Capítulo XVIII



«Una mosca en la sopa»

Comimos en un pequeño restaurante, no lejos del hotel. Yo estaba ansioso por saber qué deducciones había sacado mi amigo de su conversación con los distintos miembros de la familia Arundell.

—¿Y bien, Poirot? —pregunté con impaciencia.

Mi amigo me lanzó una mirada desaprobadora y volvió a dedicar toda su atención a la minuta. Cuando hubo escogido y ordenado el almuerzo, se recostó en la silla, rompió en dos trozos un panecillo y dijo con entonación ligeramente burlona:

—¿Y bien, Hastings?

—¿Qué piensa usted de ellos, ahora que ha hablado con todos?

Poirot replicó con lentitud:

Ma foi, creo que es una colección muy interesante, ¡Verdaderamente, este caso resulta un estudio muy bonito! Es, como dicen ustedes, la caja de las sorpresas. Fíjese que cada vez que digo: «Recibí una carta que me escribió la señorita Arundell antes de morir», algo sale a relucir. Por la señorita Lawson me entero del dinero robado. La señora Tanios dijo en seguida: «¿Acerca de mi marido?» ¿Por qué acerca de su marido? ¿Qué pudo escribirme la señorita Arundell a mí, Hércules Poirot, acerca del doctor Tanios?

—Esa mujer sabe algo —dije.

—Sí, sabe algo. Pero ¿qué? La señorita Peabody nos dijo que Charles Arundell sería capaz de matar a su abuela por dos chelines. La señorita Lawson dice que la señora Tanios mataría a cualquiera si su marido se lo ordenara. El doctor Tanios asegura que Charles y Theresa están corrompidos hasta la médula e insinúa que su madre estuvo acusada de asesinato. Y añade, sin darle importancia al parecer, que Theresa es capaz de asesinar a sangre fría.

—Cada uno tiene formada una bonita opinión de los demás. ¡Todos sin excepción! El doctor Tanios cree, o dice creer, que hubo influencias inconfesables Su mujer, antes de que él llegara, no parecía suponer tal cosa. Al principio, ella no quería que se hiciera nada para impugnar el testamento. Luego viró en redondo. Dése cuenta, Hastings..., es como una caracola, cuyo contenido sale a la superficie y podemos verlo. Hay algo en el fondo de esto... sí, ¡hay algo! ¡Lo juro, no hay duda a fe de Hércules Poirot, lo juro!

A mi pesar, quedé impresionado por su gran fervor.

Después de pensar en los oscuros indicios durante un momento dije:

—Quizá tenga usted razón. Pero parece todo tan vago... tan nebuloso...

—No obstante, ¿conviene usted conmigo en que hay algo?

—¡Si! —dije desorientado e indeciso—. Creo que sí.

Poirot se inclinó sobre la mesa. Sus penetrantes ojos se fijaron en mí.

—Sí..., ha cambiado usted. Ya no se siente divertido ni bromista... ni se muestra indulgente con mis divagaciones académicas. Pero, ¿qué es lo que le ha convencido a usted? No ha sido mi excelente modo de razonar..., non, ce n'est pas ça! Es algo independiente de ello por completo lo que le ha producido ese efecto. Dígame, amigo mío, ¿qué es lo que, tan de repente, le ha inducido a tomar en serio este asunto?

—Creo —dije con lentitud— que ha sido la señora Tanios. Parece... parecía... asustada...

—¿Asustada de mí?

—No; de usted, no. Era algo más. Hablaba tan sosegadamente al empezar... un resentimiento natural contra los términos del testamento; pero, por otra parte, parecía resignada y dispuesta a dejar las cosas como están. Era la actitud natural de una mujer bien educada, aunque apática. Y luego ese cambio brusco... la rapidez con que se puso de acuerdo con el punto de vista del doctor Tanios. La forma en que salió del vestíbulo buscándonos... casi furtiva...

Poirot asintió, como si gradualmente fuera animándome a proseguir.

—Y otro pequeño detalle del cual, posiblemente, no se habrá percatado usted.

—¡Me he dado cuenta de todo! —replicó.

—Me refiero al detalle de la visita que hizo su marido a Littlegreen House el último domingo antes de que falleciera la señorita Arundell. Juraría que ella no sabía nada acerca de esa visita... que fue una sorpresa... y convino en que él se lo dijo, pero que ella lo olvidó... Yo... no me gusta, Poirot.

—Tiene usted mucha razón, Hastings.... eso es muy significativo.

—Dejó en mí una penosa sensación de... de miedo.

Poirot volvió a mover afirmativamente la cabeza.

—¿Sintió usted lo mismo? —pregunté.

—Sí. Esa impresión podía palparse en el aire.

Prosiguió después de un momento de silencio:

—Y, no obstante, a usted le gusta Tanios, ¿verdad? Se ha encontrado con que es un hombre agradable, sincero, afable, cordial. Atractivo, a pesar del prejuicio insular de ustedes contra los turcos y los griegos... En fin, persona verdaderamente simpática.

—Sí —admití—. Lo es.

En el silencio que siguió observé a Poirot. De pronto pregunté:

—¿En qué está usted pensando, Poirot?

—Me estoy acordando de varias personas. El joven y elegante Norman de Gale; el fanfarrón y francote Evelyn Howard; el encantador doctor Seppar; el apacible Knigthon, tan digno de confianza...

Por un momento no comprendí estas referencias a gente que había figurado en algunos célebres casos.

—¿Qué pasa con ellos? —indagué.

—Todos tuvieron una personalidad muy atractiva...

—¡Dios mío, Poirot! ¿Cree usted realmente que Tanios...?

—No, no. No se precipite en sus conclusiones, Hastings. Sólo quiero dar a entender que las reacciones personales de cada uno acerca de la gente, son guías singularmente inseguras. No debe dejarse llevar uno por sus sentimientos, sino por los hechos.

—¡Hum! —refunfuñé—. Los hechos no son nuestro fuerte. No, no; por favor, ¡no volvamos otra vez sobre lo mismo, Poirot!

—Seré breve, amigo mío; no tema. Para empezar, tenemos un caso absolutamente cierto de tentativa de asesinato. Admite esto, ¿verdad?

—Sí —dije—. Lo admito.

Hasta entonces había sido yo un poco escéptico respecto a lo que creía una reconstrucción, mas bien caprichosa, de lo ocurrido en la noche del martes de Pascua. Me vi obligado a convenir, sin embargo, en que sus deducciones eran ahora perfectamente lógicas.

Tres bien. Está claro que no puede haber tentativa de asesinato sin asesino. Uno de los presentes en Littlegreen House, aquella noche, era un asesino... de intención, si no de hecho.

—Concedido.

—Entonces, éste es nuestro punto de partida... un asesino. Hemos hecho unas pocas investigaciones... hemos revuelto el fango, como diría usted... ¿y qué hemos conseguido...? Varias interesantísimas acusaciones formuladas, al parecer casualmente, en el curso de las conversaciones.

—¿Cree usted que no fueron casuales?

—Eso no es posible afirmarlo, por el momento. La manera tan sencilla con que la señorita Lawson sacó a relucir el hecho de que Charles amenazó a su tía, puede haber sido inocente o puede no haberlo sido. Las observaciones del doctor Tanios acerca de Theresa Arundell, puede que no tengan, en absoluto, ninguna malicia escondida, sino que sean tan sólo expresión natural de un médico. La señorita Peabody, por otra parte, es probablemente franca en su opinión sobre las tendencias de Charles Arundell... pero esto, después de todo, no deja de ser una opinión. Y así, sucesivamente. Hay un dicho que se refiere a «una mosca en la sopa», ¿verdad? Eh bien, esto es precisamente lo que hemos encontrado. Hay... no una mosca, sino un asesino en nuestra sopa.

—Me gustaría saber qué es lo que en realidad piensa usted, Poirot.

—Hastings..., Hastings..., yo no me permito «pensar...», es decir, en el sentido en que ha empleado usted la palabra. Por el momento, sólo hago algunas reflexiones.

—¿Tales como...?

—Considero la cuestión del motivo. ¿Cuáles son las razones más probables para la muerte de la señorita Arundell? La más evidente de ellas es: «Ganancia». ¿Quién hubiera ganado con la muerte de ella... si hubiera muerto el martes de Pascua?

—Todos... a excepción de la señorita Lawson.

—Precisamente.

—Bueno; sea como fuere, una persona se elimina automáticamente.

—Sí —dijo Poirot, con aspecto pensativo—. Eso parece. Pero lo interesante es que la persona que no hubiera ganado nada si la muerte hubiera ocurrido el martes de Pascua, lo gana todo al ocurrir el fallecimiento dos semanas después.

—¿Qué es lo que pretende deducir, Poirot? —dije, algo confundido.

—Causa y efecto, amigo mío; causa y efecto.

Lo miré con aire de duda. Prosiguió:

—¡Piense con lógica! ¿Qué ocurrió exactamente... después de la caída?

Detesto a Poirot cuando se pone así. Cualquier cosa que uno diga puede estar equivocada. Así es que procedí con gran precaución.

—La señorita Arundell estaba en cama.

—Eso es. Y con mucho tiempo para pensar. ¿Y luego qué?

—Le escribió una carta a usted.

—Sí; me escribió. Y la carta no fue echada al correo. Esto fue una grandísima lástima.

—¿Sospecha usted que hay algo raro en el hecho de que esa carta no se cursara?

Mi amigo frunció el entrecejo.

—Eso, Hastings, he de confesar que no lo sé. Creo, y en vista de lo ocurrido estoy casi seguro de ello, que la carta se extravió en realidad. Creo, además, pero no estoy seguro, que el hecho de que fuese escrita tal carta no lo supo nadie. Continúe... ¿qué ocurrió después?

Reflexioné.

—La visita del abogado —sugerí.

—Sí... le dijo que fuera por allí y él acudió.

—Y la anciana hizo otro testamento —continué.

—Precisamente. Hizo un nuevo y completamente inesperado testamento. Ahora, teniendo en cuenta el hecho, debemos considerar con mucho cuidado una declaración que nos hizo Ellen. Nos dijo, como usted recordará, que la señorita Lawson estuvo muy preocupada procurando que la noticia relativa a la ausencia de Bob durante la noche no llegara a oídos de su señora.

—Pero... Oh, ya me doy cuenta..., no; no lo veo. ¿Debo empezar a percatarme primero de lo que usted insinúa...?

—¡Lo dudo! —dijo Poirot—. Pero si lo hace, espero que se dará cuenta de la suprema importancia de esta declaración.

—Desde luego, desde luego.

—Y después —continuó— sucedieron otras varias cosas, Charles y Theresa estuvieron allí el siguiente fin de semana y la señorita Arundell enseñó el testamento al muchacho... ejem... al menos, así lo dice él.

—¿No lo cree usted, acaso?

—Yo sólo creo en declaraciones que hayan sido comprobadas. La señorita Arundell no lo enseñó a Theresa.

—Porque creyó que Charles se lo diría.

—Si hacemos caso de las manifestaciones de Charles, fue así.

—Pero no se lo dijo. ¿Por qué?

—Theresa declaró positivamente que él no lo hizo... Una interesantísima y sugestiva discrepancia. Y luego, cuando nos marchábamos, le llamó imbécil.

—Me estoy quedando a oscuras, Poirot —dije con tono de queja.

—Volvamos al curso de los hechos. El doctor Tanios volvió por allí el domingo siguiente... posiblemente sin que se enterara del viaje su esposa.

—Yo diría que con seguridad.

—Pongamos probablemente. ¡Prosigamos...! Charles y Theresa se fueron el lunes. La señorita Arundell gozaba entonces de buena salud, tanto espiritual como física. Cenó espléndidamente y luego tuvo una sesión de espiritismo con las Tripp y la señorita Lawson. Hacia el final de la séance se sintió enferma. Se acostó y murió cuatro días después. La señorita Lawson heredó todo el dinero. ¡Y el capitán Hastings dice que murió de muerte natural!

—¡Considerando que Hércules Poirot dice que se le suministró un veneno en la cena, sin que de ello exista ninguna prueba!

—Tenemos alguna prueba, Hastings. Recapacite sobre la conversación que sostuvimos con las hermanas Tripp. Y también una declaración que pudo entresacarse de la deshilvanada charla de la señorita Lawson.

—¿Se refiere usted a que su señora comió curry en la cena? Esa salsa puede ocultar con facilidad el gusto de una droga. ¿Es eso lo que quiere usted decir?

Poirot contestó con lentitud.

—Sí; quizás el curry tiene cierta significación.

—Pero si lo que usted supone, desafiando toda prueba médica, es verdad, sólo la señorita Lawson o una de las criadas pudo envenenarla.

—Me extrañaría.

—¿O las Tripp? Tonterías. No puedo creer eso. Toda esa gente es inocente, sin duda alguna.

Poirot se encogió de hombros.

—Recuerde esto, Hastings. En tales casos, la estupidez y basta la tontería pueden ir de la mano con la más grande de las marrullerías. Y no olvide el modo tan original con que intentaron el asesinato. No es la obra de un cerebro sumamente hábil o complejo. Fue un asesinato muy sencillo, sugerido por Bob y su costumbre de dejar la pelota en lo alto de la escalera. El pensamiento de tender un hilo de lado a lado en el primer peldaño fue simple y fácil... ¡un niño pudo haber pensado en ello!

Fruncí el entrecejo...

—Quiere usted decir...

—Quiero decir que lo que pretendemos encontrar es, justamente, una cosa... el deseo de matar. Nada más que eso.

—Pero el veneno pudo ser de tal clase que no dejara ningún rastro. Algo de lo que cualquiera pudiera difícilmente sospechar. ¡Oh, maldito sea este caso, Poirot! No puedo creer absolutamente nada de eso. Todo ello es pura fantasía.

—Está usted equivocado, amigo mío. A resultas de las diversas entrevistas que hemos sostenido esta mañana, tengo ahora algo definido entre manos para resolver este asunto. Ciertas indicaciones, ligeras pero inequívocas. Sólo ocurre que... estoy asustado.

—¿Asustado? ¿De qué?

—De estorbar al perro que duerme —dijo con gravedad—. Éste es uno de sus proverbios, ¿no es cierto? ¡Dejar que repose el perro dormido! Eso es lo que nuestro asesino hace ahora... duerme felizmente al sol. Tanto usted como yo sabemos cuan a menudo un asesino que pierde la confianza vuelve a matar por segunda... ¡y hasta por tercera vez!

—¿Teme usted que ocurra eso?

—Sí, en el caso de que haya un asesino en la sopa... y yo creo que lo hay, Hastings. Sí; lo creo.

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