Capítulo XIV



Charles Arundell

Debo confesar que, desde el momento en que puse los ojos en él, albergué una secreta inclinación hacia Charles Arundell. Resultaba afable y descuidado. Guiñaba los ojos con gesto agradable y humorístico y sus modales eran de los más cordiales que jamás había yo visto.

Atravesó la habitación y se sentó en el brazo de uno de los macizos y tapizados sillones.

—¿Qué es lo que ocurre, muchacha? —preguntó.

—Charles, te presento al señor Hércules Poirot. Está dispuesto a... ejem... poner en práctica cierto trabajo sucio por nuestra cuenta a cambio de una pequeña retribución.

—Protesto —exclamó Poirot—. Nada de trabajos sucios; digamos una pequeña e inocente superchería, de tal clase, que se suprima la intención original del testador. Pongámoslo de esta forma.

—Póngalo como quiera —dijo Charles afablemente—. Lo que me extraña es cómo pudo Theresa pensar en usted.

—No fue ella —replicó rápidamente Poirot—. Vine yo, por mi propia iniciativa.

—¿A ofrecer sus servicios?

—No del todo. Preguntaba por usted. Su hermana dijo que se había ido al extranjero.

—Theresa es una hermanita muy cuidadosa —dijo Charles—, difícilmente se equivoca. A decir verdad, sospecha de todo.

—Seguramente —prosiguió Charles— hemos escogido el camino equivocado. ¿No es famoso el señor Poirot por los éxitos que ha alcanzado siguiendo la pista de los criminales? Su renombre no lo ha conseguido ayudándolos ni encubriéndolos.

—Nosotros no somos criminales —dijo Theresa con sequedad.

—Pero desearíamos serlo —continuó Charles con gesto amable—. Ya he pensado en hacer algunas falsificaciones; esto, más bien, es mi modo de obrar. Me despidieron de Oxford a causa de una cosa infantilmente simple; tan sólo cuestión de añadir un cero. Después tuve otro pequeño fracaso con tía Emily y el Banco del pueblo. Desde luego, fue una tontería por mi parte. Debí darme cuenta de que la vieja era más aguda que un alfiler. Sin embargo, todos esos incidentes fueron naderías; billetes de cinco o diez libras, y así todo. Un testamento otorgado en el lecho de muerte sería admitido con reservas. Pero aferrándose a este hecho y aleccionando a Ellen, sobornándola incluso... ¿no se dice así?, podríamos inducirla a decir que había sido testigo de este último testamento. Aunque me temo que esto dará demasiado quehacer. Hasta me podría casar con ella y así no podría declarar contra mí según la ley.

Hizo una mueca amistosa a Poirot.

—Estoy seguro de que han instalado un dictáfono secreto y nos están escuchando desde Scotland Yard —dijo.

—Su problema me interesa —contestó Poirot con acento de reproche en su voz—. Desde luego, yo no puedo consentir que vaya contra la ley. Pero hay muchas formas de que uno... —Se interrumpió significativamente.

Charles Arundell se encogió de hombros.

—No tengo ninguna duda de que hay muchos caminos tortuosos para escoger dentro de la ley —dijo—. Usted los debe conocer.

—¿Quiénes fueron los testigos del testamento? Me refiero al que se otorgó el día 21 de abril.

—Purvis llevó consigo a su pasante y el jardinero fue el segundo testigo.

—Entonces, ¿el documento se firmó ante el señor Purvis?

—Eso es.

—Según creo, el señor Purvis es una persona de la más alta respetabilidad.

—Purvis, Purvis, Charlesworth y otra vez Purvis, es una firma tan respetable e impecable como el Banco de Inglaterra —dijo Charles.

—No le gustó nada intervenir en ese testamento —comentó Theresa— En una forma ultracorrectísima creo que hasta trató de disuadir a tía Emily de que lo firmara.

—¿Te ha dicho él eso, Theresa? —preguntó Charles con tono seco.

—Sí. Ayer fui a verle otra vez.

—Eso no está bien, querida; debes darte cuenta de ello. Es malgastar el dinero.

Theresa se encogió de hombros.

—Les ruego que me faciliten toda la información que puedan sobre las últimas semanas de la vida de la señorita Arundell —dijo Poirot—. Para empezar, tengo entendido que tanto usted como su hermano y también el doctor Tanios y su esposa, estuvieron en casa de su tía la Pascua pasada.

—Sí; nos invitó.

—¿Ocurrió alguna cosa importante durante ese fin de semana?

—No lo creo.

—Qué persona tan egoísta eres, Theresa —interrumpió Charles—. No ocurrió nada de importancia que afectara a tu personita. ¡Claro; envuelta en aquellos sueños románticos...! Permítame que le diga, señor Poirot, que Theresa conoce a un chico de ojos azules en Market Basing. Uno de los matasanos del pueblo. Por lo tanto, comprenderá que mientras estuvo allí le faltó el sentido de la proporción. Sepa usted que mi reverendísima tía sufrió una aparatosa caída por la escalera y casi se mató. Ojalá se hubiera matado. Nos hubiera ahorrado todos estos líos.

—¿Cayó escaleras abajo?

—Sí; tropezó con la pelota del perro. El inteligente animalito la dejó olvidada en lo alto de la escalera y la tía se dio un gran testarazo por la noche.

—¿Cuándo sucedió eso?

—Déjeme recordar... el martes... la noche antes de marcharnos.

—¿Se lesionó seriamente su tía?

—Por desgracia, no cayó sobre la cabeza. Si hubiera sido así podríamos haber alegado que sufrió un reblandecimiento de cerebro, o como se diga científicamente. No; sólo se produjo unas cuantas magulladuras.

—¡Cosa que desilusionaría mucho a ustedes! —comentó Poirot secamente.

—¿Eh?... Ah; ya comprendo a qué se refiere. Sí; como dice, algo muy desilusionador. Esas viejas señoras son huesos duros de roer.

—¿Y todos ustedes se marcharon el miércoles por la mañana?

—Exactamente.

—Eso fue el miércoles día 15. ¿Cuándo volvieron a ver de nuevo a su tía?

—Pues me parece que no fue el siguiente fin de semana, sino el posterior...

—Entonces sería... déjeme ver... el veinticinco, ¿no es eso?

—Sí, creo que fue por esa fecha.

—¿Y cuándo murió su tía?

—El viernes siguiente.

—¿Se puso enferma el lunes anterior, por la tarde?

—Sí.

—¿Se marcharon el mismo lunes?

—Sí.

—¿Volvieron por allí durante su enfermedad?

—No; hasta el otro viernes. No suponíamos que realmente estuviera tan grave.

—¿Llegaron a tiempo de verla con vida?

—No; murió antes de que llegáramos.

Poirot dirigió la mirada a Theresa Arundell.

—¿Acompañó usted a su hermano en ambas ocasiones?

—Sí.

—¿Y durante el segundo fin de semana, no se dijo nada acerca del testamento recién hecho por su tía?

—Nada —dijo Theresa.

—¡Oh, sí! —contestó simultáneamente Charles—. Algo se comentó.

Habló ligeramente, como siempre, pero en su tono había ahora un ligero forzamiento, como si la ligereza fuera más artificial que de costumbre.

—¿Le dijo algo? —preguntó Poirot.

—¡Charles! —exclamó Theresa.

El muchacho parecía no querer encontrarse con la mirada de su hermana.

Se dirigió a ella sin mirarla.

—Seguramente te acordarás, nena. Te lo dije. Tía Emily quiso hacer con ello una especie de ultimátum. Estaba sentada como un juez en un estrado y me soltó un discursito. Dijo que no le gustaban en absoluto sus parientes, es decir, Theresa y yo. Concedió que contra Bella no tenía nada; pero por otra parte, no le gustaba su marido ni confiaba en él. «Compremos siempre géneros ingleses», fue siempre el lema de tía Emily. Si Bella heredaba una considerable suma de dinero, dijo que estaba convencida de que Tanios, de un modo u otro, se quedaría con él. ¡Buenos son los griegos, para fiarse de ellos! «Bella está mejor así», prosiguió diciendo la vieja. Después manifestó que ni yo ni Theresa éramos gente a la que se pudiera dar dinero. Nos lo jugaríamos y despilfarraríamos en seguida. Por tanto, terminó diciendo, había hecho un testamento nuevo en el que dejaba toda su fortuna a la señorita Lawson. «Es una tonta —dijo tía Emily—, pero me es fiel y completamente adicta. He creído conveniente decírtelo, Charles, para que no te hagas ninguna ilusión respecto a mi herencia.» Algo muy desagradable. Precisamente lo que quería era sacarle los cuartos.

—¿Por qué no me lo dijiste, Charles? —preguntó Theresa ásperamente.

—Creí que te lo había contado —contestó el muchacho, rehuyendo la mirada de su hermana.

—¿Y qué dijo usted a todo eso, señor Arundell? —.preguntó Poirot.

—¿Yo? —contestó Charles con despreocupación—. ¡Oh!, me limité a reír. No convenía tomarlo por las malas. «Como guste, tía Emily —dije—. Quizás ha sido un golpe duro; pero después de todo el dinero es suyo y puede hacer de él lo que le dé la gana.»

—¿Cuál fue la reacción de su tía al oír eso?

—Pues todo acabó bien... demasiado bien. «Bueno —exclamó—, puedo asegurar ahora que sabes perder deportivamente. Charles.» Y yo le contesté: «Hay que estar a las buenas y a las malas. Y ya que hablamos de ello y puesto que no tengo ninguna esperanza, ¿qué le parece si me diera un papiro de diez libras?» Me contestó que era un sinvergüenza, pero me dio cinco.

—Disimuló usted bien sus sentimientos.

—No tomé aquello en serio.

—¿De veras?

—No. Creí que era lo que pudiéramos llamar un «gesto» por parte de la vieja. Quería asustarnos. Supuse que al cabo de pocas semanas o tal vez meses, rompería el testamento. Tía Emily tenía mucho apego a la familia. Estoy seguro de que eso hubiera hecho de no haber muerto tan repentinamente.

—¡Ah! —dijo Poirot—. Es una idea interesante.

Guardó silencio durante unos momentos y prosiguió:

—¿Pudo alguien... la señorita Lawson, por ejemplo... oír la conversación que sostuvo con su tía?

—Puede ser. No hablábamos en voz baja. Por cierto que esa pájara de la Lawson andaba revoloteando alrededor de la puerta cuando salí. En mi opinión, estaba fisgoneando.

Poirot dirigió una pensativa mirada a Theresa.

—¿Y usted no sabía nada de esto?

Antes de que pudiera contestar, interrumpió Charles:

—Oye, Theresa: estoy seguro de que te lo dije... o al menos te lo insinué.

Se produjo una extraña pausa. Charles miraba fijamente a su hermana y había una ansiedad, un anhelo en su mirada, impropios para la importancia del asunto.

Por fin Theresa dijo con lentitud:

—Si me lo hubieras dicho, no creo que lo olvidara, ¿no le parece, señor Poirot?

Sus grandes y castaños ojos se volvieron hacia mi amigo.

Poirot comentó:

—No; no creo que lo hubiera usted olvidado, señorita Arundell.

Luego se volvió bruscamente hacia Charles.

—Permítame que aclare completamente un punto. ¿Le dijo su tía que iba a otorgar un testamento nuevo, o le manifestó que, en realidad, ya lo había hecho?

Charles contestó con rapidez.

—¡Oh!; no hubo lugar a dudas. Me enseñó el propio documento.

Poirot se inclinó hacia delante.

—Eso es muy importante. ¿Dice usted que su tía le exhibió efectivamente el testamento?

Charles hizo una repentina y juvenil mueca, como si quisiera suavizar el tono de la conversación. La gravedad de Poirot le hacía sentirse incómodo.

—Sí —dijo—. Me lo mostró.

—¿Puede usted jurarlo?

—Desde luego —Charles miró nerviosamente a mi amigo—. No comprendo qué importancia puede tener eso.

Theresa hizo un brusco ademán. Se levantó y se acercó a la repisa de la chimenea. Encendió otro cigarrillo.

—¿Y usted mademoiselle? —Poirot se volvió de repente hacia ella—. ¿Le dijo algo importante su tía durante ese fin de semana?

—No lo recuerdo. Fue... muy amable. Es decir, tan amable como ella acostumbraba a serlo. Me sermoneó un poco acerca de mi modo de vivir y cosas por el estilo. Pero eso lo hacía siempre. Parecía, quizás, un poco más excitada que de costumbre.

—Supongo, mademoiselle —dijo Poirot sonriendo—, que tendría usted bastante ocupación con su novio.

—No estaba allí —contestó Theresa con seguridad—. Se fue, según creo, a un congreso de medicina.

—¿ Entonces no lo había visto usted desde Pascua? ¿Fue la última vez que estuvo con él?

—Sí; la noche antes de marcharnos cenó con nosotros.

—¿Tuvo usted... perdone... alguna desavenencia con su novio?

—Claro que no.

—Sólo pensaba que... al no estar él en la segunda visita que hizo usted...

Charles le interrumpió.

—Bueno; sepa usted que esa visita fue algo impremeditada. Fuimos allí por el imperativo de las circunstancias.

—¿De veras?

—Deje que le diga la verdad —intervino Theresa con tono hastiado—. Bella y su esposo, estuvieron en casa de tía Emily el fin de semana anterior, enredando con la excusa del accidente. Pensamos que quizá trataran de ganarnos por la mano...

—Creímos —dijo Charles haciendo un gesto— que sería preferible demostrar también un poco de interés por la salud de tía Emily. Aunque en realidad, la vieja era demasiado suspicaz para dejarse engañar por unas atenciones tan dudosas. Ella sabía muy bien lo que valía todo aquello. Tía Emily no se chupaba el dedo.

Theresa rió repentinamente.

—Es un bonito cuento, ¿no le parece? Todos nosotros, con la lengua fuera, detrás del dinero.

—¿Les pasa lo mismo a su prima y a su marido?

—Sí. Bella está siempre a la última pregunta. Es algo patético el ver cómo quiere copiar mis vestidos a un coste ocho veces menor. Tanios especuló con el dinero de ella, según creo. Ahora están bastante apurados. Tienen dos chicos y quieren educarlos en Inglaterra.

—¿Podría darme su dirección? —dijo Poirot.

—Se alojan en el Durham Hotel, en Bloomsbury.

—¿Qué tal es su prima?

—¿Bella? Pues resulta una mujer fatigante. ¿Verdad, Charles?

—¡Oh!, por completo. Una mujer pesadísima. Algo así como una oca. Es una madre amantísima. Pero me parece que las ocas también lo son.

—¿Y su esposo?

—Tiene una facha bastante rara; pero realmente es un buen muchacho. Simpático, divertido y todo un caballero.

—¿Está usted de acuerdo, mademoiselle?

—Debo confesar que lo prefiero a Bella. Es un médico muy listo, según dicen. Pero tanto da; no me fiaría mucho de él.

—Theresa no confía en nadie —dijo Charles pasando un brazo alrededor de los hombros de ella—. No se fía ni de mí —añadió.

—El que se fíe de ti, cariño, estará mal de la cabeza —contestó Theresa amablemente.

Los dos hermanos se separaron y miraron a Poirot. Mi amigo hizo una reverencia y se dirigió hacia la puerta.

—Voy a poner manos a la obra, como dicen ustedes. Es difícil, pero mademoiselle tiene razón. Siempre hay un medio. Y a propósito, ¿esa señorita Lawson es de las que posiblemente pueden perder la cabeza en un interrogatorio ante un jurado?

Charles y Theresa cambiaron una mirada.

—Le puedo asegurar —dijo el muchacho— que un buen abogado le haría decir que lo blanco es negro.

—Eso puede sernos muy útil —comentó Poirot.

Salió con presteza de la habitación y yo le seguí. En el vestíbulo cogió el sombrero, fue hacia la puerta, la abrió y volvió a cerrarla de golpe. Luego se dirigió de puntillas hacia la del saloncito que acabábamos de abandonar y sin ruborizarse lo más mínimo aplicó el ojo a la rendija. Cualquiera que fuera el colegio en que se hubiese educado Poirot, era seguro que en él no enseñaban las reglas tradicionales del arte de escuchar detrás de las puertas. Hice varias señas a mi amigo, pero no se fijó en ellas.

Y entonces, con claridad, la voz profunda y brillante de Theresa Arundell llegó hasta nosotros.

—¡Imbécil! —exclamó.

Se oyeron pasos en el corredor y Poirot me cogió apresuradamente del brazo, volvió a abrir la puerta del piso, salimos y la cerró luego con precaución a nuestras espaldas.

Загрузка...