiosa, borró de su recuerdo el impacto contra la pared de piedra.
– Te dije que te largaras de Narak y no volvieras jamás.
Derguín abrió los ojos a duras penas. Sólo quería seguir durmiendo, o muriéndose, o lo que le estuviera ocurriendo.
Tenía la vista desenfocada y el cuerpo lleno de dolores. El más intenso provenía de la cabeza.
No sabía dónde estaba, ni siquiera en qué posición. Trató de mover los dedos de manos y pies dentro de la armadura para saber si se había roto la espalda y, en caso afirmativo, a qué altura.
Pese a que le costó un gran esfuerzo, comprobó que todos los dedos intentaban moverse. Si no lo conseguían apenas era por culpa de la armadura. Tras haber adelgazado en la última semana, le quedaba un poco holgada. Sin embargo ahora la notaba muy ajustada, como si se hubiera hinchado por dentro.
Poco a poco fue consciente de la posición de su cuerpo. Se hallaba tendido de costado, con el brazo derecho bajo el tronco y la espalda contra una pared. Ninguno de los dolores que sentía parecía tan lacerante como para sugerir que se hubiera roto un hueso. El peor era el de la cabeza. ¿A qué se debía el extraño calor en la parte posterior de su cráneo? ¿Una hemorragia, sangre ya seca, sesos desparramados?
– ¿No me oyes, Zemalnit? ¿Es que no te dignas oírme?
Había cerrado los ojos sin darse cuenta. La voz le resultaba familiar. Sobre todo por el odio y el desprecio que destilaba. Es el general Abatón, pensó, casi esperando encontrarse con la cuenca vacía de su ojo sobre él. Pero no podía ser; Abatón se había quedado en Pasonorte con la Horda.
La vista se le enfocó poco a poco. Aunque lo habría visto todo mucho más nítido si aquel tipo se alejara un poco más de él. Por primera vez se sintió identificado con su padre cuando tenía que apartar una carta todo el largo de sus brazos para poder leerla.
Ese rostro. Le era tan familiar como la voz. Pero lo recordaba rodeado con más pelo.
– Agmadán -musitó.
A pesar de que ya había empezado a anochecer, la luz del ocaso combinada con la de Rimom le bastó para comprobar que la cara morena del politarca estaba llena de ampollas y tan roja como un cangrejo hervido. De las elegantes canas de sus sienes no quedaban más que unas hebras quemadas.
Tiene que doler, se dijo.
El politarca estaba arrodillado a su lado, tan cerca de él que podía oler el hedor de su pelo quemado. Al ver que Derguín por fin lo reconocía, Agmadán se incorporó. Llevaba una espada en la mano derecha. Apoyó su punta en el cuello del joven, justo por encima del borde de la armadura.
– Es por tu culpa. Por culpa de tu maldita Zemal -dijo con voz ronca y quejumbrosa. Tenía un ojo lleno de lágrimas. El otro parecía seco y opaco, y el párpado inferior estaba en carne viva. Derguín se preguntó si aún podía ver por él.
– Qué… quieres… decir.
– Has destruido mi ciudad, Zemalnit.
– Yo… no estaba aquí.
Podrían habérsele ocurrido argumentos mejores. Pero sentía la cabeza tan embotada como si tuviera el cráneo relleno del mismo acolchado que le impedía moverse dentro de la armadura.
Acelérate.
Ocho. ¿Uno? ¿Dos? ¿Otro ocho? Los números siempre se le habían presentado rápidamente en una matriz de tres filas y tres columnas, de suerte que no necesitaba ni un segundo para entrar en Tahitéi. Pero ahora bailaban burlones ante los ojos de su mente. Fijarlos era como tratar de escribir en la arena del desierto durante un simún.
La espada. La hoja estaba sucia de hollín, pero Agmadán debía haber limpiado el filo usando su propia ropa y entre la roña se apreciaba un fino ondulado que recorría el acero.
Para un Tahedorán era imposible confundir aquella línea de templado. La espada que apretaba su nuez y amenazaba degollarlo era la misma que fabricó el célebre Amintas hacía más de tres siglos. Brauna, la herencia de su padre Cuiberguín Gorión, alias Kubergul Barok.
Se dio cuenta de que estaba bizqueando para estudiar mejor la afilada hasha. La kisha le era imposible verla, porque la tenía debajo de la barbilla.
Ocho. Uno. Dos. Nueve. Dos. Tres. Ocho. Dos.
Maldita sea, ¿por qué no pasaba nada? No, no. No sólo se había equivocado con los números, sino que ni siquiera había visualizado nueve. Cóncentrate, Derguín Gorión. Pero no era fácil aclarar los pensamientos con aquel dolor de cabeza y, para colmo, viendo a tan poca distancia a un enemigo mortal con el rostro abrasado, ojos de demente y una espada afilada en la mano.
– Quiero que sepas esto antes de morir. Me he acostado con Neerya hasta aburrirme de ella, le he hecho todo lo que un hombre puede hacerle a una mujer y luego se la he entregado a mis esclavos para que la posean por turnos.
Ocho. Uno. ¡Dos! Nueve. Dos. Dos. Cero. Nueve. Uno.
Nada. Entre la armadura hinchada por dentro y el dolor de su espalda y de su cabeza, Derguín sabía de sobra que no conseguiría desarmar a Agmadán. Éste tan sólo necesitaba una fracción de segundo para clavarle la espada en el cuello hasta toparse con las vértebras.
– Después la he matado. ¡La he matado hoy mismo, Derguín! Si vieras cómo lloraba cuando la degollé, cómo gorgoteaba su voz…
– Mientes.
– Y también maté a esa criada tuya. ¿Ariel? Sí, así se llamaba. A ella también le he cortado el gaznate.
– Sigues mintiendo.
– ¡Cállate!
Agmadán apretó. No demasiado, sólo lo suficiente para rasgar la piel. Derguín no vio cómo se hundía la punta, pero notó el cálido reguero de sangre gotéandole por la clavícula.
Por los dioses, ¿qué podía haberle hecho al politarca para que lo aborreciera tanto? Apenas habían conversado dos o tres veces en su vida.
– Te daré pruebas de que las maté para que sepas que no te irás al infierno solo.
– No… las tienes.
– Ariel te robó la Espada de Fuego.
Derguín dejó de parpadear un instante y Agmadán lo notó.
– ¡Ah, ahora sabes que no te miento! La niña vino con unas Atagairas y con su madre. Que, por cierto, te conoce…
Una sombra enorme apareció detrás de Agmadán. El gigante de la armadura. ¿Le había parecido poco la patada y venía a rematarlo?
– … y se llama Trí…
Una mano enorme y oscura tapó la boca de Agmadán y tiró de él hacia arriba. El politarca trató de utilizar la espada, pero otra mano le aferró la muñeca con violencia y le obligó a soltarla. Brauna tintineó al chocar contra el suelo. Que no se haya despuntado, pensó Derguín por reflejo de propietario.
Trató de mover el brazo derecho para cogerla, pero la armadura y su propio peso se lo impedían. Estiró la mano izquierda buscando la espada y al hacerlo se quedó tendido boca abajo. El contacto del pomo, aunque fuera a través del guantelete, le infundió algo de energía. Con parsimonia de anciano más que agilidad de Tahedorán, consiguió arrodillarse y después, haciendo fuerza con la mano derecha en el muslo para ayudarse, se levantó.
En todo ello empleó una eternidad.
Agmadán tenía los pies colgando en el aire y forcejeaba por zafarse de las manos que le amordazaban la boca y la nariz y le apretaban la garganta. Sus movimientos eran cada vez más débiles y sus gemidos sonaban más ahogados. No tardó en dejar de patalear, y un desagradable olor a amoníaco delató que sus esfínteres se habían relajado.
Su agresor lo arrojó a un lado como una marioneta rota. No era tan gigantesco como el desconocido de la armadura, pero medía más de dos metros. Pese a que se le veía más delgado y con la cara, la barba y el pelo perdidos de ceniza y hollín, era imposible confundir aquel rostro y, sobre todo, aquel corpachón.
Sólo había un detalle nimio, una minucia que no cuadraba.
Se suponía que estaba muerto.
– ¿Así es como me saludas, Derguín?
Esa ronca voz de oso no podía ser la de un cadáver ni un fantasma. Derguín avanzó dos pasos titubeantes y se abrazó a aquel hombre, o más bien se dejó caer contra su pecho.
– ¡Mazo! ¡Mazo!
Él lo apartó un poco agarrándolo de los hombros.
– ¡Mazo! -volvió a decir Derguín, con voz ahogada. Se dio cuenta de que estaba viendo a su amigo a través de un velo de lágrimas.
El Mazo le hizo dar la vuelta y le examinó por detrás.
– Te has dado un buen coscorrón, muchacho. Tienes la nuca llena de sangre seca.
– Mazo…
– ¿Qué pasa, que el golpe te ha entontecido tanto que sólo sabes decir una palabra?
Los dedazos del antiguo Gaudaba le revolvieron el pelo sin miramientos para despegar la costra de sangre.
– ¡Ay! -se quejó Derguín, dando un respingo.
– Vaya, por fin pronuncias otra palabra. Está bien, parece que no se te ve el hueso ni se te han salido los sesos. Ésa debe ser una buena noticia.
– Pero tú estabas muerto. ¡Yo te vi muerto! ¿Qué ha pasado? Cuéntame qué ha ocurrido.
– ¿Por qué no empiezas tú? Me gustaría que alguien me explicara qué pinto en Narak y por qué demonios esos gusanos de fuego han destruido la ciudad.
– ¿Gusanos de fuego?
Tras un minuto de intercambiar frases atropelladas e incoherentes, decidieron que lo que más urgía en aquel momento era comer algo. El Mazo confesó que, después de cómo lo habían tratado en los últimos tiempos, se sentía bastante flojo.
– ¿Flojo? -Derguín señaló el cuerpo inerte de Agmadán y añadió-: Seguro que si le preguntas por tu flojera tendrá algo que opinar.
Derguín llevaba colgado en bandolera un zurrón con comida y bebida. Por suerte, aunque el pan y el queso habían quedado algo espachurrados por el choque contra la pared, el odre de vino no había reventado y la morcilla embuchada estaba milagrosamente intacta.
Mientras El Mazo embaulaba casi sin respirar, Derguín se despojó de la armadura entre gruñidos de dolor. Cuando la tuvo extendida y abierta en el suelo, comprobó que la capa interior había cambiado. Hasta entonces era como el exterior, de aquel material verde obsidiana que resistía los golpes mejor que cualquier metal. Ahora, sin embargo, le había brotado por dentro un extraño acolchado que, examinado de cerca, parecía una espuma gris compuesta de minúsculas burbujas.
Ante sus ojos, la espuma se deshinchó entre silbidos casi inaudibles. Segundos después, el interior de la armadura volvía a ser como siempre.
Una magia poderosa. La armadura debía haber reaccionado por sí sola al recibir la patada en el pecho, creando una capa amortiguadora para proteger a su dueño. Y probablemente le había salvado la vida.
Ahora que se había quedado tan sólo con la almilla y los pantalones, Derguín comprobó que tenía mucho más calor que antes. El aire era tan sofocante y el suelo se notaba tan caliente como si estuvieran a pleno sol en la llanura de Malabashi. La ropa se le empapó de sudor y se le pegó al cuerpo casi inmediatamente.
Volvió a recoger la espada, que había dejado en el suelo. ¡Brauna! Recorrió la hoja con los dedos con tanta fruición como si acariciara la piel de Neerya.
¿Había llegado a acariciarla alguna vez, o eran imaginaciones tantas veces invocadas que las había trocado en recuerdos? Por temor a causar la muerte de la bella Bazu, prácticamente no la había tocado. Mucho se temía que ya no tendría ocasión de hacerlo.
Ella no está muerta. Ariel tampoco, se dijo, testarudo. Tenía que tratarse de un engaño de Agmadán, a quien no le bastaba con matarle, sino que también quería que muriera sumido en la desesperación. Ellas no podían estar muertas.
Pero al mirar en derredor y contemplar toda la bahía de Narak convertida en una escombrera humeante, pensó que, si no a manos de Agmadán, sí era más que probable que Neerya hubiese perecido abrasada. Ariel quizá contaba con más posibilidades de haber sobrevivido gracias a Zemal.
¿Y qué había pasado con Mikhon Tiq? ¿Habría luchado contra el gigante de la armadura negra? ¿Con qué resultado? ¿O había decidido huir a lomos del terón, dejándolo a él abandonado a su suerte?
Eran demasiadas preguntas, demasiadas dudas. Debía intentar responderlas poco a poco.
– Toma, Derguín -le dijo El Mazo, tendiéndole el zurrón-. A ti también te vendrá bien comer. Te estás quedando tan flaco como un galgo.
Derguín se negó, pero luego pensó que le convenía meter algo de alimento en el cuerpo. Los imprevistos se sucedían a la velocidad del rayo. Ahora que no tenía a Zemal para enfrentarse a ellos al menos necesitaba reponer fuerzas.
Mientras Derguín comía algo de pan y queso, la cuarta parte de la ración que había devorado El Mazo, éste le sujetó a Brauna. El gigante deslizó los dedos por el filo y, como era de esperar, se hizo una herida en la yema del índice. Ya le había ocurrido en las Kremnas, la agreste comarca de Áinar donde se habían conocido. En aquel momento, Derguín estaba atado a un poste, prisionero de los Gaudabas. El joven recordó que entonces también tenía el pelo pegajoso de sangre por culpa de la pedrada que le había asestado un forajido.
Parece que la historia se imita a sí misma. Aquel pensamiento lo reconfortó un poco. Si el pasado servía como ejemplo, si los acontecimientos tendían a repetirse en círculos, él debía encontrarse de nuevo en el momento más bajo del ciclo. A partir de ahora sólo podía remontar el vuelo.
– Ésta es tu vieja espada, ¿no? La que te regaló tu padre.
– Sí -contestó Derguín, con la boca llena.
Dio un trago de vino, guardó la bota en el zurrón y dejó éste en el suelo. Después examinó la espada que había traído de Pasonorte, una hoja recta que había encargado a un herrero de la Horda y por la que le había pagado dos imbriales. La empuñadura era oscura y el pomo estaba rematado por una cabeza tallada sin orejas ni pelo. Sus rasgos no eran tan finos ni delicados como los de Zemal. Se suponía que la había encargado para dar el pego de lejos, no en un examen cercano.
Para lo que me ha servido, pensó. El robo de la Espada de Fuego debía de ser la comidilla de toda la Horda Roja.
– Si no te importa, te voy a cambiar el arma -le dijo al Mazo, tendiéndole la espada de los dos imbriales.
– Estás más contento de recuperar a Brauna que de verme a mí resucitado, ¿eh?
Mientras intercambiaban armas, Derguín pensó en hacer algún comentario jocoso, pero se le llenaron los ojos de lágrimas. No sabía si era por su amigo, por la espada o porque después del golpe se sentía débil, y más aún sin Zemal. Para disimular, se dio la vuelta como si quisiera examinar mejor las líneas de templado bajo la luz de la luna. Aunque el cielo estaba cada vez más oscuro, Rimom brillaba con el doble o el triple de su intensidad habitual y desde su superficie seguía observándolos el rostro ceñudo de Manígulat.
Derguín no tenía vaina para Brauna. La de la imitación de Zemal no servía para acomodar una hoja curva. Si no se acababa el mundo entre hoy y mañana, ya encontraría algún talabartero que le confeccionase una funda. Por el momento, debía pergeñar alguna solución para no llevar desnuda una espada que cortaba casi con mirarla.
Se acercó al cadáver de Agmadán, lo volteó con la punta del pie para no tener que verle la cara y le rasgó la parte de atrás de la túnica. Usando aquellos harapos rodeó la hoja con varias vueltas de tela y utilizó los cordones de las botas de Agmadán para atar y apretar bien la improvisada funda. Envuelta así, no podría hacer una Yagartéi, pero al menos no se cortaría con el filo. Al final de tu vida has sido útil para algo, señor politarca, pensó.
Arreglada de momento la cuestión de la espada, decidió volver a ponerse la armadura. El Mazo tuvo que ayudarle, porque Derguín se encontraba tan dolorido como un nonagenario reumático.
Para su sorpresa, cuando se cubrió todo el cuerpo sintió que la temperatura de su piel bajaba de forma perceptible. Se preguntó qué ocurriría si se ponía también el casco, pero prefirió seguir llevándolo levantado a la espalda, colgado de las bisagras que lo sostenían. No quería hablar con El Mazo desde detrás de la visera de cristal.
– Deberíamos lavarte esa herida -comentó su amigo cuando terminó de ajustarle los cierres de la coraza.
– Creo recordar que por allí había una fuente -contestó Derguín, señalando hacia su izquierda y poniéndose en camino.
Por allí, la larga pared del acantilado describía un entrante, una C menor dentro de la enorme C de la caldera de Narak. En aquella zona estaba el barrio del Nidal, donde residían los ciudadanos más humildes. Si Derguín no andaba muy desorientado, algo muy probable teniendo en cuenta que la ciudad que conoció se había convertido en un montón de ruinas, por esa zona se encontraba el templo de Rimom, el santuario que había vislumbrado en la visión que los había traído a él y a Mikha desde Pasonorte.
Había recibido una segunda visión mientras sobrevolaban el borde de la meseta de Malabashi. Pero ésta era mucho más confusa y no pertenecía a ningún sitio que reconociera. En ella aparecía también Ziyam, con el rostro sudoroso y enrojecido de calor, y un cilindro de basalto que se fundía bajo el fuego de Zemal.
Sus pulsaciones se aceleraron al recordarlo. Cuando Mikha y él contemplaron la devastación que había sufrido Narak, el primer pensamiento que se pasó por su cabeza fue: El dios loco ha despertado. Según el mito que les había contado Linar, Tarimán encerró a Tubilok en roca fundida y después lo arrojó a la fosa más profunda del mar. Tal vez la bahía de Narak no se correspondiese con esa descripción de forma literal, pero sus aguas eran ciertamente hondas.
Los acontecimientos se habían sucedido a demasiada velocidad: la hermosa Narak arrasada, el rostro de Manígulat dibujado en la luna, la lluvia de estrellas. Y cuando aún no había tenido tiempo de asimilar aquellos desastres y portentos, un gigante blindado de tres metros había estado a punto de reventarlo de una patada. Derguín intuía de quién se trataba, pero ni en voz baja quería expresar su sospecha.
Has sobrevivido a tu encuentro con Tubilok…
¡Cállate!, se ordenó a sí mismo. Si esa especie de demonio era Tubilok, ¿qué destino habría corrido Mikha? ¿Había salvado a su amigo de las acechanzas de Ulma Tor tan sólo para dejar que cayera en manos de una criatura más maligna y poderosa?
Paso a paso, se repitió. No era cuestión de atormentarse pensando a la vez en las personas que podía haber perdido ni en el cúmulo de errores que había cometido. No todo eran desastres. Allí estaba El Mazo, milagrosamente resucitado.
O no. Un principio de los Numeristas que le había enseñado Ahri era: «Si tienes dos explicaciones para un hecho, una natural y otra sobrenatural, no lo dudes». ¿Y si El Mazo no había resucitado porque en realidad no había muerto?
La inspiración lo asaltó como un fogonazo.
– ¡Veneno de inhumano!
El Mazo se frenó en seco y se volvió hacia él.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque a veces me sorprende mi propia sagacidad.
– Y tu modestia, sin duda.
– ¿Qué tal si me cuentas la historia de tu muerte y resurrección? Debe ser un relato apasionante.
– ¿Y si tú me cuentas por qué demonios me he despertado en Narak justo el día de su destrucción?
– Vayamos por partes. Aunque seas Ainari, seguro que eres capaz de hablar y andar a la vez -Derguín tomó del brazo a su amigo y tiró un poco de él. Quería llegar cuanto antes al santuario de Rimom, o a lo que quedase de él. Explícame qué pasó en Atagaira, o al menos qué recuerdas tú.
El Mazo le contó cómo los «machos» del harén de Acruria habían desnudado a Ariel para tirarla a la piscina, si bien pasó de puntillas sobre la clase de actividades en las que andaba enfrascado él mientras eso ocurría. Cuando se descubrió que Ariel era una niña, se había organizado un buen barullo. El Mazo había quitado de en medio a dos guardianas, Falfar y Biariya, de un modo bastante expeditivo. Biariya murió más tarde por el golpe, pero Falfar se salvó.
– No era lo que aseguraba Ziyam. Según ella, mataste a las dos guardianas.
– Pues no fue así.
Cuando estaba negociando con Ziyam para que les dejara salir con vida del harén, El Mazo cometió el error de darle la espalda. Recordaba que ella lo había apuñalado una vez y, cuando estaba perdiendo el conocimiento, notó vagamente otro pinchazo.
– Lo sorprendente es que yo vi tu cadáver.
– ¿Seguro?
– ¿Cuántos osos barbudos de dos metros y tan feos como tú crees que puede haber en toda Tramórea?
– Sería yo, pero no estaba muerto.
– Evidentemente. Por eso he pensado en el veneno de los inhumanos.
– Muy listo. Se nota que eres hombre de lecturas.
– Esta vez no han sido mis lecturas, sino mi experiencia. Después de tu supuesto entierro, cuando estábamos en Iyam, los Fiohiortói le clavaron a Ariel sus espinas y la dejaron paralizada. Al principio creí que había muerto, porque tenía el cuerpo helado y no le notaba la respiración ni pegándole la oreja a la boca.
El Mazo contuvo el aliento un instante.
– Pero…
– Se salvó, no te preocupes. -Para robarme a mí la espada, añadió mentalmente, pero de eso ya hablarían luego-. ¿Cómo te metió el veneno en el cuerpo exactamente? ¿Untó en él un puñal?
El Mazo se volvió hacia él y le mostró una marca roja en el hombro izquierdo, por encima de la clavícula. Parecía un pinchazo.
– Di cómo me lo mete, porque lleva haciéndolo constantemente desde entonces. Esa furcia siempre lleva encima una especie de estilete. En realidad es una empuñadura en la que encastra una espina de inhumano.
Derguín abrió los dedos y los separó unos diez centímetros.
– Las espinas de inhumano son así de largas. No parecen un arma tan impresionante. Además, a Ariel le clavaron cinco y despertó al amanecer.
– Ziyam tiene una buena provisión de espinas de un palmo de largo -dijo El Mazo, abriendo bien la mano para mostrar la longitud-. Se las arrancan a los machos más grandes. Por lo que me contó, le cuestan un buen dinero. Atrapar a uno de esos machos es más peligroso que cazar un jabalí a pedradas.
Derguín silbó entre dientes.
– Un palmo de los tuyos. No es ninguna menudencia.
– La pelirroja tuvo la amabilidad de enseñarme una de esas espinas de cerca antes de clavármela. No están untadas de veneno como yo creía.
– Ya. Tienen un agujerito muy pequeño en la punta, y el veneno…
– ¿Quién está contando la historia, tú o yo?
– Perdona. Sigue, por favor.
– El veneno está dentro de la espina. Cuando los inhumanos disparan esos dardos, fffut, fffut-El Mazo acompañó su onomatopeya con un rápido movimiento de los dedos-, hay una especie de bolsita dentro de la parte posterior de la espina que cuando choca con algo revienta, lanza el veneno por el agujero y lo eyacula dentro de su víctima.
– Lo inocula -le corrigió Derguín, conteniendo una carcajada.
– Lo que tú digas. Para hacer lo mismo, Ziyam tiene que asestar un buen golpe con ese estilete, no vale tan sólo con pinchar la piel. ¡Y mira que lo disfruta la muy puta!
– ¿Cuántas veces te ha inoculado ese veneno?
– He perdido la cuenta.
El Mazo le explicó que en su primer despertar tras su supuesto fallecimiento se encontró encadenado a una cama de piedra, fuera del harén. La alcoba que describió era como todas las de Acruria, de paredes talladas en la roca; no obstante, por la descripción de los relieves Derguín supuso que no era la de Ziyam. Lógico por otra parte, ya que tras su intento simultáneo de regicidio y matricidio la princesa estaba muy vigilada.
– Ziyam me contó que Ariel y tú me habíais visto en un ataúd y que os habíais ido al país de los inhumanos convencidos de que yo estaba muerto. «Da igual», me dijo Ziyam, «porque no van a regresar vivos de allí.» Yo le contesté que no te conocía bien.
– ¡Gracias por tu fe en mí!
– De todos modos, la zorra pelirroja me dijo que me iba a conservar con vida por si volvías, para tener algo con lo que chantajearte. Por si le hacía falta.
– Es una mujer práctica y utilitaria. Eso hay que reconocérselo.
– A mí, desde luego, me utilizó a conciencia.
Esta vez fue Derguín quien se detuvo y se quedó mirando a su amigo de hito en hito.
– ¿Cómo has dicho?
– ¿Hace falta que te lo explique? Ella me… ¿Por qué pones esa cara? No me digas que a ti también te…
– Sí, a mí también me.
El Mazo soltó una carcajada.
– Vaya, pues eso no me lo contó.
Derguín siguió caminando y apretó el paso. A sabiendas de que era ilógico, le había invadido un absurdo ataque de celos. Ziyam podía resultar taimada y malvada como una serpiente, pero no dejaba de ser princesa y ahora reina de Atagaira, amén de una mujer bellísima. Aunque haber hecho el amor con ella le hubiese acarreado muchos inconvenientes, era algo que mentalmente guardaba entre los trofeos que había conquistado sólo gracias a ser Zemalnit. ¡Y ahora resultaba que Ziyam también se había acostado con ese oso velludo de las Kremnas!
Otrosí, Derguín había tenido más de una ocasión de ver al Mazo desnudo y no le hacía gracia que pudieran establecerse ciertas comparaciones.
– ¿Y cómo has acabado en Narak? -preguntó por cambiar de tema cuanto antes.
– Eso es lo que me gustaría saber. Sé que me sacaron de Atagaira para llevarme a una batalla, pero la pelirroja sólo me dejaba despierto el tiempo suficiente para darme de comer y, si le apetecía, para ponerse en…
– Ya sé a qué te refieres. Sigue.
– No hacía más que clavarme esas malditas espinas. Normalmente aquí. – El Mazo se frotó los glúteos-. Debo tener el culo como un alfiletero. Los pocos ratos que me despertaba, me sentía tan mareado como si me hubiera bebido un barril de cerveza. Al final, no sabía ni dónde estaba ni quién ganó esa batalla ni nada.
– ¿Y del viaje hasta aquí recuerdas algo?
El Mazo sacudió la cabeza.
– A veces creí que me despertaba, pero no debía ser cierto, porque soñaba que navegaba por un túnel oscuro y oía susurros y salpicar de agua. Llegué a pensar que a fuerza de pinchazos la pelirroja me había matado de verdad y estaba en el inframundo.
Después de subir algunas rampas y escaleras agrietadas, sorteando cascotes, rescoldos humeantes y restos que podrían ser cuerpos humanos abrasados, habían llegado al lugar que buscaba Derguín. De los hermosos jardines de Orbine no quedaban más que unos troncos calcinados y un manto de ceniza gris que la víspera debió ser hierba fresca. Al menos, por la fuente que brotaba del saliente del acantilado seguía manando agua. Derguín acercó las manos con precaución. Estaba más caliente de lo que esperaba, pero parecía limpia. Primero bebió y luego metió la cabeza bajo el caño y se lavó lo mejor que pudo. Cuando terminó, El Mazo le separó los pelos para buscar la herida.
– Bah, un rasguño sin importancia. ¿Cómo te lo has hecho?
Derguín se incorporó. No sabía muy bien cómo explicárselo.
– Creo que deberíamos seguir cierto orden temporal. Mejor será que termines de contarme tú y luego hablo yo. ¿Qué pasó cuando te despertaste?
– Sígueme y te lo explico.
Caminaron unos veinte metros junto a la pared de roca. Allí se levantaba antes la pagoda de Rimom. Ahora sólo quedaban maderos negros que seguían humeando. En el suelo, entre los escombros, encontraron varios cadáveres. Era difícil contar su número. Algunos huesos, aunque carbonizados, conservaban la forma, pero muchos otros habían quedado reducidos a cenizas y sus restos se habían entremezclado. En cuanto al olor a brasas y aire recalentado, Derguín ya tenía la nariz tan saturada que ni lo notaba.
– Fue aquí donde me desperté.
Aquélla, recordó Derguín, era la antesala del santuario, donde habían sacrificado al cordero lechal antes de que la oniromante lo recibiera.
– Estaba envuelto en un saco y metido dentro de una caja de madera. ¡No sé cómo no me ahogué! Pero a lo mejor eso me salvó la vida, porque cuando desperté noté que todo temblaba.
– ¿Un terremoto?
– Eso debía ser. Al principio no estaba seguro, porque nunca en mi vida he sentido un terremoto. Primero pensé que me estaban zarandeando para despertarme o algo así, pero el ruido era tremendo, mucho peor que una tormenta. Entonces oí un crujido muy fuerte y noté que algo pesado caía sobre la caja y la madera se rompía. Luego vi que era una viga del techo. ¡No me aplastó la cabeza por dos dedos!
Cuando el suelo dejó de moverse, prosiguió, logró desenvolverse del saco y salir de la caja. Se encontraba a cielo abierto. Los tres pisos de la pagoda se habían venido abajo; pero, por fortuna para él, en vez de derrumbarse en el sitio, la mayor parte del edificio se había vencido a un lado, como un árbol talado por un hacha. De lo contrario, El Mazo habría perecido aplastado.
Al ponerse en pie entre escombros, tejas y vigas rotas, vio que en el suelo había cinco cadáveres. Dos eran varones que debían pertenecer al personal del templo. Los otros tres eran guerreras Atagairas. Dos tenían el cráneo aplastado y a otra se le había clavado en la yugular una larga esquirla de vidrio.
– ¿Estaba Ziyam?
– No. Ninguna era pelirroja.
La reina Atagaira merecía morir, sin duda, pero Derguín se sintió aliviado a su pesar. De haber estado Baoyim, seguro que le habría repetido su habitual cantinela: «Los hombres sólo tenéis la cabeza para que avise a vuestro pene a tiempo de que no se choque con las esquinas de las mesas».
Se le ocurrió otro pensamiento inquietante.
– Y Ariel…
– No, ella tampoco estaba. Seguro.
Derguín suspiró de alivio. El Mazo continuó su relato. Una de las Atagairas muertas debía ser la encargada de que El Mazo no despertara, porque tenía en la mano un estilete como el de Ziyam. De hecho, El Mazo recordaba su rostro vagamente, por los escasos ratos en que lo dejaban
despierto y le daban de comer y beber para que no muriera de inanición.
Pese a que la cabeza le daba más vueltas que un derviche, El Mazo salió de las ruinas de la pagoda. Por la luz y el frescor de la brisa, debía haber amanecido hacía unos minutos. Alrededor del templo había muchas casas derrumbadas y se oían voces y lamentos por doquier. La gente empezaba a salir de los edificios, arrastrando fuera a los heridos y a algunos muertos.
Pero el desastre no había hecho más que empezar.
El suelo empezó a trepidar otra vez. Aunque el temblor era menos violento, El Mazo pensó que era mejor apartarse del acantilado, donde podrían caer rocas o cascotes desde las alturas, y dirigirse a la playa de la Espina. No fue el único a quien se le ocurrió, de modo que se organizó una marea humana que bajó por las estrechas calles del Nidal hacia la bahía. Pese a que seguía algo mareado, El Mazo aprovechó su corpachón y logró abrirse paso entre la multitud.
Cuando llegó al extremo norte de la playa, a pocos metros del espigón que cerraba el puerto de la Seda, descubrió que el centro de la bahía borboteaba como un caldero hirviendo. Ante los ojos estupefactos de millares de personas, las aguas se rompieron y de ellas brotó una columna de vapor blanco que se levantó en el aire más de cien metros entre silbidos pavorosos.
El suelo seguía temblando. Por las laderas y paredes de la gran C que formaba la caldera corrían regueros de polvo debidos a los desprendimientos de rocas, y también a la caída de muros de contención, árboles, lienzos y casas enteras que se precipitaban al vacío. Alguien apartó la vista del agua y señaló hacia las alturas con un grito de horror.
– ¡Los funiculares!
Había tres funiculares en Narak, uno por cada uno de los distritos altos. Los cables de los tres oscilaban como cuerdas de laúd a punto de romperse mientras las torres de sujeción se sacudían a los lados. El primero que se derrumbó fue el de la Buitrera, el mismo que El Mazo utilizaba cuando quería visitar a Derguín en su casa. Había tres o cuatro cabinas bajando en aquel momento, y todas ellas se estrellaron contra las rocas y se hicieron añicos. Los otros dos funiculares cayeron poco después.
Los ruidos en el agua atrajeron de nuevo las miradas al centro de la bahía. Entre la nube blanca estaba apareciendo una isla que surgía de las aguas como una gran bestia negra. En cuestión de minutos se levantó hasta una altura de más de quince metros. El islote tenía forma de cono, pero de pronto, sin previo aviso, la parte superior reventó con una aterradora explosión cuya onda expansiva se notó a un kilómetro como una violenta bofetada de calor.
Un chorro de llamaradas rojas y amarillas mezcladas con un espeso humo negro subió a las alturas. El Mazo creyó ver una figura humana que volaba entre las llamas.
– Fue tan rápido que pensé que mis ojos me habían engañado. Pero a mi lado había más gente que también lo había visto.
Era él, se dijo Derguín, pensando en el gigante de la armadura oscura.
Lo peor estaba por llegar. Mientras el suelo seguía temblando, del boquete que había quedado tras la explosión del cono central de la isla surgió una criatura espantosa, un gusano gigantesco cuya aparición provocó más gritos de pánico entre la muchedumbre.
– ¡Era de fuego, Derguín! Imagínate una lombriz o una babosa, pero más grande que una ballena o un karchar, y tan largo que cuando su cabeza ya había llegado al agua su cola aún salía por el agujero de la isla. Su cuerpo era como un hierro al rojo vivo, casi blanco. Si cerrabas los ojos, seguías viéndolo en color verde, como cuando te quedas mirando el sol demasiado rato. Estaba tan caliente que en cuanto tocó el agua empezaron a levantarse chorros de vapor.
El Mazo aderezaba su relato con abundantes gestos y onomatopeyas, en este caso un largo siseo para describir cómo hervía el agua de la bahía. Por sus cálculos, aquel gusano de fuego medía al menos sesenta metros de longitud y seis o siete de grosor. Derguín habría pensado que exageraba tanto como un pescador hablando de sus capturas, si no fuera porque los estragos que contemplaba ante sus ojos sólo podían ser obra de fuerzas titánicas.
El gusano desapareció bajo las aguas, pero era fácil adivinar su trayectoria por el resplandor que se vislumbraba en las profundidades y por el reguero de vapor siseante que se levantaba a su paso. Los gritos de terror se calmaron un poco cuando la gente comprobó que se dirigía hacia el puerto de Namuria, en el otro extremo de la bahía. Cuando emergió allí, su luz pareció hacerse más intensa, y en apenas un minuto el bosque formado por los cientos de mástiles de los barcos de guerra estaba en llamas. Alrededor del Mazo hubo llantos y gemidos de consternación: la clave del poder de la ciudad, su flota, estaba ardiendo ante los ojos de los Narakíes.
Sin dejar apenas respiro, tres gusanos más pequeños, de entre diez y quince metros de longitud, salieron a la vez del boquete central. Con una rapidez sorprendente reptaron por la isla y se arrojaron al agua para dirigirse hacia la costa. Su fulgor aún se veía bajo las aguas cuando brotó un quinto gusano, tan gigantesco como el primero, seguido de otros dos menores.
Los tres gusanos adelantados salieron del agua en el extremo sur de la playa de la Espina, a unos seiscientos metros de donde se hallaba El Mazo. Uno de ellos empezó a reptar escaleras arriba hacia la Buitrera arrasándolo todo a su paso. El puro contacto de sus cuerpos incandescentes convertía la arena en vidrio y hacía arder la madera con violentas llamaradas. Por si esto fuera poco, aquellas criaturas movían a los lados la cabeza, abrían un orificio en forma de estrella que debía hacer las veces de boca y vomitaban unos chorros cegadores que lo fundían y abrasaban todo.
Cuando el segundo gusano gigante asomó la cabeza a menos de doscientos metros del Mazo, éste comprendió que la playa no era lugar seguro. Pese a que el suelo seguía sacudiéndose, se dio la vuelta y decidió que lo mejor que podía hacer era regresar a las ruinas de la pagoda. Si un cascote o una piedra le partían en dos la crisma, sería un fin más rápido que quemarse vivo.
De nuevo su corpulencia le sirvió para abrirse paso, ahora en sentido contrario. La multitud gritaba de pánico y cada uno pugnaba y empujaba por huir a un sitio distinto, ya que era imposible adivinar por dónde iba a surgir la siguiente amenaza. De la isla seguían saliendo gusanos incandescentes. El fragor de los chorros de fuego que vomitaban se mezclaba con el grave runrún del trepidar que agitaba el suelo, el estrépito de las rocas que se derrumbaban, el siseo del agua hirviente e incontables chillidos de pavor.
Mientras nadaba casi literalmente entre el gentío, procurando alejarse del mar, El Mazo sintió un intenso calor en la nuca. Desobedeciendo a su instinto, giró el cuello y vio que otra de esas monstruosas lombrices había salido de las aguas en la zona donde él mismo se encontraba unos minutos antes. La bestia abrió aquella obscena boca estrellada y arrojó un surtidor de fuego que cayó sobre la gente. Cientos de personas se convirtieron en antorchas humanas que aullaban de dolor apenas unos segundos antes de desplomarse convertidos en montones de cenizas.
El Mazo braceó con más fuerza, apartando y pisoteando sin contemplaciones, mirando hacia atrás constantemente para ver a qué distancia se hallaba el gusano. La bestia giró la cabeza hacia la izquierda, y su siguiente chorro de fuego trazó un arco de más de cien metros en el aire para caer sobre los barcos mercantes anclados en el puerto de la Seda. El incendio se transmitió de vela en vela y de maderamen en maderamen a una velocidad imposible, hasta que todo el puerto, mil metros de lado a lado, fue pasto de las llamas.
El Mazo siguió empujando, sin hacer caso de los puñetazos y patadas que le propinaban a él. A su derecha, los gusanos más pequeños trepaban por las escaleras que llevaban a los distritos altos de la ciudad. Uno de ellos, pese a su tamaño, subía pegado al frontispicio del templo de Manígulat como una monstruosa oruga que trepara por el tronco de un árbol, lanzando chorros de fuego que fundían la roca y borraban el relieve que representaba al dios.
Volvió a sentir el calor en la nuca y le llegó un nauseabundo hedor a carne y pelo achicharrados. Esta vez El Mazo ni siquiera miró atrás, sólo aceleró más, juntando los brazos ante su cuerpo como una cuña y corriendo a través de la gente.
– No sé cómo, pero logré llegar a esa zona de allí -dijo, señalando hacia las cuestas que los habían conducido hasta las ruinas de la pagoda.
Unos días antes eran calles estrechas y tortuosas en las que se sucedían rampas y escaleras. Cuando El Mazo las atravesó, resultaba aún más difícil avanzar, pues estaban llenas de escombros derrumbados durante el temblor.
– Pero luego llegaron los gusanos. Como ves, dejaron el terreno mucho más despejado.
Derguín asintió. Cuando acudió a consultar a la oniromante, desde aquel lugar no se veía el mar, tapado por los edificios. Sin embargo, ahora podía contemplar la bahía y el vivo reflejo azul de Rimom en sus aguas. El paso de aquellos monstruos ígneos había abierto nuevas calles y aplastado y fundido los escombros.
Varum Mahal, autor de la célebre Historia de las islas de Ritión, había escrito hacía casi doscientos años un opúsculo titulado Sobre las entrañas de Tramórea en el que aseguraba que la capa exterior del suelo se sustentaba sobre un gran lecho de barro primordial. Dicho barro podía ser frío o ardiente y surgir a la superficie en forma de arcilla, cieno o lava. Pero Mahal también sostenía que en esa capa subterránea moraban criaturas mucho mayores que las que habitaban la superficie. «Si el aire, las aguas y la tierra bullen de todo tipo de animales, ¿por qué el lodo primigenio va a estar muerto y desprovisto de vida?»
Derguín pensó que a Varum Mahal le habría gustado comprobar que su hipótesis era cierta. Por desgracia, no habría sobrevivido para escribir un apéndice a su opúsculo.
– Cuando llegué a las ruinas del templo, decidí que la única escapatoria era meterme aquí -dijo El Mazo, señalando al agujero circular que daba acceso a la cueva donde moraba la oniromante.
– ¿Encerrarte? En vez de achicharrarte al aire libre, ¿preferías abrasarte dentro de esta ratonera?
– ¿Y qué habrías hecho tú? Las llamas estaban cada vez más cerca de
mí.
El Mazo se volvió hacia la bahía y trazó un arco con el brazo para indicar por dónde se movían los incendios. Después señaló a la derecha, por encima del puerto de la Seda. Allí, a unos quinientos metros del santuario de Rimom, estaba la Costana del Norte, una calle muy empinada que salía de Narak. Tampoco deberían haberla visto desde donde se hallaban, pero ya no había nada que les ocultara el panorama.
– Ésa habría sido la única escapatoria. Pero por allí no podía ir. Un gusano que no sé de dónde demonios saldría había llegado ya a ese camino y estaba convirtiendo en cenizas a todos los pobres diablos que trataban de huir de la ciudad.
Derguín había recorrido esa calzada más de una vez para pasear por los acantilados que rodeaban el norte de la isla y llegar hasta la hermosa y tranquila playa de Arubak. La costana estaba festoneada de álamos que brindaban una agradable sombra. Ahora no quedaba ni un árbol y, pese a que no alcanzaba a verlo desde allí, sospechaba que los adoquines de la calzada se habrían convertido en asfalto fundido por el paso del gusano de fuego.
Se volvió hacia el agujero en la pared.
– Así que entraste por este hueco. No debió ser fácil con tu tamaño.
– No, no lo fue. Pero acerté.
Derguín asomó la cabeza. Recordaba que la cueva tenía forma de pequeña cúpula, pero ahora su interior estaba sumido en sombras.
– Eso es evidente. Estás vivo.
– La cueva de dentro era muy pequeña, y me di cuenta de que si un gusano se acercaba y soplaba su chorro de llamas me cocería como en un horno. Pero resulta que en la pared de enfrente había otro agujero así -explicó El Mazo, trazando un dibujo en el aire.
– Un óvalo.
– Eso es.
– No recuerdo la existencia de esa puerta.
El Mazo se encogió de hombros.
– Supongo que la abrieron hace poco cortando la pared. La losa que habían arrancado estaba tirada en el suelo, ni se habían molestado en quitarla.
– ¿Y dices que habían cortado la pared?
– Limpiamente. Pasé la mano por los bordes y ni siquiera raspaban.
¡Zemal! Sólo la Espada de Fuego podía practicar un corte así. De modo que aquella puerta la había abierto Ariel. ¿Para escapar de los gusanos de fuego… o para despertar a alguien que yacía en las profundidades?
El Mazo le contó que en el interior de la cámara había visto otro cadáver.
Por su descripción, debía de ser la oniromante. No encontró cascotes caídos que explicaran su muerte; pero no le sobraba precisamente tiempo para indagar, así que se adentró en el túnel que se abría al otro lado del agujero.
Y lo hizo justo a tiempo. A sus espaldas oyó el rugir de las llamas, y en el suelo del túnel vio su propia sombra recortada contra una intensa luz y sintió el calor en la espalda.
Derguín tocó la pared que rodeaba al agujero circular. Estaba negra, pero no había llegado a fundirse. Tal vez el gusano de fuego no se había acercado mucho, o sus llamas habían perdido fuerza. Pero de no ser por el túnel que penetraba en el acantilado, estaba seguro de que su amigo habría muerto achicharrado o asfixiado en la cueva de la oniromante.
El Mazo siguió contándole que había bajado por el túnel hasta que dejó de oír ruidos y sentir calor. Después había aguardado un tiempo prudencial, que a él se le antojó un día entero, pero que al parecer no había pasado de doce horas.
– El resto ya lo sabes. Salí de aquí y vi que los gusanos habían desaparecido y la mayoría de los incendios se habían apagado ya.
Derguín imaginó que eso ocurría porque las llamas de los gusanos debían alcanzar tal temperatura que lo consumían todo y agotaban rápidamente el combustible. No era extraño que, pese a que se había hecho de noche, siguiera haciendo más calor que en un día de verano.
– Estaba que me caía de hambre, así que me puse a buscar algo de comer, pero no había nada. Entonces, cuando llegué a la playa de la Espina, poco antes del templo de Manígulat, te vi tirado junto a la pared y a ese individuo amenazándote con la espada. Y ya está.
– ¿No has encontrado a ningún otro superviviente entre las ruinas?
El Mazo negó con la cabeza.
– Supongo que, si alguien más se ha salvado, debe haber huido de la ciudad.
Derguín suspiró, desconcertado. ¿Cómo se habría salvado también Agmadán, precisamente Agmadán? No podía ser casualidad. Seguro que tenía algo que ver con el viaje hasta allí de Ziyam, Ariel y…
Un momento. Justo antes de que apareciera El Mazo, Agmadán había dicho algo que a Derguín le había llamado la atención. ¿Qué era?
«Vino con la madre de la niña. Ella parece conocerte. Se llama…»
¿Qué nombre había dicho? Juraría que empezaba como el de Tríane, o sonaba parecido. ¿Tríane? ¿Qué podía pintar Tríane con ellas en Narak?
Sacudió la cabeza para ahuyentar aquel pensamiento. Si trataba de relacionarlo y comprenderlo todo se iba a volver loco. Necesitaba proceder paso a paso, descomponer los hechos en partes manejables para analizarlos y afrontar primero lo más urgente.
– No creo que en Narak encontremos comida, a no ser que pretendamos alimentarnos de cenizas y huesos calcinados -dijo, apartándose de la pared y de la entrada a la cueva-. Con mis provisiones tenemos para comer dos veces.
– ¿Dos veces? -gruñó El Mazo, incrédulo.
– Yo últimamente como poco. Venga, marchémonos de aquí.
– ¿Adónde?
Derguín se quedó pensativo.
– Si tomamos la Costana del Norte, a unas tres horas de camino está Arubak. Es un pueblo pesquero, así que seguro que podrán darnos una cena tardía.
– Si es que los gusanos de fuego no han tomado esa dirección…
– Tengo la esperanza de que se hayan conformado con destruir Narak.
– ¿Por qué?
Derguín se encogió de hombros. Era difícil explicar su intuición. Sospechaba que esas criaturas habían surgido del barro primordial convocadas por alguien muy poderoso y muy enfadado después de largos siglos de encierro. La bahía de Narak había sido su cárcel, y como tal cárcel había recibido su castigo.
Prefería pensar que era así, y no que unos seres de inconcebible poder destructor vagaban por la isla de Narak abrasando y quemando todo a su paso.
– Si en Arubak nos alquilan una barca, podríamos ir a Nahúr -sugirió El Mazo.
Su amigo se había construido una casa en aquel lugar, una pequeña isla frente a la costa sur de Narak. Derguín asintió por no discutir. Ya hablarían después, pero sospechaba que Nahúr no sería su destino.
¿Y cuál era su destino ahora mismo? Estaban ocurriendo muchas cosas y todas escapaban a su control. No sabía nada de Mikha. Tampoco tenía la menor idea de dónde buscarlo, así que era mejor no preocuparse por él de momento.
Ariel y la Espada. Eso le urgía más. Si la niña se había salvado, y esperaba de todo corazón que sí, seguramente habría huido de Narak. Puesto que el pueblo más cercano era Arubak, parecía también el lugar más apropiado para empezar a buscarla.
Mientras bajaban hacia los restos del puerto de la Seda para tomar la calzada del norte, El Mazo le dijo:
– Creo que ahora te toca hablar a ti, Derguín. ¿Qué demonios está pasando en el mundo? ¿Por qué hay una cara en la luna? ¿Por qué no llevas encima la Espada de Fuego?
Derguín se preguntó si era posible que ambos hechos guardaran relación. Pero, como no lo sabía, se limitó a narrar por orden todo lo que había sucedido desde la aparente muerte del Mazo. Al fin y al cabo, tres horas de camino daban para un largo relato.