Capítulo IX



Reconstrucción del incidente de la pelota de goma

—Bueno, Poirot —dije cuando la cancela de Littlegreen House se hubo cerrado detrás de nosotros—. Supongo que ahora estará usted satisfecho.

—Sí, amigo mío. Estoy satisfecho.

—¡Gracias a Dios! ¡Todos los misterios explicados! ¡Los mitos de la Malvada Señora de Compañía y de la Acaudalada Anciana, hechos pedazos! La carta de fecha atrasada con sus verdaderos colores. Cada cosa satisfactoriamente explicada, de acuerdo con los hechos.

Poirot emitió una tos ligera y seca.

—Yo no emplearía la palabra «satisfactoriamente», Hastings...

—La empleó usted hace un minuto.

—No, no. No dije que la cuestión fuera satisfactoria. Dije, que, personalmente, mi curiosidad estaba satisfecha. Conozco todo lo que hay de cierto acerca del incidente de la pelota.

—Es una cosa simple.

—No tan simple como parece.

Movió la cabeza afirmativamente varias veces. Luego prosiguió:

—Estoy enterado de un pequeño detalle que usted desconoce.

—¿Y qué es ello? —pregunté, un tanto escépticamente.

—Sé que hay un clavo en el rodapié, justamente al comienzo superior de la escalera.

Lo miré con atención. Su cara tenía una expresión grave.

—Bueno —dije al cabo de un rato—. ¿Por qué no puede estar allí?

—La cuestión, Hastings, es: ¿por qué está?

—¿Cómo quiere que yo lo sepa? ¿Alguna razón de tipo doméstico, quizá? ¿Importa eso mucho?

—Claro que importa. Y no puedo imaginarme ninguna razón de este tipo que justifique la presencia del clavo del rodapié, precisamente al comienzo de la escalera. Además, según he podido ver, está cuidadosamente barnizado.

—¿Qué es lo que se imagina, Poirot? ¿Conoce la razón de estar allí?

—Lo puedo suponer fácilmente. Si necesita usted tender un trozo de cordel fuerte, o de alambre, al principio de la escalera y a un pie del suelo, puede atar uno de los extremos a la barandilla; pero en la parte de la pared necesitará algo, por ejemplo, un clavo, para sostenerlo.

—¡Poirot! —grité—. Por todos los santos, ¿qué es lo que pretende decir con eso?

Mon cher ami, estoy reconstruyendo el incidente de la pelota del perro. ¿Quiere oír mi teoría?

—Adelante.

Eh bien, aquí la tiene. Alguien se dio cuenta de que Bob tenía la costumbre de dejar la pelota en la parte alta de la escalera. Una cosa peligrosa que podía derivar en accidente.

Poirot calló durante un minuto y luego prosiguió con un tono algo diferente:

—Si quisiera usted asesinar a alguien impunemente, Hastings, ¿cómo se las arreglaría?

—Yo..., bueno...; realmente... no lo sé. Supongo que inventaría cualquier coartada o algo parecido.

—Un procedimiento difícil y peligroso, se lo aseguro. Pero, desde luego, no es usted el tipo de asesino cauteloso y de sangre fría. ¿No se le ha ocurrido que la más fácil manera de quitar de en medio a alguien que le estorbe es aprovecharse de un «accidente»? Los accidentes ocurren todos los días. Y algunas veces, Hastings, uno puede ayudar a que sucedan.

Volvió a callar durante un instante y después dijo:

—Creo que la pelota del perro, olvidada fortuitamente en la escalera, dio una idea a nuestro asesino. La señorita Arundell tenía la costumbre de salir de su dormitorio por las noches y recorrer la casa. Su vista no era muy buena; entraba, pues, en el cálculo de probabilidades el que resbalara en la pelota y cayera de cabeza por la escalera. Pero un asesino cuidadoso no deja nada al azar. Un cordel tendido convenientemente podía ser un método mucho mejor. De esta forma caería infaliblemente de cabeza. Luego, cuando la gente acudiera, estaría clara la causa del accidente... ¡la pelota de Bob!

—iQué horrible! —exclamé.

—Sí, es horrible... pero no tuvo éxito. La señora Arundell resultó sólo ligeramente herida, aunque pudo muy bien romperse la nuca. ¡Muy desconsolador para nuestro desconocido amigo! Pero la señorita Arundell era una anciana de aguzado ingenio. Todos le dijeron que tropezó con la pelota y allí estaba ésta para probarlo; pero ella, recapacitando sobre lo ocurrido, presintió que el accidente no se había producido así. No había tropezado con la pelota. Y además, recordaba otra cosa. Recordó haber oído a Bob ladrando para que le dejaran entrar a las cinco de la mañana. Todo esto, lo admito, son meras suposiciones; pero creo que estoy en lo cierto. La señorita Arundell guardó la pelota la noche anterior. Después, el perro se había ido a la calle y no había vuelto. Por lo tanto, no fue Bob quien puso la pelota en la escalera.

—Pero eso es pura conjetura, Poirot —objeté.

—No del todo, amigo mío —protestó—. Tenemos las significativas palabras proferidas por la señorita Arundell cuando deliraba. Algo acerca de la pelota de Bob y una «pintura entreabierta». Se da usted cuenta, ¿verdad?

—No, por lo que se refiere a lo último.

—Es curioso. Conozco su idioma lo bastante para saber que no se puede hablar de una pintura entreabierta. Una puerta puede estarlo. Una pintura, en todo caso, ladeada.

—O simplemente torcida.

O simplemente torcida, como dice usted. En seguida me di cuenta de que Ellen había confundido el significado de las palabras que oyó. No era «entreabierta», sino «un jarro» lo que quería decir[4]. En el salón hay un vistoso jarro de porcelana. También observé que en él aparece pintado un perro. Con el recuerdo de estas palabras, producto del delirio, volví oirá vez a examinar más detenidamente el jarrón. Vi que la pintura trataba de un perro trasnochador que espera a que le abran la puerta. ¿Percibe usted la dirección de los pensamientos en el cerebro febril de la anciana? A Bob le ocurrió lo que al perro del jarro. Estuvo fuera de casa toda la noche. Por lo tanto, no fue él quien dejó la pelota en la escalera.

A mi pesar lancé una exclamación de asombro.

—¡Es usted el mismo diablo, Poirot! Lo que me choca es cómo pudo pensar en esas cosas.

—Yo no he pensado en ellas. Estaban allí, claras, para que cualquiera las viera. Eh bien, ¿se da usted cuenta de la situación? La señorita Arundell, tendida en cama después de la caída, empezó a sospechar. Lo que presentía era, quizás, una fantasía suya; pero no, no obstante, sospechaba. «Desde el incidente con la pelota del perro, estoy cada vez más alarmada.» Así es que la buena señora me escribió, mas la carta no llegó a mi poder hasta después de dos meses de haber sido escrita, debido a determinadas circunstancias en que intervino la mala suerte. Y dígame, ¿no encaja la carta en los hechos que hemos comentado?

—Sí —admití—. Así es.

—Hay, además, otro punto digno de consideración —continuó Poirot— La señorita Lawson estuvo excesivamente preocupada de que no llegara a oídos de la señorita Arundell el hecho de que Bob había pasado la noche fuera de casa.

—Cree usted que...

—Creo que el hecho debe ser anotado cuidadosamente.

Durante unos minutos estuve dando vueltas al asunto en mi imaginación.

—Bueno —dije al fin, lanzando un suspiro—. Todo esto es muy interesante como ejercicio mental. Por ello me descubro ante usted. Es una obra maestra de reconstrucción de hechos. Casi es una verdadera lástima que la anciana señora haya muerto.

—Una lástima..., sí. Me escribió diciéndome que alguien había intentado asesinarla (esto es, al fin y al cabo, lo que quería decirme) y poco después murió.

—Sí —dije—, ha sido una gran desilusión para usted el que muriera de muerte natural, ¿no es eso? Vamos, admítalo así.

Poirot se encogió de hombros.

—¿O quizá cree usted que la envenenaron? —pregunté maliciosamente.

El detective movió negativamente la cabeza con desaliento.

—Ciertamente —dijo—, parece como si la señorita Arundell hubiera muerto por causas naturales.

—Y, por lo tanto —añadí—, nos volveremos a Londres con el rabo entre piernas.

Pardon, amigo mío; pero no volveremos a Londres.

—¿Qué es lo que quiere decir, Poirot? —exclamé.

—Si enseña usted un conejo a un perro, amigo mío, ¿querrá el perro volver a Londres? No; irá hasta la madriguera.

—¿Qué significa esto?

—El perro caza conejos. Hércules Poirot caza asesinos. Aquí tenernos uno de ellos; un criminal a quien le falló el crimen. Sí; pero a pesar de todo, un asesino. Y yo, amigo mío, voy a llegar hasta la madriguera de él... o de ella, según sea el caso.

Dio la vuelta bruscamente y se alejó de la cancela.

—¿Adonde va usted ahora, Poirot?

—A localizar la madriguera. Por de pronto, a casa del doctor Grainger, el que atendió a la señorita Arundell en su última enfermedad.

El médico era un hombre de unos setenta años. Tenía la cara delgada y huesuda, destacando en ella una barbilla agresiva; unas cejas pobladas y un par de agudos ojos grises. Nos miró detenidamente.

—Bien, ¿en qué puedo servirles? —preguntó con sequedad.

Poirot empezó a hablar haciendo ampulosos ademanes.

—Le presento mis excusas, doctor Grainger, por esta intrusión. Debo confesar que no he venido a consultarle profesionalmente.

El interpelado contestó con tiesura:

—Me alegro mucho. Parece que disfruta usted de buena salud.

—Debo explicarme el motivo de mi visita —continuó Poirot—. La verdad del caso es que estoy escribiendo un libro de la vida del difunto general Arundell, quien tengo entendido residió en Market Basing durante algunos años, antes de su muerte.

El médico pareció sorprenderse.

—Sí; el general Arundell residió aquí hasta que murió. En Littlegreen House, justamente después del Banco, en la calle Alta. Quizá habrá estado usted allí.

Poirot asintió.

—Pero, como comprenderá —continuó el doctor Grainger—, lo que hizo el general Arundell en este pueblo me es desconocido, pues yo llegué aquí el año 1919.

—Sin embargo, creo que conoció usted a su hija, la señorita Emily Arundell.

—Sí; la conocí muy bien.

—Puede creer que fue un duro golpe para mí enterarme de que la señorita Arundell falleció recientemente.

—El día primero de mayo.

—Eso es lo que me han dicho. Contaba con que ella me proporcionaría algunos recuerdos y detalles de su padre.

—Me parece muy bien. Pero no sé qué es lo que podré hacer yo para ayudarle en este aspecto.

—¿No tiene el general Arundell ningún hijo o hija que viva actualmente? —preguntó Hércules Poirot.

—No, todos murieron. Todos los que tuvo.

—¿Cuántos eran?

—Cinco. Cuatro hijas y un hijo.

—¿Y la siguiente generación?

—Charles Arundell y su hermana Theresa. Puede usted dirigirse a ellos. Aunque dudo que le sean de mucha utilidad. Los jóvenes de ahora no se toman mucho interés por sus abuelos. También está la señora Tanios; pero desconfío, igualmente, de que pueda conseguir nada de ella.

—Deben tener algunos papeles de familia... documentos...

—Puede ser; aunque lo dudo. Gran cantidad de ellos fueron quemados después de morir la señorita Emily.

Poirot alzó un pesaroso gemido, mientras el médico lo contemplaba con curiosidad.

—¿A qué viene tanto interés por el viejo Arundell? Nunca oí que se distinguiera en nada.

—Mi apreciado señor —los ojos de Poirot centellearon con fanática excitación—. ¿No es cierto que, según un adagio, la Historia no sabe nada de sus hombres más célebres? Recientemente se han descubierto ciertos papeles que arrojan nueva luz sobre los orígenes de la insurrección de la India. Se trata de algo secreto. Y en todo ello juega un gran papel John Arundell. El asunto es interesantísimo...

¡Interesantísimo! Y permítame que le diga, caballero, que el caso es particularmente apasionante en la actualidad. La India, mejor dicho, la acción de Inglaterra en ella, es la cuestión más candente de estos tiempos.

—¡Hum! —refunfuñó el médico—. He oído que el general Arundell se jactaba de haber intervenido directamente en la insurrección. Hasta creo que se le concedió una recompensa a causa de ello.

—¿Quién le dijo a usted eso?

—Una tal señorita Peabody. Puede usted visitarla, si le parece. Es la vecina más vieja del pueblo y conoció íntimamente a los Arundell. La chismorrería es su principal distracción. Vale lo que pesa para mirar por su propia conveniencia. Es todo un carácter.

—Muchas gracias. Es una excelente idea. ¿Tendría algún inconveniente en facilitarme la dirección del joven señor Arundell, el nieto del difunto general?

—¿Charles? Sí; se la puedo proporcionar. Pero es un diablillo irreverente. La historia de su familia no significa nada para él.

—¿Tan joven es?

—Es lo que un vejestorio como yo llama joven —respondió el médico haciendo un leve gesto—. Unos treinta años. La clase de joven nacido para ser una preocupación y una responsabilidad para la familia. Personalidad encantadora; pero nada más. Ha recorrido todo el mundo y no ha hecho nada bueno en ninguna parte.

—Su tía estaría prendada de él —aventuró Poirot—. Eso suele ocurrir muy a menudo.

—¡Hum! No lo sé. Emily Arundell no era tonta. Por lo que tengo entendido, el chico no consiguió nunca sacarle ni un penique. La buena señora tenía un carácter parecido al de un coracero. Me gustaba y la respetaba. Tenía todas las cualidades de un soldado veterano.

—¿Murió repentinamente?

—Sí, en cierto aspecto. Tenga presente que había tenido muy poca salud durante varios años. Pero salió adelante de más de un arrechucho.

—Corre por ahí cierta historia, y pido que me excuse por repetir habladurías —al decir esto, Poirot extendió las manos como pidiendo permiso—. Según dicen, había reñido con sus familiares.

—No riñó exactamente con ellos —dijo el médico lentamente—. No; no hubo lucha abierta. Al menos que yo sepa.

—Le ruego que me perdone. Tal vez he sido indiscreto.

—No, no. Después de todo, eso es del dominio público.

—Según he oído no legó su fortuna a la familia.

—Sí; lo dejó todo a una aturdida señora de compañía que tuvo. Una cosa muy rara. No he podido llegar a comprenderlo. Ella no era así.

—Bueno —dijo Poirot pensativamente—. Puede suponerse con facilidad en un caso como ése. Una dama anciana, frágil y enfermiza que depende absolutamente de la persona que la atiende y cuida. Una mujer lista, con cierta cantidad de personalidad, puede ganar gran ascendiente de este modo.

La palabra «ascendiente» pareció obrar el efecto de un capote rojo frente a un toro.

El doctor Grainger estalló:

—¿Ascendiente? ¿Ascendiente? ¡Nada de eso! Emily Arundell trataba a Minnie Lawson peor que a un perro. Era la característica de su generación. De todas formas, las mujeres que se ganan la vida como Minnie, son tontas, por lo general. Si tuvieran un poco de inteligencia, se procurarían una mejor clase de vida por cualquier otro medio. Emily Arundell no podía soportar a los tontos. Por término medio, cada señora de compañía le duraba un año. ¿Ascendiente? ¡Ni hablar de eso!

Poirot se apresuró a abandonar un tema tan resbaladizo.

—¿Es posible, quizá —sugirió—, que la señorita Lawson... se haya quedado con cartas familiares y documento?

—Puede ser —convino Grainger—. Naturalmente, suele haber gran cantidad de chismes y trastos antiguos en casa de una solterona. No creo, sin embargo, que la señorita Lawson haya guardado ni la mitad de ellos. Poirot se levantó.

—Muchas gracias, doctor Grainger. Ha sido usted muy amable.

—No me dé las gracias —replicó el médico—. Siento que no le haya podido ayudar más. Con la señorita Peabody tendrá más suerte. Vive en Morton Manor, a una milla de aquí.

Poirot olisqueó un gran ramo de rosas que el médico tenía encima de la mesa.

—Deliciosas —murmuró.

—Supongo que sí. Yo no puedo percibir su olor. Perdí el olfato hace cuatro años, a causa de un ataque gripal. Bonita cosa para un médico, ¿no le parece? «Los médicos se curan ellos solos». ¡Vaya fastidio! No poder, siquiera, disfrutar de un buen cigarro con lo que me gustaba fumar.

—Sí que es una desgracia. Y a propósito, ¿tendría la bondad de darme las señas del joven Arundell?

—No faltaba más.

—Nos condujo hasta el vestíbulo y llamó.

—¡Donaldson!

—Es mi socio —explicó—. Nos facilitará ese dato. Es el prometido, o cosa así, de Theresa, la hermana de Charles.

Volvió a llamar:

—¡Donaldson!

Un joven salía de una de las habitaciones traseras de la casa. Era de mediana estatura y de apariencia un tanto descolorida. Sus movimientos eran precisos. No se podía uno imaginar un contraste más acentuado con el doctor Grainger.

Este último explicó lo que deseaba.

Los ojos de Donaldson, azules y ligeramente prominentes, se volvieron hacia nosotros con expresión escrutadora. Cuando habló, lo hizo en tono seco y conciso.

—No sé exactamente dónde podrán encontrar a Charles —dijo—. Les puedo dar la dirección de la señorita Theresa Arundell. Sin duda ella les podría informar en dónde está su hermano.

Poirot le aseguró que con ello bastaba.

El joven escribió unas señas en una página de su libro de notas, que rasgó y entregó a mi amigo.

Éste le dio las gracias y se despidió de ambos médicos. Cuando salimos a la calle, tuve la sensación de que el doctor Donaldson nos miraba desde el vestíbulo con una ligera expresión de alarma en su cara.

Загрузка...