BARDALIUT

Los dioses parecen flotar en el espacio, rodeados de estrellas, con Rimom sobre sus cabezas, más allá la verde Shirta y muy por debajo, al otro lado de Tramórea, la roja Taniar. A su misma altura hay una nube de fragmentos de roca que se extienden por ambos lados hasta que, a tanta distancia que apenas se divisa como una línea blanquecina, aquel anillo orbital se curva sobre sí y rodea Tramórea.

El anillo es conocido por los mortales como el Cinturón de Zenort y está formado por los restos de un antiguo cuerpo estelar que se rompió en experimentos a medias fracasados y a medias exitosos.

Ahora, obedeciendo a una señal de Manígulat, una de esas rocas flotantes empieza a resquebrajarse.

El Cinturón de Zenort encierra armas poderosas, y puede ser utilizado en sí como un arma. Pero durante mucho tiempo los campos de interferencia proyectados desde Etemenanki, la torre de Undraukar, el Rey Gris, han impedido que los Yúgaroi puedan utilizarlo. En los últimos siglos, tan sólo uno de los fragmentos del Cinturón ha caído del cielo. No fue algo buscado por los dioses, sino un accidente, algo tal vez inevitable cuando interactúan gravitatoriamente un mundo, tres lunas, el Bardaliut y miles de fragmentos rocosos.

Lo que ocurrió entonces fue que uno de esos fragmentos perdió tanta altura en su órbita que, finalmente, se precipitó sobre Tramórea por sí solo. Aunque el resto de los dioses no se han enterado -al menos todavía-, Tarimán sabe que aquel accidente ha desatado una plaga cruel e insidiosa. El meteorito portaba en su interior un organismo artificial de simetría invertida que ha contagiado su mutación a las plantas; mutación que se extiende de forma lenta pero inexorable en forma de ondas concéntricas. Para los ojos de animales y humanos no hay nada raro en aquellos pastos ni en aquellos cereales. Pero si gozaran de la visión acrecentada de los Yúgaroi, comprobarían que a nivel microscópico son como sacacorchos trucados que en vez de extraer el tapón lo clavan aún más. En suma, alimentos que los naturales no pueden digerir.

Aquel accidente es la causa de que dos ejércitos combatan bajo las murallas de Mígranz. La clave de la vida es la lucha por los recursos. Y ahora esos millares de humanos combaten por los que les quedan.

Aleccionador. Tarimán prevé que los dioses pronto lucharán también por recursos. Salvo que lo harán a un nivel infinitamente superior.

Mientras Tarimán y los demás Yúgaroi, salvo Anfiún, contemplan el combate que se desarrolla miles de kilómetros bajo ellos, la gran roca que señaló Manígulat con su majestuoso dedo ha terminado de romperse en cientos o tal vez miles de pedazos. En otro gesto tan innecesario como dramático, el rey de los dioses baja la mano. Esos pedazos, que hasta ahora han estado compartiendo la órbita del resto del Cinturón de Zenort, se detienen en el vacío. Como la única forma de mantenerse en las alturas es moverse, en el preciso momento en que se frenan caen.

Al principio, los fragmentos se borran de la vista. Pero un instante


después reaparecen como una miríada de puntos de luz, pues, al entrar en la atmósfera, el rozamiento con el aire calienta la capa externa de esas rocas hasta volverlas incandescentes. Sin duda, vistas desde la superficie de Tramórea ofrecerán un espectáculo bellísimo y al mismo tiempo aterrador. Algunas de las rocas se vaporizarán antes de llegar al suelo.

Pero sólo algunas.

Las demás impactarán como bólidos de fuego y destrucción. Aunque no sean los proyectiles más precisos del mundo, golpearán en la zona elegida por el gran Manígulat, señor del fuego celeste.

Lo cual supone un pequeño problema para Tarimán, que chasquea la lengua en un gesto muy humano. Pues allí abajo está una de sus creaciones, alguien que cree ser hijo de la diosa Himíe y en cierto modo lo es… aunque su madre lo ignore.

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