El viernes antes de Pascua, Emily Arundell se encontraba en el vestíbulo de Littlegreen House, dando varias órdenes a la señorita Lawson.

Emily había sido una muchacha agraciada y ahora era una señora bien conservada, de espalda erguida y ademanes vivos. El ligero tinte amarillento de su tez constituía un aviso sobre el peligro que representaba para ella el comer según qué manjares.

—Vamos a ver, Minnie —dijo la señorita Arundell—. ¿Dónde ha colocado a los invitados?

—Pues, espero..., creo haberlo hecho bien. Al doctor Tanios y su señora en el dormitorio de roble y a Theresa en el cuarto azul. Al señorito Charles en la antigua habitación de los niños...

Su señora la interrumpió.

—Theresa puede dormir en el cuarto de los chicos y el señorito Charles que se quede en la habitación azul.

—Oh, sí... lo siento. Creí que el cuarto de los chicos sería algo inconveniente para...

—A Theresa le gustará.

En los tiempos de la señorita Arundell las mujeres ocupaban siempre el segundo lugar. Los hombres eran los más importantes.

—No sabe cuánto siento que no vengan los niños —murmuró la señorita Lawson sentimentalmente.

Le gustaban los niños, aunque era incapaz de manejarlos.

—Cuatro huéspedes son más que suficientes —dijo la señorita Arundell—. Además, Bella está malcriando demasiado a los pequeños. Nunca hacen lo que se les manda; ni soñarlo.

Minnie Lawson opinó:

—La señora Tanios es una madre cariñosa.

—Bella es una buena mujer —añadió Emily como aprobando tal afirmación.

—Debe ser muy duro para ella vivir en una ciudad tan remota como Esmirna —contestó la señora Lawson dando un suspiro.

—Puesto que ha escogido la cama, que duerma en ella —replicó la señora.

V una vez pronunciada esta vieja sentencia de la época victoriana, añadió:

—Me voy al pueblo. Tengo que hacer varios encargos para este fin de semana.

—Oh, señorita Arundell, deje que vaya yo. Quiero decir...

—¡Tonterías! Prefiero ir yo. Rogers necesita que le diga algo fuerte. Lo malo de usted, Minnie, es que no resulta bastante enérgica. ¡Bob! ¿Dónde está el perro?

Un terrier de pelo duro bajó corriendo la escalera y empezó a dar vueltas alrededor de su ama, mientras lanzaba cortos y agudos ladridos de alegría, como si esperara algo.

La mujer y el perro salieron juntos por la puerta principal y siguieron la pequeña senda hasta la cancela.

Minnie Lawson se quedó observándolos, sonriendo vagamente con la boca un poco entreabierta. Detrás de ella sonó una voz agria:

—Las fundas de almohada que me dio usted no pertenecen al mismo par.

—¿Qué? Pero qué tonta soy...

Volvió a enfrascarse en la rutina de los trabajos domésticos.

Entretanto, Emily Arundell, acompañada de Bob, avanzaba con el aire de una reina por la calle principal de Market Basing.

Era innegable que tenía un porte señorial. En todas las tiendas donde entraba, el dueño salía a su encuentro precipitadamente para servirla.

No en balde era la señorita Arundell de Littlegreen House. «Una de nuestras más antiguas clientes.» «Una señora educada a la vieja usanza; de las pocas que quedan hoy.»

—Buenos días, señorita. ¿En qué puedo tener el placer de servirla? ¿Que no estaba tierno? No sabe cuánto siento oírle decir eso. Creí que estaba muy bien aquel solomillo. Sí; desde luego, señorita Arundell. Si usted lo dice, así será... No; le aseguro que no pensaba despacharle ningún género de calidad inferior, señorita Arundell... Sí; ya me doy cuenta, señorita Arundell.

Bob y Spot, el perro propiedad del carnicero, estaban entretanto dando vueltas uno alrededor del otro, con los pelos tiesos y profiriendo gruñidos en voz baja. Spot era un perro corpulento de raza indefinida. Sabía que no debía pelearse con los perros que acompañaban a los clientes; pero se permitía darles a conocer, con sutiles indirectas, la clase de picadillo en que exactamente los convertiría si lo dejaran.

Bob, que se preciaba de valiente, contestaba con determinación.

Emily Arundell lanzó un seco ¡Bob! y salió de la tienda.

En la verdulería encontró una reunión de voluminosas damas. Una señora de contornos esféricos, pero de porte distinguido y majestuoso, la saludó:

—Buenos días, Emily.

—Buenos días, Carolina.

—¿Esperas a los chicos? —preguntó Carolina Peabody.

—Sí; a todos ellos. Theresa, Charles y Bella.

—Entonces, Bella está aquí, ¿verdad? ¿Su marido también está?

—Sí.

Fue un simple monosílabo; pero en el fondo las dos se comprendieron perfectamente.

Porque Bella Winter, la sobrina de Emily, estaba casada con un griego y la familia Arundell, conocida como «toda al servicio del pueblo», nunca había admitido a ningún griego en su seno.

A manera de consuelo, porque desde luego, la cosa no podía ser tratada abiertamente, dijo la señorita Peabody:

—El marido de Bella es inteligente. Y tiene unos modales encantadores.

—En efecto —convino la señorita Arundell.

Cuando salían a la calle preguntó Carolina:

—¿Qué es lo que hay sobre el noviazgo de Theresa con el joven Donaldson?

Emily se encogió de hombros.

—En la actualidad los jóvenes son muy especiales. Me temo que va a ser un noviazgo largo... es decir, si no surge algo. El muchacho no tiene ni un penique.

—Pero Theresa dispone de su propio dinero.

—Un hombre puede muy bien desear que no lo mantenga su mujer —replicó Emily con sequedad.

La señorita Peabody emitió un suave cloqueo gutural.

—Me parece que ahora eso no importa mucho a nadie. Tú y yo estamos anticuadas. Aunque no llego a comprender qué es lo que ha visto esa niña en él. ¡Son tan insípidos esos jóvenes!

—Según tengo entendido, es un médico bastante bueno.

—Pero con esos lentes de pinza... ¡y esa forma tan seca de hablar. En mis buenos tiempos lo hubiéramos llamado un zoquete engreído.

Hubo una pausa, mientras la memoria de la señorita Peabody, retrocediendo al pasado, conjuraba la visión de hombres arrogantes y barbudos.

Al cabo de un rato prosiguió:

—Si viene, envíame a ese perdido de Charles para que lo vea.

—Pierde cuidado. Se lo diré.

Las dos damas se separaron.

Hacía más de cincuenta años que se conocían. La señorita Peabody estaba enterada de ciertos episodios no muy eficientes de la vida del general Arundell, padre de Emily. Sabía también el disgusto que el matrimonio de Thomas Arundell produjo a sus hermanas, y tenía formada una idea bastante acertada sobre algunas incidencias relacionadas con la nueva generación de los Arundell.

Pero ni una palabra se había cruzado entre ellas respecto a estas cuestiones. Eran las representantes de la dignidad, solidaridad y orgullo de sus familias.

La señorita Arundell se dirigió a su casa, llevando a Bob trotando formalmente detrás de ella. Emily admitía consigo misma lo que nunca hubiera admitido con otro ser humano. El descontento que le producían sus parientes jóvenes.

Theresa, por ejemplo. No hubo forma de controlar a Theresa desde que pudo disponer de su propio dinero cuando cumplió los veintiún años. Desde entonces, la muchacha había conseguido cierta notoriedad. Su fotografía aparecía a menudo en los periódicos. Pertenecía a una joven, brillante y atrevida pandilla de Londres. Organizaba extravagantes diversiones que, en más de una ocasión, terminaban en alguna Comisaría de Policía. No era ésta la clase de popularidad que Emily aprobaba para un Arundell. De hecho le disgustaba, casi en forma general, la manera de vivir de Theresa. Por lo que se refería al noviazgo de la muchacha, estaba verdaderamente confusa. Por una parte, no podía considerar a un médico principiante, como Donaldson, bastante buen partido para una Arundell. Y de otra, estaba segura de que Theresa era la esposa menos indicada para un apacible doctor pueblerino.

Sin darse cuenta, sus pensamientos se dirigieron a Bella. A ésta sí que era difícil encontrale una falta. Era una mujer íntegra; altamente ejemplar en su conducta... y ¡extremadamente tonta! A pesar de todo ello no podía aprobar por completo su forma de ser, porque se había casado con un extranjero y no tan sólo extranjero, sino griego. En la mente llena de prejuicios de la señorita Arundell, un griego era casi como un turco. El hecho de que el doctor Tanios tuviera un trato agradable y fama de entender a fondo su profesión, hacía que se sintiera todavía más predispuesta contra él. No le gustaba ni las maneras afectuosas ni los cumplidos, pues desconfiaba de ellos. Por esta razón, también, le fue muy difícil llegar a querer a los niños. Ambos se parecían físicamente a su padre y en ellos no podía encontrarse nada inglés.

Y luego Charles.

Sí. Charles.

No había por qué cerrar los ojos a la realidad; a pesar de ser encantador, no se podía confiar en él...

Emily parpadeó. Se sintió súbitamente cansada, vieja, deprimida...

Supuso que su vida no podía durar ya mucho más...

Recordó el testamento que otorgara hacía muchos años.

Legados a los supervivientes; mandas para obras de caridad y el grueso de su fortuna, bastante considerable, para ser repartido equitativamente entre ellos, sus tres parientes más próximos.

Seguía opinando que había obrado de la forma más justa y razonable. De pronto, una pregunta cruzó por su mente. ¿Habría alguna manera de asegurar la parte que correspondiera a Bella, para que su marido no pudiera aprovecharse...? Consultaría al señor Purvis.

Volvió en sí cuando llegó a la cancela de Littlegreen House.

Charles y Theresa vendrían en automóvil. Los Tanios en tren.

Los hermanos llegaron primero. Charles, alto y de buen aspecto, dijo con su habitual tono burlón:

—¡Hola, tía Emily! ¿Cómo se encuentra? Parece que está usted muy bien!

Y la besó:

Theresa oprimió su joven e indiferente mejilla contra la marchita de Emily.

—¿Cómo está, tía?

Theresa no tenía buen aspecto, ni mucho menos, pensó Emily. La cara, bajo el copioso maquillaje, aparecía macilenta y un círculo oscuro rodeaba sus ojos.

El té estaba servido en el salón. Bella Tanios, con el pelo desparramado en mechones bajo su bonito sombrero, puesto con más buena intención que acierto, miraba fijamente a su prima. Theresa, esforzándose patéticamente en asimilar, para acordarse luego, los detalles de la ropa que usaba la muchacha. En esta vida, el destino de la pobre Bella era estar intensamente apasionada por todo lo que se refería a la moda; pero sin poseer el gusto necesario para saber distinguir. Los vestidos que llevaba Theresa eran de los más caros; un poco atrevidos, pero tenía una figura exquisita.

Cuando Bella llegó a Inglaterra desde Esmirna, trató a toda costa de imitar la elegancia de Theresa.

El doctor Tanios, alto, barbudo y bien parecido, estaba hablando con la señorita Arundell. Tenía la voz cálida y llena de sonoridad; una voz atractiva que encantaba a todos los que la escuchaban. A pesar de sus prejuicios, casi le gustaba a Emily.

Minnie Lawson, entretanto, estaba atareadísima. Iba de aquí para allá; llevaba platos y removía las tazas en la mesilla de té. Charles, que poseía una excelente educación, se levantó más de una vez para ayudarla, pero ella no pareció quedar muy agradecida por este gesto.

Cuando, después del té, salieron todos a dar una vuelta por el jardín. Charles murmuró por lo bajo al oído de su hermana:

—¿No le gusto a la señorita Lawson? Es extraño, ¿no te parece?

—Muy extraño —replicó Theresa burlonamente—. ¿De modo que existe una persona que no se deja dominar por tu fatal fascinación?

Charles hizo una mueca picaresca.

—Suerte que se trata sólo de la señorita Lawson.

La aludida paseaba entonces con la señora Tanios y le estaba formulando algunas preguntas acerca de los niños. La macilenta cara de Bella se animó. Olvidó observar a Theresa y empezó a hablar con volubilidad. Mary había dicho una cosa sumamente graciosa cuando venían en el barco...

Encontró en Minnie Lawson una oyente que simpatizaba con cuanto decía.

Poco rato después, un joven de cabellos rubios y cara solemne, en la que destacaban unos lentes de pinza, salió de la casa y avanzó por el jardín. Parecía algo embarazado. La señorita Arundell le dio la bienvenida cortésmente.

—¡Hola, Rex! —exclamó Theresa.

Y apoyando su brazo en el de él, se alejaron ambos del grupo.

Charles hizo un gesto y desapareció en busca del jardinero, su viejo aliado desde que era un chiquillo.

Cuando la señorita Arundell volvió a entrar en la casa, su sobrino estaba jugando con Bob. En lo alto de la escalera, el perro tenía una pelota en la boca y movía alegremente la cola.

—Vamos, chicos —dijo Charles.

Bob se sentó sobre sus patas traseras y empujó la pelota con la nariz, muy despacio, hasta el borde del primer peldaño. Cuando, por fin, la hizo saltar, se levantó dando muestras de gran regocijo, mientras la pelota rebotaba de un peldaño en otro. Charles la recogió y volvió a lanzarla hacia arriba. Después, la maniobra se repitió una vez más.

—No está mal el jueguecito —comentó Charles, complacido.

Emily Arundell sonrió.

—Así se estaría durante horas —dijo.

Dio la vuelta y se dirigió al salón, seguida por Charles. Bob lanzó un ladrido de disgusto.

Mirando por la ventana, el joven indicó:

—Mire a Theresa y a su novio. ¡Hacen una pareja muy rara!

—¿Crees que Theresa ha tomado lo suficientemente en serio la cosa?

—¡Está loca por él! —contestó Charles en tono confidencial—. Un gusto bastante raro... pero qué le vamos a hacer. Creo que debe ser por la forma como él la mira, como si fuera algo maravilloso y no una mujer. Eso es una novedad para Theresa. Lástima que el chico no tenga dónde caerse muerto. Theresa tiene unos gastos demasiado costosos.

Su tía comentó con gravedad:

—No me cabe la menor duda de que ella puede cambiar su modo de vivir... si lo desea. Y, después de todo, Theresa tiene sus propios ingresos.

—¿Cómo? ¡Oh, sí, sí! Desde luego.

Charles dirigió una tímida mirada a su tía.

Por la noche, cuando todos estaban reunidos en el salón esperando a que se sirviera la cena, se oyó un gran estrépito en la escalera. Charles entró al cabo de un momento con la cara sofocada.

—Lo siento, tía Emily. ¿Llego tarde? Ese perro casi me hace dar el más espantoso de los batacazos. Se ha dejado la pelota en lo alto de la escalera.

—¡Qué perrito más descuidado! —exclamó la señorita Lawson inclinándose hacia Bob.

El perro la miró con desdén y volvió la cabeza hacia otro lado.

—Ya sabe que lo hizo otras veces —dijo la señorita Arundell—. Es verdaderamente peligroso. Minnie, vaya a buscar la pelota y guárdesela bien.

La señorita Lawson se apresuró a cumplir la orden.

El doctor Tanios monopolizó la conversación durante casi todo el tiempo que duró la cena. Contó divertidas anécdotas de su vida en Esmirna.

Era todavía muy temprano cuando se disolvió la reunión y cada uno se dirigió a su dormitorio. La señorita Lawson, cargada con un ovillo de lana, un par de gafas, una gran bolsa de terciopelo y un libro, acompañó a Emily hasta su habitación, sin dejar de charlar volublemente ni un solo momento.

—El doctor Tanios es muy divertido. Una de esas compañías que no cansan. No es que me preocupe gran cosa por ese modo de vivir... Supongo que cada uno se arregla como puede... Pero la leche de cabra tiene un sabor tan desagradable...

—No sea tonta, Minnie —interrumpió su señora—. Dígale a Ellen que me llame a las seis y media.

—Desde luego, señorita Arundell. Le dije que no preparara té; aunque no creo que eso sea aconsejable. Como usted ya sabe, el vicario de Southbridge, que es uno de los hombres más escrupulosos que conozco, me dijo claramente que no había necesidad de ayunar.

Una vez más, Emily la interrumpió con notoria sequedad.

—Nunca he tomado nada antes del servicio matutino y no voy a empezar ahora. Usted puede hacer lo que le parezca.

—¡Oh, no...! No quise decir... Estoy segura.

La señora Lawson se aturdió.

—Quítele el collar a Bob —dijo la señora.

La mujer se apresuró a obedecerle, y tratando de congraciarse, dijo:

—¡Qué velada tan agradable! Parecen todos tan contentos de encontrarse aquí...

—¡Hum! —refunfuñó Emily—. Están aquí para ver lo que pueden sacarme.

—Oh; no diga eso, señorita Arundell...

—Mire, Minnie; sepa usted que no soy tonta. Sólo me pregunto quién de ellos empezará a pedir primero.

No tuvo que esperar mucho para salir de dudas. Ella y la señorita Lawson volvieron del servicio matutino poco después de las nueve de la mañana. El doctor Tanios y su esposa estaban en el comedor; pero no había trazas de los hermanos Arundell. Después de desayunar, cuando el matrimonio se retiró, Emily se ocupó de anotar varias cuentas en una libreta.

Cerca de las diez entró Charles.

—Siento haber llegado tarde, tía Emily. Theresa no se encuentra bien. No ha podido pegar un ojo en toda la noche.

—A las nueve y media se quita la mesa del desayuno —replicó la señorita Arundell—. Ya sé que es moda no tener ninguna consideración con los sirvientes; pero en mi casa no ocurre eso.

—¡Bravo! ¡Ése es el verdadero espíritu señorial!

Charles procuró atemperarse al humor de su tía y tomó asiento a su lado.

Como de costumbre, tenía expresión afable. Casi sin darse cuenta, Emily se encontró de pronto dirigiéndole una indulgente sonrisa. Alentado por este signo de confianza, Charles se lanzó.

—Oiga, tía Emily. Siento mucho tener que molestarla; pero estoy en un endiablado callejón sin salida. ¿Podría usted ayudarme? Cien libras bastarían.

La cara de Emily no era precisamente alentadora. Su expresión denotaba el disgusto que le causaba aquello.

No tenía empacho de decir lo que sentía. Y lo dijo.

Minnie Lawson, que andaba trajinando por el vestíbulo, casi tropezó con Charles, cuando éste salió del comedor. Lo miró con curiosidad y luego entró en la habitación, donde encontró a su ama, sentada y con la cara arrebolada.

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