NIKASTU, PASONORTE

Tras la lucha contra la estatua de Anfiún y una noche en vela, a Kratos ya no sólo le dolía el hombro, sino todo el cuerpo. No obstante, no se permitió el lujo de dormir. Durante toda la mañana se volcó en preparativos frenéticos. Ignoraba cuántos soldados harían falta para luchar contra los dioses. ¿Un millón, dos millones? Evidentemente, no disponía de tantos. Y ahora lo más importante era la velocidad. Necesitaba hombres en forma y que fueran buenos jinetes.

Al final, con la ayuda de Partágiro y de Ahri, seleccionó a setecientos. De ellos, muchos pertenecían a la caballería ligera y pesada, pero también había soldados que combatían en infantería y sin embargo sabían montar con suficiente pericia para un viaje tan duro. De entre los generales, se llevó al joven Frínico, que mandaba el batallón Sable, y a Abatón. Con gusto habría prescindido del general tuerto, pero desconfiaba tanto de él que prefería tenerlo lo más cerca posible. Estaba seguro de que si lo dejaba al mando de Nikastu, abusaría de su poder y cometería mil tropelías.

Sobre todo, no quería dejarlo cerca de Aidé. Con un solo ojo, Abatón se las arreglaba para echarle miradas más lascivas que cualquier otro con dos.

Asunto que, cuando lo comentó con la propia Aidé, suscitó una discusión.

– ¿Que no quieres que ande cerca de mí? ¿Quieres decir que pretendes dejarme aquí?

– Ésa es mi intención, sí -respondió Kratos, poniendo los brazos en jarras para reafirmar su decisión.

– ¡Ni lo sueñes!

– No sabemos tan siquiera adónde pretende llevarnos el Gran Barantán. Los primeros días cabalgaremos hasta la extenuación. Si alguien se queda atrás no podremos esperar por él. Y seguro que después nos aguardan trabajos más duros.

– ¿Insinúas que como soy una débil mujer no podré resistir vuestro ritmo?

– Yo no he dicho…

– ¡Soy la hija de Hairón! No eres quién para decirme lo que puedo o no puedo hacer.

Y yo soy el jefe de la Horda, pensó en responder Kratos. Pero ni era la respuesta adecuada ni la verdadera razón.

– No dudo de tu aguante ni de tu coraje. Ya los has demostrado de sobra. Pero temo por ti.

– ¡Y yo por ti, estúpido! ¡Por eso voy a ir contigo! -Los ojos de Aidé se habían llenado de lágrimas-. Si vas a correr peligro, quiero estar a tu lado.

Kratos le apoyó la mano en el vientre.

– No se trata sólo de nosotros. Estando embarazada de un mes, lo peor que puedes hacer es cabalgar cientos de kilómetros sin parar.

– ¿Desde cuándo sabes tanto de embarazos? ¿Es que en Uhdanfiún también os enseñaban a ejercer de parteras?

– Se lo he preguntado a Baoyim. Ella entiende de esos asuntos.

En cuanto vio el destello que saltaba de las pupilas de Aidé, Kratos comprendió que acababa de cometer un error mencionando a la Atagaira. ¿Por qué no le había dicho en lugar de eso que había consultado con cualquier otro médico o comadrona de la Horda?

– ¿Y ella te ha dicho que no me lleves?

– Lo que me ha dicho es que las primeras semanas del embarazo son

las…

– ¿Te lo ha dicho o no?

– Lo ha desaconsejado.

– O sea, que te ha dicho que no.

– Sí, eso es lo que me ha dicho.

– ¡Claro! Qué oportuno. Lo que no quiere es que yo ande cerca.

– No sé de qué estás hablando.

– Claro que lo sabes. Esa pelandusca está deseando acostarse contigo.

– Aidé, por favor…

– ¿Y qué mejor ocasión? Después de una larga cabalgata, el fuego del campamento, la camaradería, un trago de vino para aliviar la fatiga del día, «Deja que vea tu hombro, tah Kratos»…

– ¡Para ya, Aidé! Estás diciendo insensateces.

– ¿Crees que no vi antes cómo te miraba cuando te quitaste la casaca? ¿Y luego, cuando os abrazasteis?

¿La he abrazado?, se preguntó Kratos. Sólo recordaba haberle puesto las manos en los hombros. Por si acaso, prefirió desviar la conversación del contacto físico.

– Me halaga que pienses que todas las mujeres se derriten por mí, pero no es el caso.

– ¡Qué simples sois los hombres! ¿No comprendes que no se trata sólo de que le gustes, sino de que eres un partido inmejorable? Jefe de la Horda Roja y señor de Pasonorte. ¿A qué más podría aspirar una Atagaira desterrada?

Kratos sugirió a Aidé que se aclarara, pues era muy distinto que Baoyim quisiera fornicar con él por lujuria que por ambición. Al momento comprendió que había caído en una trampa sin salida.

Él estaba acostumbrado a discutir siguiendo un solo sendero y por pasos sucesivos y excluyentes: si se debatía si Baoyim deseaba acostarse con él por medrar y él lograba demostrar que no, asunto zanjado. Pero Aidé no procedía del mismo modo. Cuando Kratos argüía que Baoyim no tenía razones para intentar convertirse en jefa consorte de los Invictos, Aidé aducía que era tan lasciva como todas las Atagairas y quería fornicar con él a toda costa para satisfacer sus instintos. Y si en ese momento Kratos trataba de demostrar que en realidad Baoyim no le deseaba a él, porque había visto cómo miraba a Derguín, Aidé saltaba sin dudarlo al otro sendero de la discusión y volvía a alegar que la Atagaira era ambiciosa y calculadora, y que sabía muy bien lo que hacía aconsejándole que la dejara a ella en Nikastu.

Al final Kratos se dio cuenta de que por más que razonara no convencería a Aidé. La furia la había obnubilado tanto que parecía pensar que aquel viaje tan precipitado a Pabsha era sólo una excusa para alejarse de ella y poder refocilarse con Baoyim y, si se terciaba, con todas las Atagairas que le salieran al paso.

– Es imposible hacerte entrar en razón. Me voy -dijo por fin, y se dio la vuelta para marcharse.

– ¡No te atrevas a dejarme con la palabra en la boca! -le amenazó Aidé.

Pero eso fue precisamente lo que hizo. Con una jaqueca como propina añadida a todos los dolores que lo aquejaban, Kratos salió de sus aposentos y bajó las escaleras del torreón casi a la carrera.

Soplaba un viento seco y frío. Se acercaba el mediodía. Los rayos del sol tallaban los perfiles como cinceles y su reverberación hacía que las piedras de los muros y el pavimento se vieran aún más ásperas y descarnadas. La víspera, Kratos había llegado a ver aquel lugar como una ciudad, su ciudad. Pero a la luz del día, de nuevo le parecía lo que era: una inmensa ruina que tardaría mucho tiempo en ser habitable de verdad.

Es porque no has dormido y además has discutido con Aidé, se dijo. Aunque tenía asuntos más importantes en los que pensar, notaba un nudo ácido en la boca del estómago y no conseguía sacarse de la cabeza los gritos que ambos habían proferido.

Acompañado por un pelotón de guardias que lo siguieron a cinco metros sin tan siquiera preguntar, Kratos se dirigió hacia la puerta sur. Tras salir del recinto de la muralla, bajó la cuesta entre restos de piras funerarias que aún humeaban. Allí abajo, en una amplia explanada, habían instalado las caballerizas, que por el momento eran poco más que cercados. Los hombres a los que había seleccionado Kratos para acompañarlo estaban allí, eligiendo monturas. Habían decidido que cada jinete llevaría tres; más animales de relevo podrían convertir la columna de marcha en una manada inmanejable.

Los caballos Aifolu eran pequeños: ninguno superaba las catorce manos de alzada. Por sus proporciones, no resultaban tan atractivos como los enormes y majestuosos corceles de batalla. Tenían las patas cortas, las crines ásperas y la cabeza voluminosa en comparación con el resto del cuerpo. Probablemente no ganarían una carrera de trescientos metros, ni siquiera de un kilómetro, pero cuando se trataba de cabalgar campo a través de sol a sol no había bestias más resistentes y abnegadas.

Entre los soldados que andaban por el cercado eligiendo caballos, examinándoles las patas, los cascos, el pelaje y los dientes, Kratos encontró, para su sorpresa, a Gavilán.

– ¿No deberías estar acostado, capitán?

– ¿Tan mal me quieres, tah Kratos? Acostado es como más me duele. Prefiero estar de pie y que me dé al aire.

El veterano tenía los brazos rodeados de vendajes. De su cabellera, que nunca había sido muy tupida, no quedaban más que unos matojos renegridos y retorcidos sobre sí mismos que cuando los aplastaba con la mano se quebraban con un crujido seco. Llevaba el rostro cubierto por una gruesa capa de bálsamo amarillo que dejaba ver poco más que la boca cada vez más desdentada y los ojos.

– ¿Qué haces aquí?

Palmeando el lomo de un caballo negro con las crines trenzadas, Gavilán contestó:

– ¿Qué voy a hacer, tah Kratos? Lo mismo que todos los demás. Elegir dónde voy a plantar el culo los próximos días. Es una decisión importante.

– No recuerdo haberte seleccionado.

– Será porque no has dormido, tah Kratos. A veces, la falta de sueño hace que la memoria flaquee.

– No puedes venir con nosotros. Sólo he escogido a hombres sanos, y a ti te he visto en mejores días.

– No te vas a librar de mí tan fácilmente, tah Kratos.

– ¿Por qué todo el mundo se empeña hoy en cuestionar mis órdenes?

Gavilán, extrañado, le preguntó a qué se refería. Kratos solía ser discreto con sus asuntos personales, pero se sentía tan furioso y desconcertado que no pudo evitar desahogarse, aunque fuera ofreciendo una versión muy resumida de la discusión. En realidad, ya no recordaba ni la mitad de los argumentos de Aidé.

– ¡Ay de ti, tah Kratos! ¿Entrarías en batalla contra un enemigo al que no puedes vencer?

– Es evidente que no. Procuraría retirarme antes.

– Pues discutir con una mujer es lo mismo. Lo mejor que puedes hacer es quitarte de delante. Sobre todo si esa mujer es la hija de Hairón. Con todos mis respetos, tah Kratos, no creo que su padre el honorable Zemalnit tuviera los testículos tan gordos como ella.

– Por una vez, he de darte la razón. Pero…

– Pero ¿qué, tah Kratos?

– Pero no vas a venir en este viaje. No estás en condiciones de cabalgar.

Con la mano vendada, Gavilán se dio un azote en su propio trasero.

– El culo y las piernas los tengo intactos, tah Kratos. No necesito más para montar a caballo.

– Te rezagarás. No puedo permitirlo.

– No tendrás que permitirlo. No me rezagaré. Y si eso ocurre, sigue adelante sin mirar atrás. -Gavilán carraspeó y miró por encima del hombro de Kratos-. Tienes otra visita. Me temo que alguien más va a querer acompañarte.

Kratos se volvió. Y ahora Darkos, pensó con desánimo. Su hijo venía corriendo hacia él. Al darse cuenta de que su padre ya lo había visto, el muchacho se frenó y recorrió el trayecto final hasta el cercado andando. Kratos decidió ahorrarle parte del camino y se dirigió hacia él, no sin antes decirle a Gavilán:

– Si no puedes aguantar, no miraré atrás.

– Así te ahorrarás ver lo feo que me ha dejado ese cabrón de Anfiún.

En otro momento, Kratos habría reprendido a Gavilán por su blasfemia. Hoy no.

Darkos se detuvo a un par de pasos de su padre. Se había lavado la cara y se había cambiado de casaca. Los pantalones eran los mismos, con manchas de hollín y de sangre que, por suerte, no había derramado él.

– ¿Qué tal estás, hijo?

– Bien.

– ¿No has tenido pesadillas?

El chico movió la cabeza a ambos lados.

– Pesadillas no. El Gran Barantán me habló en sueños y me dijo que iba a tomar prestado mi cuerpo un rato.

– Imagino que no te pidió permiso ni disculpas.

– ¡No tritures! Ya sabes cómo es.

Un día de éstos tendré que decirle que no repita más esa muletilla, pensó Kratos. Por desgracia, últimamente siempre encontraba asuntos más urgentes que atender que la educación de su hijo. Pensar en que estaba incumpliendo sus deberes como padre tan sólo consiguió agravar su dolor de cabeza.

– ¿Recuerdas algo más?

– Sí, padre. Me acuerdo de toda la conversación. No podía moverme ni decir nada, pero lo veía y lo oía todo desde dentro de mi cabeza. ¡No alapandaba nada, te lo juro!

– ¿Y no añadió nada más, algo que dijera sólo para ti?

– No. Sólo sé que tenemos que estar dentro de cuatro días en Pabsha.

– ¿Tenemos?

– Sí, tenemos.

– Sabes que eso no puede ser, hijo. Tú te quedarás aquí. Eres demasiado joven para un viaje tan duro.

– ¡Espera! Acabo de acordarme de otra cosa. También me dijo: «Recuerda a tu padre que debe llevarte consigo, por si fuera menester que te vuelva a utilizar de médium para hablar con él y darle nuevas instrucciones».

Kratos hubo de reconocer que la imitación era convincente, tanto por el tono pomposo como por el vocabulario.

Aun así, sabía de sobra que Darkos estaba mintiendo.

– Cabalgaremos de sol a sol, y tal vez incluso de noche. ¿Sabes lo que es eso? El primer día te saldrán llagas en los muslos y la entrepierna, dejarás de notar los testículos y sentirás que te clavan puñales en los muslos y las caderas. El segundo día te brotarán llagas dentro de las llagas y pensarás que los dolores de la víspera eran sólo una broma. El tercer día será mucho peor.

Darkos tragó saliva y su gesto cambió. Era evidente que sabía que su padre no falseaba ni exageraba las dificultades. Pero no apartó la mirada. Eso agradó a Kratos.

– Lo resistiré.

– ¿Estás seguro?

– Padre, aguanté en las catacumbas de Ilfatar y conseguí escapar con Rhumi. Después, cuando mataron a Asdrabo y me quedé solo, recorrí más de mil kilómetros con el Gran Barantán, soportando que me metiera garbanzos entre los dedos mientras tenía que sufrir el traqueteo de su maldito carromato y que me triturara con sus charlas.

Por una vez has utilizado el verbo «triturar» con algo de propiedad, pensó Kratos, pero prefirió dejar que el muchacho siguiera hablando.

– Después de las horas de viaje, me obligaba a cortar leña, encender la hoguera, traer agua, almohazar a los caballos, limpiar el carro y cocinar la cena. ¡A veces hasta tenía que darle masajes en los pies!

– Como iniciación al sufrimiento no está mal. Lo que yo habría llevado peor son las charlas de ese insufrible hombrecillo.

– ¿Cuándo salimos, padre? Debo preparar mi equipaje.

– ¿Cómo que cuándo salimos? ¿Es que te he dicho en algún momento que sí?

Darkos levantó la barbilla y entrecerró los ojos. Aunque el mentón cuadrado lo había heredado de él, el gesto de terquedad era típico de su madre Irdile, a la que Kratos había dejado en Tíshipan porque no soportaba su carácter dominante. ¿Le ocurriría lo mismo con Aidé? Creía recordar que con Irdile había tardado un año en sostener las primeras discusiones, y no un mes escaso.

– Me lo debes -dijo Darkos.

– ¿Que te lo debo? ¿Se puede saber qué me vas a echar en cara ahora? -¿Que os abandoné a tu madre y a ti?, añadió para sí mismo.

– Yo te salvé de esos bárbaros Khrumi, ¿te acuerdas?

– Sí, con esa Zemal de mentira. Si llegan a descubrir que podían apagar las llamas de esa espada orinándole encima, te habrías metido en un buen lío.

– El que estaba en un lío eras tú. Yo te saqué de él.

– Eso es cierto.

– Y gracias a que te llevé con el Gran Barantán, él te curó el hombro y pudiste manejar la espada de nuevo, triturarte a Ihbias y hacerte jefe de la Horda. Así que tienes que dejarme ir.

Kratos se cruzó de brazos.

– ¿Te parece bien echarle cosas en cara a tu propio padre? ¿Ésa es la educación que te dieron en Ilfatar los Ritiones? En Áinar a los hijos que faltan al respeto a sus padres los azotan en las plazas públicas.

A ver qué responde a eso, pensó.

– ¡No te estoy echando en cara nada! ¡Es injusto que me digas eso! No te he pedido dinero, ni que me regales un caballo, ni ropa, ni nada. Lo único que quiero es que me dejes ir contigo.

– ¿Por qué tienes tanto empeño? No sabemos a qué nos vamos a enfrentar, pero me temo que el combate que libramos anoche contra la estatua viviente de Anfiún nos va a parecer una simple pelea de taberna en comparación con lo que nos aguarda. Estamos hablando de hacerles la guerra a los dioses, hijo.

– ¡Por eso mismo! Yo estaba ahí también, ¿recuerdas? Oí lo que dijo Anfiún, que nuestro tiempo se ha acabado. ¡Los dioses quieren que los humanos nos extingamos! Si se va a acabar todo, si va a ser el fin del mundo, yo quiero estar a tu lado. Eres mi padre, ¿no lo entiendes? Me he pasado toda la vida sin saber quién eras. Ahora que por fin… que yo…

Darkos agachó la cabeza. Se le había quebrado la voz y tenía los ojos llenos de lágrimas. Kratos pensó qué habría hecho su padre en una situación similar. Probablemente, propinarle una bofetada y decirle: «Que no vuelva a verte llorar».

Lo que hizo Kratos fue abrazar a su hijo. Se dio cuenta de que él también tenía un nudo en la garganta. Respiró hondo, controló la voz y dijo:

– Ve con Gavilán y pregúntale qué debes llevar para el viaje. Yo te elegiré los mejores caballos. Si tenemos que cabalgar hasta el fin del mundo y más allá, lo haremos juntos.

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