Capítulo XXII



La mujer de la escalera

A la mañana siguiente nos entregaron una nota. Estaba escrita con letra insegura y renglones irregulares.


Querido señor Poirot:

Me ha dicho Ellen que estuvo usted ayer en Littlegreen House. Le quedaré muy reconocida si pudiera venir a verme hoy, a cualquier hora.

Atentamente,

Wilhelmina Lawson


—De modo que está en el pueblo —observé.

—Sí.

—¿A qué habrá venido?

—Es de suponer que no será por ninguna razón siniestra. Al fin y al cabo, la casa es suya.

—Sí, es verdad; desde luego. Ya sabe, Poirot, que lo peor de nuestro juego es precisamente esto. Cualquier cosa sin importancia que uno haga, nos lleva a las más aviesas deducciones.

—En realidad, he sido yo quien le ha imbuido el lema de «Todos son sospechosos».

—¿Sigue usted todavía pensando eso?

—No... la cosa se ha reducido. Sospecho de una persona en particular.

—¿Quién es?

—Puesto que, por el momento, es sólo una sospecha y no tenemos una prueba cierta, creo que debo dejarle a usted hacer sus propias deducciones, Hastings. Y no menosprecie la psicología... es importante. Las características del asesinato, que implican un cierto temperamento en el asesino, son una clave esencial para el descubrimiento de todo crimen.

—No puedo considerar el carácter de un asesino si no sé quién es.

—No, no. No ha prestado usted atención a lo que he dicho. Si reflexiona lo suficiente sobre las características del asesinato, se dará cuenta de quién es el asesino.

—¿Lo sabe usted realmente, Poirot? —pregunté con curiosidad.

—No puedo decir que lo sé, porque no tengo pruebas. Por eso no quiero decir nada más, por ahora. Pero estoy completamente seguro... sí, amigo mío; estoy completamente seguro dentro de mí.

—Bueno —dije riendo—. ¡Tenga cuidado de que no se entere el asesino! ¡Sería una tragedia!

Poirot se estremeció un poco. El asunto no era para tomarlo a broma. No obstante murmuró:

—Tiene usted razón. Debo ser cuidadoso... extremadamente cuidadoso.

—Debía usar chaleco de cota de malla —comenté irónicamente—. Y emplear un catador para prevenirse de los venenos. Y hasta sería conveniente que tuviera una banda de pistoleros para protegerle.

Merci, Hastings. Confío en mis sentidos.

A continuación escribió una nota para la señorita Lawson, en la que le decía que estaría en Littlegreen House a las once en punto.

Después tomamos el desayuno y salimos a la plaza. Eran aproximadamente las diez y cuarto de una mañana calurosa y soñolienta.

—Me detuve a mirar en el escaparate de una tienda de antigüedades un juego muy bonito de sillas estilo Hepplewhite y de pronto recibí una dolorosa estocada en las costillas, mientras una voz aguda y penetrante exclamaba:

—¡Ji!

Di la vuelta indignado, para encontrarme frente a la señorita Peabody. En la mano llevaba el instrumento con que me había atacado: un magnífico paraguas de contera agudísima.

Sin darse cuenta, al parecer, del dolor que me había producido, observó con voz satisfecha:

—¡Ahí Sabía que era usted. No suelo equivocarme.

Contesté con algo de frialdad.

—Ejem... buenos días. ¿Puedo servirla en algo?

—Puede enterarme de cómo va el libro que está escribiendo su amigo... La vida del general Arundell, ¿verdad?

—Todavía no lo ha empezado —dije.

La señorita Peabody lanzó una risita apagada, estremeciéndose como un flan. Luego, recobrándose, dijo:

—No, ya supuse que no lo había empezado.

Contesté riendo:

—¿De modo que descubrió nuestra pequeña superchería?

—¿Por quién me tomaron... por una tonta? —preguntó la señorita Peabody—. ¡Me di cuenta en seguida de lo que buscaba su relamido amigo! ¡Quería que yo hablara! Al fin y al cabo, no tenía ningún inconveniente. Me gusta hablar. Es difícil encontrar a alguien que quiera escuchar. Me divertí mucho aquella tarde.

Me dirigió su astuta mirada.

—Dígame, ¿de qué se trata?

Estaba dudando sobre lo que le diría, cuando Poirot vino hacia nosotros. Hizo una afectada reverencia a la señorita Peabody.

—Buenos días, mademoiselle. Encantado de volverla a ver.

—Buenos días —contestó la mujer—. ¿Quién es usted esta mañana, Paroti o Poirot?

—Fue usted muy lista desenmascarándome tan pronto —dijo Poirot sonriendo.

—No era nada difícil. Como usted no hay muchos, ¿verdad? Dudo si eso le convendrá o no. Es algo que no se puede asegurar.

—Yo prefiero ser único, mademoiselle.

—Creo que ha conseguido usted lo que quería —opinó la señorita Peabody con sequedad—. Pues bien, señor Poirot; el otro día le proporcioné todo el chismorreo que usted quiso. Ahora me toca a mí hacer preguntas. ¿De qué se trata, eh? ¿De qué se trata?

—¿No estará usted haciendo una pregunta cuya contestación ya conoce?

—Puede ser —lanzó una aguda mirada a mi amigo—. ¿Huele algo mal en ese testamento? ¿O se trata de algo más? ¿Va a desenterrar a Emily? ¿Es eso?

Poirot no contestó.

La mujer movió afirmativamente la cabeza, despacio y con aspecto pensativo, como si hubiera recibido una contestación.

—A veces me he preguntado —dijo al fin consecuentemente— cómo sentará el que... Leyendo los periódicos, sabe usted, me preguntaba si alguna vez desenterrarían a alguien en Market Basing... No creí que fuera a la buena de Emily Arundell...

Volvió a dirigir una repentina y escrutadora mirada a Poirot.

—A ella no le hubiera gustado eso, ¿sabe? Supongo que habrá pensado en ello, ¿verdad?

—Sí, lo he pensado.

—Me figuré que lo haría... ¡usted no es tonto! Ni tampoco creo que sea entrometido.

Poirot hizo otra reverencia.

—Muchas gracias, mademoiselle.

—Y esto es más de lo que mucha gente diría... mirando su extraño bigote. ¿Por qué lleva un bigote como ése?, ¿le gusta?

Me volví para que mi amigo no me viera reír.

—En Inglaterra el culto al bigote está lamentablemente descuidado —dijo Poirot.

Su mano acarició furtivamente el hirsuto adorno.

—¡Oh, ya me doy cuenta! ¡Es divertido! —comentó la señorita Peabody—. Conocí a una mujer que tenía una papera y estaba orgullosa de ella. ¡No lo creerá, pero es cierto! En fin, cada cual debe contentarse con lo que Dios le da. Aunque por lo general nunca ocurre así.

Movió la cabeza y suspiró.

—No puedo creer que en este rincón del mundo se haya cometido un asesinato —continuó.

De nuevo miró inquisitivamente a Poirot.

—¿Quién de ellos lo hizo?

—¿Debo decírselo aquí, en mitad de la calle?

—Eso significa seguramente que no lo sabe. ¿O lo sabe? Bueno... mala sangre. Me gustaría saber si la Warley envenenó o no a su marido. Eso querría decir mucho.

—¿Cree usted en la ley de la herencia?

—Yo creo que fue Tanios. ¡Un extranjero! Pero, por desgracia, eso no conduce a nada. En fin, he ido demasiado lejos. Ya veo que no va a decirme nada... A propósito, ¿para quién trabaja usted?

—Actúo por cuenta de la difunta, mademoiselle —contestó Poirot con gravedad.

Siento decir que la señorita Peabody recibió esta afirmación con un repentino ataque de risa. Se repuso rápidamente de su regocijo.

—Perdóneme. Al decir eso me acordé de Isabel Tripp. ¡Qué mujer tan horrible! Creo que Julia es peor. ¡Con ese lamentable aspecto infantil...! Es como si un carnero quisiera vestirse de cordero. Buenos días. ¿Ha visto al doctor Grainger?

—Tengo que regañarla, mademoiselle. Traicionó usted mi secreto.

La señorita Peabody lanzó su peculiar cloqueo gutural.

—¡Los hombres son tontos! Se tragó todo el absurdo montón de mentiras que le contó usted. ¡Casi se vuelve loco cuando se lo dije! ¡Se marchó resoplando de rabia! Le está buscando.

—Me encontró ayer por la noche.

—¡Oh! Me hubiera gustado estar presente.

—A mí también —dijo Poirot con galantería.

La mujer rió y se dispuso a marcharse. Pero antes me habló por encima del hombro.

—Adiós, joven. No compre esas sillas. Son falsificadas.

Se alejó cloqueando.

—Ésta sí que es una mujer lista —comentó Poirot.

—¿Aunque no admire su bigote?

—El gusto es una cosa y el talento otra —contestó con frialdad.

Entramos en la tienda y malgastamos veinte agradables minutos fisgoneando. Al cabo salimos sin merma de nuestros bolsillos y nos dirigimos a Littlegreen House a la cita dada.

Ellen, más sonrojada que de costumbre, nos recibió y llevó hasta el salón. Al momento se oyeron unos pasos en la escalera y entró la señorita Lawson. Parecía tan sobreexcitada y aturdida como de costumbre. El cabello lo llevaba recogido con un pañuelo de seda.

—Espero me perdonará el que me presente así, señor Poirot. He estado revolviendo varios armarios que estuvieron cerrados hasta hoy... tantas cosas... Los viejos tienen afición a guardarlo todo. Me temo que... la pobre señorita Arundell no era una excepción... y se recoge tanto polvo en el pelo... es asombroso, ¿sabe?, las cosas que la gente colecciona... Créame, dos docenas de alfileteros... nada menos que dos docenas de alfileteros... ¿Qué le parece?

—¿Quiere usted decir que la señorita Arundell compró dos docenas de alfileteros?

—Sí, los guardó y se olvidó de ellos... Ahora, desde luego, los alfileres están todos herrumbrosos... una lástima. Acostumbraba a darlos a las criadas como regalos de Pascuas.

—Tenía muy mala memoria, ¿verdad?

—Sí. Especialmente cuando guardaba las cosas. Como un perro cuando esconde un hueso, ¿sabe? Así es como solíamos calificarlo entre nosotras. «Ahora no vaya a hacer como el perro con el hueso», le decía yo muchas veces.

La mujer rió, y luego, sacando un pañuelo del bolsillo, empezó a lloriquear.

—¡Ay, pobre de mí! —dijo con voz lacrimosa—. ¡Me parece tan terrible el reír aquí!

—Es usted muy sensible —dijo Poirot—. Se impresiona demasiado por las cosas.

—Eso es lo que mi madre me decía siempre, señor Poirot. «Tomas demasiado en serio las cosas, Mina», me advertía. Es un gran inconveniente el ser sensitiva, señor Poirot. Especialmente cuando una tiene que ganarse la vida.

—¡Ah, sí!, desde luego. Pero eso pertenece al pasado. Ahora es usted su propia señora. Puede divertirse, viajar, no tiene preocupaciones ni ansiedades.

—Supongo que así será —dijo la mujer, algo dudosa.

—Así es, de seguro. Y ahora, hablando de la mala memoria de la señorita Arundell, me doy cuenta de por qué tardó tanto en llegar a mi poder la carta que me escribió.

A continuación explicó las circunstancias que concurrieron en el hallazgo de la carta. Una mancha encarnada se extendió por las mejillas de la mujer.

—¡Ellen debía habérmelo dicho! —exclamó—. ¡Fue una gran impertinencia enviarle la carta sin decir una palabra a nadie! Debió haber consultado conmigo primero. ¡Una gran impertinencia! Eso es. No sabía nada sobre ello. ¡Vergonzoso!

—Estoy seguro de que lo hizo de buena fe.

—Bien, pero creo que era una cosa privativa mía. ¡Muy privativa! Los sirvientes hacen a veces cosas muy raras. Ellen debió acordarse de que ahora soy la dueña de la casa.

Enderezó rígidamente el cuerpo como para darse importancia.

—Ellen quería mucho a su ama, ¿no es eso? —preguntó Poirot.

—Sí, así es. Pero eso no implica nada. ¡Me lo tenía que haber dicho!

—Lo importante es... que yo recibí la carta —observó mi amigo.

—Convengo en que no conduce a nada discutir las cosas que ya han sucedido, pero así y todo, creo que debo advertir a Ellen de que antes de hacer nada ha de decírmelo.

Se detuvo con las mejillas coloreadas todavía.

Poirot calló un instante y luego preguntó:

—¿Quería usted verme? ¿En qué puedo servirla?

El enfado de la señorita Lawson se esfumó con la misma rapidez con que le sobrevino. Estaba otra vez tan turbada e incoherente como antes.

—Bien, en realidad... ¿sabe?, me preguntaba... Bueno, si he de decirle la verdad, señor Poirot, llegué ayer y, como es natural, Ellen me dijo que había estado usted aquí... y me extrañé que... en fin, de que no me hubiera advertido de que iba a venir... Me pareció algo extraño... y no logré comprender...

—No pudo imaginar qué es lo que yo estaba haciendo aquí —Poirot terminó la frase por ella.

—Yo... bueno... no; eso es exactamente. No lo llegué a suponer.

Miró a mi amigo, sonrojada, pero con ojos inquisitivos.

—Debo hacerle una pequeña confesión —dijo Poirot—. He permitido que permaneciera usted en un error. Supuso que la carta que me escribió la señorita Arundell se refería a la cuestión de la insignificante cantidad sustraída por el señor Charles Arundell según todas las apariencias.

La señorita Lawson asintió.

—Pues, como verá, no era éste el caso... En realidad, me enteré de dicha sustracción cuando me lo dijo usted... La señorita Arundell me escribió acerca del accidente.

—¿Del accidente?

—Sí; sufrió una caída por la escalera, según tengo entendido.

—¡Oh!, desde luego... es verdad... —replicó la mujer, más aturdida cada vez.

Miró vagamente a Poirot y prosiguió:

—Pero... lo siento... sé que es estúpido por mi parte... pero, ¿por qué le escribió a usted? Creo que... en realidad usted lo ha dicho... que es un detective. ¿No es médico también? ¿O quizá un curandero?

—No; no soy médico... ni curandero. Pero al igual que los médicos, muchas veces me ocupo de las llamadas muertes por accidente.

—¿Muerte por accidente?

—Eso he dicho. Es verdad que la señorita Arundell no murió entonces... pero pudo haber muerto.

—¡Ay. pobre de mi! Sí, el médico lo dijo. Pero no entiendo...

La señorita Lawson seguía con su aturdimiento.

—La causa del accidente se supuso que fue la pelota del pequeño Bob, ¿no es cierto?

—Sí, sí; eso fue. Fue la pelota de Bob.

—Pues, no. No fue la pelota de Bob.

—Pero, perdone, señor Poirot. La vi yo misma, cuando acudimos todos.

—La vería usted. Pero no fue la causa del accidente. Porque dicha causa, señorita Lawson, fue un cordel pintado de negro, tendido a un pie de altura sobre el primer peldaño de la escalera.

—Pero... un perro no puede...

—Exactamente —replicó Poirot con rapidez—. Un perro no puede hacerlo... no tiene suficiente inteligencia... o, si quiere usted, no es lo suficientemente malvado... Fue un ser humano quien puso allí el cordel.

La cara de la señorita Lawson estaba mortalmente pálida. Levantó una trémula mano hacia su rostro.

—¡Oh, señor Poirot...! No lo puedo creer... no querrá usted decir... Pero eso es horrible... realmente horrible. ¿Quiere usted decir que todo lo referido estuvo hecho a propósito?

—Pero eso es espantoso. Es casi como... como matar a una persona. —¡Una persona hubiera muerto de haber salido bien la cosa! En otras palabras, hubiera sido un crimen.

La señorita Lawson lanzó un pequeño grito. Poirot prosiguió con el mismo tono de gravedad.

—Pusieron un clavo en el rodapié para poder atar el cordel. El clavo estaba barnizado para que no se distinguiera. Dígame, ¿recuerda usted haber percibido alguna vez el olor de barniz sin saber de dónde provenía?

La mujer volvió a lanzar un grito.

—¡Oh, qué extraordinario! ¿Quién iba a pensar eso? Porque nunca creí... nunca supuse... pero entonces, ¿cómo podía yo...? Y sin embargo, ya me pareció extraño.

Poirot se inclinó hacia delante.

—Entonces, ¿puede usted ayudarnos, mademoiselle? Una vez más puede usted ayudarnos. C'est épatant!

—¡Pensar que fue eso! Bueno, todo encaja bien.

—Dígame, se lo ruego. ¿Percibió usted olor a barniz?

—Sí, desde luego. No sabía qué era. Creía... pobre de mí... ¿es pintura? No, se parece más a lo que usamos para el piano. Entonces creía que debían ser fantasías mías.

—¿Cuando fue eso?

—Déjeme recordar... ¿Cuándo fue?

—¿Fue durante el fin de semana de Pascua, cuando estaba la casa llena de huéspedes?

—Sí, fue por entonces... pero estoy tratando de recordar qué día ocurrió... Vamos a ver; no fue el domingo. Ni tampoco el martes... esa noche vino a cenar el doctor Donaldson. Y el miércoles se habían ido todos. No, desde luego, fue el lunes. Estaba en la cama sin poder dormir... algo preocupada. Siempre he creído que el lunes de Pascua es un día lleno de preocupaciones. Los filetes de ternera habían alcanzado justamente para la cena y temía que la señorita Arundell se molestara al saberlo. Fui yo quien compró la carne el sábado anterior y, en realidad, debí haberme quedado con siete libras; pero pensé que con cinco bastaría. La señorita Arundell se enfadaba siempre si llegaba a faltar algo... era tan hospitalaria...

La señorita Lawson se detuvo para tomar aliento y luego siguió:

—Así es que no podía dormir, preguntándome si me diría algo al día siguiente y, con unas cosas y otras, estuve largo rato dando vueltas a la cama. Y luego, cuando estaba a punto de dormirme, algo me desveló del todo... una especie de golpe seco... me senté en la cama y olfateé. Siempre he tenido mucho miedo al fuego... algunas veces me figuro que huelo a quemado en dos o tres ocasiones durante la noche... sería terrible quedar bloqueada por el fuego... Percibía un olor especial y aspiré fuertemente el aire, pero no era olor a humo ni cosa parecida. Y me dije que era pintura; aunque es raro oler una cosa así en mitad de la noche. El olor era muy fuerte y permanecí sentada en la cama olfateando y... entonces la vi en el espejo...

—¿La vio? ¿A quién vio?

—El espejo, como usted habrá visto, es muy grande. Yo dejaba la puerta un poco entreabierta para oír a la señorita Arundell si me llamaba y para poderla ver si bajaba la escalera. En el pasillo se dejaba siempre encendida una pequeña bombilla. De esta forma vi cómo ella estaba arrodillada en la escalera... me refiero a Theresa. Estaba arrodillada en el tercer peldaño, con la cabeza inclinada sobre algo y yo pensé: «¡Qué raro! ¿Estará enferma?» Pero se levantó y se fue; así es que supuse que había resbalado o algo así. Después ya no me acordé más de ello.

—El golpe que la despertó pudo ser el que produjo el martillo sobre el clavo cuando lo pusieron —murmuró, abstraído.

—Sí, supongo que sería eso. Pero, ioh, señor Poirot! ¡Qué horroroso... qué terriblemente horroroso! Siempre creí que Theresa era, quizá, un poco insensata... pero hacer una cosa así...

—¿Está usted segura de que era Theresa?

—¡Ay, pobre de mí! ¡Pobre de mí!

—¿No pudo ser la señora Tanios o alguna de las sirvientas, por ejemplo?

—¡Oh, no! Era Theresa.

La mujer movió apesadumbrada la cabeza, mientras murmuraba:

—¡Ah, pobre de mí! ¡Pobre de mí!

Poirot la estaba mirando de una forma que juzgué difícil de interpretar.

—Permítame hacer un experimento —dijo de pronto—. Subamos a su habitación y procuremos reconstruir la escena.

—¿Reconstruir? ¡Oh!, en realidad... no sé... quiero decir que no comprendo...

—Se lo demostraré —dijo Poirot, cortando estas dudas con ademán autoritario.

Algo sonrojada, la señorita Lawson nos precedió...

—Espero que la habitación esté en orden... hay tanto quehacer... con unas cosas y otras... —se detuvo en sus incoherencias.

El dormitorio estaba, por cierto, abarrotado de diversas cosas, producto sin duda del revuelo que había organizado la señorita Lawson en los armarios. Con su habitual incongruencia, la mujer indicó la posición que ocupó aquella noche y Poirot pudo darse cuenta de que una porción de la escalera se reflejaba en el alargado espejo del armario.

—Y ahora, mademoiselle —sugirió—, si fuera usted tan amable de salir y reproducir las acciones que vio.

La señorita Lawson, murmurando todavía «pobre de mí», salió a hacer su papel. Poirot hizo el de observador.

La función terminó; mi amigo salió al descansillo de la escalera y preguntó qué bombilla era la que se dejaba encendida por las noches.

—Ésa... ésa de allí. La que está enfrente a la habitación de la señorita Arundell.

Poirot se puso sobre la punta de los pies, desenroscó la bombilla y la examinó.

—Una lámpara de cuarenta watios. No es de mucha potencia.

Volvió hacia la escalera.

—Usted me perdonará, mademoiselle, pero con la luz tan tenue y la forma en que se proyecta la sombra, difícilmente pudo identificar a la persona que estaba en la escalera. ¿Está usted segura de que era la señorita Theresa Arundell y no una figura indeterminada de mujer, envuelta en una bata?

La señorita Lawson se indignó.

—¡No, señor Poirot! ¡Estoy perfectamente segura! Según creo, conozco muy bien a Theresa. Era ella. Su bata oscura y el broche con sus iniciales... lo vi con claridad.

—Así no hay duda. ¿Vio usted las iniciales?

—Sí, «T. A.». Conozco el broche. Theresa lo lleva a menudo. Sí. Juraría que era Theresa... ¡y lo juraré si es necesario! Tal es mi seguridad.

Había tal firmeza y decisión en estas palabras, que se apreciaba la diferencia entre su tono y el de las que profería habitualmente.

Poirot la miró. Otra vez había algo en su mirada. Era lejana y pensativa... Tenía también una sospechosa apariencia de determinación.

—¿Juraría usted eso? —preguntó.

—Sí... si es necesario. Pero supongo que... ¿será necesario?

De nuevo mi amigo la miró con detenimiento.

—Eso dependerá del resultado de la exhumación.

—¿Ex... exhumación?

Poirot adelantó una mano protectora, pues la señorita Lawson en su excitación, estuvo a punto de caer por la escalera.

—Es muy posible que se haga.

—¡Oh!, pero con seguridad... ¡qué desagradable! Quiero decir que estoy segura de que la familia se opondrá totalmente... por completo.

—Es probable que se oponga.

—¡Estoy convencida de que no querrán oír hablar de una cosa así!

—¡Ah! Pero si hay una orden del Ministerio de Gobernación... precisamente...

—Pero, señor Poirot... ¿por qué? Me refiero a qué no es como si... como si...

—Como si... ¿qué?

—Como si hubiera sucedido algo... irregular.

—¿Cree usted que no?

—No, desde luego que no. ¡No pudo haberlo! Me refiero al médico, la enfermera y todo lo demás...

—No se excite —dijo Poirot calmosamente y con acento conciliador.

—¡Oh!, pero yo no puedo hacer nada. ¡Pobre señorita Arundell! No es igual que si Theresa hubiera estado aquí cuando murió.

—No, se marchó el lunes, antes de que su señora se pusiese enferma, ¿verdad?

—Muy temprano. Por lo tanto, usted comprenderá que ella no tiene nada que ver con esto.

—Esperemos que no —contestó Poirot.

—¡Dios mío! —la señorita Lawson juntó las manos—. ¡Nunca oí cosa tan horrible como ésta! En verdad, que no sé dónde tengo la cabeza.

Poirot miró su reloj.

—Debemos irnos. Volveremos a Londres. Y usted, mademoiselle, ¿va a quedar aquí mucho tiempo?

—No... no... Lo cierto es que no tengo hecho ningún plan. Me marcharé hoy mismo... sólo vine para pasar la noche y... arreglar un poco las cosas.

—Comprendo. Adiós, mademoiselle, y perdone el trastorno que le he causado.

—¡Oh, señor Poirot! ¡Trastorno! ¡Me siento enferma! ¡Dios mío... Dios mío! ¡Qué mundo tan corrompido! Qué espantosamente corrompido.

Poirot cortó sus lamentaciones.

—Completamente de acuerdo. ¿Sigue usted dispuesta a jurar que vio a Theresa arrodillada en la escalera, la noche del lunes de Pascua?

—¡Oh. sí! Puedo jurarlo.

—¿Y puede jurar también que vio un halo luminoso alrededor de la cabeza de la señorita Arundell durante la séance?

La mujer abrió la boca.

—¡Oh, señor Poirot! No... no bromee con esas cosas.

—No estoy bromeando. Hablo en serio.

La señorita Lawson replicó con dignidad:

—No era exactamente un halo. Más bien parecía el principio de una manifestación. Una cinta de materia luminosa. Creo que empezaba a formarse una cara.

—Muy interesante. Au revoir, mademoiselle; y, por favor, no diga nada a nadie.

—¡Oh!, desde luego... ya. Nunca pensé en ello...

Lo último que vi de la señorita Lawson fue su cara ovejuna mirándonos desde el umbral de la puerta.

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