Capítulo XV



La señorita Lawson

—Oiga, Poirot —dije—. ¿Es que vamos a dedicamos ahora a escuchar detrás de las puertas?

—Cálmese, amigo mío. He sido yo solo quien ha escuchado. No fue usted quien acercó la oreja a la rendija de la puerta. Al contrario; se quedó rígido como un soldado.

—Pero yo también lo oí todo.

—Es verdad. Mademoiselle no habló en voz baja.

—Porque creyó que nos habíamos ido.

—Sí; llevamos a cabo una pequeña superchería.

—No me gustan esas cosas.

—¡Su actitud moral es irreprochable! Pero no nos repitamos. Esta conversación ya la hemos sostenido en otras ocasiones. Está usted a punto de decir que no he jugado limpio. Pero debo contestarle que el asesinato no es ningún juego.

—Aquí no se trata de ningún asesinato.

—No esté tan seguro.

—La intención... sí; quizá. Pero después de todo, asesinato y tentativa de un asesinato no son la misma cosa.

—Moralmente viene a ser lo mismo. Lo que quiero decir, es, ¿está usted seguro de que solamente es una tentativa de asesinato lo que ocupa nuestra atención?

Lo miré fijamente.

—Pero la señorita Arundell murió por causas lógicas y naturales.

—Vuelvo a repetir..., ¿está usted seguro?

—Todos lo dicen.

—¿Todos? Oh, la, la.

—El médico lo aseguró —dije—. El doctor Grainger debe saberlo.

—Sí; él debe saberlo —la voz de Poirot no demostraba convicción alguna—. Pero recuerda, Hastings, que con mucha frecuencia se exhuman cadáveres... y en cada caso existe de antemano un certificado de defunción firmado con toda buena fe por el médico que atendió al enfermo.

—Sí; pero en este caso, la señorita Arundell murió a causa de una enfermedad que había padecido durante largo tiempo.

—Así parece... sí.

La voz de Poirot tenía todavía un tono insatisfecho. Lo observé con atención.

—Poirot —dije—. Voy a empezar una frase con la pregunta: «¿Está usted seguro?» ¿Está seguro de que no se deja llevar de su celo profesional? Usted quiere que sea asesinato y, por lo tanto, cree que debe ser asesinato.

Su rostro se volvió sombrío. Movió afirmativamente la cabeza.

—Tiene usted mucha razón, Hastings. Ha puesto el dedo en la llaga. El asesinato es mi ocupación. Soy como un gran cirujano que se especializa, por ejemplo, en apendicitis o en una operación rara. Si un paciente acude a él, lo observará desde el punto de vista de su especialidad. ¿Existe alguna posible razón para creer que este hombre sufre de esto o de aquello...? A mí me ocurre lo mismo. Siempre me pregunto, ¿es posible que esto sea un asesinato? Y ya ve usted, amigo mío, casi siempre hay una posibilidad.

—No afirmaría yo que existan muchas posibilidades en este caso —observé.

—Pero la anciana murió. No puede usted olvidar este hecho. ¡Murió!

—Estaba enferma. Tenía más de setenta años. Todo ello me parece perfectamente natural.

—¿Y le parece también natural que Theresa Arundell califique a su hermano de imbécil con tal grado de intensidad?

—¿Qué es lo que tiene que ver con esto?

—Mucho. Dígame, ¿qué piensa usted de lo que ha dicho el señor Charles Arundell acerca de que su tía le había enseñado el testamento recién hecho?

Miré a Poirot cautelosamente.

—¿Qué quiere decir con ello? —pregunté.

¿Por que debía ser siempre Poirot el que preguntara?

—Lo califico de muy interesante... de interesante en extremo —dijo mi amigo—. Tal fue la reacción de la señorita Theresa Arundell ante ello. Su enfado fue sugestivo... muy sugestivo.

—¡Hum! —refunfuñé.

—Esto nos ofrece dos líneas distintas para investigar.

—A mí me parecen un bonito par de bribones —observé—. Dispuestos a cualquier cosa. La chica es vistosa en extremo. Y por lo que toca al joven Charles es, desde luego, un truhán atrayente.

Mientras tanto, Poirot detuvo un taxi. El coche frenó junto a nosotros y mi amigo dio una dirección al conductor.

—Diecisiete, Clanroyden Mansions, en Bayswater.

—Así es que ahora le toca a la Lawson —comenté—. ¿Y después, los Tanios?

—Ha acertado usted, Hastings.

—¿Qué papel va a adoptar ahora? —pregunté cuando el taxi paró ante las Clanroyden Mansions—. ¿El biógrafo del general Arundell, el posible comprador de Littlegreen House o algo todavía más sutil?

—Me presentaré simplemente como Hércules Poirot.

—¡Qué desilusión! —me lamenté.

Poirot se limitó a dirigirme una mirada y pagó al taxista.

El apartamento estaba en el segundo piso. Una criada de aire desenvuelto nos condujo a una habitación que contrastaba ridículamente con la que acabábamos de dejar un poco antes.

El piso de Theresa Arundell nos pareció vacío ahora, pues el de la señorita Lawson estaba tan atestado de muebles y cachivaches que daba la impresión de que si uno se movía iba a romper algo.

Se abrió la puerta y apareció una mujer bastante corpulenta, de mediana edad. La señorita Lawson era como yo me la había imaginado. Tenía un rostro de expresión algo vacía y necia, el pelo grisáceo y desaliñado y unos lentes de pinza cabalgando, algo ladeados, sobre su nariz. Su estilo de conversación era espasmódico.

—Buenos días... ejem... no creo...

—¿La señorita Wilhelmina Lawson?

—Sí..., sí..., así me llamo...

—Mi nombre es Poirot... Hércules Poirot. Ayer estuve viendo Littlegreen House.

—¿Ah, sí?

La señorita Lawson abrió la boca mientras que con la mano se daba unos infelices toques al revuelto cabello.

—¿Quieren sentarse? —prosiguió—. Siéntese aquí, ¿le parece bien? Oh, me temo que le estorbará esa mesa. La casa está un poquito atestada. ¡Es tan difícil! ¡Estos pisos...! Tan sólo un cachito en un rincón. ¡Pero es tan céntrico...! Me gusta vivir en el centro, ¿y a usted?

Se sentó en una incómoda silla de estilo victoriano y, con los lentes torcidos, se inclinó hacia delante, casi sin aliento, mirando esperanzada a Poirot.

—Llegué a Littlegreen House como un comprador —dijo mi amigo—. Pero me gustaría decirle ahora... esto en la más estricta reserva...

—¿Oh, sí? —exclamó la señorita Lawson con aparente excitación.

—...la más estricta reserva —continuó Poirot— que fui allí con otro objeto. Usted puede o no estar enterada de que poco antes de morir, la señorita Arundell me escribió.

Hizo una pausa y luego prosiguió:

—Yo soy un detective privado bastante conocido.

Una variedad de expresiones se reflejaron en la cara ligeramente sonrojada de la señorita Lawson. Me pregunté cuál de ellas juzgaría Poirot interesante. Alarma, excitación, sorpresa, confusión...

—¡Ah! —dijo la mujer.

Y después de un momento:

—¡Ah! —otra vez.

Entonces, inesperadamente, preguntó:

—¿Es acerca del dinero?

Poirot pareció cogido de sorpresa. Se aventuró, diciendo con amabilidad:

—¿Se refiere usted al dinero que...?

—Sí, sí. Al dinero que desapareció del cajón.

Poirot continuó sin alterarse.

—¿Le dijo la señorita Arundell que me había escrito acerca del dinero?

—No; no me dijo nada. No tengo ni idea... bueno, en realidad, debo confesar que estoy muy sorprendida...

—¿Creía usted que su señora no dijo nada a nadie sobre esa cuestión?

—Realmente, no pensé en eso. Verá usted... ella tenía una idea bastante acertada...

La mujer se detuvo. Poirot añadió, con rapidez:

—Tenía una idea bastante acertada de quién lo cogió. Eso es lo que quiere usted decir, ¿verdad?

La señorita Lawson asintió y dijo apresuradamente:

—No creo que ella hubiera querido... Bueno, quiero decir que ella dijo... es decir, que parecía opinar...

Poirot la interrumpió de nuevo en medio de todas aquellas incoherencias.

—¿Era un asunto de familia?

—Exactamente.

—Pues yo —dijo mi amigo— estoy especializado en esos asuntos. Sepa usted que soy discreto en extremo.

—Oh, desde luego... eso es diferente. No es igual que la policía.

—No, no. Yo no soy como la policía. Esto no sería conveniente.

—¡Oh, no! La pobre señora Arundell era una mujer de gran orgullo. Desde luego, ya había tenido antes algunos disgustos con Charles, pero siempre se mantuvieron secretos. Una vez, según creo, se fue a Australia.

—Eso es —dijo Poirot—. Entonces los hechos del caso ocurrieron así... La señorita Arundell tenía cierta cantidad de dinero en un cajón...

Hizo una pausa. La mujer se apresuró a confirmar el aserto.

—Sí... lo sacó del Banco. Para los sueldos y las cuentas pendientes, ¿sabe usted?

—¿Y cuánto fue, exactamente, lo que le faltó?

—Cuatro billetes de una libra. No, no, estoy equivocada; tres de una libra y dos de diez chelines. Una debe ser exacta, muy exacta, en estos casos.

La señorita Lawson miró con seriedad a mi amigo y luego, maquinalmente, se ajustó los lentes, dejándolos todavía más ladeados. Los prominentes ojos de la mujer parecían querer saltar hacia Poirot.

—Muchas gracias, señorita Lawson. Ya veo que tiene usted un excelente sentido de los negocios.

La mujer se irguió un poco y lanzó una risa lastimera.

—La señorita Arundell sospechaba, y no sin razón, que su sobrino Charles era el autor de dicho robo —prosiguió Poirot.

—Sí.

—Aunque, en realidad, no había ninguna prueba que demostrara quién cogió el dinero.

—Oh, ¡tuvo que ser Charles! La señora Tanios no hubiera hecho semejante cosa y su esposo es extranjero y no podía saber dónde se guardaba el dinero... ninguno que los dos pudo ser. Y no creo que Theresa Arundell pudiera pensar en algo así. Tiene mucho dinero y va siempre tan bien vestida...

—Pudo ser alguno de los criados —sugirió mi amigo.

La señorita Lawson pareció horrorizarse ante dicha idea.

—iOh, no, de ningún modo! Ni Ellen ni Annie hubieran soñado con hacerlo. Ambas son mujeres de una gran superioridad y absolutamente honradas. Estoy segura.

Poirot esperó unos momentos y luego dijo:

—Me estaba preguntando si podría usted facilitarme algunos detalles... pero estoy seguro de que puede, pues si alguien estaba enterado de las confidencias de la señorita Arundell, sin duda es usted...

La señorita Lawson pareció confundida.

—¡Oh!, no estoy segura de ello.

Pero sin duda se sentía halagada.

—Presiento que me ayudará usted.

—Desde luego, si puedo... cualquier cosa que yo pueda hacer...

—Esto es confidencial... —prosiguió Poirot. Una expresión, parecida a la de la lechuza, apareció en la cara de la mujer. La mágica palabra «confidencial», pareció ser un «sésamo, ábrete».

—¿Tiene usted idea de cuál fue la razón por la que alteró su testamento la señorita Arundell?

La señorita Lawson pareció sorprenderse. Poirot añadió, mientras la miraba fijamente:

—¿No es verdad que, poco antes de morir hizo otro testamento en el que le dejaba a usted toda su fortuna?

—Sí; pero no sé nada acerca de ello. Absolutamente nada —chilló la mujer con tono de protesta—. ¡Fue para mí la más grande de las sorpresas! ¡Una sorpresa maravillosa, desde luego! Fue un rasgo muy hermoso por parte de la señorita Arundell. Pero nunca me lo insinuó ella. ¡Ni la más mínima alusión! Quedé tan sorprendida cuando el señor Purvis leyó el testamento que no sabía dónde mirar, ni supe si reír o llorar. Le aseguro, señor Poirot, que fue un golpe... un gran golpe, como comprenderá usted. La bondad... la maravillosa bondad de la señorita Arundell. Yo solamente esperaba que, quizá, me dejara alguna cosilla... un pequeño legado; aunque, en realidad, no existía ninguna razón para que me dejara nada. No hacía mucho tiempo que estaba a su servicio. Pero esto... fue como... fue como un cuento de hadas. Aun ahora no puedo creerlo por completo. Usted ya sabe a qué me refiero. Y algunas veces... bueno, de vez en cuando no me siento a gusto con todo ello. Quiero decir... bueno, quiero decir...

Se quitó los lentes de un manotazo, jugueteó con ellos y prosiguió, todavía más incoherentemente:

—Algunas veces creo que... que la carne y la sangre no se pueden negar, desde luego, y no me parece bien que la señorita Arundell no dejara el dinero a su familia. Quiero decir, que no me parece justo, ¿no es verdad? De ninguna manera. ¡Y además una fortuna tan grande! ¡Nadie tenía ni idea de ello! Pero..., bueno... todo esto hace que no me sienta tranquila... y, como usted sabe, luego empiezan todos a decir cosas... y puede estar seguro de que nunca fui una mujer de malas inclinaciones. Me refiero a que nunca hubiera pensado en influenciar de ninguna manera a la señorita Arundell. Antes al contrario. A decir verdad, siempre tuve un poco de miedo de ella. Era tan dura; tan inclinada a la censura... ¡Y siempre con un carácter tan brusco...! «¡No sea tan rematadamente tonta!», solía exclamar. Pero al fin y al cabo, yo tenía también mis propios sentimientos y en algunas ocasiones me disgustaba... Para luego darme cuenta de que durante todo ese tiempo ella me apreciaba..., en fin, fue maravilloso, ¿no cree? Aunque, según digo yo, ha habido demasiados chismorreos malignos y, claro, una siente que en cierto modo... quiero decir... bueno, me parece un poco duro por parte de algunos, ¿verdad?

—¿Quiere dar a entender que hubiera preferido renunciar al dinero? —preguntó Poirot.

Por un fugaz momento imaginé que una especie de vacilación, una expresión completamente diferente pasaba por los insípidos ojos azules de la señorita Lawson. Por un instante, me figuré que tenía delante a una mujer astuta e inteligente, en lugar de la atontada y amable de antes.

—Pues... desde luego, ése es el otro aspecto de la cuestión —dijo, con una risita—. Me refiero a que hay dos caras en cada cuestión. Está claro que la señorita Arundell quería dejarme el dinero. Entendí que si no lo aceptaba era ir contra sus deseos. Y esto no hubiera estado bien, ¿no es cierto?

—Es un dilema muy difícil —dijo Poirot, moviendo dubitativamente la cabeza.

—Sí. eso es. He estado muy preocupada con ello. La señora Tanios... Bella... es una mujer excelente... y esos preciosos chiquillos... Estoy segura de que la señorita Arundell no hubiera querido que ella... me parece que la pobre señorita Arundell deseaba que yo lo usara a mi discreción. No quiso dejar sin dinero abiertamente a Bella, porque temía que ese hombre le echara mano.

—¿Qué hombre?

—Su marido. Sepa usted, señor Poirot, que la pobre muchacha está completamente dominada por él. Hace todo lo que le ordena. ¡Hasta me atrevería a decir que Bella sería capaz de matar a alguien si él se lo mandara! Le tiene miedo. Estoy absolutamente convencida de que le teme. En varias ocasiones he visto en sus ojos una mirada de terror. Y a esto no hay derecho, ¿no es cierto?

Mi amigo no contestó.

—¿Qué clase de hombre es el señor Tanios? —preguntó luego.

—Pues... —dijo la señorita Lawson titubeando—. Es un hombre muy agradable.

Se detuvo con aspecto de duda.

—¿A usted no le inspira confianza? —indagó Poirot.

—Pues, no..., no me la inspira. No sé por qué... —prosiguió la mujer—. ¡No me fío de ningún hombre! ¡Se oyen unas cosas tan terribles...! ¡Cuántas cosas tienen que pasar las pobres mujeres casadas! ¡Es realmente terrible! Desde luego, el doctor Tanios quiere hacer ver que está muy enamorado de su esposa y se porta muy bien con ella a la vista de todos. Tiene unos modales verdaderamente deliciosos. Pero no me fío de los extranjeros. ¡Son tan falsos...! Por eso estoy segura de que la señorita Arundell no quería que el dinero cayera en sus manos.

—También es muy duro para la señorita Theresa y su hermano, el verse privados de su herencia —comento indiferente Hércules Poirot.

Una mancha de color se extendió por la cara de la mujer.

—Creo que Theresa tiene mucho más dinero del que le conviene —dijo con aspereza—. Solamente en ropa gasta cientos de libras. Y la ropa interior... ¡es indecente! Cuando una se acuerda de tantas chicas bonitas y hacendosas que tienen que ganarse la vida...

Poirot, gentilmente, completó la frase:

—Cree usted que no le vendría mal a Theresa el que se viera obligada a ganársela también durante una temporada.

La señorita Lawson lo miró solemnemente.

—Le haría mucho bien —dijo—. Le haría volver en sí. La adversidad nos enseña muchas cosas.

Poirot asintió. Estaba observando atentamente a la mujer.

—¿Y Charles?

—Charles no se merece ni un penique —dijo ella secamente—. Si la señorita Arundell lo eliminó de su testamento, fue por muy buenas razones... después de sus desvergonzadas amenazas.

—¿Amenazas? —dijo Poirot, levantando las cejas.

—Sí.

—¿Qué clase de amenazas? ¿Cuándo la amenazó?

—Déjeme recordar; fue... sí, desde luego, fue por Pascua. El mismo domingo de Pascua..., ¡lo que todavía es peor!

—¿Qué fue lo que ocurrió?

—Le pidió dinero y ella se negó a dárselo. Y luego él le dijo que aquello no era prudente. Que si adoptaba aquella actitud... la..., ¿qué palabra dijo...?, una palabrota muy vulgar...; ah, sí; que la eliminaría.

—¿La amenazó con eliminarla?

—Sí.

—¿Y qué dijo la señorita Arundell?

—Dijo: «Creo, Charles, que llegarás a darte cuenta de que sé cuidar de mí misma».

—¿Estaba usted en la misma habitación cuando ocurrió todo eso?

—Precisamente en la misma habitación, no —dijo la mujer, después de una ligera pausa.

—¡Vaya, vaya! —añadió Poirot, apresuradamente—. ¿Y qué replicó Charles?

—Dijo: «No esté tan segura».

—¿Tomó en serio esa amenaza la señorita Arundell?

—Pues, no lo sé... No me dijo nada con respecto a ello. Pero no creo que se preocupara mucho por tal motivo.

Mi amigo continuó, sin alterarse:

—Usted sabía, desde luego, que su señora había hecho un testamento nuevo, ¿verdad?

—No, no. Ya le he dicho que todo ello fue para mí una gran sorpresa. Nunca supuse...

Poirot la interrumpió.

—Usted no conocía el contenido del testamento. Pero sabía que se había hecho uno nuevo, ¿no es verdad?

—Pues lo sospechaba... cuando vi que llamaba al abogado, estando ella en la cama.

—Exactamente. Eso fue después que se cayó por la escalera, ¿verdad?

—Sí, Bob... así se llama el perro... dejó la pelota en lo alto de la escalera y la señora resbaló y cayó.

—Un desagradable accidente.

—¡Oh, sí! Figúrese, pudo haberse roto un brazo o una pierna. Eso dijo el médico.

—Pudo muy bien matarse, ¿no es así?

—Sí, desde luego.

La respuesta parecía completamente natural y franca.

Poirot dijo sonriendo:

—Vi a Bob en Littlegreen House.

—¡Oh, si! Claro que lo debió ver. Es un perrito muy mono.

Nada me fastidia más que oír cómo llaman «perrito mono» a un terrier de caza. No es extraño, pensé, que Bob desprecie a la señorita Lawson y no haga nada de lo que le mande.

—¿Es muy inteligente? —continuó Poirot.

—Sí, mucho.

—Qué disgusto se hubiera llevado si llega a saber que por culpa suya casi se mata su ama.

La señorita Lawson no contestó. Se limitó a mover la cabeza y suspirar.

—¿Cree usted que aquella caída influyó para que su señora rehiciera el testamento? —preguntó Poirot.

Pensé que nos estábamos acercando peligrosamente al hueso; pero la mujer pareció encontrar aquella pregunta muy natural.

—Sepa usted —dijo— que no me extrañaría que hubiera algo de cierto en ello. La caída le produjo una gran impresión, estoy convencida de ello. A los viejos no les gusta pensar que pueden morir. Pero aquel accidente hizo que la señora empezase a cavilar. O quizá creyó que era un aviso de que su muerte no estaba lejos.

—Su señora disfrutaba de buena salud, ¿verdad? —dijo Poirot como al azar.

—¡Oh, si! Muy buena.

—Entonces la enfermedad le sobrevino de repente, ¿no es así?

—Sí, fue una sorpresa. Aquella tarde nos visitaron unas amigas... —la señorita Lawson se detuvo.

—Sus amigas, la señorita Tripp. Tuve el gusto de conocerlas. Son encantadoras.

La cara de la mujer resplandeció de satisfacción.

—Sí, ¿verdad? ¡Qué mujeres tan educadas! ¿Le contaron, quizás, algo acerca de nuestras sesiones? Creo que usted será un escéptico... y, sin embargo, no puedo dejar de decirle la inefable alegría que se siente cuando uno se pone en comunicación con los que ya han muerto.

—Estoy seguro de ello. Estoy seguro.

—Sepa usted, señor Poirot, que mi madre ha hablado conmigo... más de una vez. Se siente tanta alegría al saber que los que se fueron piensan en nosotros y velan desde allá...

—Sí, sí. Lo comprendo perfectamente —dijo Poirot con notoria galantería—. ¿Era también creyente la señora Arundell?

La cara de la mujer se ensombreció un poco.

—Quería convencerse —dijo—. Pero no creo que en ninguna ocasión pensara en ello con el ánimo dispuesto. Era escéptica o incrédula... y en una o dos ocasiones su actitud atrajo un tipo de espíritu verdaderamente indeseable. Hubo algunos mensajes muy impúdicos... debido, sin duda alguna, a dicha actitud de decidido escepticismo.

—Convengo con usted en que su señora tuvo la culpa de ello —asintió Poirot..

—Pero aquella noche... —continuó la señora Lawson—. ¿Quizás Isabel y Julia se lo habrán dicho...? Se produjo un fenómeno curioso. Fue el principio de una materialización. El ectoplasma..., ¿sabe qué es el ectoplasma?

—Sí, sí. Sé perfectamente de qué se trata.

—Procede, como es sabido, de la boca del médium. Sale en forma de cinta y se convierte en una forma. Pues estoy convencida, señor Poirot, de que sin saberlo, la señorita Arundell era una médium. Esa noche vi distintamente cómo una cinta luminosa salía de la boca de mi señora. Luego su cabeza se vio envuelta por una niebla luminosa.

—¡Muy interesante!

—Pero, por desgracia, la señorita Arundell se puso enferma de repente y tuvimos que suspender la séance.

—¿Cuándo llamaron al médico?

—A primera hora de la mañana siguiente.

—¿Creyó que la cosa era grave?

—Pues mandó a una enfermera del hospital la noche siguiente; pero no creo que el médico confiaba en que la señora saldría de aquella crisis.

—Los... perdóneme..., ¿fueron avisados los parientes?

La señorita Lawson se sonrojó.

—Les avisamos lo más pronto que fue posible..., es decir, cuando el doctor dijo que la señora estaba grave.

—¿Cuál fue la causa de la enfermedad? ¿Algo que comió, tal vez?

—No, supongo que no fue nada de particular. El médico dijo que no había sido muy cuidadosa con el régimen que debía seguir. Y añadió que el ataque se produjo, seguramente, a causa de un enfriamiento. El tiempo fue muy variable aquellos días.

—Theresa y Charles Arundell estuvieron allí aquel fin de semana, ¿verdad?

La señorita Lawson apretó los labios.

—Sí, vinieron.

—La visita no tuvo mucho éxito —sugirió Poirot, sin dejar de vigilarla atentamente.

—No, no lo tuvo —dijo la mujer, con malicia—. ¡La señora sabía a lo que habían ido!

—¿Qué era ello?

—¡Dinero! —exclamó—. No lo consiguieron.

—¿No? —dijo Poirot.

—Y creo que por la misma razón vino después el doctor Tanios —prosiguió ella.

—El doctor Tanios... ¿Estuvo allí durante el mismo fin de semana?

—Sí, vino el domingo. Su visita duró cerca de una hora.

—Todos parecen haber estado persiguiendo el dinero de la pobre señorita Arundell —aventuró Poirot.

—Ya lo sé. No es agradable pensar que así ha sido, ¿no es verdad?

—No, desde luego —dijo mi amigo—. Les tuvo que causar una fuerte impresión a Charles y a Theresa el enterarse de que su tía los había desheredado por completo.

La señorita Lawson se quedó mirando a Poirot. El detective continuó:

—¿No es eso? ¿No les informó de ello?

—Tanto como eso no lo podría asegurar. No oí nada sobre el caso. Que yo sepa, no se hizo ningún comentario respecto a ello. Ambos hermanos parecían muy animados cuando salieron de la casa.

—¡Ah! Posiblemente me han informado mal. Con toda seguridad, la señorita Arundell guardaría el testamento en su casa, ¿verdad?

La mujer dejó caer los lentes y se inclinó para recogerlos.

—No se lo puedo asegurar. No, creo que se lo llevó el señor Purvis.

—¿Quién fue el albacea?

—El propio señor Purvis.

—¿Fue por allí después del fallecimiento y revisó todos los papeles- de la señorita Arundell?

—Si, eso hizo.

Poirot la miró fijamente y formuló una pregunta inesperada.

—¿Le gusta a usted el señor Purvis?

—¿Que si me gusta el señor Purvis? Pues, en realidad, eso es difícil de contestar, ¿verdad? Quiero decir que estoy convencida de que es un hombre muy listo... un abogado muy bueno. ¡Pero tiene unos modales demasiado bruscos! Me refiero a que no es muy agradable el que le hablen a una como si... bueno, verdaderamente no puedo explicarlo... es muy cortés, pero, al mismo tiempo, algo brusco. Eso es lo que quería decir.

—Una situación difícil para usted —dijo Poirot con simpatía.

—Sí, desde luego. Muy difícil.

La señorita Lawson suspiró hondamente y movió la cabeza.

Mi amigo se levantó.

—Muchísimas gracias, mademoiselle, por su amabilidad y la ayuda que me ha prestado.

La mujer se levantó también. Parecía hallarse algo confundida.

—Creo que no tiene por qué darme las gracias... ¡Nada de eso! Me alegraré si le he sido útil. Si hubiera alguna cosa más que yo pudiera hacer...

Poirot se dirigió a la puerta. Bajó el tono de su voz.

—Creo, señorita Lawson, que hay algo que debo decirle. Charles y Theresa esperan poder impugnar el testamento.

Las mejillas de ella se colorearon.

—No pueden hacer nada de eso —dijo secamente—. Mi abogado me lo aseguró.

—¡Ah! —exclamó Poirot—. ¿Entonces ha consultado usted a un abogado?

—Claro que sí. ¿Por qué no había de hacerlo?

—No hay ninguna razón para que no lo hiciera. Ha sido un paso muy prudente. Buenos días, mademoiselle.

Cuando salimos de los Clanroyden Mansions y ya nos encontramos en la calle, Poirot exhaló un profundo suspiro.

—Hastings, mon ami, o esa mujer es exactamente lo que parece, o es muy buena actriz.

—Por lo visto no cree que la muerte de la señorita Arundell se deba a otra cosa más que a causas naturales. Ya se habrá dado cuenta de ello —dije.

Poirot no contestó. Hay momentos en que sabe hacerse muy bien el sordo. Detuvo el taxi.

—Al Durham Hotel, en Bloomsbury —ordenó al conductor.

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