Capítulo XII



Poirot comenta el caso

—Gracias a Dios —dije con fervor—. Se ha manejado usted bien, Poirot, para alejarnos de esas zanahorias crudas. ¡Qué mujeres más espantosas!

Pour nous un bon bifteck con patatas fritas y una buena botella de vino. ¿Qué es lo que nos hubieran dado de beber?

—Me figuro que agua clara —repliqué estremeciéndome—. O sidra sin alcohol. ¡Pero qué casa tan...! Apostaría a que no tienen ni baño ni cosa parecida, a excepción de un retrete de hoyo en el jardín.

—Es extraño cómo se divierten las mujeres pasando una vida tan poco confortable —dijo Poirot con aspecto pensativo—. No siempre es pobreza, aunque hacen lo posible para sacar el mejor partido de unas circunstancias adversas.

—¿Cuáles son ahora las órdenes para el chófer? —pregunté cuando dimos la vuelta al último recodo del ventoso callejón y salimos de la carretera de Market Basing—. ¿A qué puerta del pueblo vamos a llamar? ¿O tenemos que volver a «The George» para interrogar al asmático camarero una vez más?

—Le alegrará saber, Hastings, que hemos terminado con Market Basing.

—¡Espléndido!

—Pero sólo de momento. Volveremos.

—¿A seguir la pista del asesino fracasado?

—Exactamente.

—¿Ha sacado usted algo en limpio del fárrago de tonterías que acabamos de oír?

Poirot contestó con tono preciso:

—Hay ciertos puntos que merecen atención. Los diversos caracteres de nuestro drama van surgiendo con más claridad. En algunos aspectos, recuerda los folletines de hace años. La humilde señora de compañía despreciada por todos, que de pronto se ve levantada hasta la riqueza y obra ahora como una dama generosa.

—Me parece que tal precedente deberá ser un poco amargo para la gente que se considera con plenos derechos sobre una herencia.

—Usted lo ha dicho, Hastings. Si; eso es completamente cierto.

Callamos durante unos minutos. Habíamos dejado atrás a Market Basing y estábamos otra vez en la carretera general. Canturreé en voz baja la tonadilla de «Hombrecillo, has tenido un día muy ocupado».

—¿Se ha divertido, Poirot? —pregunté al cabo de un rato.

Mi amigo contestó con frialdad:

—No sé qué es lo que quiere decir con eso de si «me he divertido», Hastings.

—Bueno —dije—. Me pareció que trataba de pasar el rato como cualquier conductor de autobús en día de fiesta.

—¿Cree usted que no he tomado esto en serio?

—Oh, demasiado en serio. Pero este asunto parece una cuestión académica. Está usted luchando sólo para su satisfacción mental. Lo que quiero decir es que... que no parece una cosa real.

Au contraire, es intensamente real.

—Me he expresado mal. Quería decir que si existiera un motivo para ayudar a la anciana y protegerla contra posteriores ataques, bueno... entonces la cosa valdría la pena. Pero tal como se presenta esto no podremos hacer nada, puesto que si sabemos que murió, ¿para qué preocuparse?

—En ese caso, mon ami, no se investigaría nunca un caso de asesinato.

—No, no, no... Esto es completamente diferente. Quiero decir, cuando se tiene una víctima... ¡Oh, dígalo ya todo de una vez!

—No se enfurezca. Lo comprendo perfectamente. Usted hace la distinción entre una víctima y un simple difunto. Suponiendo, por ejemplo, que la señorita Arundell hubiera muerto con repentina y alarmante violencia, a pesar de su larga enfermedad, no hubiera quedado usted indiferente a los esfuerzos que yo hiciera para descubrir la verdad, ¿no es eso?

—Desde luego, no permanecería impasible.

—Pues ahora ocurre lo mismo, puesto que alguien intentó asesinarla.

—Sí; pero no tuvo éxito. Ésa es la diferencia.

—¿No le intriga a usted saber quién es el que intentó matarla?

—Pues, sí; en un sentido.

—Tenemos un círculo muy reducido —dijo Poirot, pensativo—. Ese cordel...

—¡El cordel cuya existencia dedujo usted tan sólo por el clavo que encontró en el rodapié! —le interrumpí—. ¡Vamos! Ese clavo debía hacer años que estaba allí.

—No. El barniz parecía fresco.

—Bueno. Sigo pensando que deben existir toda clase de explicaciones para tal circunstancia.

—Déme una.

De momento no pude pensar en nada que resultara lo suficientemente plausible. Poirot se aprovechó de mi silencio para proseguir su disertación.

—Sí; un círculo reducido. Ese cordel sólo pudo ser tendido, en la parte superior de la escalera, después que todos se hubieron acostado. Por lo tanto, sólo podemos tener en cuenta a los ocupantes de la casa. Es decir, el culpable está entre siete personas. El doctor Tanios, su mujer, Theresa Arundell. Charles Arundell, la señorita Lawson, Ellen y la cocinera.

—Puede usted eliminar tranquilamente de la lista a las dos sirvientas.

—Ellas también heredaron, mon ami. Y puede haber otras razones: rencor, desavenencias, fraude... No puede asegurarse.

—Me parece muy improbable.

—Improbable, convengo en ello. Pero se deben tener en cuenta todas las posibilidades.

—En ese caso, debe usted sospechar de ocho personas, no de siete.

—¿De quién más?

Presentí que iba a conseguir un tanto a mi favor.

—Debe usted incluir también a la señorita Arundell. ¿Cómo sabe que no fue ella quien tendió el cordel en la escalera, con el fin de hacer rodar por ella a alguno de los que durmieron en la casa aquella noche?

Poirot se encogió de hombros.

—Es una incongruencia que diga usted eso, amigo mío. Si la señorita Arundell tendió la trampa, debía tener mucho cuidado para no caer en ella. Recuerde que fue ella quien sufrió el accidente.

Me retiré alicaído.

Poirot prosiguió con voz pensativa:

—El orden de los hechos está completamente claro. La caída; la carta que me dirigió; la visita del abogado. Pero hay un punto dudoso. ¿Retuvo deliberadamente la señorita Arundell la carta que me dirigió, dudando si la echaría al correo o no? O una vez que la escribió, ¿creyó que había sido depositada en el correo?

—Supongo que podremos contestar a eso.

—No; solamente podemos conjeturarlo. Personalmente creo que ella estaba segura de que la carta se había cursado. Debió extrañarse al no recibir contestación...

Mis pensamientos, entretanto, se habían dirigido a otro punto.

—¿Cree usted que todas esas tonterías espiritistas tienen algo que ver en el asunto? —pregunté—. Es decir, ¿opina que, a pesar de lo que ridiculizó la señorita Arundell todo eso de la sugestión, le fue dada la orden en una de esas séances para que dejara su dinero a la Lawson?

—Eso no parece encajar con la impresión general que he sacado del carácter de la señorita Arundell.

—Las Tripp dicen que la señorita Lawson quedó desconcertada por completo cuando leyeron el testamento —dije, absorto.

—Eso es lo que les dijo, sí —convino Poirot.

—Pero usted no lo cree.

Mon ami, ya conoce usted mi naturaleza, propensa a sospechar de todo. Yo no creo nada de lo que me dicen, mientras no lo confirmo o corroboro.

—Eso está bien, compadre —dije afectuosamente—. ¡Vaya naturaleza tan confiada!

—«Él dice», «ella dice», «ellos dicen». ¡Bah! ¿Qué significa todo eso? Absolutamente nada. Puede ser cierto o puede ser falso por completo. Yo sólo tengo en cuenta los hechos.

—¿Y cuáles son los hechos?

—La señorita Arundell sufrió una caída. Esto no hay nadie que lo niegue. La caída no fue natural, estuvo preparada.

—La prueba de ello estriba en que Hércules Poirot lo dice.

—Nada de eso. La prueba está en el clavo. En la carta que me escribió la señorita Arundell. En que el perro estuvo fuera de casa toda la noche. En las palabras de la señorita Arundell acerca del jarro, del dibujo y de la pelota de Bob. Todas estas cosas son hechos.

—¿Y cuál es el siguiente, por favor?

—El otro hecho es la respuesta a nuestra pregunta habitual. ¿Quién se beneficia con la muerte de la señorita Arundell? Respuesta: La señorita Lawson.

—¡La aturdida señora de compañía! Pero por otra parte, los demás también creían que iban a heredar. Y cuando ocurrió el accidente de la escalera estaban seguros de beneficiarse de ello.

—Exactamente, Hastings. Por eso, todos ellos son sospechosos. Tenemos también el pequeño detalle de que la señorita Lawson se tomó muchas molestias para impedir que su señora se enterara de que Bob había estado fuera de casa toda la noche.

—¿Supone usted que eso es sospechoso?

—De ningún modo. Me limito a señalarlo. Pudo haber sido tan sólo la preocupación de que la señora no se sintiera intranquila. Y esto es, con mucho, la explicación más verosímil.

Miré a Poirot de reojo. Mi amigo es así; evasivo.

—La señorita Peabody expresó la opinión de que había enredo en el testamento —comenté—. Por cierto que todo parece indicar que Emily Arundell fue demasiado propensa a creer en idioteces como esa del espiritismo.

—¿Qué es lo que le hace decir que el espiritismo es una idiotez, Hastings?

Lo miré con asombro.

—Mi querido Poirot... esas horribles mujeres...

Sonrió.

—Convengo completamente en su estimación de las señoritas Tripp. Pero el mero hecho de que esas damas hayan adoptado con entusiasmo el vegetarianismo, la teosofía y el espiritismo, no constituye realmente una acusación reprobadora contra tales creencias. Porque una mujer tonta le cuente una sarta de tonterías acerca de un escarabajo falsificado que compró a un anticuario desaprensivo, no hay que desacreditar, en términos generales, a la egiptología.

—¿Quiere usted decir que cree en el espiritismo, Poirot?

—Tengo una opinión muy amplia sobre la materia. Nunca estudié ninguna de sus manifestaciones, pero es cosa sabida que muchos hombres de ciencia están convencidos de que hay fenómenos que no pueden ser explicados.

—¿Entonces cree usted en ese galimatías de la aureola de luz alrededor de la cabeza de la señorita Arundell?

Poirot levantó una mano.

—Estoy hablando en términos generales, rebatiendo su actitud de completo escepticismo. Puedo decir que, habiendo formado una opinión de la señorita Tripp y su hermana, examinaré con todo cuidado cualquier hecho de que ellas hablen de espiritismo, de policía, de cuestiones sentimentales o de los dogmas de la fe budista.

—Sin embargo, estuvo escuchando con toda atención todo lo que dijeron.

—Ésa ha sido mi tarea durante todo el día: escuchar. Oír lo que todos tengan que decir acerca de esas siete personas y, principalmente, desde luego, de las cinco a quienes más de cerca interesa. Ahora ya conocemos ciertos detalles de esa gente. Tenemos, por ejemplo, a la señorita Lawson. Por las Tripp sabemos que era leal, desinteresada, nada apegada al lujo y, en fin, un hermoso carácter. Por la señorita Peabody nos enteramos de que era crédula, estúpida; sin el nervio o inteligencia suficientes para intentar nada criminal. Por medio del doctor Grainger conocemos que sufría vejaciones, que su posición era precaria y que era una pobre señora aturdida y asustada; creo que ésas fueron sus palabras. Por el camarero sabemos que la señorita Lawson era «una persona», y por Ellen, que el perro, Bob, la despreciaba. Cada uno, como se dará usted cuenta, la ve desde un punto de vista diferente. Lo mismo ocurre con los demás. Ninguna de las opiniones sobre la moral de Charles Arundell es muy favorable; pero a pesar de ello, cada cual habla de él en forma distinta. El doctor Grainger lo califica indulgentemente de «irreverente diablillo». La señora Peabody dice que el chico mataría a su abuela por dos peniques y añade que prefiere un bribón a un badulaque. La señorita Tripp afirma que no solamente podría cometer un crimen, sino que ha cometido uno o más. Todos esos detalles son muy útiles e interesantes. Nos conducen al próximo acontecimiento.

—¿A cuál?

—A verlo todo por nuestros, propios ojos, amigo mío.

Загрузка...