Derguín se alojaba en un viejo templete circular que conservaba parte del techo. En la sección que quedaba a la intemperie habían encendido un fuego, y en él estaban asando panceta, que acompañaban con pan, queso y vino de Pashkri, cortesía del difunto Binarg-Ulisha-Rhaimil, Puño del Destructor. En aquel sencillo banquete lo acompañaba su pequeño séquito o, como los llamaba Kybes, la «corte del Zemalnit»: el propio Kybes y la Atagaira Baoyim que, por la cuenta que le traía, procuraba evitar a sus compatriotas y sobre todo a su enemiga, la reina.
Y Ariel, por supuesto, a quien Kybes denominaba campanudamente «paje del Zemalnit». Era la encargada de mezclar vino con agua para servírselo a los mayores. Cada vez estaba siendo más generosa con el vino, con la intención de embriagarlos lo antes posible. Estaba muy nerviosa, tanto que por dos veces vertió la bebida fuera de la copa de Kybes y le manchó los pantalones.
– ¿Qué te pasa, rapaza? -preguntó el joven Aifolu. Sus ojos de córneas amarillas habrían resultado inquietantes si no fuera porque siempre estaba sonriendo y luciendo unos dientes que aún parecían más blancos por contraste con su rostro atezado-. ¿Es que la llegada del otoño te altera la sangre?
– No, señor.
– ¿Tengo que decirte otra vez que me llames Kybes a secas? Claro, quizá no te acuerdas. La última vez se lo dije en Narak a un chico que se hacía llamar Ariel. ¿No lo conocerás por casualidad?
Ariel terminó de echarle el vino con una sonrisa en la que, casi sin darse cuenta, se le escapó una pizca de coquetería. En balde, ya que a Kybes no le atraían las mujeres.
– Anda, bandida -dijo el Aifolu-, que nos la colaste bien. Aunque casi me parecías demasiado guapo para ser un chico.
– ¿Y como chica ya no te parezco guapa?
Flirtear era una buena forma de disimular los nervios por lo que estaba a punto de hacer. Bajo el cinturón llevaba la bolsita con los polvos somníferos que le había entregado Antea. Ella le había jurado que no le harían ningún daño a Derguín ni a sus amigos. Ariel creía en Antea, pero ¿y si Ziyam la había engañado a ella y en realidad se trataba de un veneno letal?
No deberías hacer esto. Tendrías que contárselo todo a Derguín, se repetía. Pero otra voz luchaba por hacerse oír en su conciencia y porfiaba en que ella había causado la muerte del Mazo y sólo ella podía arreglar el desaguisado.
¿Y si todo era mentira? ¿Y si Ziyam no podía resucitarlo? Ariel había presenciado suficientes prodigios como para sentir un gran respeto por la magia. Pero su breve experiencia la hacía sospechar que los muertos bien muertos estaban.
Claro que, si El Mazo estaba muerto del todo, ¿por qué su cadáver no se había podrido? ¿Por qué no se lo estaban comiendo los gusanos, como pasaba con cualquier animal muerto que se encontraba por el campo?
Qué complicado es todo, pensó. Como le solía ocurrir en esos casos se
apretó la tripa, pues empezaba a sentir retortijones.
Para terminar de embrollar lo que ya era complicado, cuando tenía a Derguín, Baoyim y Kybes un poco borrachos y parecía el momento oportuno para mezclar los polvos sin que se dieran cuenta, apareció Mikhon Tiq y se sentó junto a la hoguera.
A Ariel el mago le parecía un joven guapo, más que Derguín, aunque sus rasgos, de tan delicados, resultaban casi femeninos. Pero al mirarlo no podía olvidar que durante muchas semanas había estado contemplando ese mismo rostro congelado en piedra, y sentía un poco de repeluzno.
– No le mires tan fijamente. Puede echarte mal de ojo -le susurró Baoyim. Ariel se preguntó si hablaba en serio o también le tomaba el pelo, como solían hacer Kybes, Darkos e incluso el propio Derguín. A veces parecía que todos la tomaban por tonta.
Aunque lo cierto era que debía de serlo. De lo contrario, no se vería envuelta en tales líos.
– ¿Has vuelto a ver a Kalitres? -preguntó Derguín a su amigo.
– No -respondió Mikhon Tiq, haciendo girar el báculo entre las manos-. Ha desaparecido sin más.
– Tu compañero Kalagorinor es de lo más peculiar -dijo Derguín, trabándose un poco al pronunciar «Kalagorinor»-. Él y Linar harían una pareja de juglares de lo más cómica: el punto y la i. Aunque también es un personaje un poco impresentable, debes reconocérmelo.
Mikhon Tiq soltó una carcajada seca, pero no respondió. Por su parte, Kybes levantó la mano izquierda en el aire y se pasó entre los dedos una moneda de cobre con la soltura de un prestidigitador.
– Pues yo no tengo la menor queja de Kalitres. Desde que os convirtió a todos en zurdos, me apaño mucho mejor con esta mano.
Ariel no entendía a qué se refería con que los demás se habían vuelto zurdos: todos allí eran diestros. El único que manejaba la mano izquierda era Kybes, y porque no le quedaba otro remedio, ya que en la derecha le faltaban todos los dedos menos el pulgar.
– ¿Se ha llevado el ojo? -preguntó Derguín, con voz más seria.
Mikhon Tiq miró a ambos lados.
– No creo que deba hablar aquí de esos asuntos.
– Estás ante la corte del Zemalnit. Baoyim es mi portaestandarte, Ariel mi paje y Kybes mi jefe de espías. Todos ellos gozan de mi confianza. Lo que les cuentas a ellos es como si me lo contaras a mí, y lo que me cuentas a mí es como si… Bueno, tú ya me entiendes.
– Me parece que se te ha subido el vino, Derguín.
– ¿A él sólo? -dijo Baoyim, con una carcajada, tendiéndole la copa a Ariel para que volviera a escanciarle.
– Me vendrá bien para dormir -contestó Derguín-. Ya sabes que me cuesta conciliar el sueño. -Tocó la empuñadura de la Espada de Fuego-. A veces Zemal es una maldición de la que me gustaría librarme.
Eso era cierto, pensó Ariel. Cuando llegó a Narak, a menudo le cantaba dulces baladas a Derguín para que se quedara dormido, pues por culpa de la espada sufría de insomnio crónico. De modo que lo que iba a hacer tampoco era tan horrible.
– Pero te he preguntado por el ojo, Mikha, no me cambies de conversación -insistió Derguín.
– Sí, se lo ha llevado. Es justo. Él lo tenía antes de que se lo robara Ulma
Tor.
– ¿Qué virtud posee ese ojo?
– Yo no la llamaría virtud. Todo lo relacionado con su dueño es maligno y peligroso.
– Virtud o propiedad. No nos pongamos tiquismiquis con las palabras.
– Ese ojo puede ver en el espacio. Su poseedor debe dirigirlo hacia el lugar que quiere examinar, y el ojo atravesará todas las barreras hasta mostrar lo que se busca: árboles, paredes, montañas. Incluso la curvatura del horizonte.
– Se me ocurren usos bastante lascivos para ese ojo -sugirió Baoyim. Mikhon Tiq la miró enarcando una ceja, tal vez sorprendido de que una mujer hablara así. Ariel pensó que si hubiese pasado tanto tiempo con las Atagairas como ella, no se escandalizaría en absoluto.
– No lo había pensado, pero seguro que Kalitres sí -reconoció el joven mago-. Por lo que sé, ese ojo es muy difícil de manejar. Lo único que una persona inexperta conseguiría ver sería un torbellino de imágenes confusas, hasta marearse y vomitar.
– Aun así, yo me atrevería a intentarlo -dijo Baoyim-. Me gustaría mirar con él al corazón de la tierra y ver a la gran dragona en todo su esplendor.
– No es conveniente que los mortales indaguen los secretos que se esconden bajo tierra -repuso Mikhon Tiq. Ariel no sabía qué truco utilizaba el Kalagorinor para agravar tanto la voz cuando quería hablar en serio, pero notó cómo las palabras «bajo tierra» le hacían vibrar las costillas.
– Linar tenía un ojo parecido debajo de su parche -dijo Derguín-. También era rojo y con tres pupilas negras.
– ¿Cuándo te lo enseñó? Ni siquiera yo llegué a verlo.
– Fue cuando tenía que decidir quién cruzaba hasta la isla de Arak para enfrentarse con Togul Barok, si Kratos o yo. Se levantó el parche y me miró con él. No fue una experiencia agradable.
– Según Kalitres, ese ojo es el que ve en el tiempo.
– En los tiempos, más bien. No contemplé mi futuro, sino muchos futuros. Tantos que me cuesta recordarlos todos… Pero en la mayoría de ellos había fuego y destrucción.
– En ese caso, aprovechemos el presente para disfrutar -dijo Kybes-. ¡Rapaza, vuelve a llenarme la copa!
Las palabras de Derguín trajeron a la memoria de Ariel algo que le había contado Kybes al llegar a Narak. Cuando pasaron ante el templo de Manígulat, vieron un enorme relieve pintado que representaba al rey de los dioses agarrando de la barba a un enemigo con una mano y arrojándole el fuego del cielo con la otra.
– Es Manígulat derrotando a su hermano -le había explicado Kybes-. ¿Ves el rostro del dios loco?
– ¿Es que está llorando?
– No. No son lágrimas, sino gotas de sangre, porque Manígulat le acaba de arrancar los ojos.
– ¿Y qué hizo Manígulat con ellos?
– Nadie lo sabe bien. Hay quienes cuentan que los devoró un dragón, pero otros aseguran que unos magos muy poderosos los guardan en los confines del mundo y los utilizan para realizar sus conjuros.
Con aquel recuerdo, la conversación cobraba más sentido. Uno de esos magos debía de ser el hombrecillo al que a veces llamaban Kalitres y a veces Gran Barantán. A Ariel, que le sacaba medio palmo de estatura, no le parecía tan poderoso. Sin embargo, según Darkos, había destruido a uno de los demonios de metal lanzándole rayos del cielo.
El otro mago tenía que ser ese Linar del que Derguín hablaba a menudo.
– ¿Quién tiene el otro ojo? -preguntó Ariel, olvidándose por un momento de su arriesgada e ilícita misión.
Mikhon Tiq la miró como si reparara por primera vez en su presencia.
– No tengo ni idea. Y tampoco sé para qué sirve, si es lo que me vas a preguntar a continuación.
No está diciendo la verdad, pensó Ariel, pero no se atrevió a comentarlo en voz alta.
Derguín y Mikhon Tiq siguieron hablando, mientras Baoyim y Kybes se acurrucaban junto al fuego y se adormilaban poco a poco. A Derguín también se le escapaban amplios bostezos, pero de momento aguantaba despierto.
– ¿No tienes idea de adónde ha podido ir Kalitres? -preguntó a su amigo.
– No ha tenido la delicadeza de comunicármelo. Ha dejado el carromato abandonado, igual que los caballos. Adondequiera que vaya, parece que viaja a pie.
– No llegará muy lejos con esas patas tan cortas.
– Es un Kalagorinor. No lo subestimes.
Derguín soltó una carcajada.
– Perdona, Mikha. No acabo de imaginármelo viajando veloz como el viento, pero supongo que esconde muchas sorpresas. ¿Crees que habrá ido a buscar a Linar?
– Lo ignoro. Se me ocurren dos posibilidades. Una es que viaje a Etemenanki. No parecía tan convencido de que hubieras conseguido matar al Rey Gris.
– Prefiero no hablar de ese asunto -dijo Derguín, repentinamente serio-. ¿Y la otra posibilidad?
– Que se dirija al este, a Zenorta. Si recuerdas, Linar nos contó que no muy lejos de Zenorta se hallaba la ciudad prohibida de la que salió tu antecesor, el primer Zemalnit. Según el mito, en esa ciudad se conservaba parte del poder y la sabiduría de los antiguos, cuando los hombres todavía eran capaces de enfrentarse a los dioses casi en igualdad de condiciones.
– ¿Crees que esa ciudad prohibida existe de verdad?
– Ni siquiera sé si Zenorta sigue existiendo.
Ariel percibió de nuevo que Mikhon Tiq se reservaba información. Su instinto le decía que el Kalagorinor era bueno -siendo tan joven, Ariel todavía dividía el mundo en buenos y malos, sin refinar mayores matices-, pero que se callaba muchas cosas.
– En ese caso -dijo Derguín-, ¿qué debemos hacer nosotros?
– No estoy seguro. Por mí intentaría seguir a Kalitres, pero si se ha marchado sin avisar supongo que no desea compañía.
– ¿Entonces?
– Tu plan de volver a Narak no me parece mal. Quizá pueda acompañarte, al menos un trecho, y conseguir que tu viaje sea más rápido.
Hubo un rato de silencio. Derguín debió de acordarse de Neerya, de sus cadetes asesinados y de la espada que perteneció a su padre, porque se puso melancólico, con la vista absorta en las llamas, apuró la copa de un trago y pidió más vino a Ariel. Al cabo de unos minutos, se le empezaron a cerrar los párpados y la barbilla le cayó sobre el pecho.
Así no tendré que mezclarle esos polvos, pensó Ariel, aliviada.
Mikhon Tiq esperó un rato, con la contera del bastón clavada en el suelo, girándolo entre las manos y absorto en los destellos que la hoguera arrancaba a las esmeraldas. Después se levantó, con la flexibilidad y la aparente falta de esfuerzo de un gato. Ariel había observado que los movimientos del resto de la gente, incluso de personas consideradas gráciles y elegantes, parecían componerse de minúsculos tirones y sacudidas. En cambio, Mikhon Tiq fluía de un sitio o de una posición a otra como si todo su cuerpo fuera una corriente de aire.
Y tan silencioso como el aire se plantó ante ella y se inclinó. A la luz de las llamas, sus ojos oscuros parecían carbones encendidos.
– Sé quién eres, Ariel.
La niña, que estaba en cuclillas, se acurrucó aún más, cruzándose de brazos para disimular que estaba temblando de miedo. Ha descubierto mi plan.
El joven mago le acarició el pelo. Su boca sonrió, pero lo que más tranquilizó a Ariel fue que sus ojos también lo hicieron, y el fuego de sus pupilas ardió con calidez y no como una amenaza.
– Sé que has sido fiel a tu amo. Y también sé que Derguín es algo más que tu amo. Al serle leal y acompañarle en su viaje, ayudaste a que mi cuerpo petrificado no se perdiera. Por eso te doy las gracias, Ariel.
– No tiene importancia, señor.
– Soy Mikha para mis amigos, y espero que tú lo seas.
– Claro, señor.
– Claro, ¿qué?
– Claro…, Mikha.
– Eres hija de poderosos progenitores, Ariel, ¿lo sabes?
– Creo que sí. -Él también se ha enterado de quién es mi madre, pensó.
– Pero no debes dejar que eso imponga tu destino. Pues, por encima de todo, tú serás hija de tus obras.
Sin añadir más, Mikhon Tiq se dio la vuelta y un momento después había desaparecido del templete en ruinas. Ariel se quedó cavilando. Resultaba curioso que alguien que parecía incluso más joven que Derguín le diera consejos como si fuera un anciano.
Pero era de suponer que a los magos no se les podían aplicar las mismas reglas que al resto de los mortales.
Ariel aguardó unos minutos. Kybes y Baoyim se habían quedado dormidos boca arriba y roncaban, él con un estertor largo y profundo, como una sierra cortando leños, y ella con resuellos más breves, separados por rápidas vibraciones de los labios. Al oírla, Ariel tuvo que taparse la boca para no reír, porque aquello le recordaba a las pedorretas que se hacen soplándose en el dorso de la mano.
Derguín no roncaba, pero estaba tumbado de lado y su respiración era lenta y profunda. A su lado tenía a Zemal, guardada en la vaina y al alcance de la mano, pero se había desabrochado el cinturón para estar más cómodo.
Ariel sabía ser silenciosa como un gato, o más bien no entendía por qué el resto de la gente hacía tanto ruido al moverse. De puntillas, se inclinó sobre Derguín. Primero desenganchó el pequeño mosquetón que unía la vaina al cinto. Después agarró el pomo con una mano y la funda de cuero con la otra y se incorporó.
Una pausa.
Kybes y Baoyim seguían roncando. Derguín ni se había movido.
Perdóname, padre. Te la devolveré pronto, y también te devolveré a tu amigo.
Al menos, eso esperaba.
Salió del templete de puntillas, con la espada escondida debajo de un manto. Aunque los días eran calurosos, por la noche refrescaba, y más ahora que empezaba el otoño. Nadie se extrañaría de verla abrigada y con la cabeza cubierta. Recorrió las calles de Nidra a oscuras, esquivando los escombros gracias a la visión nocturna que había desarrollado tras tantos años -reales o mágicos- viviendo dentro de una cueva.
Por el camino se cruzó con una patrulla de guardia. Quizá no le habrían dicho nada, ya que todo el mundo sabía que era la sirvienta del Zemalnit. Pero, por si acaso, se agazapó entre las sombras hasta que pasaron de largo. Contaba con la ventaja de que los soldados se movían en el centro de esferas de luz proyectadas por antorchas y luznagos, mientras que ella se deslizaba en la oscuridad.
Salió una vez más de la cárcava. Pero ahora, en lugar de seguir caminando junto a la pared del Kimalidú, se dirigió al nordeste, hacia el lago de Bórax, tal como le había indicado Ziyam.
No tardó en divisar unos puntos de luz a la orilla del lago. Al acercarse más, comprobó que eran globos de luznago, azules y rojos. A su alrededor había un grupo de gente.
Todas eran mujeres, Atagairas cubiertas por capas pardas. Había ocho, diez o tal vez más. A Ariel no se le daba bien contar, y menos si esas mujeres se movían en la oscuridad y se tapaban unas a otras.
Cuando se encontraba a unos pasos de ellas, se le acercaron Antea y Ziyam. A la primera la reconoció por su estatura y sus andares, y a la segunda porque el luznago rojo que llevaba arrancaba reflejos de fuego de sus cabellos de cobre.
– ¿La has traído? -susurró la reina.
Ariel asintió.
– Enséñanosla.
Antea y Ziyam se juntaron y abrieron las capas como alas para que las demás no pudieran ver a Ariel. Al ver a Zemal, la reina extendió una mano para rozar el pomo, pero la jefa de su guardia le agarró la muñeca.
– Detente, majestad. Dicen que sólo rozar su empuñadura basta para morir convertida en cenizas.
La reina torció el gesto, pero apartó la mano.
– Desenváinala, Ariel.
– ¿Aquí, majestad?
– Sólo un poco. Lo justo para que comprobemos que es la auténtica.
Ariel cerró la mano en torno a la empuñadura y tiró muy despacio. Entre los gavilanes y el brocal metálico que guarnecía la vaina apareció una línea blanca y resplandeciente. Ariel siguió sacando a Zemal hasta mostrar un palmo de hoja. Por los filos saltaban arcos de luz azulada que se cruzaban entre sí y volvían a la espada. El olor a ozono anuló el de la sal que impregnaba el aire. Ziyam acercó de nuevo la mano y la detuvo a medio metro del arma.
– Es la auténtica. Noto cómo la piel se me pone de gallina -añadió, con una risita que a Ariel le pareció absurda-. Puedes guardarla, Ariel. Y hazlo bien. En ello te va la vida. Vamos.
Al acercarse al lago, Ariel pudo contar mejor. Había otras nueve mujeres, que con Antea y Ziyam sumaban once. Vio también, al borde del agua, dos balsas fabricadas con pellejos cosidos y, por el olor, impermeabilizados con grasa de urimelo. Sobre una de ellas había un saco muy abultado que, por el tamaño, debía de contener el cuerpo del Mazo.
¿Adónde pretendían ir con esas balsas? Por lo que sabía Ariel, cruzar el lago de Bórax no las acercaría demasiado a las montañas de Atagaira, que era el lugar donde sospechaba que se dirigían para realizar el ritual que resucitaría al Mazo.
Una mano se posó en su hombro. La niña se volvió.
– Me alegro de verte.
Ariel dio un respingo y retrocedió un paso. La mujer que se acababa de bajar la capucha no era Atagaira. Era más baja y estrecha de hombros que cualquiera de ellas, y tenía una cabellera tan negra que parecía devorar el resplandor de los luznagos como un pozo. Sus ojos rasgados y su barbilla afilada resultaban inconfundibles.
– Madre…