Capítulo VI



Visitamos Littlegreen House

No sé cómo se encontraría Poirot con la gabardina y el pañuelo, pero yo estaba poco menos que asado antes de que saliéramos de Londres. Un coche abierto, en pleno tráfico, dista mucho de ser un sitio fresco en un caluroso día de verano.

Sin embargo, una vez que dejamos atrás la ciudad y hubimos corrido un poco por la gran autopista del oeste, me sentí mucho mejor.

La excursión duró cerca de hora y media y eran casi las doce cuando llegamos al pueblecito de Market Basing. Primitivamente estuvo situado al borde de la carretera principal; pero ahora, una desviación de la autopista lo había dejado a unas tres millas de la corriente principal del tráfico y, por lo tanto, parecía como si hubiera tomado un aspecto de dignidad y quietud. Su única calle amplia y la gran plaza del mercado parecían decir: «En tiempos fui un pueblo importante y para cualquier persona con sentido común y educación, sigo siendo el mismo. Dejad que ese mundo apresurado se deslice por su nueva autopista. Yo fui construido para durar muchos años, en aquellos tiempos en que la solidez y la belleza iban de la mano.»

Había un aparcamiento en mitad de la gran plaza, aunque sólo unos pocos coches lo ocupaban. Estacioné el «Austin» mientras Poirot se despojaba de sus superfluos ropajes y comprobaba que sus bigotes estaban en adecuadas condiciones de simétrica arrogancia. Con esto, estuvimos listos para actuar.

Por rara casualidad, nuestra primera tentativa para orientarnos no tuvo la respuesta acostumbrada: «Lo siento, soy forastero». Según parecía, esto daba a entender que no había forasteros en Market Basing. Ésa fue la impresión que sacamos. Ya me había dado cuenta de que Poirot y yo mismo, pero especialmente Poirot, teníamos que llamar la atención. Resaltábamos, por fuerza, sobre el fondo apacible de aquel viejo pueblo inglés, firmemente agarrado a sus tradiciones.

—¿Littlegreen House? —el hombre corpulento y con ojos bovinos, nos examinó con aspecto pensativo—. Sigan derechos por la calle Alta y no pueden perderse. A la izquierda. No hay ningún letrero en la cancela; pero es el primer edificio grande después del Banco. No pueden equivocarse —repitió.

Nos siguió con la mirada mientras emprendíamos el camino.

—¡Válgame Dios! —me quejé—. Hay algo en este pueblo que me hace sentir extremadamente notable. Y usted, Poirot, tiene un aspecto exótico por completo.

—Cree usted que van a darse cuenta de que soy extranjero, ¿no es eso?

—Es cosa que clama al cielo —le aseguré.

—Y sin embargo, mis ropas están confeccionadas por un sastre inglés —refunfuñó Poirot.

—El hábito no hace al monje —continué—. No se puede negar que tiene usted una poderosa personalidad. A veces me he extrañado que ello no le produjera complicaciones en su carrera.

Mi amigo suspiró.

—Tiene usted metida en la cabeza la errónea idea de que un detective debe ser un hombre que se ponga barba postiza y se oculte tras un pilar. La barba postiza es un vieux jeu y el seguir a la gente es cosa que solamente la llevan a cabo los componentes de las clases más inferiores de nuestra profesión. Hércules Poirot, amigo mío, necesita tan sólo retreparse en un sillón y pensar.

—Lo cual explica el que ahora nos encontremos recorriendo esta calle en una calurosa mañana veraniega.

—Eso se puede refutar fácilmente, Hastings. Por una sola vez, lo reconozco, me he salido de mis casillas.

Encontramos fácilmente Littlegreen House, pero nos esperaba una sorpresa... un anuncio de venta firmado por un agente corredor de fincas.

Mientras lo leíamos, atrajo mi atención el ladrido de un perro. Los arbustos no eran muy espesos y lo pude ver en seguida. Era un terrier de pelo duro, quizá demasiado peludo para la estación en que estábamos. Se apoyaba sobre las patas abiertas, inclinado ligeramente a un lado y ladraba con evidente placer por lo que estaba haciendo, lo cual demostraba que su actitud se basaba en motivos afectuosos.

—Soy un buen perro guardián, ¿no te parece? —ladraba—. ¡No te preocupes por mis ladridos! Así es como me divierto. Aunque, desde luego, también es mi deber. ¡Sólo es para que sepan que hay un perro en la casa! ¡Qué mañana más sosa! ¡No sabes lo que me gustaría tener algo que hacer! ¿Vais a entrar? Espero que sí. ¡Maldito aburrimiento! Necesito hablar con alguien.

—¡Hola, chico! —dije, adelantando la mano.

Estiró el cuello por entre los barrotes de la verja y me olfateó con aire de sospecha. Luego movió gentilmente la cola y lanzó alegremente una serie de cortos y agudos ladridos.

—No es una presentación en regla, desde luego —pareció decir—. Qué le vamos a hacer. Pero ya veo que sabes suplir la falta.

—Buen muchacho —dije.

—¡Uf! —contestó el terrier amablemente.

—¿Y bien, Poirot? —pregunté, abandonando esta conversación y dirigiéndome a mi amigo.

Tenía una expresión rara en la cara... una expresión que no pude descifrar. La mejor forma de describirla era comparándola con una excitación deliberadamente reprimida.

—El incidente de la pelota del perro —murmuró—. Bueno; por lo menos tenemos aquí el perro.

—¡Uf! —intercaló nuestro nuevo amigo.

El perro se sentó, bostezó y nos dirigió una mirada expectante.

—¿Qué hacemos ahora? —pregunté.

El terrier parecía que formulaba la misma interrogación.

Parbleau! Vamos a ver a los señores..., ¿cómo se llaman? Ah, sí; señores Gabler y Strecher.

—Eso parece lo más convincente —repliqué.

Volvimos sobre nuestros pasos y mi reciente amistad canina se quedó lanzando unos cuantos ladridos de disgusto.

Las oficinas de los señores Gabler y Strecher estaban situadas en la plaza del mercado. Entramos en un sombrío antedespacho donde nos recibió una señorita de aspecto linfático y ojos sin brillo.

—Buenos días —saludó Poirot cortésmente.

La joven estaba hablando por teléfono, pero con una seña nos indicó una silla y Poirot se sentó. Yo cogí otra y la acerqué a la de mi amigo.

—No puedo decírselo, de veras —decía entretanto la joven a su invisible interlocutor—. No sé a cuánto ascenderán los derechos... ¿Cómo ha dicho? Oh, sí; me parece que tiene agua corriente; pero desde luego, no se lo puedo asegurar... Lo siento mucho... No; ha salido... No: no puedo decírselo... Sí; descuide, se lo diré... Sí. ¿8.136? ¿Quiere repetirlo, por favor...? Ah... 8.935... 39... Ah, 5.135... Sí; le diré que telefonee... después de las seis... Ah, perdón, antes de las seis... Muchísimas gracias... No lo olvidaré...

Dejó el auricular en su sitio y escribió el número 5.319 en el secante de la carpeta. Luego se volvió y dirigió una suave aunque escrutadora mirada a Poirot.

El detective empezó a hablar con viveza.

—Me he enterado de que tienen una casa para vender en las afueras del pueblo. Me parece que se llama Littlegreen House.

—Perdón, ¿cómo ha dicho?

—Una casa por alquilar o vender —repitió Poirot despacio y recalcando con fuerza las palabras—. Littlegreen House.

—Ah, Littlegreen House —contestó la joven vagamente—. ¿Littlegreen House ha dicho usted?

—Eso es.

—Littlegreen House —repitió ella haciendo un tremendo esfuerzo mental—. Oh, bien. Creo que el señor Gabler sabrá algo de eso.

—¿Podría ver al señor Gabler?

—Ha salido —respondió la señorita con una especie de tenue y anémica satisfacción, como si dijera: «Me he apuntado un tanto».

—¿Sabe usted cuándo volverá?

—Lo siento, pero no lo sé.

—Como usted habrá comprendido, estoy buscando una casa por estos alrededores.

—¿Ah, sí? —dijo la joven sin ningún interés.

—Y Littlegreen House, parece ser la que yo andaba buscando. ¿Podría darme algún detalle de la casa?

—¿Algún detalle? —se sobresaltó la muchacha.

—Sí; detalles de Littlegreen House.

De mala gana, la chica abrió un cajón y sacó un rimero de papeles arrugados. Luego llamó:

—¡John!

Un larguirucho mozalbete que estaba sentado en un rincón, levantó la cabeza.

—Diga, señorita.

—¿Tenemos detalles de...? ¿Cómo dijo usted que se llama?

—Littlegreen House —repitió Poirot pacientemente.

—Tienen ustedes aquí un anuncio sobre el particular —intervine yo señalando la pared.

La muchacha me miró fríamente. Dos contra uno no está bien, pareció pensar. Así es que recurrió a sus propios refuerzos para cumplimentar.

—Tú no sabes nada acerca de Littlegreen House, ¿verdad, John?

—No, señorita. En todo caso, estará entre esos papeles —y señaló el montón que sacó antes la muchacha.

—Lo siento —dijo ella sin mirar siquiera donde se le había sugerido—. Me parece que habremos enviado esos detalles a alguien.

C'est dommage.

—¿Cómo dice?

—Que es una lástima.

—Tenemos un bonito bungalow en Hemel End, con sitio para dos camas.

La joven hablaba sin ningún interés, como quien quiere cumplir sus obligaciones con el dueño del negocio.

—Muchas gracias, no me interesa.

—Y una habitación semi independiente con un pequeño invernadero. Le puedo dar detalles de ella.

—No, gracias. Lo que me interesa saber es cuánto piden de renta por Littlegreen House.

—Pero si no se alquila —dijo la joven abandonando su posición de completa ignorancia por el mero placer de discutir—. Solamente se vende.

—El anuncio dice: «Por alquilar o vender».

—No quiero discutirlo, pues sólo se vende.

Cuando la batalla estaba en este punto, se abrió la puerta y entró un caballero de mediana edad, con los cabellos grises. Sus ojos nos miraron inquisitivamente y con las cejas pareció formular una pregunta a la empleada.

—Éste es el señor Gabler —dijo la joven.

El aludido abrió la puerta de su despacho privado con un gesto elegante.

—Pasen por aquí, señores.

Cuando entramos nos señaló con amplio ademán dos sillas, mientras se sentaba frente a nosotros detrás de una gran mesa.

—Bueno; ¿en qué puedo servirles?

Poirot empezó de nuevo con perseverancia admirable.

—Necesito conocer unos pocos detalles sobre Littlegreen House...

No llegó más lejos. El señor Gabler inmediatamente tomó la iniciativa.

—¡Ah, Littlegreen House...!, ¡ésa sí que es una buena finca! Una verdadera ganga. Y acaba de ponerse en venta. Les puedo asegurar, caballeros, que no encontramos a menudo casas de esta clase al precio con que se ofrece ésta. Es de un gusto exquisito. La gente está ya harta de edificios presuntuosos y cursis. Quieren cosas positivas. Buenas y honradas construcciones. Una finca hermosísima... con carácter... sentimiento... estilo georgiano en su totalidad. Eso es lo que la gente quiere ahora... Hay cierta predisposición por las casas de época. Supongo que comprenderán a qué me refiero. Sí; desde luego. Littlegreen House no estará mucho tiempo en venta. Me la quitarán de las manos, ¡estoy seguro! Un miembro del Parlamento vino a verla precisamente el sábado pasado. Le gustó tanto que volverá este fin de semana. Y también hay un señor agente de Bolsa, que se interesa por la finca. La gente quiere disfrutar de tranquilidad cuando va al campo y prefiere estar lejos de las grandes autopistas. Esto está muy bien para algunos; pero nosotros queremos atraer aquí «clase». Y eso es lo que tiene la clase, ¡clase! Reconocerán ustedes que antes sabían cómo construir para señores. Si, no figurará mucho tiempo en nuestros libros Littlegreen House.

El señor Gabler, a quien le estaba muy bien aplicado el nombre[2], hizo una pausa para tomar aliento.

—¿Ha cambiado de propietario a menudo en los últimos años? —preguntó Poirot.

—Al contrario. Ha pertenecido a una misma familia durante medio siglo. La familia Arundell. Muy respetada en el pueblo. Señores a la antigua usanza.

Calló de pronto; abrió la puerta del despacho y ordenó:

—Señorita Jenkins, déme los pormenores de Littlegreen House. De prisa.

Volvió a sentarse frente a nosotros.

—Necesito una casa, poco más o menos, a esta distancia de Londres —comentó Poirot—. En el campo; pero no en un descampado. Supongo que me comprenderá...

—Perfectamente, perfectamente. No conviene demasiada soledad. La servidumbre protesta. Aquí, sin embargo, existen todas las ventajas del campo; pero no sus inconvenientes.

—La señorita Jenkins entró apresuradamente llevando una hoja de papel escrita a máquina. La puso delante de su jefe y éste, con un gesto, la despidió.

—Aquí lo tenemos —dijo el señor Gabler, leyendo luego con una rapidez hija de larga práctica—. «Casa de estilo georgiano, con las siguientes notas características: Cuatro salones, ocho dormitorios con gabinete; servicios en proporción; espaciosa cocina; amplias dependencias accesorias, establos, etc. Agua corriente, jardines de estilo antiguo; gastos de conservación insignificantes, ocupando todo el conjunto unos trece acres; dos pabellones de verano, etcétera. Todo ello por el precio de 2.840 libras u oferta aproximada.»

—¿Puede facilitarme un permiso para ver la casa?

—No faltaba más.

El corredor de fincas empezó a escribir con un florido estilo caligráfico y con toda pausa.

—¿Su nombre y dirección? —preguntó.

Sin inmutarse lo más mínimo y con gran sorpresa por mi parte, Poirot dio su nombre algo cambiado: señor Parotti.

—Tenemos una o dos fincas más en venta que quizá puedan interesarle —prosiguió el señor Glaber.

Mi amigo le dejó que añadiera unos cuantos permisos más al que ya tenía extendido.

—¿Podemos ver Littlegreen House a cualquier hora? —preguntó.

—Claro que sí, caballero. En la casa viven unos cuantos sirvientes. Quizá convenga que llame por teléfono para asegurarme. ¿Quiere ir en seguida? ¿O después de comer?

—Tal vez sea preferible después de comer.

—Naturalmente... naturalmente. Llamaré y diré que irá usted a eso de las dos. ¿Le parece bien?

—Sí. Muchas gracias. Dijo usted que la propietaria de la casa es una tal señorita Arundell... Creo que dijo eso, ¿no es cierto?

—Lawson. La señorita Lawson. Es el nombre de la actual propietaria. Siento decir que la señorita Arundell murió hace poco tiempo. Por eso se vende la casa. Y le aseguro a usted que se venderá en un abrir y cerrar de ojos. No tengo ninguna duda de ello. Entre nosotros, confidencialmente, si piensa hacer alguna oferta, estoy dispuesto a estudiarla inmediatamente. Como ya le he dicho hay dos caballeros que se interesan por esta finca y no me sorprendería que uno de estos días recibiera una oferta de cualquiera de los dos. Cada uno de ellos sabe que el otro se interesa por la misma casa. Y no hay duda de que la competencia sirve de acicate. ¡Ja, ja! No me gustaría que quedara usted defraudado.

—Por lo que veo, la señorita Lawson, tiene prisa por vender cuanto antes.

El señor Gabler bajó la voz en tono confidencial.

—Eso es precisamente lo que pasa. La casa es demasiado grande para lo que ella necesita. Es una señora de mediana edad que vive de sus rentas sola. Desea desembarazarse de la finca y alquilar un piso en Londres. Algo por completo incomprensible. Por eso la casa se ofrece a un precio tan ridículo. Resulta de veras incomprensible.

—¿Estará dispuesta a estudiar una oferta?

—Desde luego. Haga usted su oferta y deje que ruede la bola. Pero puede creerme; no es ningún disparate ofrecer una cifra aproximada a la que antes le dije. ¡Pero si es una cantidad ridícula! En estos días, el construir una casa como ésa le costaría, por lo menos, seis mil libras. Sin contar el valor del terreno y los derechos municipales.

—La señorita Arundell murió de repente, ¿verdad?

Pues no podría asegurarlo. «Anno domini... anno domini.» Hacía tiempo que había cumplido los setenta. Además estaba delicada. Era la única de la familia. ¿Conoce quizás algo sobre ellos?

—Tengo algunos conocidos con el mismo apellido, cuyos parientes residen en esta región. Me figuro que debe ser la misma familia.

—Es muy probable. Eran cuatro las hermanas. Una de ellas se casó demasiado tarde y las otras tres vivieron aquí. Damas al viejo estilo. La señorita Emily la última de ellas. En el pueblo tenían formada una alta opinión de todas.

Se inclinó para entregar los permisos a Poirot.

—Venga por aquí otra vez y dígame qué le parece. Desde luego, la casa necesita unas pocas reformas. Es natural. Pero yo siempre digo, ¿qué significan un baño o dos? Eso está rápidamente hecho.

Salimos del despacho y la última cosa que oímos fue la inexpresiva voz de la señorita Jenkins que decía:

—La señora Camuels ha llamado por teléfono. Dijo que la telefoneara usted. Halland, 5.391.

Por lo que pude recordar, no era ni el número que la joven había anotado en el secante, ni el que le dijeron por teléfono.

Aquello me convenció de que la señorita Jenkins se estaba tomando cumplida venganza por haberla obligado a desarchivar los pormenores sobre Littlegreen House.

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