9 DE BILDANIL
NARAK

Agmadán, politarca de Narak, desayunaba sentado ante un velador de mármol en una de las terrazas de la mansión de su concubina Neerya, en el distrito del Nidal. El cielo estaba despejado, el sol calentaba lo justo y el aire, que en las alturas solía soplar con fuerza, no pasaba de una brisa que apenas revolvía el pelo de Neerya. La vista era espléndida, pero al atardecer, cuando el sol se pusiera entre los promontorios que cerraban la bahía, tiñendo las rocas de rojo y el mar de oro líquido, sería todavía más hermosa.

Desde allí arriba, el politarca tenía la ilusión de dominarlo todo. Si extendía la mano ante los ojos como un pintor, podía utilizarla como escala para medir todo lo que veía. Los puertos de Namuria y Tatros, la playa de la Espina, el paseo marítimo con sus suelos enlosados, sus palmeras y sus sombreadas columnatas, las casas y los templos de los otros dos distritos de las alturas, la Acrópolis y la Buitrera: cada uno de esos lugares, visto desde allí, medía poco más que la palma de su mano. Para tapar los edificios individuales o los barcos que entraban y salían le bastaba con la uña del pulgar. En cuanto a la gente que pululaba en los puertos y empezaba a llenar el mercado de la Espina, sólo se divisaba como una masa confusa e indiferente.

Lo que era.

Narak constituía una anomalía. Una democracia, el gobierno del pueblo. Ciudadanía con plenos derechos para todos. Los mismos para el necio que para el inteligente, para el ganapán que para el terrateniente o el empresario. Las masas malolientes que se apiñaban en las casuchas del Nidal, que con suerte se bañaban una vez al año, que se colgaban encima bastas ropas de arpillera y pergal, que se regalaban en sus fiestas horribles ídolos de barro pintados con colores chillones como si fueran obras de arte, que en sus bodas entonaban obscenas canciones en las que sólo se hablaba de falos hinchados y novias lujuriosas, recibían los mismos derechos y privilegios que los educados aristócratas que vestían lino y seda, frecuentaban las termas, se perfumaban con nardo y jazmín, se extasiaban ante las maravillosas esculturas de la Acrópolis o los delicados poemas de amor de Baryún, criaban caballos de carreras y perros de caza y sabían apreciar los mejores vinos de Kahurna.

Por suerte, la anomalía política estaba desapareciendo. Tras el golpe que Agmadán y sus aliados habían asestado contra la familia de los Barustanes, asesinando a tah Krust, jefe del clan, y cargándole literalmente el muerto a Derguín Gorión, la celebrada democracia de Narak ya era sólo una farsa. Los ciudadanos con una renta anual inferior a cincuenta imbriales, que suponían ocho de cada diez, aún tenían derecho a asistir a la asamblea, pero ya no podían tomar la palabra en ella. Por «comodidad», el lento procedimiento del recuento de manos se había sustituido por el voto por aclamación: el bando que gritaba más fuerte ganaba. Ya cuidaba Agmadán de que los funcionarios que se escondían tras los biombos para juzgar el volumen de los gritos oyeran


lo que él quería que oyeran.

Sobre todo, se había decretado una nueva ley por la que el Consejo de las Siete Familias podía vetar cualquier propuesta aprobada por la Asamblea. Una potestad que ejercía con mucha liberalidad.

Puesto que el Consejo de las Siete Familias lo dominaban los Agmadánidas y él era el jefe del clan, el politarca Agmadán no andaba tan descaminado cuando al contemplar desde las alturas la bahía y ciudad de Narak sentía que todo aquello era su predio particular.

La guinda de aquella inmensa tarta se sentaba a su lado. Neerya, la mujer más hermosa de Narak. Así, al menos, era considerada. A Agmadán no le deleitaba tanto contemplar su belleza como saber que el resto de la ciudad pensaba que no tenía parangón y lo envidiaba a él por compartir su lecho.

El politarca sólo disfrutaba de lo mejor. Incluyendo la mansión de Neerya. Él poseía la suya propia, por supuesto; no en el Nidal, sino en la Acrópolis, no muy lejos de la sede del Consejo. Pero no pasaba demasiado tiempo en ella. Era una casa antigua, algo incómoda, y no gozaba de tan buenas vistas por culpa del templo de Tarimán, edificio que con mucho gusto habría hecho demoler para que le dejara contemplar la bahía.

Sobre todo, en esa casa vivía su esposa legítima. Una mujer que había sido bella y que lo seguiría siendo si no tuviera siempre en la cara ese gesto acre, como si alguien le estuviera ofreciendo un pincho de boñiga de cabra en un banquete. Esa grosera definición se la había oído a Krust, pero por una vez Agmadán no había tenido más remedio que estar de acuerdo con el difunto Tahedorán.

Al pensar en su mujer, Agmadán estiró la mano y rozó los dedos de Neerya. Ella se volvió y le sonrió.

Sólo con la boca, no con la mirada. Sus ojos de ámbar siempre estaban tristes. Quizá eso contribuía a realzar su belleza. En opinión de Agmadán, una mujer que reía a carcajadas era tan vulgar como cualquier pescadera del puerto.

Un sirviente les escanció un vino blanco muy suave. Neerya ni lo probó. Tampoco había tocado la comida, tan sólo había mordisqueado un albaricoque.

– Deberías comer más. Se te empiezan a notar las costillas. No quiero que la gente piense que te mato de hambre.

– No lo pensarán, querido. Todo el mundo conoce la proverbial generosidad de Agmadán.

El politarca se preguntó si estaría siendo irónica. Cuando era uno más de sus pretendientes, Agmadán le hacía regalos muy valiosos. Gracias a esos obsequios y los de otros amantes, la mansión de Neerya disponía de lujos como una piscina al aire libre en la terraza contigua. Estaba construida sobre un hipocausto, por lo que se podía bañar en ella incluso en las noches de invierno.

Pero desde que Neerya le prometió ser sólo suya a cambio de permitir que el Zemalnit fuera desterrado y no ejecutado, Agmadán no se molestó en hacerle ni un regalo más. Era un hombre práctico, y ahora que Neerya se había convertido en un activo seguro le convenía más invertir su fortuna en bienquistarse a otras personas. No resultaba fácil mantenerse en la cúspide del poder cuando en las Siete Familias había aristócratas tan ambiciosos y con el colmillo tan retorcido como él.

– Señora…

Neerya se volvió hacia el ama de llaves.

– Ha venido un mensajero con un recado para el noble politarca. ¿Debo dejarle pasar?

Cuando decía «noble politarca», la vieja bruja lo miraba con cierta ojeriza. A Agmadán le irritaba que los sirvientes de Neerya se dirigieran primero a ella cuando él estaba delante. Era algo que tendría que cambiar.

Pocos minutos después apareció el mensajero, un criado de Agmadán.

– Te traigo una carta, señor. Ha llegado esta misma noche con un cayán. El escriba me encarga que te diga que la ha copiado en letra más grande para que no tengas que…

– Ya, ya -dijo Agmadán, impaciente. Su vista ya no era la de antes, pero no había por qué propalarlo. Tomó el papel y despidió al criado.

El mensaje era de Lirib, una ciudad de Malabashi con la que Agmadán llevaba años haciendo negocios. Su agente comercial le informaba de importantes noticias que provenían del este.

– ¿Qué te ocurre, querido? -le preguntó Neerya-. ¿Es que el vino está agrio?

– No, querida. El vino está excelente.

Al parecer, en los últimos días del mes de Anfiundanil se había librado una batalla al este de Lirib, no lejos de las montañas de Atagaira. El combate había enfrentado a la Horda Roja contra el Martal, el ejército Aifolu que acababa de arrasar la populosa ciudad de Malib.

En la batalla, contra todo pronóstico, el Martal había sido derrotado, y no sólo derrotado, sino prácticamente borrado de la faz de Tramórea. Hasta ahí, la noticia era buena. Por culpa de esa hueste de fanáticos, el comercio con las ciudades del continente casi se había interrumpido, lo que a Agmadán le suponía perder cerca de la mitad de sus beneficios.

El mensaje detallaba que los Invictos habían lanzado una carga de infantería y caballería contra el Martal, pese a que éste los superaba en número. Pero su gallarda acción no habría servido de nada si en aquel momento los Aifolu no hubiesen recibido un ataque inesperado desde el otro flanco: por primera vez en mucho tiempo, el ejército de Atagaira en pleno había bajado de las montañas para ir a la guerra.

Lo que había hecho apretar los labios a Agmadán en su típico gesto de dispepsia era lo que venía a continuación. En vanguardia de las Atagairas, rompiendo la formación enemiga, había cargado el mismísimo Zemalnit Derguín Gorión, armado con la Espada de Fuego.

Con la Espada de Fuego.

– Esto no puede ser verdad -rezongó.

– ¿Qué no puede ser verdad, querido?

Agmadán la miró con ira. ¿Ese brillo en sus ojos casi amarillos no era acaso de alegría, de secreta o no tan secreta burla? Arrojó la carta sobre la mesa y le ordenó:

– Léela.

Los ojos de Neerya se deslizaron por las líneas de la misiva a toda velocidad. Al principio su gesto era inexpresivo, como si las noticias no fueran con ella. Pero de pronto todo cambió. Sus ojos se iluminaron como gotas de oro bajo la luz del sol, sus mejillas se volvieron más tirantes y en las comisuras de su boca aparecieron dos hoyuelos que Agmadán no recordaba. Fue como una vela que colgara mustia y de pronto se hinchara al recibir una racha de viento.

Agmadán tiró del papel para quitárselo de las manos.

– ¡Espera, no he terminado de leer!

– Esto es un engaño. Debe ser un infundio, inventado para explicar una victoria inesperada. ¡La Espada de Fuego está aquí, a buen recaudo!

Neerya trató de adoptar una expresión neutra, pero saltaba a la vista que le costaba trabajo controlar las comisuras de la boca y que aquel chispeo no había abandonado sus ojos.

Agmadán la agarró de la muñeca y apretó.

– ¿Qué sabes tú de esto?

– Suéltame. Me estás haciendo daño.

– ¿Es alguna trama vuestra? ¿Has robado la espada y has hecho que se la envíen?

– ¿Cuándo iba a hacer eso, querido? ¿En qué momento dejan de vigilarla tus hombres? Interrógalos si quieres.

Eres capaz de haberte acostado con todos para sobornarlos, pensó Agmadán. Pero incluso él conocía los límites y sabía lo que podía y no podía decirle a su concubina.

– Tiene que ser mentira -dijo, más para sí que para ella-. Zemal se halla bien custodiada en el templo de Tarimán. No hace falta ni comprobarlo.

Pero, contradiciendo sus palabras, apuró la copa de vino, se limpió los labios con la servilleta de lino, la arrojó al suelo como si tuviera la culpa de su enfado y se marchó de allí.

Cruzar del monte del Nido a la Acrópolis suponía bajar más de cien metros de desnivel y volverlos a subir. Había un puente colgante que unía ambos distritos. No todos los Narakíes se atrevían a utilizarlo, pues oscilaba con el viento y entre los huecos de las tablas se veía perfectamente el vertiginoso abismo. Pero Agmadán lo cruzó con paso furioso, sin tan siquiera agarrarse a las sogas del pasamanos.

El templo de Tarimán se hallaba al borde de un farallón, a poca distancia de su casa. En Narak reinaba una especie de extraña telepatía por la que la gente se enteraba de todo lo que pasaba casi al momento. Por eso a Agmadán no le extrañó ver a su esposa, rodeada de criadas y asomada a un balcón que daba a los jardines que separaban la mansión del templo. No se molestaron en saludarse.

El politarca entró al santuario. Tras la alargada sala de ofrendas y sacrificios se hallaba la cella. Las puertas estaban cerradas y ante ellas montaban guardia seis centinelas, que abrieron paso a Agmadán.

Dentro había otros seis soldados. Al principio Agmadán tenía a treinta hombres custodiando la Espada de Fuego, pero con el tiempo relajó la vigilancia.

En el centro de la estancia se alzaba la estatua de Tarimán. No era de las más grandes que podían encontrarse en Narak, pero en un espacio tan reducido sus cuatro metros de altura intimidaban. Se trataba de una de las esculturas más antiguas de la ciudad, del tipo que llamaban Xóanos, una palabra que no parecía significar nada en ninguna lengua conocida de Tramórea. Estaba tallada en madera y la pintura se veía descolorida por el tiempo. Se decía que los Xóanos eran anteriores al año Cero. Agmadán se mostraba escéptico con esas cosas. Como su padre solía decir, «los hombres siempre exageran la antigüedad de las obras de arte, el número de soldados de los ejércitos enemigos, la belleza de sus amantes y la longitud de sus miembros viriles».

– ¿Para qué forjarías esa mierda de espada? -le preguntó directamente a la estatua. Su blasfemia provocó carraspeos nerviosos entre los vigilantes. Pero el dios de la barba roja siguió mirando al frente impertérrito, con el enorme martillo aferrado entre ambas manos.

Zemal seguía donde debía estar, al pie del Xóanos. Para asegurarse de que no se la llevaran, habían rodeado la vaina con tres argollas de hierro atornilladas al mármol del pedestal. Si alguien quería robar el arma, tendría que agarrarla por la empuñadura y extraerla de su funda, lo que para el pobre desgraciado significaría convertirse en un montón de cenizas humeantes.

Agmadán se agachó y examinó la empuñadura oscura. Acercó los dedos a la cabeza desgastada que remataba el pomo, pero dudó. ¿Y si el mensaje era una trampa destinada a que, creyendo que no era la auténtica Espada de Fuego, muriera abrasado al desenvainarla?

Mejor que ese riesgo lo corriera otra persona.

Salió de la cella y ordenó a los soldados que le trajeran a algún convicto. Por desgracia, la torre de Barust se hallaba al otro lado de la bahía, y entre el traslado en barca y la subida en el funicular se hizo casi media tarde. En su zozobra, Agmadán no fue capaz de probar bocado y se dedicó a dar impacientes paseos por el templo y los alrededores.

Por fin le trajeron al prisionero, un hombrecillo de mentón huidizo al que habían condenado a muerte por destripar a un ciudadano en un callejón para robarle la bolsa.

– Soy inocente, señor -fue lo primero que dijo-. El hombre que atestiguó contra mí era mi cuñado -añadió, como si con eso quedara dicho todo.

– ¿Cuándo se ejecutará tu sentencia?

– Dentro de dos semanas, señor.

– Si haces lo que te digo, me las arreglaré para que te la conmuten por quince latigazos.

– ¿Puedes hacer eso, señor? Te lo agradecería mucho, mucho -dijo el hombrecillo, tomándole la mano y untándosela de besos-. ¿Qué debo hacer?

Agmadán lo condujo al interior de la cella, le enseñó la espada atornillada al pedestal y se lo explicó.

– ¡No me pidas eso, señor! ¡No hay nadie en toda Tramórea que no sepa que sólo el Zemalnit puede coger su arma! ¡No quiero morir así!

– ¿Crees que es mucho mejor morir ahorcado? Existen sospechas de que ésta no es la auténtica Zemal. Al menos tendrás alguna posibilidad más. ¿Es que de niño no te enseñaron matemáticas?

– ¿Matequé, señor?

El jefe de los guardias se acercó a Agmadán y le susurró al oído:

– ¿Es esto prudente, señor? Si resultara ser la auténtica Zemal, este hombre podría atacarnos con ella y escapar…

– ¿Cómo puedes ser tan mentecato? ¿No le has oído a él? ¿O es que eres el único en Tramórea que no sabe lo que ocurrirá si es la espada de verdad?

El oficial se ruborizó y retrocedió sin decir nada. Agmadán se volvió de nuevo al convicto.

– Entre una muerte segura y otra tan sólo probable cualquiera sabe lo que debe elegir.

– Yo no, señor. Ya mi padre me decía que yo era muy ignorante y que no sabía lo que me convenía.

Agmadán bufó de impaciencia.

– Te condono también los latigazos. Si no es la auténtica espada, saldrás de aquí como un hombre libre.

– ¿Y qué haré entonces, señor? Nunca he aprendido un oficio. Al final tendré que volver a robar y me condenarán de nuevo.

– ¿No decías que eras inocente, rata de alcantarilla? Está bien, haz lo que te digo y si sobrevives te daré diez radiales.

– Eres muy generoso, señor, pero con eso…

– Con eso puedes montar un negocio o, mejor aún, comprarte a una esclava que tenga más cabeza que tú y lo lleve por ti. No hay más ofertas. ¡O aceptas o te juro que yo mismo te ejecutaré en el acto clavándote una espada en los intestinos para que mueras entre tu propia mierda!

Por fin, el condenado accedió. Apretándose la tripa de puro miedo, se hincó de hinojos junto a la espada y rodeó la empuñadura con los dedos. Aguantó así un par de segundos y se levantó de un brinco.

– ¡Ya está! ¡No ha pasado nada!

– ¿Cómo que ya está? ¡Tira de ella y sácala de la vaina!

El hombre volvió a arrodillarse, empuñó de nuevo la espada y, con los ojos tan apretados que se le formaron dos abanicos de arrugas en las sienes, empezó a tirar del arma.

– ¡Sigue! ¡Hasta que veamos la punta! -le ordenó Agmadán.

No era más que una espada normal y corriente, algo oxidada y con los filos mellados. Agmadán sintió que se le subía la sangre a la cabeza, a medias por la cólera y a medias por la vergüenza de haber sido engañado, para colmo delante de testigos.

– Vuelve a envainar la espada.

– Me alegro de haberte hecho este servicio, señor -dijo el hombrecillo tras obedecer la orden-. Si necesitas cualquier otra cosa de mí…

– Contaré contigo, no lo dudes. Siempre me vienen bien los hombres valientes y con iniciativa. Ahora, estos soldados te acompañarán a mi casa, donde mi tesorero te entregará los diez radiales.

Mientras dos de los tres soldados sacaban al convicto de la cella, Agmadán se acercó al oficial y le dijo:

– No quiero que esto salga de aquí. Si se sabe, haré que a ti y a tus hombres os despellejen.

– Sí, señor. Pero ¿crees que el prisionero…?

– Muy mala suerte sería que se aleje más de diez metros del templo sin dar un resbalón y caer por el acantilado.

– Entendido, señor. Un resbalón. Por encima del pretil.

– ¡Fuera de aquí, vamos! Quiero estar solo.

Cuando el último soldado cerró la puerta de la cella tras de sí, Agmadán se acuclilló junto a la espada. Pese a lo que acababa de presenciar, los dedos le temblaban cuando los acercó al puño del arma. Por fin, se decidió a cerrarlos y tiró. Con un rechino oxidado, la hoja salió un palmo.

– ¡Estás muerto, Agmadán!

Al oír la voz sobre su cabeza, dio un respingo y retrocedió, todavía en cuclillas, hasta caer sobre el trasero. El susto le había acelerado tanto el corazón que se llevó la mano al pecho para apretárselo y aliviar el dolor.

Levantó la mirada. Tarimán había inclinado el cuello y lo miraba sonriente. Agmadán se puso de pie y salió corriendo de la cella, despavorido.

Cuando unos minutos después volvió a entreabrir la puerta y asomó medio rostro por el resquicio entre las jambas, vio que la estatua seguía mirando a la nada, tan hierática como siempre.

Mejor que no le contara aquello a nadie. Ya había hecho bastante el ridículo por un solo día.

– Tú lo sabías.

Agmadán la miró con la boca tan apretada que sus labios, ya de por sí finos, habían desaparecido. Neerya estuvo a punto de contestarle: ¿Qué se supone que sabía? Pero sospechaba a qué se refería.

– Así que durante todo este tiempo lo que has estado vigilando no era la auténtica Espada de Fuego…

– ¡Ríete en mi cara, si te parece! ¡Estabas conchabada con él!

Neerya meneó la cabeza. Estaba sentada en un pequeño mirador asomado al oeste, aprovechando las últimas luces del día para bordar. Normalmente a esa hora solía leer, pero las noticias sobre la batalla y la posibilidad de que Derguín hubiese recuperado la Espada de Fuego habían tensado sus nervios como cuerdas de laúd a punto de romperse. Bordar era más relajante y la mente podía divagar.

– Eso no es cierto y lo sabes.

– ¿Por qué voy a saberlo?

Porque he llorado de rabia cada noche cuando tú te dormías, pensando que nos habías vencido a Derguín y a mí. ¿Crees que habría llorado así de haber sabido que el engañado eras tú?

No podía decirle eso, de modo que calló.

– Tu silencio es más elocuente y dañino que una puñalada -dijo el politarca.

– ¡Te juro por todos los dioses del Bardaliut, y que me fulminen con mil plagas si miento, que yo creía que el arma que había en el templo de Tarimán era la auténtica Zemal!

Neerya le miró a los ojos tratando de transmitirle la verdad de sus palabras. Era sincera. Pertenecía a los Bazu, un clan de origen Pashkriri que había extendido su red comercial por las regiones más civilizadas de Tramórea y que administraba y explotaba las principales rutas comerciales, incluidos los cinco mil kilómetros de la Ruta de la Seda. Algunos de sus miembros poseían el don congénito de influir en las mentes de los demás mediante una combinación de miradas y tonos de voz. Su madre, por ejemplo, atesoraba aquel talento. Pero quien había llegado a dominarlo más era su tío segundo Urusamsha, de quien se contaba que podía leer una mente con más facilidad que una carta. Urusamsha había aprovechado sus aptitudes para convertirse en el jefe de facto del clan y amasar una inmensa fortuna repartida en bancos de Pashkri, Ritión, Malabashi y Áinar.

La capacidad de Neerya de influir en la conducta de otras personas, sobre todo varones, era limitada y no se basaba en ningún don sobrenatural, sino en una mezcla de belleza e inteligencia. De haber sido como Urusamsha, habría aprovechado su poder para conseguir que Agmadán se despeñara por los acantilados de Narak o se cortara las venas de muñecas y tobillos.

Pero desde niña había comprobado que podía captar las emociones, ya que no los pensamientos, y sabía cuándo alguien mentía o decía la verdad. La última vez que vio a Derguín, encadenado en la mazmorra, lo encontró sinceramente desesperado, convencido de que lo había perdido todo. No, él no la había engañado, del mismo modo que ella no engañaba a Agmadán al asegurarle que no sabía nada.

Lo que suscitaba otras preguntas. ¿Qué había ocurrido? ¿Quién o qué había ayudado a Derguín a recuperar la Espada de Fuego?

Agmadán llevaba un rato callado, mirando al suelo y moviendo la cabeza a los lados como si discutiera con una presencia invisible. Cuando un criado le trajo una copa de oro con vino tinto fresco, hizo ademán de rechazarla. Pero luego cambió de opinión, chasqueó los dedos para que le volviera a traer la copa, la vació de un trago y le ordenó que se la llenara de nuevo.

– Es posible que no lo supieras, que ese tipejo lograra engañarte a ti como hizo con los demás -dijo por fin.

No es necesario que le insultes, pensó Neerya. Pero prefirió no avivar más la cólera del politarca.

– Es tal como te he dicho.

– ¡Pero no puedes negar que te alegras! ¡Lo veo en tu cara! ¡Te alegras de que me haya dejado en ridículo!

– Lo que ocurra dentro de mi corazón es asunto mío.

– ¡Juraste pertenecerme sólo a mí, puta!

Neerya no soportaba la vulgaridad ni la grosería, y ahora fue ella quien estalló. De un palmetazo, arrancó la copa de la mano de Agmadán y derramó el vino en el suelo.

– ¡Pero no juré olvidarme de él! ¡Ningún juramento puede domar los recuerdos!

Agmadán levantó el brazo derecho para abofetearla. En vez de eludirlo, Neerya se acercó más, y casi le escupió en la cara al decir:

– ¡Adelante! ¡Pégame! ¡Ya sabes que también te juré otra cosa!

Pocos días después de que la Rauda se llevara a Derguín de Narak, Agmadán se enojó con Neerya por una simple mirada que le pareció insolente, la agarró del pelo y le propinó dos guantazos. Ella se libró de él y corrió hasta la balaustrada que había junto a la piscina, se subió a ella, sacó las piernas fuera, colgando sobre el abismo, y dijo:

– Por el voto que hice, no puedo tomar represalias contra ti. Pero si vuelves a ponerme la mano encima, juro por todos los demonios del Prates y el inframundo que me tiraré desde aquí.

Agmadán tragó saliva recordando aquello.

– Juramentos, juramentos… Ya que los sacas a colación, te recordaré a qué te obligan los tuyos. ¡Ve a la alcoba y espérame allí!

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