Capítulo XXIII



Nos visita el doctor Tanios

Tan pronto como salimos de la casa cambiaron las maneras de Poirot. Tenía el rostro ceñudo y rígido.

Dépéchons nous, Hastings —dijo—. Debemos volver a Londres en seguida.

—Lo estoy deseando —respondí.

Apresuré el paso para seguirle. Miré furtivamente la grave cara de mi amigo.

—¿De quién sospecha, Poirot? —pregunté—. Quiero que me lo diga. ¿Cree usted que era Theresa quien estaba en la escalera, o no?

Poirot no contestó a mi pregunta. En su lugar formuló otra.

—Debe usted haberse dado cuenta... reflexione antes de contestar... debe usted haberse dado cuenta de que hay algo equivocado en la declaración de la señorita Lawson.

—¿Qué quiere decir... equivocado en qué?

—Si lo supiera no se lo hubiera preguntado.

—Sí, pero, ¿equivocado en qué sentido?

—Ahí está la cosa. No puedo precisar. Pero cuando la mujer hablaba tuve un sentimiento de irrealidad... como si hubiera algo... algún pequeño detalle que estuviera equivocado... Eso fue, sí; eso fue el sentimiento... algo que era imposible.

—¡Pues parecía muy segura de que era Theresa...!

—Sí, sí.

—Pero, así y todo, la luz no podía ser buena. No comprendo cómo puede estar tan segura.

—No, no, Hastings, no me ayuda usted. Fue un pequeño detalle... algo relacionado con... sí, estoy seguro de ello... con el dormitorio.

—¿Con el dormitorio? —repetí, tratando de recordar los pormenores de la habitación—. No —dije por fin—. No puedo ayudarle.

Poirot movió la cabeza con disgusto.

—¿Por qué sacó a relucir otra vez el asunto del espiritismo? —pregunté.

—Porque es importante.

—¿En qué aspecto? ¿La cinta luminosa que vio la señorita Lawson?

—¿Recuerda usted la descripción de la séance que nos hicieron las señoritas Tripp?

—Sí, vieron un halo alrededor de la cabeza de la anciana —reía a mi pesar—. No puedo imaginármela como una santa, ¡de ningún modo! La señorita Lawson parece que estaba completamente aterrorizada por ella. Tuve lástima de la pobre mujer cuando contó cómo no podía dormir, mortalmente preocupada, porque temía haber incurrido en el desagrado de su señora al comprar poca carne.

—Sí, fue un rasgo interesante.

—¿Qué haremos cuando lleguemos a Londres? —pregunté al entrar en «The George», mientras Poirot pedía la cuenta.

—Tenemos que procurar ver a Theresa Arundell inmediatamente.

—¿Y arrancarle la verdad? ¿No cree usted que lo negará todo?

Mon cher, no es un acto criminal arrodillarse en una escalera. Pudo estar cogiendo un alfiler para que le diera buena suerte... o algo parecido.

—¿Y el olor a barniz?

No pudimos hablar porque el camarero llegó con la cuenta.

En el camino charlamos poco. No me gusta hablar cuando conduzco. Por su parte, Poirot estaba tan ocupado protegiéndose el bigote con la bufanda contra los desastrosos efectos del viento, que se olvidó por completo de decir palabra.

Hacia las dos menos veinte llegamos al piso de mi amigo.

Nos abrió la puerta George, el criado de Poirot, inmaculado e inglés cien por cien.

—Un tal doctor Tanios le está esperando, señor. Vino hace cosa de media hora.

—¿El doctor Tanios? ¿Dónde está?

—En el salón, señor. También vino una señora preguntando por usted, señor. Pareció muy contrariada cuando supo que no estaba usted. Fue antes de que usted telefoneara, señor, y por lo tanto, no le pude decir cuándo regresaría a Londres.

—Descríbame a esa dama.

—Aproximadamente, cinco pies y siete pulgadas de estatura, señor; con cabello negro y ojos azules. Llevaba un traje sastre gris y un sombrero puesto hacia atrás, en lugar de llevarlo inclinado sobre el ojo derecho.

—La señora Tanios —exclamé en voz baja.

—Parecía presa de una gran excitación nerviosa, señor. Dijo que era de la mayor importancia el que encontrara a usted rápidamente.

—¿A qué hora vino?

—Sobre las diez y media, señor.

Poirot movió negativamente la cabeza mientras se dirigía hacia el salón.

—Ésta es la segunda vez que pierdo la ocasión de oír lo que tiene que decirme la señora Tanios. ¿Qué dice usted, Hastings? ¿No parece cosa del Destino?

—A la tercera va la vencida —dije, consolándole.

Poirot sacudió la cabeza con aire de duda.

—¿Existirá esa tercera ocasión? Me extrañaría. Vamos a ver qué es lo que quiere decirnos el esposo.

El doctor Tanios estaba sentado en un sillón, leyendo un libro de psicología de la biblioteca de Poirot. Se levantó y vino hacia nosotros.

—Perdone usted esta intrusión. Espero que no le importará el que me haya empeñado en esperarle aquí.

Du tout, du tout. Siéntese, por favor. Permítame que le ofrezca un vaso de jerez.

—Muchas gracias. En realidad puedo justificarme. Señor Poirot, estoy preocupado; terriblemente preocupado por mi esposa.

—¿Por su esposa? Lo siento muchísimo. ¿Qué le ocurre?

—¿Quizás la ha visto usted últimamente? —preguntó Tanios.

Parecía una pregunta natural, pero la rápida mirada que la acompañó no lo fue tanto.

Poirot contestó en la forma más positiva.

—No, desde que la vi con usted en el hotel, ayer por la mañana.

—¡Ah,..! Creí que, quizá, le hubiera hecho una visita.

Mi amigo estaba ocupado llenando tres vasos de jerez.

Con voz ligeramente abstraída, dijo:

—No. ¿Había alguna... razón para que me visitara?

—No, no.

El doctor Tanios aceptó el jerez.

—Gracias. Muchas gracias. No había ninguna razón, pero si he de serle franco, me inspira gran cuidado el estado de salud de mi esposa.

—¿Es que no se encuentra bien?

—Su estado físico es bueno —dijo Tanios con lentitud—. Quisiera poder decir lo mismo de su razón.

—¡Ah!

—Me temo, señor Poirot, que se encuentra al borde de un completo derrumbamiento nervioso.

—Mi apreciado doctor Tanios, no sabe cuánto siento oírle decir eso.

—La situación ha venido agravándose de un tiempo a esta parte. Durante los dos últimos meses su forma de tratarme ha cambiado completamente. Está nerviosa, se asusta fácilmente y tiene las más raras imaginaciones... en realidad, son más que imaginaciones... son alucinaciones.

—¿De veras?

—Sí. Sufre de lo que vulgarmente se conoce por manía persecutoria. Algo muy conocido.

Poirot chasqueó la lengua con simpatía.

—¡Ya comprenderá usted mi ansiedad!

—Claro, claro. Pero lo que no he llegado a comprender del todo, es por qué ha acudido usted a mí. ¿En qué puedo yo ayudarle?

Él doctor Tanios pareció un poco confundido.

—Se me ocurrió que mi esposa podía venir, o podía haber venido a contarle un cuento extraordinario. Con seguridad dirá que corre peligro conmigo... o algo parecido.

—Pero, ¿por qué tenía que decírmelo a mí?

El médico sonrió. Fue una sonrisa encantadora, aunque anhelante.

—Es usted un célebre detective, señor Poirot. Me di cuenta en seguida que mi esposa se impresionó mucho ayer cuando le conoció. El solo hecho de conocer a un detective puede causarle una poderosa impresión en el estado en que se encuentra. Me parece muy probable que lo busque a usted y... bueno, le haga alguna confidencia. ¡Ése es el resultado de estas afecciones nerviosas! Hay una tendencia a volverse contra las personas más allegadas y queridas...

—Muy penoso.

—Sí. desde luego. Quiero mucho a mi mujer —hubo un acento de ternura en su voz—. Siempre he creído que fue muy valiente al casarse conmigo... un hombre de otra raza... irse a vivir a un país lejano... dejar a sus amigos y familiares. Estos últimos días he estado realmente aturdido... Sólo veo una solución para esto...

—¿Sí?

—Completo reposo y tranquilidad... y tratamiento psicológico adecuado. Hay un espléndido establecimiento dirigido por un médico excelente. Quiero llevarla allí... Está en Norfolk... Descanso absoluto y aislamiento de toda influencia exterior... eso es lo que necesita... Estoy convencido de que una vez haya pasado allí un par de meses, bajo un tratamiento, se beneficiará con una gran mejoría.

—Comprendo —dijo Poirot.

Profirió esta palabra de tal manera que Tanios le dirigió otra rápida mirada.

—Por esto, si ella viene a verlo, le estaría muy agradecido que me avisara en seguida.

—Claro que sí. Le telefonearé. ¿Está todavía en Durham Hotel?

—Sí. Ahora vuelvo allí.

—¿No estará su esposa?

—Salió después del desayuno.

—¿Sin decirle adonde iba?

—Sin decir una palabra. Es algo raro en ella.

—¿Y los niños?

—Se los llevó con ella.

—Comprendo.

Tanios se levantó.

—Muchísimas gracias, señor Poirot. Creo inútil decirle que si ella le cuenta cualquier historia de intimidaciones y persecuciones, no le preste atención. Desgraciadamente, es consecuencia de su enfermedad.

—Algo penoso, en efecto —dijo Poirot con simpatía.

—Desde luego. Aunque uno sepa, hablando en términos científicos, que todo ello es debido a una dolencia mental, no puede evitarse el sentirse lastimado cuando una persona muy allegada se vuelve contra quienes amaba y todo su cariño se convierte en un odio implacable.

—Cuente usted con mi más profunda simpatía —ofreció Poirot, estrechando la mano del médico—. A propósito... —la voz de mi amigo hizo que Tanios se detuviera cuando llegaba a la puerta.

—Diga.

—¿Recetó alguna vez cloral a su esposa?

Tanios se estremeció.

—Yo... no... Alguna vez puede que lo haya recetado. Pero últimamente, no. Parece haber tomado aversión a las drogas soporíferas, cualesquiera que sean.

—¡Ahí Supongo que ello será debido a que no se fía de usted.

—¡Señor Poirot!

Tanios dio varios pasos adelante con ademán colérico.

—Eso puede ser parte de su enfermedad —dijo mi amigo suavemente.

—Sí, sí, desde luego.

El médico se detuvo.

—Posiblemente sospechará de cualquier cosa que le dé usted para comer o beber. Temerá constantemente que la envenene.

—¡Dios mío! Señor Poirot, está usted en lo cierto. Entonces, ¿conoce usted algo de estos casos?

—En mi profesión tropieza uno de vez en cuando con ellos, naturalmente. Pero permítame que no le entretenga. Puede ser que encuentre a su esposa esperándole en el hotel.

—Espero que así sea. Estoy terriblemente intranquilo.

Salió con precipitación.

Poirot se dirigió rápidamente al teléfono. Repasó las páginas de la guía y pidió un número.

—Oiga... ¿Es el Durham Hotel? ¿Puede decirme si está la señora Tanios? ¿Qué? TANIOS. Sí, eso es. ¿Sí? ¡Ah!, ya comprendo.

Dejó el auricular en la horquilla.

—La señora Tanios abandonó el hotel esta mañana temprano —me dijo—. Volvió a las once y esperó en un taxi a que le bajaran el equipaje. Luego se marchó.

—¿Sabe el doctor Tanios que se llevó el equipaje?

—Creo que todavía no.

—¿Dónde ha ido?

—No se sabe.

—¿Cree usted que volverá aquí?

—Posiblemente. No se lo puedo asegurar.

—Quizás escriba.

—Quizá.

—¿Qué hacemos?

Poirot movió la cabeza. Parecía preocupado y angustiado.

—Nada, de momento. Tomaremos una comida ligera y luego visitaremos a Theresa Arundell.

—¿Cree usted que era ella la que estaba en la escalera?

—No se lo puedo decir. De una cosa estoy seguro... de que la señorita Lawson no pudo verle la cara. Vio una figura alta vestida con una bata oscura; pero nada más.

—¿Y el broche?

—Mi querido amigo; un broche no forma parte de la anatomía de una persona. Esa persona puede desprenderse de él. Puede perderlo... prestarlo... y hasta se lo pueden quitar.

—En otras palabras; no quiere usted creer que Theresa Arundell es culpable.

—Quiero oír lo que ella tiene que decir sobre el asunto

—¿Y si vuelve la señora Tamos?

—Ya arreglaré eso.

George nos sirvió una tortilla.

—Oye, George —dijo Poirot—. Si vuelve esa señora, le rogarás que espere. Si el doctor Tanios viene mientras ella esté aquí, no le dejes entrar. Si pregunta por su mujer, le dirás que no la has visto. ¿Comprendes?

—Perfectamente, señor.

Poirot atacó la tortilla.

—El asunto se complica —dijo—. Debemos ir con cuidado. Pues de otra forma... el asesino volverá a actuar.

—Si lo hace lo cogerá usted.

—Es muy posible; pero prefiero la vida del inocente a la convicción del culpable. Debemos ser muy cuidadosos.

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