Capítulo XXX



La última palabra

Queda muy poco que decir. Theresa se casó con su doctor poco después. Conozco muy bien ahora a los dos y he aprendido a comprender a Donaldson; su clara percepción de las cosas; su profunda y oculta fuerza y su humanidad. Debo decir que sus modales son tan secos y precisos como siempre. Theresa, a menudo, se burla de él ante sus mismas narices. Creo que la muchacha es completamente feliz y se apasiona con la carrera de su marido. Él se está labrando por sí mismo un brillante nombre y ya es una autoridad en lo referente a las funciones de las glándulas canaliformes.

La señorita Lawson tuvo un agudo ataque de conciencia y hubo que impedirle que renunciara hasta al último penique de la herencia, como ella quería. El señor Purvis redactó un convenio agradable para todas las partes. Mediante el mismo, la fortuna de la señorita Arundell fue dividida entre la señorita Lawson, los dos Arundell y los hijos de Tanios.

Charles liquidó su parte en poco más de un año y ahora creo que está en la Columbia Británica.

Y para terminar, contaré dos incidentes.

—Es usted un muchacho muy discreto, ¿verdad? —dijo la señora Peabody a mi amigo, deteniéndonos un día cuando salíamos de Littlegreen House—. ¡Ha procurado mantener todo en secreto! Nada de exhumación. Lo ha llevado a cabo decentemente.

—Parece que no hay duda de que la señorita Arundell falleció a causa de una atrofia amarilla del hígado —contestó Poirot con suavidad.

—Eso está muy bien —contestó la anciana—. He oído decir que Bella Tanios tomó una doble dosis de soporífero.

—Si; fue algo muy triste.

—Pertenecía al género de mujeres desdichadas... siempre deseaba algo que no podía conseguir. A veces, la gente se vuelve algo rara cuando ocurre esto. Tuve una cocinera que era igual. Una muchacha sencilla. Pero no hay que fiarse. Empezó a escribir anónimos. ¡Vaya caprichos raros que coge la gente! Aunque me atrevería a decir que todo ello se hace con la mejor intención.

—Eso es lo que uno espera, mademoiselle.

—Bien —dijo a la señorita Peabody, disponiéndose a reanudar su paseo—. Tengo que decirle esto. Ha mantenido usted muy bien el secreto. Demasiado bien —y se alejó lentamente.

Oí un quejumbroso bufido detrás de mí. Me volví y abrí la cancela.

—Vamos, chico.

Bob saltó a la calle. Llevaba su pelota en la boca.

—No puedes salir a pasear con ella.

El perro suspiró; dio la vuelta y lentamente dejó la pelota al otro lado de la cancela. Miró su juguete con sentimiento y luego volvió a salir.

Me miró.

—Si tú lo crees así, supongo que estará bien, jefe —pareció decir.

Aspiré profundamente el aire.

—Le aseguro, Poirot, que es estupendo tener un perro otra vez.

—Los gajes de la guerra —dijo mi amigo—. Recuerde que la señorita Lawson no se lo regaló a usted sino a mí.

—Puede ser —dije—. Pero usted no sabe manejar a un perro, Poirot. ¡No conoce la psicología canina! Bob y yo nos entendemos perfectamente, ¿verdad?

—¡Uf! —resopló Bob con enérgico acento.

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