BARDALIUT

Según los antiguos poetas, el Bardaliut, hogar de los dioses inmortales y bienaventurados, es una ciudad cuyos cimientos no se sustentan en la tierra, sino que flotan sobre las cabezas de los hombres, más allá de las cimas de las montañas y de las alturas donde vuelan los gigantescos terones, e incluso por encima de los rasgados cirros que anuncian con sus reflejos la salida del Sol y de las lunas. Los palacios del Bardaliut son inalcanzables. Por esa razón ni tan siquiera el Rey Gris con toda su ciencia pudo llegar a ellos cuando intentó asaltar los cielos en su impía y temeraria guerra contra los dioses.

Muchos autores han elucubrado sobre la ubicación del Bardaliut. Varum Mahal lo sitúa flotando sobre las inhóspitas montañas de Halpiam; Mibiusha asegura que sus palacios proyectan sus sombras sobre las Tierras Antiguas; y Fliantro afirma que sobrevuela el mar de los Sueños. Pero nosotros creemos que buscar el emplazamiento exacto del Bardaliut es tan inútil como tratar de hallar al ebanista que talló el cofre donde Manígulat guarda encerrados a los siete vientos. Pues, por la propia naturaleza volátil del Bardaliut, no está atado a ningún lugar, sino que puede viajar a voluntad allá donde quieran los dioses, y unas veces se encuentra más cerca del suelo y en otras ocasiones se aleja tanto que va más allá incluso del Cinturón de Zenort y alcanza el reino de las tres lunas.

KENIR, Teoría de los orbes celestes, II, 4-5

Por primera vez en siglos, los dioses están reunidos.

«Siglos» no es una palabra que para los Yúgaroi signifique lo mismo que para los humanos. Cuando un ser afronta la perspectiva de la inmortalidad, de un futuro que se extiende como un horizonte plano e ilimitado, cualquier unidad de tiempo carece de significado estable. Los años pueden percibirse como días, los días como siglos, las horas como eones, y eras enteras pueden convertirse en recuerdos tan concentrados como una tarde de verano.

Pero, como sea, los dioses se han reunido. Pues algo les ha hecho percibir que la situación ha cambiado, de tal suerte que han decidido reengancharse al flujo del tiempo.

Allí se encuentran Anurie y Anfiún, Taniar, Himdewom y Eleris, Shirta, Rimom y Pothine, Diazmom, Vanth, Ashine y Dirpiom, y más dioses aún, hasta llegar a treinta. A todos ellos se les han consagrado templos en los reinos y naciones de Tramórea.

Y, por supuesto, preside aquella asamblea el soberano de todos ellos, el gran Manígulat, señor del rayo y del fuego celeste.

En el pasado los Yúgaroi fueron muchos más de treinta. Los humanos los consideran inmortales, pero no se trata del adjetivo más adecuado para ellos. «Duraderos» sería más preciso. Entre ellos mismos pueden destruirse, como así ha ocurrido en el pasado. Hubo otros que perecieron en las guerras contra los humanos, cuando éstos poseían una ciencia lo bastante avanzada como para ser enemigos dignos de tal nombre.


Como fuere, el número de los moradores del Bardaliut se reduce ahora a tres decenas. Podrían haberse reproducido por medios naturales, artificiales o mixtos -«natural» es otro de los conceptos que para ellos ha adquirido un significado brumoso con el tiempo-. Pero no han mostrado interés en ello.

Algunos pensadores, como Brauntas, Segundo Profesor de la orden de los Numeristas, creen que los Yúgaroi, los grandes dioses, son eternos en el sentido filosófico; es decir, que no tienen principio ni final y que siempre han existido.

Lo cual no es cierto. Pero los dioses llevan siendo dioses desde hace tanto tiempo que el recuerdo de un tiempo anterior a su apoteosis no acude con facilidad a sus mentes.

De hecho, su memoria no es como la de los mortales. Los dioses almacenan siglos, milenios de recuerdos. Si todos se presentaran sin ser convocados cada vez que un sabor, un sonido, un olor o un pensamiento despertaran una asociación mental, sus cerebros se convertirían en caóticos enjambres de imágenes del pasado.

Entre los humanos, los Numeristas son los que más se han esforzado por encontrar un modo racional de organizar los recuerdos, y gracias a sus trucos mnemotécnicos sorprenden a los profanos. Pero su sistema no deja de ser imperfecto, ya que se basa en cerrar los ojos, imaginarse dentro de una biblioteca y pasear por sus salas y recorrer sus anaqueles buscando los volúmenes que quieren consultar.

Los dioses no imaginan bibliotecas metafóricas. Los dioses poseen bibliotecas reales: minúsculas estancias de metal y otros materiales más extraños incrustadas dentro de sus cabezas y en el mismísimo corazón de sus células, donde cada libro o su equivalente -cada imagen, sonido, pensamiento, textura o sabor- se almacena en un recipiente tan pequeño que dentro de un grano de arena cabrían tantos como granos de arena caben en una playa.

Así pues, los Yúgaroi pueden recordarlo todo, siempre que haya ocurrido, lo hayan almacenado en su biblioteca y no hayan decidido borrarlo por propia voluntad.

Pero remembrar el pasado no es una ocupación que les complazca. Incluso la prodigiosa ciencia que creó sus memorias perfectas está, en cierto modo, olvidada. Las maravillas del Bardaliut funcionan por sí solas, o así lo parece. Los dioses no necesitan pensar en ellas. Si no les queda otro remedio, tan sólo han de entrecerrar los ojos y, con una orden mental, solicitar los conocimientos necesarios a los minúsculos bibliotecarios que albergan en sus cuerpos.

Para esos bibliotecarios y para el resto de los diminutos duendes que viven en simbiosis con ellos, los Yúgaroi utilizan un término antiquísimo: nanos. Hay nanos en su cabeza, en sus músculos, en sus huesos, en el icor que fluye por sus venas, en el corazón de cada una de sus células, en toda la magia que los rodea.

Sólo hay dos de los Yúgaroi que no relegan a las sombras su origen ni reniegan de él. Uno no se halla presente en esta asamblea, ni será bienvenido cuando aparezca -que pronto aparecerá-. El otro sí está, aunque de una forma un tanto peculiar que los demás desconocen, pues es maestro de astucias. Se trata de Tarimán, el herrero, el inventor, el dios cojo.

Cuando Tarimán piensa en sus compañeros de raza o en los mortales que habitan en Tramórea, suele acordarse de una frase enunciada en tiempos tan remotos que por aquel entonces sólo una luna flotaba en el cielo: Cualquier tecnología lo bastante avanzada no se distingue de la magia.

En Tramórea perduran algunos restos de la tecnología o ciencia arcana, aunque los hombres los ignoren o los consideren magia. Por ejemplo, la Mixtura que beben los candidatos a convertirse en Tahedoranes y que les permite acelerar sus cuerpos y multiplicar su fuerza no es más que una solución de metales y compuestos orgánicos, en la que nadan billones de criaturas similares a los nanos que pululan en los organismos de los dioses.

Sólo que los más dotados de entre los humanos conocen tres aceleraciones. Los dioses dominan cinco.

Todo esto lo sabe y no lo olvida Tarimán. Pero de momento se limita a guardar silencio mientras observa a los demás. Antes de que empiece la propia asamblea, los dioses forman parejas y grupitos, y conversan entre sí de viva voz o recurriendo a la telepatía, sea ésta compartida o privada.

Una de las creencias humanas es que entre los Yúgaroi existen parejas eternas e indisolubles. Poetas y sacerdotes afirman que el rey Manígulat está casado con su hermana Himíe, señora de la luz del cielo, del mismo modo que la delicada Anurie es esposa inseparable del belicoso Anfiún, o que Rimom, el dios que trae el manto de la noche, es marido fiel de la amorosa y sensual Pothine.

Paparruchas.

Los dioses llevan tantos milenios viviendo, tantos evos, eones o como quieran llamarlos, que han tenido tiempo de aburrirse de sus parejas y de sí mismos, y no una sino varias veces. En algunos momentos, por pura probabilidad, se han formado vínculos como los que les atribuyen los humanos. Pero en otros Manígulat se ha acostado con Vanth, o con Ashine, o con Iyal, o con otros dioses varones, sea manteniendo su sexo o convirtiéndose él mismo en diosa, y también ha habido tríos, cuartetos y otras combinaciones que han durado más o menos tiempo.

Menos es lo habitual. Porque los dioses, en realidad, son seres solitarios. La mayor parte del tiempo lo pasan encerrados en sus estancias privadas, a veces reviviendo recuerdos, más a menudo recombinándolos con fantasías creadas por ellos en escenarios imaginarios pero más convincentes que la propia realidad, o simplemente mirando a las estrellas con la mente en blanco. Pues la eternidad es muy larga.

En el fondo, estos dioses fueron creados como hombres y por los hombres, a imagen y semejanza de los humanos. Como tales, no están preparados para la inmortalidad, para contemplar ante sí un futuro inacabable en el que apenas quedan planes que trazar ni novedades que experimentar, pues todo ha sido probado ya mil veces.

Y por eso estamos tan locos, piensa Tarimán, el dios que no renuncia a recordar.

– Ejem.

Un ronco carraspeo de Manígulat sirve para anunciar a todos que ha empezado la asamblea. No hay asiento ni trono. El rey de los dioses está de pie sobre un suelo de mármol blanco. Sus tres metros de estatura no proyectan sombra sobre las baldosas. Éstas emiten un suave resplandor que se combina con el de las paredes y el techo -que en realidad forma parte del suelo-, inundando la estancia con un baño de luz homogénea.

Los demás dioses forman un semicírculo a una distancia prudencial de Manígulat. Por propia decisión, no hay nadie entre ellos que supere en estatura al señor del fuego celeste. O casi nadie. Es una muestra de respeto, como lo es guardar silencio ante una señal tan leve y tan breve como una simple tos.

¿Por qué los dioses sienten, si no reverencia ni devoción, sí un sano temor por Manígulat? Sin duda es un ser poderoso. Sus huesos están hechos de una fibra de carbono más dura que el diamante y más resistente que el acero. Sus uñas pueden convertirse en garras de un palmo, capaces de rayar la piedra más dura o atravesar un blindaje de bronce. La pupila exterior de cada uno de sus ojos puede proyectar un rayo de luz roja que abrasa la carne y corta el metal como mantequilla. En lugar de nervios que transmiten las órdenes a los músculos mediante lentas sinapsis químicas, posee fibras superconductoras por las que los impulsos y la información viajan a la velocidad de la luz. Dentro de su pecho, en lugar de corazón y pulmones, alberga una batería de microfusión que suministra energía a su cuerpo y, entre otros refinamientos, un anillo de materia híbrida que, con los estímulos adecuados, puede convertirse parcialmente en materia exótica y crear campos de repulsión que le permiten volar.

Pero todo eso, al fin y al cabo, lo poseen los demás dioses.

Sin embargo, Manígulat monopoliza secretos que, a cambio de ciertos privilegios, le brindó Tarimán hace mucho tiempo. En el universo que habitan los Yúgaroi existen cinco fuerzas fundamentales -afirmación que no sería correcta si nos internáramos en otras Branas o en la vastedad del Onkos-. Gracias a lo que Tarimán denomina sus «artilugios», en esencia una configuración especial de los superconductores que recorren su cuerpo, el rey de los dioses puede dominar o más bien trampear una de dichas fuerzas.

Pronto se comprobará cuál de ellas es, pues a no mucho tardar alguien desafiará a Manígulat. Pero por el momento, los demás lo escuchan.

– Mirad, hermanos -dice el rey de los Yúgaroi-. Lo que no podíamos ver y ahora vuelve a estar ante nuestros ojos.

El suelo desaparece debajo de Manígulat y el resto de los dioses. Muchos son los prodigios que pueden obrar. Uno de ellos el de levitar. Pero en este preciso momento no flotan sobre la nada: siguen pisando el mismo suelo que unos segundos antes parecía de mármol y que ahora se ha convertido en un purísimo cristal. Como tantas otras construcciones de los dioses, prácticamente todo el Bardaliut es de materia transmutable. No se trata de magia alquímica, sino de una técnica que manipula las capas exteriores de la sustancia base y hace que parezca y se comporte como lo que no es: hierro, oro, titanio, cuarzo, jaspe, carbono, porcelana, diamante. Una materia transmutable puede ser opaca o transparente, lisa o rugosa, cálida o gélida, tan sólida y estable como una roca o tan líquida y huidiza como el mercurio. Sólo necesita una inyección de energía y las instrucciones pertinentes.

Como los demás, el divinal herrero mira hacia abajo. En el centro de aquella negrura cuajada de estrellas se extiende el mundo de los hombres. Algunos autores mortales lo llaman Kthoma, que en la lengua arcana significa «Tierra». Pero para los dioses siempre ha recibido el nombre de su continente principal.

Tramórea.

Para Tarimán se trata de algo más, algo muy personal. El proyecto Tramórea. Del que él fue artífice principal.

Sólo hay dos grandes masas de tierra. Al norte Tramórea, que da nombre a todo el mundo, y al sur Aifu. Desde las alturas del Bardaliut, en Tramórea se mezclan muchos colores, pero prevalece el verde de los bosques, los prados y los campos cultivados. En cambio, Aifu es mucho más seco y en su mayor parte se ve ocre o rojizo como el ladrillo.

Ambos continentes están rodeados por las que sus habitantes consideran masas de agua separadas, el mar Ignoto y el mar de los Sueños. En realidad, forman un único e inmenso océano. Ahora, el Sol empieza a alumbrar el extremo occidental de Tramórea y el mar Ignoto sigue envuelto en sombras. Pero cuando pasen las horas, desde el Bardaliut se podrá comprobar que miles de kilómetros mar adentro hay tinieblas aún más profundas que ni los rayos del sol pueden iluminar.

Los marinos suelen ser gente supersticiosa y cuentan que si un barco navega lo bastante lejos hacia poniente, acabará llegando al fin del mundo y topándose con una inmensa catarata donde las aguas se vierten hacia la nada entre rugidos de espuma. Es una creencia que se remonta a mucho tiempo atrás, antes de que Tramórea y los propios dioses existieran.

En su momento era una noción absurda -si las aguas se vierten, ¿cómo es que los mares no se han vaciado ya?-, pero en el presente no se halla tan alejada de la realidad. Sin embargo, los pocos navegantes que, arrastrados por alguna tempestad, han llegado hasta tan lejos y han descubierto el borde de aquel abismo insondable no han tenido alimentos ni agua potable suficiente para regresar y contar la razón por la que el océano no se derrama.

– Tramórea -murmura Tarimán. El orgullo de los dioses, ya que fueron ellos quienes la crearon. El reino por el que combatieron contra los mortales que son al mismo tiempo sus antepasados y sus sucesores. El mundo del que se retiraron después de varias guerras y que les ha estado vedado por la ciencia de un enemigo poderoso.

Hasta ahora.

– ¿Ha ocurrido lo que creemos? -pregunta Himíe.

Himíe goza de unas proporciones perfectas y un rostro que ella misma ha diseñado para que sea bellísimo y, sin embargo, posea al mismo tiempo una personalidad acusada. Casi todas las diosas imitan su ejemplo. Excepto, paradójicamente, Pothine, a la que los mortales consideran la divinidad de la belleza y el deseo sexual. Pothine ha elegido otro tipo de perfección, la de la esfera: está tan gorda que puede esconder brazos y piernas entre las grasas de su cuerpo y rodar sobre sí misma, una forma de desplazarse que, al parecer, la divierte sobremanera.

Como ya quedó dicho, la cordura y el equilibrio mental no son las principales virtudes de los dioses.

– Así es -responde Manígulat-. Undraukar ha muerto.

Ese nombre no significaría nada para los humanos, que lo conocían como «el Rey Gris», seguramente por el color del exoesqueleto metálico que utilizaba. Undraukar era muy viejo, aunque no tanto como los dioses. No le faltaban conocimientos para ascender a divinidad y, a pesar de que se le ofreció, siempre se negó a renunciar del todo a su naturaleza humana. En la guerra entre acrecentados -alias Yúgaroi, alias dioses- y naturales, él se puso de parte de los segundos. O más bien, testarudo y contradictorio como era, en contra de los primeros.

«Principios», decía él.

Unos principios absurdos, en opinión de Tarimán. En lugar de alterar su cuerpo y su mente con nanos, superconductores, retrovirus, memorias genéticas mutables y otros adelantos, el Rey Gris decidió recurrir a ayudas externas como el exoesqueleto, conexiones por cable y dolorosos tratamientos antisenescentes. Puesto que ni eso le bastaba para ser inmortal, acabó recurriendo a una cámara de estasis en la que pasaba la mayor parte del tiempo, o más bien del no-tiempo. Economizando como un viejo avaro los años que le quedaban, pensaba llegar a conocer el lejano futuro.

Y era él quien les vedaba el acceso a Tramórea. De ahí la pregunta de Himíe. Durante mucho tiempo, Tramórea ha estado prohibida e incluso oculta de su vista. Por debajo del Cinturón de Zenort se extendía un campo de invisibilidad. O más bien de distorsión: lo que los dioses observaban al fijar la vista en el lugar donde deberían contemplar Tramórea era el firmamento que había detrás, rayos de luz doblados sobre sí mismos para rodear el mundo de los humanos.

Existían otras trampas más insidiosas. De haber intentado atravesar físicamente esa barrera, el campo que el Rey Gris proyectaba desde Etemenanki habría alterado los nanos regeneradores que hacían inmortales a los dioses, convirtiéndolos en una especie de diminutos caníbales que los habrían reducido a materia descompuesta en cuestión de minutos.

Tres de los Yúgaroi, entre ellos Ubshar, al que los humanos consideraban el dios de las aguas saladas, lo habían comprobado en sus propias carnes. Sus muertes no habían sido rápidas ni indoloras, devorados y corrompidos desde el interior de sus cuerpos.

– ¿Eso significa que podemos volver a Tramórea? -pregunta Himíe.

– Y muchas más cosas -responde Manígulat.

Para demostrarlo, levanta una mano. Ahora es el falso techo el que se transparenta. Tan sólo las paredes siguen siendo opacas e impiden que la ilusión de estar suspendidos en el vacío sea total.

Sobre ellos flota la luna azul, Rimom. Desde Tramórea, los humanos la ven como si fuera una moneda flotando en el cielo. Para los Yúgaroi, que están a la mitad de la distancia, orbitando entre los fragmentos del Cinturón de Zenort, su faz es mucho más amplia y brillante.

Y esa faz se altera delante de los ojos de los dioses, y en ella se dibuja el semblante de Manígulat.

Por supuesto, los Yúgaroi no necesitan manipular artefactos con sus dedos, empujar palancas ni girar ruedecillas. Las instrucciones parten directamente de la mente de Manígulat, son obedecidas por mecanismos del Bardaliut y enviadas hacia la luna azul, todo ello en menos de un segundo.

– ¡Hemos recuperado el control de las lunas! -exclama precisamente Rimom, que recibe el nombre del segundo satélite y que en imitación de su superficie hace tiempo que pigmentó su piel de azul.

– Así es -declara con orgullo Manígulat. Cualquier otro de los dioses podría hacer algo similar. Pero el Bardaliut, que es un ser vivo a su manera, sabe que debe obedecer primero a Manígulat, y a los demás sólo si sus órdenes no chocan con las instrucciones del señor de los dioses.

– ¿Por qué no le has puesto mi rostro? -pregunta Rimom con voz quejosa-. Sería más justo.

– No digas sandeces -responde Taniar, que pese a llevar el nombre de la luna roja tiene la piel negra como el ébano. Taniar siempre ha sido más partidaria de Manígulat que el mismo Manígulat.

– Las únicas sandeces suelen salir de tu boca -replica Anfiún, aunque nadie le ha dado cirio en este funeral.

Los mortales creen que Taniar y Anfiún son amigos y camaradas. Lo cierto es que se detestan. La mayoría de los dioses sienten indiferencia unos por otros, pues el odio soporta tan mal como el amor la prueba del tiempo. Pero estos dos, en concreto, se aborrecen desde hace tanto que no recuerdan por qué. Y ese odio es el que ha incitado a Anfiún a intervenir.

Tarimán, un poco apartado de los demás, observa que Anfiún está muy crecido. En el sentido literal del término: su ojo experto calibra que en este momento mide tres metros y cinco centímetros, treinta y cinco milímetros más que Manígulat. Anfiún siempre se ha creído su papel de dios de la guerra, lo que hace que el cuerpo que se ha construido con el tiempo sea absurdamente ancho y musculoso, con unas manos más grandes que su cabeza y unos bíceps y deltoides en proporción.

Anfiún se adelanta, calzado con unas botas de metal ultrapesado que suenan TUDD, TUDD al pisar en ese falso vacío.

– Yo afirmo que lo que dice Rimom no es ninguna sandez. Yo afirmo que los tiempos han cambiado. ¿Acaso has sido tú quien ha matado a Undraukar, hermano Manígulat?

– Vuelve a tu sitio. No te me acerques.

– Te repito la pregunta. ¿Eres acaso tú quien ha matado a Undraukar? ¿Te debemos a ti poder regresar a Tramórea, verla a nuestros pies? ¿Quieres que nos pongamos de rodillas y rindamos homenaje a esa ridícula imagen de ti que has plantado en los cielos? -pregunta Anfiún, señalando a la luna azul.

– ¡Vuelve a tu sitio!

Pothine interviene. Su cuerpo esférico está apenas tapado por una malla de rombos. Pese a sus grasas, se mueve con agilidad e incluso con cierta gracia, dado que además en la sala de control de Bardaliut todos pesan la décima parte de lo que pesarían en su mundo de origen.

– ¡No le calles, hermano! -grita-. ¡Contesta a su pregunta! ¡Vienes aquí pavoneándote delante de nosotros como si de pronto, después de todos estos siglos, hubieras derrotado a nuestros enemigos!

Manígulat parece desconcertado. Se peina la barba con los dedos en un gesto que él siempre ha considerado propio de su majestad. Seguramente esperaba un coro de extasiados Ooooos y Aaaaas cuando enseñara a sus hermanos la esfera multicolor de Tramórea y su ingenioso truco con la luna azul.

Son unos desagradecidos, le transmite a Tarimán por una frecuencia privada.

Lo son, hermano, siempre te lo he dicho, responde el dios herrero, que en un plano más privado aún, suyo tan sólo, piensa: ¿Qué creías que tenían que agradecerte si no has hecho nada? Fueron Derguín Gorión y Ulma Tor, ese oscuro vampiro de las Moiras, quienes acabaron con el Rey Gris, no tú.

– Lo importante no es por qué ni cómo ha ocurrido esto -contesta Taniar-, sino el hecho de que ha ocurrido. Como bien ha dicho nuestro señor Manígulat, Tramórea está de nuevo abierta a nosotros y puede ser nuestra. Y también podemos disponer a nuestro antojo de la energía que nos brindan las tres lunas.

– El porqué y el cómo sí importan -responde Anfiún-. Porque del porqué y del cómo depende quién debe ser nuestro jefe a partir de ahora.

– ¿Cuestionas mi autoridad? -pregunta Manígulat.

– Sólo digo que es hora de que pensemos en cómo actuar, pero todos juntos, no obedeciendo los caprichos de uno solo que se cree el más poderoso, cuando sabe de sobra que hay alguien que le supera tanto como…

– ¡CÁLLATE! -ruge Manígulat.

El rey de los dioses levanta una mano con la que señala a Anfiún. En realidad, no le sería necesario hacerlo, pero los gestos siempre cuentan cuando se trata de exhibir el poder.

Un campo de chispas rodea a Anfiún. Sus enormes dedos se crispan y todo su cuerpo se sacude en convulsiones que lo derriban de espaldas. Sus brazos y sus piernas empiezan a aporrear el suelo -un suelo que, para que la lección de modales sea más evidente y eficaz, ha vuelto a transformarse en mármol-. Son golpes frenéticos, veinticinco por segundo según el cálculo de Tarimán.

Los demás se apartan un poco, asustados. Con su dominio de una de las cinco fuerzas, la electromagnética, Manígulat está manipulando las conexiones internas de Anfiún entre su cerebro, sus nervios superconductores y sus huesos y músculos acrecentados. Si insiste, puede sobrecargarlo tanto que se desgarrará y quemará por dentro más allá de toda posible reparación. Así aniquiló en el pasado a varios dioses, como la hermosa Kurui o el soberbio Fiatam.

– ¿Quién es el señor de los dioses?

– ¡Tú, Manígulat! -contestan todos a coro. Son poderosos comparados con los hombres, pero cuando se trata de enfrentarse a alguien que los supera se convierten en tímidos corderos.

Es algo relacionado con la inmortalidad. Los humanos naturales, que pueden aspirar a vivir ochenta, noventa, cien años a lo sumo, le otorgan a su vida un valor que podríamos llamar x, y aunque se aferran a ella, en algunas circunstancias están dispuestos a sacrificarla en nombre de principios como el amor, la dignidad, la ambición, incluso la curiosidad.

Los dioses, que miden su existencia pasada en milenios y la futura en magnitudes inabarcables, multiplican por esas mismas magnitudes el valor de la x. No hay principios que justifiquen arriesgar una inversión tan grande, un tesoro prácticamente infinito. Harán lo que sea por conservar su vida.

En suma, recapitula Tarimán con cierta melancolía, los dioses son unos cobardes. Al hacerlo se toca la pierna coja, siempre dolorida, un pequeño recordatorio de que él no renuncia del todo a su antigua naturaleza y conserva al menos un ápice de valor.

Y de curiosidad.

Anfiún sigue aporreando con manos y piernas el suelo, girando sobre sí como un trompo. A esa velocidad parece más bien una araña, pues sus brazos y sus piernas se mueven tan rápido que dejan imágenes fantasmales en el aire.

– ¿Quién es el dueño del rayo y el amo del trueno?

– ¡Tú, Manígulat!

– ¿Quién es el soberano del fuego celeste?

– ¡Tú, Manígulat!

– ¡Vais a comprobarlo!

Otra vez el suelo se hace transparente, salvo un círculo blanco que rodea a Anfiún y en el que éste sigue prisionero de aquel ataque de epilepsia que podría llamarse con justicia «mal sagrado», ya que afecta a todo un dios.

Bajo ellos vuelve a verse Tramórea, moviéndose lentamente, pues toda la sala de control gira para proporcionar gravedad artificial a los dioses. Pero Manígulat no se conforma con aquel panorama, y ordena que las paredes también se conviertan en cristal.

Es como si flotaran en el espacio.

Desentendiéndose de Anfiún, que sigue sufriendo convulsiones, Manígulat hace otro gesto. Un sector del suelo se convierte en una gran lupa, centrada en la parte noroeste del continente de Tramórea. La imagen lejana muestra ahora un plano más cercano. Una fortaleza aislada en una llanura. Y bajo ella, como hormigas, combaten dos ejércitos de humanos. Un espectáculo que solía entretener mucho a los Yúgaroi y del que se han visto privados durante mil años.

Salvo Tarimán. Por eso él conoce el nombre de aquella fortaleza.

Mígranz.

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