1 DE BILDANIL
MÍGRANZ

Quedaba apenas una hora de luz. El sol descendía hacia las montañas de Misia, que cerraban la frontera nororiental de Áinar.

El heraldo que llevaba la propuesta de rendición atravesó la tierra de nadie que se extendía entre la empalizada del campamento Trisio y Mígranz. Vista desde abajo, la fortaleza parecía inexpugnable, sensación acentuada al compararla con el paraje que la rodeaba: la comarca en muchos kilómetros a la redonda era una planicie de pastos, sembrados y algunos bosquecillos dispersos, sin una triste elevación que rompiera la monotonía de la llanada. Tan sólo el peñasco que se alzaba como una excrecencia de la tierra, una muela solitaria y tozuda que se negara a caer de las encías de un anciano.

Las paredes de aquel risco, conocido como la Espuela, se alzaban más de cien metros sobre la llanura. A ésos había que añadirles otros quince que medían las murallas de la fortaleza, construidas al borde del abismo como una prolongación de la roca, sin tan siquiera un mísero caminillo que permitiera rodear el bastión.

El heraldo levantó la mirada. El adarve estaba poblado de defensores. Desde allí arriba, él debía parecerles poco más que una lagartija arrastrándose por el suelo. Muchos de ellos le apuntaban con los arcos. La aguzada vista del emisario comprobó que había unos cuantos tensados, de tal manera que bastaría un pulgar más sudado de la cuenta para lanzarle una flecha. Y si a quien estaba al mando de aquel sector de muralla se le antojaba dar la orden de disparar, por lejos que estuviera el heraldo podía apostar a que algún proyectil lo alcanzaría.

Pero esperaba que no fuese así. Llevaba una bandera blanca atada a la punta de su largo báculo. Además, antes de venir con la oferta de Ilam-Jayn, ambos bandos habían intercambiado mensajes y los defensores de Mígranz habían jurado por Vanth que no le harían ningún daño.

La única cara accesible de la Espuela era la meridional. El heraldo emprendió la subida por un camino serpenteante labrado en la piedra. Era lo bastante ancho y liso como para que subiera un carromato, pero no convenía despistarse, pues no había vallas ni pretiles a los lados y la caída seguramente sería mortal. Cada pocos metros se veían nichos tallados en las rocas que rodeaban el sendero, y arqueros apostados en ellos para cerciorarse de que por allí no subía nadie que albergara malas intenciones.

Después de retorcerse en tantas revueltas que era fácil perder la cuenta, el camino desembocó en una mínima explanada, apenas cuarenta metros cuadrados, delante de una gran puerta cuyos batientes de roble estaban reforzados con barras de hierro. Sobre ella había ocho estrechas aspilleras desde las que vigilaban otros tantos arqueros, y más arriba un matacán cuyo voladizo estaba sembrado de huecos por los que podían arrojarse piedras, aceite hirviendo, arena caliente o cualquier otro agasajo dedicado a posibles agresores.

En la puerta había un postigo que a su vez contenía un ventanuco. Primero se abrió éste, y por él asomó un rostro surcado de arrugas y cicatrices. Por los ojos rasgados, el emisario supuso que se trataba de un Ainari, sospecha que se confirmó cuando se dirigió a él en ese idioma:

– ¿Eres el heraldo?

Una pregunta innecesaria. Su bandera llevaba bordado el antiquísimo emblema de las dos serpientes cruzadas, símbolo ancestral de los mensajeros protegidos por los dioses. En el báculo del emisario, sin embargo, sólo había tallada una serpiente solitaria con las fauces abiertas y dos pequeños granates encastrados en los ojos.

– Así es.

– ¿Hablas Ainari?

Otra pregunta superflua, puesto que en tal lenguaje le había contestado. Tras esperar en vano la respuesta, el soldado del interior se decidió a abrir el postigo. El heraldo dobló el cuello para trasponerlo, y aun así tuvo que doblar las rodillas para no darse un coscorrón con el dintel.

– Caramba, amigo -dijo el soldado, que parecía tener al menos sesenta años. Tal vez fuera efecto de las arrugas y las escasas guedejas de cabello que le caían por las sienes-. Qué crecidito estás. Dicen que los Trisios soléis ser bajitos.

– Yo no soy Trisio.

– ¿Y eso?

El soldado señaló la larga trenza blanca que colgaba desde la sien izquierda del emisario, cruzada sobre su pecho.

– Los Trisios se trenzan el cabello en la nuca y lo dejan colgar por la espalda, hasta las nalgas -respondió.

– Ya. He oído que, cuando crecen lo suficiente, se limpian el culo con

ellas.

– Jamás les he visto hacerlo. Prefieren usar piedras o manojos de hierba.

– ¿De dónde eres entonces?

– Te diré de dónde no soy. No soy de Trisia.

– Para trabajar como mensajero, eres muy poco comunicativo.

– Y tú, para ser Ainari, pareces demasiado parlanchín.

– ¡Ah, como ves, no siempre los tópicos se cumplen!

Atravesaron un patio interior, rodeado por más aspilleras en las que se intuían rostros hostiles. La siguiente puerta era un rastrillo de hierro, izado a media altura. Tras cruzarlo, se encontraron en el interior de Mígranz.

El emisario lo examinó barriendo a derecha e izquierda con una rápida mirada. Rodeando la muralla había una calle pavimentada de unos cinco metros de anchura, con escaleras que subían al adarve cada diez metros. Pasada la calle empezaban las casas y los almacenes. Y después, en las plazas y los patios de instrucción, las tiendas. Había tiendas de campaña por todas partes, y toldos, cañizos y sombrajos, y también carromatos que tras servir de transporte ahora se habían convertido en viviendas.

Sin duda, se trataba de los refugiados de la comarca de Málart, que habían acudido a la fortaleza huyendo del avance de los Trisios. El heraldo, que disponía de sus propios cauces de información, sabía que no todos los que solicitaban asilo eran admitidos. Se exigían condiciones muy estrictas para entrar: llevar comida para mantenerse por sí mismos, y nada de traer ancianos ni enfermos. De entre los adultos, sólo podían pasar aquellos capaces de mantenerse en pie y defender las murallas. Con los niños se mostraban más indulgentes: al menos, la guerra no les había robado todavía ese vestigio de humanidad.

Allí dentro reinaba una mezcla de caos y orden, de bazar y cuartel. En el improvisado campamento de refugiados se abrían calles despejadas que se cruzaban en ángulos rectos, y por ellas desfilaban los soldados que acudían a la muralla a llevar provisiones o a relevar a los defensores. Unos eran de la Horda, sonaban a metal al andar y caminaban con el aire seguro, casi desafiante, que les había contagiado su fundador Hairón. Otros eran más bisoños, convertidos en militares por las circunstancias, y se les notaba en el porte y en el armamento: petos acolchados o cuero hervido como mucho, en lugar de lorigas de anillas o corazas de placas.

Se oían voces, llantos, susurros, relinchos, rebuznos, balidos y un incesante zumbido de moscas. Risas, pocas. Tampoco se escuchaban los animados reclamos de los vendedores. En el aire flotaban cientos de olores, pero entre ellos predominaba el hedor a excrementos, humanos y animales por igual. Aunque Mígranz tenía letrinas y pozos negros, y vertederos que desaguaban los residuos al abismo, la fortaleza estaba abarrotada y los sistemas de limpieza no daban abasto.

Todos observaban con curiosidad al emisario, tal vez porque le sacaba una cabeza de estatura a la mayoría de la gente o porque querían saber qué condiciones leoninas les impondrían los Trisios. Él prefería no mirar fijamente a nadie. Había demasiado miedo y dolor en aquellos ojos, y hacía tiempo que había decidido que compartir las emociones ajenas sólo acarreaba sufrimiento inútil.

Algo le hizo levantar la vista. Su ojo experto había captado un borrón que se dirigía hacia el torreón central. Aunque apenas se distinguía del color del cielo, supo que era un cayán. Probablemente llevaba la respuesta de algún aliado al que habían solicitado ayuda desde Mígranz. ¿Cuál sería? El heraldo sospechó que malas noticias, y que los Invictos que decidieron quedarse en la fortaleza no tardarían mucho en perder ese título del que tanto se habían enorgullecido durante años.

Atravesaron un pasaje poblado de herrerías. Al menos ahí, en lugar de a mierda, olía a carbón y a hierro recalentado. Las chispas saltaban de un lado a otro de la calle, y entre el batintín de los martillos y los martinetes aporreando metal se escuchaban voces impacientes urgiendo a trabajar más deprisa.

Tras dejar atrás aquella calle, subieron una escalera estrecha y se encontraron en una plaza cuadrada, rodeada de muros y con el suelo adoquinado. En el centro se elevaba el torreón que durante unos minutos habían perdido de vista, tapado por las angosturas de las calles aledañas.

– El centro y el alma de Mígranz: nuestro patio de armas -explicó el veterano que ejercía de guía. No había dejado de hablar en todo el camino. El emisario no se creía ni la mitad de lo que le había dicho. ¿Veinte mil soldados y cinco mil refugiados? Más bien calculaba que debía de haber dos mil defensores armados, y que los demás, como mínimo cuarenta mil civiles, podrían utilizar como mucho piedras y palos contra los atacantes, y eso siendo optimistas.

Incluso en el patio de armas había cobertizos y tendajos montados. Al menos, habían dejado libres las inmediaciones del torreón. Éste, rodeado por un perímetro de soldados, era un edificio circular construido con sillares de granito y coronado por un chapitel de pizarra negra sobre el que, a cuarenta metros sobre la plaza, ondeaba el pendón de la Horda: un narval blanco nadando sobre fondo rojo.

Era una copia. El estandarte original se lo habían llevado los Invictos que meses atrás tuvieron la previsión de abandonar Mígranz y aquella región maldita sobre la que se cernía la plaga.

Caminaron hacia la puerta del torreón. Sobre ella, a unos ocho metros del suelo, se veía una gran vidriera. Estaba destinada a ser contemplada desde dentro, atravesada por los rayos del sol. Pero ya empezaba a anochecer y se adivinaban al trasluz lámparas encendidas y sombras que se movían.

– Ésa no es la vidriera original -le explicó el soldado-. La que había la rompió Kratos May con su cuerpo al huir del tirano Aperión. ¿Has oído hablar de Kratos?

– Algo me han contado sobre él. Un espadachín, ¿no?

– El término correcto es Tahedorán, amigo. Si Kratos te oyera llamarle espadachín, te ensartaría antes de que pudieras decir «amén». No te haces idea de lo rápido que se pueden mover esos Tahedoranes, y Kratos es el mejor de todos.

– ¿Y dices que rompió esa vidriera?

– Así es. Yo estaba aquí abajo, en el patio, y lo vi todo. La atravesó limpiamente y voló toda esa distancia como un pájaro. -Su dedo cruzó el aire dibujando una parábola hasta un gran tilo que todavía conservaba algunas flores amarillas y que se hallaba a diez metros del torreón.

Seguramente el hombre se creía su propio relato. El emisario lo escuchó escéptico. Recurriendo a la aceleración, un Tahedorán podría haber roto esa ventana con el cuerpo, pero lo más probable es que los fragmentos de cristal le hubieran causado graves heridas. Por lo que a él le constaba, Kratos May había destrozado la vidriera lanzando contra ella un pesado sillón de madera, y luego había cruzado el vano libre de cristales de un salto. Que, eso sí, había sido tan portentoso como narraba el veterano.

– Aperión volvió a encargar otra vidriera igual, pero tuvo la desfachatez de hacer que a Hairón lo representaran con su rostro. ¡Con el de Aperión! ¿Te lo puedes creer?

Sí, pensó el heraldo, claro que se lo podía creer. El difunto Aperión podría haber servido de modelo para un tratado filosófico sobre la soberbia.

– Cuando el duque Forcas se convirtió en nuestro jefe, ordenó que cambiaran la cara de Aperión y volvieran a retratar al auténtico fundador de la Horda. Todo por deseo de su amante, que no era otra que Aidé, la hija de Hairón. ¡Pobre duque! Esa muchacha era un diablillo, lo sé bien, y seguro que ahora, estén donde estén, es ella quien lleva los pantalones.

El soldado, que disfrutaba más contando esos chismorreos que si narrara una batalla, prosiguió:

– ¿Ves ese tipo alto y barbudo que le está entregando la Espada de Fuego a Hairón?

– Ajá.

– Pues es Tarimán, el dios herrero, el mismísimo que la forjó.

– ¿Eso también lo viste? ¿Viste en persona a un dios? -preguntó el heraldo, mirando a su interlocutor por primera vez desde hacía un largo rato.

El soldado vaciló. Se notaba que se moría de ganas de contestar que sí, pero no se atrevía a presumir de haber recibido tal epifanía divina.

– No. Pero conozco a otras personas que sí estuvieron presentes.

El emisario ladeó la cabeza, un gesto casi imperceptible de negación que su interlocutor no captó. La escena de la vidriera no era más que una idealización. Hairón tuvo que competir por la Espada de Fuego con otros candidatos, igual que décadas más tarde hizo Derguín Gorión. Tarimán forjó a Zemal más de mil años atrás, pero nunca la entregó en persona a nadie, ni siquiera a Zenort el Libertador, su primer dueño.

Mas no tenía sentido discutir de tales asuntos con aquel lenguaraz.

De pronto, las sombras que se movían tras la ventana se hicieron más grandes. Se oyó un gran ruido, compuesto de agudos chasquidos y crujidos, y la vidriera estalló. La gente que estaba debajo se llevó las manos a la cabeza y corrió para apartarse. Entre una lluvia de cristales de colores, un cuerpo se precipitó desde arriba y, por apenas dos palmos, se estrelló boca abajo sobre los adoquines en lugar de aplastar a un centinela que montaba guardia junto a la puerta.

El heraldo se acercó al cuerpo y le dio la vuelta con el pie. Si el hombre no hubiera muerto por la caída, como parecía que había ocurrido, lo habría hecho por la cuña de cristal que se le había clavado en la yugular.

– ¿Quién es?

– Oh, oh. Me parece que vamos a tener que elegir un nuevo general -dijo el veterano.

El emisario comprendió. De modo que el hombre al que acababan de arrojar por la ventana era Grondo, el mismo a quien debía presentar la abusiva oferta de Ilam-Jayn, jefe de los Trisios. Al parecer, ahora tendría que buscar otro interlocutor.

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