Capítulo XXVIII



Otra víctima

—Es un hombre listo —dijo Poirot pensativamente cuando se marchó el muchacho.

—Resulta algo difícil saber qué es lo que se propone con todo esto.

—Sí; es un poco despistado; pero observador en extremo.

—La llamada telefónica era de la señora Tanios.

—Lo supuse.

Le di el recado. Poirot asintió, aprobándolo.

—Bien. Todo marcha perfectamente. Veinticuatro horas, Hastings, y creo que sabremos exactamente nuestra posición.

—Estoy todavía un poco embarullado. ¿De quién sospechamos en definitiva?

—Verdaderamente, no puedo decir de quién sospecha usted, Hastings. Supongo que de todos, uno tras otro.

—A veces creo que le gusta que me arme estos líos.

—No, no. No me gusta divertirme de esa forma.

—Yo no lo aseguraría.

Mi amigo movió negativamente la cabeza con aire ausente. Estudié su fisonomía.

—¿Qué es lo que le pasa? —pregunté.

—Amigo mío, estoy siempre nervioso cuando termina un caso. Si algo sale mal...

—¿Es que va a salir mal?

—No lo creo.

Se detuvo y frunció el entrecejo,

—Supongo que tengo previstas todas las contingencias.

—Entonces, ¿por qué no nos olvidamos del crimen y nos vamos al teatro?

Ma foi, Hastings, ¡es una buena idea!

Pasamos una velada muy agradable, aunque cometí una ligera equivocación llevando a Poirot a ver una obra policiaca. He aquí una idea que ofrezco a mis lectores. Nunca lleven a un soldado a una función de tema militar; a un marino a una de ambiente naval; a un escocés a una que se desarrolle en Escocia; a un detective a una policiaca... a un actor a ninguna de ellas. El chaparrón de quejarse de la deficiente psicología, y la falta de orden y método del detective héroe de la farsa casi le hizo volverse loco. Cuando nos separamos, todavía estaba explicando Poirot cómo podía haberse descubierto el misterio a la mitad del primer acto.

—Pero en ése caso, Poirot, la función hubiera acabado en seguida.

Mi amigo se vio obligado a admitir que quizá fuera así.

A la mañana siguiente, pocos minutos después de las nueve entré en el saloncito. Poirot estaba desayunando, mientras abría el correo como de costumbre.

Sonó el teléfono y contesté.

Oí una anhelante voz de mujer.

—¿Es el señor Poirot? ¡Oh, es usted, capitán Hastings!

Se oyó un sonido entrecortado y un resoplido.

—¿Es la señorita Lawson? —pregunté.

—Sí, sí. ¡Qué cosa tan terrible ha sucedido!

Cogí con fuerza el auricular.

—¿Qué ha pasado?

—Se fue del Wellington, ¿sabe usted...?, me refiero a Bella. Fui ayer por la tarde, a última hora y me dijeron que se había ido. ¡Sin decirme palabra! ¡Algo extraordinario! Ello me hizo pensar que quizás el doctor Tanios tuviera razón. Habló tan delicadamente de ella y parecía tan angustiado, que ahora parece como si estuviera en lo cierto.

—¿Pero qué ha sucedido, señorita Lawson? ¿Solamente que la señora Tanios se ha marchado del hotel sin decírselo a usted?

—¡Oh, no! No es eso. ¡Oh Dios mío, si sólo fuera eso, todo iría bien! Aunque creo que fue algo raro. El doctor Tanios dijo que tenía miedo de que ella estuviera completamente... completamente... ya usted sabe lo que quiero decir. Lo llamó manía persecutoria.

—Sí (¡maldita mujer!). ¿Pero qué es lo que ahora ha ocurrido?

—¡Oh, Dios mío...! ¡Es terrible! Ha muerto mientras dormía. Una doble dosis de soporífero. ¡Y esos pobres pequeños! ¡Parece todo tan terriblemente triste! No he hecho más que llorar desde que me enteré.

—¿Y cómo se ha enterado? Cuéntemelo todo.

Por el rabillo del ojo vi que Poirot se había detenido en su tarea de abrir cartas. Estaba escuchando lo que yo decía. No me gustaba la idea de cederle el sitio. Si lo hacía, parecía altamente probable que la señorita Lawson empezara otra vez con sus lamentaciones.

—Me telefonearon del hotel. El Coniston se llama. Parece que encontraron mi nombre y mi dirección en su bolso. Oh, Dios mío, señor Poirot...!, digo, capitán Hastings... ¿no es terrible? Esos pobres niños se han quedado sin madre.

—Oiga —dije—. ¿Está segura de que es un accidente? ¿No pensarán en que pudo ser un suicidio?

—¡Oh, qué idea tan espantosa, capitán Hastings! ¡Oh, Dios mío; no lo sé! ¿Cree usted que pudo ser eso? Sería horrible. Desde luego parecía muy deprimida. Pero no tenía por qué hacerlo. Quiero decir que no tenía que preocuparse por dinero. Yo estaba dispuesta a cederle la mitad de la herencia... ¡de veras! La pobre señorita Arundell lo habría aprobado. ¡Estoy segura de ello! Parece tan horroroso el pensar que pudo quitarse la vida... pero quizá no lo hizo... Los del hotel parecían creer que se trataba de un accidente.

—¿Qué es lo que tomó?

—Uno de esos soporíferos. Creo que veronal. No; cloral. Sí, eso es. Cloral. Oh, Dios mío, capitán Hastings, ¿cree usted?

Sin ninguna ceremonia colgué el receptor y me volví hacia Poirot.

—La señora Tanios...

Levantó la mano.

—Sí, sí; ya sé lo que ya a decir. Ha muerto, ¿verdad?

—Sí. Una dosis excesiva de soporífero Cloral.

Poirot se levantó.

—Vamos, Hastings; debemos ir allí ahora.

—¿Eso es lo que temía anoche? ¿Cuando dijo que siempre estaba nervioso al terminar un caso?

—Sí... temía otra muerte.

La cara de Poirot estaba rígida y firme. Hablamos muy poco mientras nos dirigíamos a Euston. Una Vez o dos, mi amigo movió la cabeza pensativamente.

Con timidez pregunté:

—¿No cree usted...? ¿Pudo ser un accidente?

—No, Hastings, no. No fue un accidente.

—¿Cómo diablos pudo enterarse él del paradero de su esposa?

Poirot se limitó a mover la cabeza.

El Coniston era un edificio de mal aspecto, cerca de la estación de Euston. Poirot, con su tarjeta y unas repentinas maneras autoritarias, pronto logró abrirse paso hasta el despacho del gerente.

Los hechos eran muy simples.

La señora Peters, nombre que registró al llegar, y sus hijos entraron en el hotel a las doce y media. Comieron a la una.

A las cuatro llegó un hombre con una tarjeta para la señora Peters, a quien se le entregó. Pocos minutos después, bajó con los niños y una maleta. Los chicos se fueron con quien trajo la nota. La señora Peters dijo luego en la oficina que no necesitaba ya más que una habitación.

No parecía muy angustiada ni alterada; al contrario, estaba completamente sosegada y segura de sí misma. Cenó a las siete y media y subió a su habitación poco después. Al llamarla a la mañana siguiente, la doncella la encontró muerta.

Avisaron a un médico y por él se enteraron de que había muerto hacía varias horas. Se encontró un vaso vacío cerca de la cama. Parecía claro que había tomado un soporífero y que, por equivocación, se administró una dosis excesiva. El hidrato de cloral, según dijo el médico, era una cosa muy insegura. No había indicios de suicidio ni se encontró ninguna carta. Buscando la forma de comunicar lo ocurrido a sus familiares, hallaron el nombre y dirección de la señorita Lawson a quien, por teléfono pusieron en antecedentes de lo que pasaba.

Poirot preguntó si habían encontrado cartas o papeles. La tarjeta, por ejemplo, que trajo el hombre que se llevó a los niños.

No se hallaron papeles de ninguna clase, según manifestó el gerente; pero había un montón de cenizas en la chimenea.

Poirot asintió con aire pensativo.

Por lo que se sabía, la señora Peters no había recibido ninguna visita y nadie había entrado en su habitación... con la sola excepción del hombre que se había llevado a los dos niños.

Pregunté al portero qué apariencia tenía el visitante, pero sus explicaciones fueron muy vagas. Un hombre de mediana estatura de cabello rubio, según creía recordar; con aspecto militar y un aire que no podía describir exactamente. Estaba seguro de que no llevaba barba.

—No fue Tanios —dije por lo bajo a Poirot.

—Mi apreciado Hastings. ¿Cree usted, realmente, que la señora Tanios, después de todas las molestias que se estaba tomando para que su marido no encontrara a los niños, iba a entregarlos sin la menor protesta? ¡Ah; eso no...!

—Entonces, ¿quién era el hombre?

—Parece claro que era alguien en quien confiaba la señora Tanios; o más bien, pudo ser enviado por alguien que disfrutaba de esa confianza.

—Un hombre de mediana estatura... —murmuré.

—No es menester que se preocupe por su aspecto, Hastings. Estoy completamente seguro de que el hombre que se llevó a los niños es un personaje sin importancia. El actor principal permanece detrás.

—Así, pues, la nota la escribió otra persona.

—Sí.

—¿Alguien en quien confiaba la señora Tanios?

—Desde luego.

—¿Y la nota fue quemada?

—Sí; le dijeron a Bella que lo hiciera.

—¿Y qué se ha hecho del resumen del caso que le dio usted? ¿No le entregó un sobre con algo escrito? ¿Dónde está?

La cara de Poirot parecía desusadamente grave.

—También ha sido quemado. Pero no importa.

—¿No?

—No. Porque, como usted sabe..., todo está en la cabeza de Hércules Poirot.

Me cogió del brazo.

—Vamos, Hastings. Vámonos de aquí. Nuestras ocupaciones no tienen nada que ver con los muertos, sino con los vivos. Con éstos es con los que debo tratar.

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