Capítulo IV



La señorita Arundell escribe una carta

Era viernes. Los parientes se habían marchado. Se fueron el miércoles, tal como habían acordado. Todos se habían ofrecido para quedarse; pero la oferta fue rechazada. La señorita Arundell se excusó diciendo que prefería gozar de «completo sosiego».

Durante los días que habían transcurrido desde la partida de sus familiares había estado alarmantemente pensativa. Muchas veces ni se daba cuenta de lo que decía Minnie Lawson. Se veía obligada a ordenarle que empezara otra vez.

—Pobrecita; debe ser el «shock» —decía la señorita Lawson.

Y añadía con el acento fúnebre que caracteriza a tantas vidas grises:

—Me atrevería a decir que nunca volverá a estar como antes.

El doctor Grainger, por su parte, procuraba reanimarla.

Le prometía que a últimos de semana podría levantarse y bajar al salón. Y luego decía, humorísticamente, que era una positiva desgracia que no se hubiera roto algún hueso. Hacía comentarios sobre la difícil clase de paciente que era Emily para un médico luchador como él. Si todos sus clientes fueran como ella, decía, lo mejor que podría hacer sería quitar el rótulo que anunciaba su profesión sobre la puerta de la casa.

Emily Arundell le contestaba con animación. Ella y el doctor eran viejos aliados. Siempre discutían, pero siempre lo pasaban bien cuando se reunían.

Ahora, después que el médico se marchó, la anciana tenía el ceño fruncido; pensando... pensando. Contestaba automáticamente a la charla de Minnie Lawson y luego, volviendo de repente a la realidad, la maltrataba con duras palabras.

—¡Pobrecillo Bob! —gorjeaba la señorita Lawson, inclinándose hacia el perro, que estaba sentado sobre una alfombra, al pie de la cama—. ¿Verdad que el pobrecito Bob sería muy desgraciado si supiera lo que le ha pasado a su amita por culpa suya?

—¡No sea idiota, Minnie! —la interrumpió la señora—. ¿Dónde está su sentido inglés de la justicia? ¿No sabe que en este país todos son considerados inocentes hasta que se demuestra su culpabilidad?

—Oh, pero sabemos que...

—No sabemos nada. Deje ya de manosear por ahí. Deje de mover las cosas. ¿Tiene usted idea de cómo hay que comportarse en la habitación de un enfermo? Dígale a Ellen que venga.

Emily la siguió con la mirada cuando salió de la habitación, reprochándose interiormente por la forma cómo la trataba. Aunque Minnie estaba algo chiflada, procuraba hacerlo todo como mejor sabía.

Después, su cara tomó el aspecto preocupado de antes.

Se sentía desesperadamente desgraciada. La desagradaba la inactividad en cualquier situación, con todo el vigor y las firmes creencias de su edad. Pero en las circunstancias actuales no podía decidir su forma de actuar.

Había momentos en que desconfiaba de sus propias facultades y recuerdos sobre lo ocurrido. Y no había nadie, absolutamente nadie, en quien poder confiar.

Media hora después, cuando la señorita Lawson entró de puntillas en el dormitorio, llevando una taza de extracto de carne, quedó un tanto indecisa viendo que su señora tenía los ojos cerrados. Pero de pronto Emily pronunció dos palabras con tanta fuerza y decisión, que Minnie casi dejó caer la taza.

—Mary Fox —dijo la señora Arundell.

—¿Una caja? —preguntó Minnie—. ¿Ha dicho que necesita una caja?[1]

—Se está volviendo sorda. No he dicho nada sobre ninguna caja. Dije Mary Fox. La señora que conocí en Cheltenham el año pasado. Es la hermana de uno de los canónigos de la catedral de Exeter. Déme esa taza. Va a derramar su contenido en el platillo. Y no camine de puntillas. No sabe usted lo irritante que resulta. Ahora vaya abajo y tráigame la guía telefónica de Londres.

—¿Quiere que le busque el número? ¿O la dirección?

—Si quisiera que lo buscara ya se lo hubiera dicho. Haga lo que le dije. Tráigala y prepáreme el recado de escribir.

La señorita Lawson obedeció.

Cuando salía del dormitorio, una vez acabó de hacer lo ordenado, Emily Arundell le dijo de improviso:

—Es usted una buena persona, Minnie. No haga caso de mis gritos. Ladro, pero no muerdo. Es usted muy buena y muy paciente conmigo.

La mujer salió de la habitación con la cara sonrojada, mientras de sus labios brotaban palabras incoherentes.

Sentada en la cama, Emily escribió una carta. La redactó despacio y cuidadosamente, haciendo largas pausas y subrayando gran número de palabras. Llenó el papel por las dos caras, porque se había educado en una escuela donde aprendió a no malgastarlo. Al fin, con un gesto de satisfacción, firmó y metió el pliego en un sobre en el que escribió un nombre. Luego cogió una nueva hoja. Esta vez escribió la carta de un tirón y después de haberla repasado y borrado alguna palabra, la copió en una hoja limpia. Volvió a leer con detenimiento lo que había escrito y satisfecha de haber expresado sus pensamientos, metió esta nueva carta en un sobre y lo dirigió a William Purvis. Esq. Señores Purvis, Charlesworth y Purvis. Procuradores. Harchester.

Tomó otra vez el sobre que escribiera anteriormente, el cual estaba dirigido a «Mr. Hércules Poirot». Abrió la guía telefónica y después de encontrar la dirección la añadió bajo su nombre.

Se oyó un golpecito en la puerta.

La señorita Arundell escondió apresuradamente el sobre que tenía en la mano, es decir, el que acababa de dirigir a Hércules Poirot, bajo la tapa de la carpeta en que había estado escribiendo las dos mencionadas epístolas.

No tenía intención de despertar la curiosidad de Minnie. Era demasiado fisgona.

—Pase —dijo al mismo tiempo que se recostaba en los almohadones con gesto de alivio.

Había tomado medidas para enfrentarse a la situación.

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