Capítulo XXI
El farmacéutico, la enfermera y el médico
El bote de insecticida habla abierto un nuevo rumbo a mis pensamientos. Era la primera de las circunstancias definitivamente sospechosas con que me encontraba. El interés de Charles por ello; la evidente sorpresa del viejo jardinero cuando se dio cuenta de que el bote estaba medio vacío... todo parecía apuntar en la dirección debida.
Poirot estaba muy callado y reservón, como solía hacer cuando yo me excitaba.
—Aunque hayan sustraído un poco de insecticida, no tenemos todavía pruebas de que fue Charles quien lo cogió, Hastings.
—¡Pero habló de ello demasiado con el jardinero!
—No fue una conducta muy prudente si pensaba quitarle un poco de arsénico. ¡Imprudente!
Luego prosiguió:
—¿Cuál es el primero y más sencillo de los venenos que le vendría al pensamiento si le rogaran que nombrase uno, de repente?
—Arsénico, supongo.
—Sí. Ahora comprenderá el motivo de la marcada pausa que hizo Charles antes de la palabra estricnina, cuando habló con nosotros esta tarde.
—¿Quiere usted decir que...?
—Que iba a decir «arsénico en la sopa» y se detuvo.
—¡Ah! —exclamé—. ¿Y qué es lo que le hizo detenerse?
—Exactamente. ¿Por qué? Puedo decir, Hastings, que para encontrar respuesta a ese «por qué» salí al jardín buscando una probable pista acerca del insecticida.
—¿Y la encontró?
—Sí; la encontré.
Moví negativamente la cabeza.
—Empieza a ponerse feo el asunto para el joven Charles. Ha tenido usted una larga conversación con Ellen acerca de la enfermedad de su anciana señora. ¿Recordaban sus síntomas los del envenenamiento por arsénico?
Poirot se restregó la nariz.
—Eso es difícil de asegurar. Tuvo dolores intestinales... náuseas.
—Desde luego... eso es.
—¡Hum...! No estoy tan seguro.
—¿Qué veneno podría ser, pues?
—Eh bien, amigo mío. Pues todo parece indicar que no se trató de un veneno, sino de una dolencia del hígado que le causó la muerte.
—¡Oh, Poirot! —exclamé—. ¡No puede haber sido una muerte natural! ¡Tiene que haber sido un asesinato!
—Vaya, vaya; parece que hemos cambiado de postura.
Entró de improviso en una farmacia. Después de una larga discusión acerca de los disturbios internos que sufría, compró una cajita de píldoras para la digestión. Luego, cuando tuvo envuelta la compra y estaba a punto de salir a la calle, llamó su atención un atractivo paquete de «Cápsulas Hepáticas del doctor Loughbarrow».
—Sí, señor. Un preparado muy bueno —dijo el farmacéutico, un hombre de mediana edad con gran predisposición al chismorreo—. Si lo prueba, se dará cuenta de su bondad.
—Según creo recordar, las tomaba la señorita Arundell. La señorita Emily Arundell.
—Sí, señor. La señorita Arundell, de Littlegreen House. Una señora muy fina, chapada a la antigua. Solía venderle algo.
—¿Tomaba muchas medicinas?
—En realidad, no, señor. No tantas como otras señoras ancianas que podría nombrarle. La señorita Lawson, por ejemplo; su señora de compañía, la que se ha quedado con todo el dinero.
Poirot asintió.
—Le gustaba todo. Pastillas, píldoras, tabletas para la dispepsia, jarabes digestivos, preparados para la sangre... Lo pasaba bien entre tantos frascos y cajitas —sonrió con aire comprensivo—. Ojalá hubiera muchos como ella. La gente no toma ahora tantas medicinas como antes. Pero en cambio vendo más cantidad de cosméticos.
—¿Tomaba la señorita Arundell esas píldoras con regularidad?
—Sí, las tomó durante tres meses antes de morir, según creo recordar.
—Un pariente de ella, un tal doctor Tanios, vino a que le prepararan una receta, ¿verdad?
—Sí, desde luego. El caballero griego que se casó con la sobrina de la señorita Arundell. Sí, era una receta muy interesante. Nunca había visto ninguna semejante.
El hombre habló de ella como de un raro trofeo.
—Causa impresión, señor, el encontrarse con algo nuevo. Recuerdo que era una combinación muy interesante de drogas. Desde luego, el caballero es médico. Muy agradable y de carácter muy simpático.
—¿Compró aquí algo su esposa?
—¿Ella? No recuerdo. ¡Ah, sí! Vino a comprar un soporífero; creo que fue cloral. La receta era de doble dosis. Siempre tenemos dificultades con las drogas hipnóticas. Como usted sabe, muchos médicos no recetan grandes cantidades de una sola vez.
—¿De quién era la receta?
—De su esposo, creo. Como es natural, todo estaba en regla; pero ya sabe usted que debemos tener mucho cuidado. Quizás usted no esté enterado; pero si su médico comete un error al extender una receta que nosotros confeccionamos con toda buena fe y luego algo sale mal, somos nosotros quienes cargamos con la culpa... no el doctor.
—¡Eso me parece muy injusto!
—Es para preocupar a cualquiera, lo admito. Pero yo no me puedo quejar. No he tropezado con ninguna dificultad... toco madera.
Golpeó secamente el mostrador con los nudillos.
Poirot decidió comprar un paquete de «Cápsulas Hepáticas del doctor Loughbarrow».
—Muchas gracias, señor. ¿De qué tamaño... de 25, 50 o 100?
—Supongo que las más grandes resultarán más económicas... pero... no obstante...
—Quédese con la de 50, señor. Es el tamaño que usaba la señorita Arundell. Son ocho chelines y seis peniques.
Poirot asintió pagó lo que le pedían y cogió el paquete.
Después salimos de la farmacia.
—Resulta, pues, que la señora Tanios compró un soporífero —exclamé cuando estuvimos en la calle—. Una dosis excesiva podría matar a cualquiera, ¿verdad?
—Con la más grande de las facilidades.
—¿Cree usted que la señorita Arundell...?
Estaba recordando las palabras de la señorita Lawson: «Me atrevería a decir que ella mataría a cualquiera si él se lo ordena.»
Poirot movió la cabeza con aire de duda.
—El cloral es narcótico e hipnótico. Se usa para aliviar el dolor y como soporífero. Puede convertirse también en un hábito para quien lo tome.
—¿Supone usted entonces que la señora Tanios adquirió esa costumbre?
Mi amigo hizo un gesto negativo. Parecía un tanto perplejo.
—No; no puedo creer eso. Pero es curioso. Tiene una explicación. Pero ello representaría...
Se detuvo y miró el reloj.
—Vamos a ver si podemos encontrar a esa enfermera Carruthers que atendió a la señorita Arundell en su última enfermedad.
La enfermera resultó ser una mujer de mediana edad y aspecto juicioso.
Poirot se presentó desempeñando ahora un nuevo papel y sacó a relucir otro pariente ficticio. Esta vez tenía una madre muy anciana para quien estaba deseoso de encontrar una buena enfermera.
—Usted comprenderá... voy a hablarle con entera franqueza. Mi madre es muy difícil de manejar. Hemos tenido varias enfermeras excelentes; mujeres jóvenes y competentes; pero el mero hecho de su juventud les perjudicaba. A mi madre no le gustan las jóvenes; las insulta; es brusca, reacia a toda orden y combate las ventanas abiertas y la higiene moderna. Es muy difícil de manejar.
Suspiró fúnebremente.
—Ya conozco ese caso —dijo la enfermera Carruthers con simpatía—. Es muy molesto a veces. Debe emplearse mucho tacto. Es contraproducente contrariar al paciente. Resulta mejor darles la razón hasta cierto punto. Y una vez se dan cuenta de que no se les quiere forzar, a menudo se ablandan y se entregan dócilmente como corderos.
—Ya veo que sería usted ideal para lo que deseo. Entiende a las señoras ancianas.
—He tenido que cuidar a unas cuantas en otros tiempos —dijo la enfermera riendo—. Se puede hacer mucho con paciencia y buen humor.
—Eso me parece muy acertado. Según creo, cuidó usted a la señorita Arundell. Tengo entendido que fue una señora de no muy fácil manejo.
—Pues yo no lo diría. Era inflexible, pero no vi que fuera difícil de manejar. No estuve con ella mucho tiempo. Murió a los cuatro días.
—Ayer precisamente, estuve hablando con su sobrina, la señorita Theresa Arundell.
—¿De veras? ¡Qué casualidad! Lo que yo digo siempre... el mundo es un pañuelo.
—Por lo que veo, la conoce usted.
—Vino al pueblo después que murió su tía y estuvo en el funeral. Además, la solía ver cuando venía a pasar aquí unos días. Una muchacha muy distinguida.
—Sí; es cierto... pero demasiado delgada... Muy delgada en realidad.
La enfermera Carruthers, consciente de su propia corpulencia, se esponjó ligeramente.
—Desde luego —dijo—. No se debe ser tan delgada.
—¡Pobre chica! —continuó Poirot—. Lo siento por ella. Entre nous —se inclinó confidencialmente—. Este testamento de su tía debió causarle un profundo disgusto.
—Supongo que sí —contestó la enfermera—. Se habló mucho de ello.
—No puedo imaginarme qué es lo que indujo a la señorita Arundell a desheredar a su familia. Parece que fue una cosa muy extraña.
—De lo más extraña. Tiene usted razón. Y, desde luego, la gente dice que debe haber algo detrás de todo ello.
—¿No formó usted nunca una opinión sobre el motivo de tal proceder? ¿Dijo algo la señorita Arundell?
—No. Al menos a mí, no.
—¿Y a nadie más?
—Pues creo que le mencionó algo a la señorita Lawson, porque oí que ésta decía lo siguiente: «Sí, señora; pero ya sabe usted que lo tiene el abogado». Y la señorita Arundell contestó: «Estoy segura de que está en el cajón del escritorio». A lo que replicó la señorita Lawson: «No. Lo envió usted al señor Purvis, ¿no lo recuerda?» Luego mi paciente tuvo otro acceso de náuseas y la señorita Lawson se marchó, mientras yo atendía a la enferma. A menudo me he preguntado si estarían hablando del testamento.
—Parece probable.
La enfermera Carruthers prosiguió:
—Si es así, supongo que la señorita Arundell estaría preocupada y quizá quería alterar el testamento. Pero la pobrecilla estaba tan muerta que no podía concentrar sus pensamientos.
—¿Le ayudó a usted la señorita Lawson a cuidarla? —preguntó Poirot.
—¡Oh, Dios mío; no! ¡No aprovechaba para ello! Demasiado inquieta. Solamente conseguía irritar a la paciente.
—Entonces, ¿la cuidó usted sola? C'est formidable ça.
—La criada..., ¿cómo se llamaba...? Ellen, me ayudó. Ellen era muy buena. Sabía cuidar a un enfermo y no se preocupaba tanto por su señora como para llegar a molestarla. Nos lo arreglamos muy bien entre las dos. En realidad, el doctor Grainger quería llamar a otra enfermera, desde el viernes, para que velara a la enferma por la noche; pero la señorita Arundell murió la noche antes de que aquélla llegara.
—¿Quizá la señorita Lawson ayudó a preparar el alimento de la enferma?
—No. No hizo nada de eso. Además, no había nada que preparar. Yo tenía el Valentines, el coñac, el «Brand's», la glucosa y todo lo demás. Lo que hizo la señorita Lawson fue ir de aquí para allá por la casa, llorando y tropezando con todos.
La enfermera dijo esto con cierta acritud.
—Comprendo —dijo Poirot sonriendo—. No tiene usted formada una opinión muy favorable acerca de la utilidad de la señorita Lawson.
—Las señoras de compañía, por lo general, son unas inútiles. No están entrenadas para nada. Tan sólo amateurs. Son mujeres que no aprovechan absolutamente para nada más.
—¿Cree usted que la señorita Lawson estaba muy unida a su señora?
—Parecía estarlo. Se trastornó mucho y tuvo un disgusto terrible cuando murió la señora. En mi opinión, lo sintió más que la propia familia.
La enfermera Carruthers, al decir eso. parecía expresar su censura.
—Quizás, entonces —dijo Poirot inclinando ligeramente la cabeza—, la señorita Arundell sabía lo que hacía cuando legó su dinero de tal forma.
—Era una anciana muy lista —dijo la enfermera—. Había muy pocas cosas relacionadas con ella que le pasaran por alto.
—¿Mencionó alguna vez el perro Bob?
—¡Es chocante que diga usted eso! Habló mucho de él cuando deliraba. Algo acerca de una pelota y de una caída que ella sufrió. Bob es un perro muy simpático. Me gustan mucho los perros. Pobre bicho; estaba muy triste cuando murió su ama. Es asombroso, ¿verdad? Algo humano.
Después de este comentario sobre la inteligencia de los perros, nos despedimos de la enfermera.
—Ésta es una de las que no sospechan de nadie —observó Poirot cuando estuvimos en la calle.
Parecía ligeramente descorazonado.
Cenamos muy mal en «The George». Poirot refunfuñó cuanto le vino en gana, sobre todo después de servida la sopa.
—¡Y es tan fácil, Hastings, hacer una buena sopa! Le pot-au-feu......
Eludí con alguna dificultad una discusión sobre temas culinarios.
Estábamos sentados en el salón y nos encontrábamos solos. Habíamos tenido un compañero durante la cena; un viajante de comercio, según las apariencias; pero se había ido. Estaba yo repasando las hojas de un número atrasado de la «Gaceta de los Ganaderos», cuando de pronto oí que pronunciaban el nombre de Poirot.
La voz sonaba en algún lugar de la habitación contigua.
—¿Dónde está? ¿Ahí? Perfectamente... lo encontraré.
La puerta se abrió con violencia y el doctor Grainger entró precipitadamente en el salón con la cara algo sofocada y las cejas fruncidas por la irritación. Se detuvo para cerrar la puerta y luego vino hacia nosotros con aire decidido.
—¡Oh, está usted aquí! Vamos a ver, señor Hércules Poirot, ¿qué diablos pretende usted viniendo a buscarme contando un montón de mentiras?
—Una de las pelotas del malabarista —murmuré con malicia.
Poirot contestó untuosamente:
—Mi apreciado doctor; debe usted dejar que me explique.
—¿Dejarle?, ¿Dejarle? Maldita sea, ¡le obligaré a que se explique! Usted es un detective, ¡eso es lo que es usted! ¡Un fisgón y entrometido detective! Viene a buscarme y me hace tragar una serie de mentiras y embustes acerca de la biografía del general Arundell. El tonto he sido yo por haberme creído un cuento chino como ése.
—¿Quién le descubrió mi identidad? —preguntó Poirot.
—¿Quién fue? La señorita Peabody. Se dio cuenta enseguida de quién era usted.
—La señorita Peabody... si —reflexionó Poirot—. Más bien creía que...
El doctor Grainger le interrumpió con irritación:
—¡Vamos, señor; estoy esperando sus explicaciones!
—¡Claro que sí! Mi explicación es muy simple: tentativa de asesinato.
—¿Qué?, ¿qué dice?
Poirot contestó sosegadamente:
—La señorita Arundell sufrió una caída, ¿verdad? Una caída por la escalera, poco antes de su muerte.
—Sí. ¿Qué tiene que ver eso? Tropezó con la maldita pelota del perro.
Poirot hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No, doctor. No tropezó. Había un cordel tendido en lo alto de la escalera con el fin de que ella tropezara.
El doctor Grainger miró con fijeza a mi amigo.
—Entonces, ¿por qué no me lo dijo ella? —preguntó—. No habló una palabra acerca de eso.
—Es comprensible... si fue un miembro de su familia el que tendió el cordel.
—¡Hum..., ya comprendo!
Grainger lanzó una penetrante mirada a Poirot y luego tomó asiento en una silla.
—Bueno —dijo—. ¿Cómo se vio usted mezclado en este asunto?
—La señorita. Arundell me escribió, rogándome el mayor de los secretos. Por desgracia, la carta se retrasó.
Poirot procedió a proporcionarle determinados detalles, cuidadosamente escogidos y explicó el hallazgo del clavo en el rodapié.
El médico escuchó con expresión grave. Su enfado había desaparecido.
—Comprenderá que mi posición era muy difícil —terminó Poirot—. Mis servicios habían sido contratados por una mujer que había muerto. Pero no por eso consideraba menos imperativa mi obligación.
El doctor Grainger tenía las cejas fruncidas.
—¿Y no tiene usted idea de quién tendió ese cordel en lo alto de la escalera? —preguntó.
—No tengo ninguna prueba de quién lo hizo. Pero eso no quiere decir que no tenga idea sobre quién pudo ser.
—Es una historia nauseabunda —dijo el médico con cara ceñuda.
—Sí. Como comprenderá, al principio no estaba seguro de si había habido o no una continuación del asunto.
—¿Eh? ¿Qué quiere usted decir?
—Según todas las apariencias, la señorita Arundell murió por causas naturales; pero, ¿puede uno estar seguro de eso? Se había atentado ya contra su vida. ¿Cómo podía estar yo convencido de que no se había reproducido el intento? ¡Y esta vez con pleno éxito!
Grainger asintió con aspecto pensativo.
—Supongo que estará usted seguro, doctor Grainger... por favor, no se enfade... de que la muerte de la señorita Arundell fue natural. Hoy he encontrado cierta prueba...
Detalló la conversación sostenida con el viejo Angus; el interés de Charles Arundell por el insecticida y, finalmente la sorpresa del jardinero al encontrar casi vacío el bote de arsénico.
El médico escuchó con gran atención. Cuando Poirot terminó, dijo con lentitud:
—Me doy cuenta de su punto de vista. Más de un caso de envenenamiento por arsénico ha sido diagnosticado como gastroenteritis aguda y se ha certificado la defunción por tal causa... especialmente cuando no hay circunstancias sospechosas. De todos modos, el envenenamiento con arsénico presenta ciertas dificultades... tiene muchas formas diferentes. Puede ser agudo, subagudo, nervioso o crónico. Puede haber vómitos y dolores abdominales... o pueden no presentarse estos síntomas... El envenenado puede desplomarse de repente y expirar poco después... puede haber narcotismo y parálisis.
—Eh bien —preguntó Poirot—. Tomando esos hechos en cuenta, ¿cuál es su opinión?
El doctor Grainger calló un momento y luego dijo:
—Tomándolo todo en consideración y sin ninguna predisposición, opino que ninguna de las formas de envenenamiento por arsénico se presentó en los síntomas del caso de la señorita Arundell. Estoy completamente convencido de que murió a causa de una atrofia amarilla del hígado. Como usted ya sabe, la atendí por espacio de muchos años y durante ellos sufrió otros ataques similares al que le causó la muerte. Éste es mi parecer, señor Poirot.
Y allí, por fuerza, acabó la cuestión.
Pareció un contrasentido el que, con aire de disculpa, Poirot se sacase del bolsillo la caja de cápsulas hepáticas que compró en la farmacia.
—Según creo, la señorita Arundell tomaba esto —dijo—. Supongo que no serán perjudiciales.
—¿Este producto? No contiene nada nocivo. Acíbar... podofilina... todo suave e inofensivo —replicó Grainger—. Le gustaban y yo no puse ningún reparo en que las tomase.
El médico se levantó.
—¿Le recetó algunas medicinas? —preguntó Poirot.
—Sí. Unas píldoras para tomar después de las comidas —parpadeó un poco—. Podía haber tomado una caja entera de una vez, sin que le hiciera daño. No intento envenenar a mis pacientes, señor Poirot.
Luego, sonriendo, nos estrechó la mano y se fue.
Poirot abrió la caja del medicamento que había comprado. La medicina consistía en unas cápsulas transparentes, llenas en sus tres cuartas partes de un polvo color castaño oscuro.
—Parece un remedio contra el mareo que tomé una vez —observé.
Poirot abrió una cápsula, examinó su contenido y, con la lengua, lo probó cautelosamente. Hizo una mueca.
—Bueno —dije retrepándome en la silla y bostezando—. Todo parece bastante inofensivo. Las especialidades del doctor Loughbarrow y las píldoras del doctor Grainger. Y éste parece que deniega totalmente la teoría del arsénico. ¿Está usted convencido por fin, mi tozudo Poirot?
—Es verdad que soy un cabezota..., ¿es así como lo dice usted? Sí, definitivamente, tengo la cabeza muy grande —dijo mi amigo con aspecto meditabundo.
—Entonces, a pesar de tener en contra al farmacéutico, a la enfermera y al médico, ¿todavía cree que la señorita Arundell fue asesinada?
Poirot contestó con mucha calma:
—Eso es lo que creo. No... más que creer. Estoy seguro de ello, Hastings.
—Supongo que hay una forma de probarlo. La exhumación.
Poirot asintió.
—¿Es ése el próximo paso?
—Amigo mío, debo ir con mucho cuidado.
—¿Por qué?
—Porque —su voz descendió de tono— temo una segunda tragedia.
—¿Quiere usted decir que...
—Tengo miedo, Hastings, tengo miedo. Dejémoslo así.