Capítulo XXVII



Nos invita el doctor Donaldson

Donaldson llegó puntualmente a las dos de la tarde. Estaba tan sosegado y sereno como de costumbre. La personalidad del joven había empezado a intrigarme. Comencé considerándolo como algo raro y de difícil descripción. Me había preguntado qué era lo que una criatura tan vivaracha e impulsiva como Theresa había visto en él. Pero ahora estaba dándome cuenta de que Donaldson no tenía nada de menospreciable. Detrás de sus modales pedantes había fuerza.

Después de los saludos de rigor, nuestro visitante inició la conversación.

—La razón de que haya venido a verle a usted, señor Poirot, es la siguiente: no comprendo con exactitud cuál es su posición en este asunto.

Mi amigo replicó con cautela:

—Creo que ya conoce usted mi profesión.

—Claro que sí. Debo confesarle que me he tomado la molestia de hacer unas pocas investigaciones acerca de usted.

—Es usted un hombre metódico, doctor.

Donaldson contestó con sequedad:

—Me gusta estar seguro de lo que hago.

—Tiene usted espíritu científico.

—Convengo en que todos los informes sobre usted son idénticos. Es usted, sin duda, un hombre muy listo dentro de su profesión. Y tiene también la reputación de ser escrupuloso y honrado.

—Muy amable por su parte —murmuró Poirot.

—Por eso no sé explicarme qué relación puede tener con este negocio.

—¡Pues es muy sencillo!

—No lo creo —dijo Donaldson—. Al principio se presentó usted como un escritor.

—Una superchería perdonable, ¿no cree? Uno no puede ir por ahí diciendo que es un detective... aunque eso tiene también a veces utilidad.

—Así lo creo —dijo el joven con tono seco—. Después se presentó a la señorita Theresa Arundell pretendiendo que el testamento de su tía podía ser invalidado. Esto, desde luego, es ridículo —la voz de Donaldson era tajante—. Sabía usted perfectamente que el testamento era legal bajo todos los aspectos y que nada podía hacerse contra él.

—¿Cree usted que no?

—Yo no soy tonto, señor Poirot...

—No, doctor Donaldson... claro que no es usted tonto.

—Ese testamento no puede ser invalidado. ¿Por qué pretendía usted que sí? Está claro que por razones que usted se sabe... razones que la señorita Theresa Arundell no puede ni imaginar que son evidentes.

—Parece usted muy seguro de las reacciones de esa señorita.

Una ligera sonrisa apareció en el rostro del joven.

Inesperadamente dijo:

—Conozco mucho más a Theresa de lo que ella sospecha. No tengo ninguna clase de duda de que ella y Charles creen haber contratado los servicios de usted para un negocio dudoso. Charles carece casi por completo de moral. Theresa tiene una ascendencia que deja mucho que desear y su educación no fue afortunada.

—¿Así habla usted de su prometida... como si fuera un conejito de Indias?

Donaldson miró fijamente a Poirot a través de sus lentes de pinza.

—No tengo por qué ocultar la verdad. Amo a Theresa Arundell y la quiero por lo que ella es y no por ninguna cualidad imaginaria.

—¿Se da usted cuenta de que Theresa le es completamente adicta y de que su ansia de dinero se basa principalmente en su deseo de que vea usted cumplidas sus ambiciones?

—¡Claro que me he dado cuenta! Ya le he dicho que no soy tonto. Pero no tengo intención de dejar que Theresa se vea envuelta en ninguna situación equivoca por culpa mía. En muchos aspectos, Theresa es todavía una niña. Yo soy muy capaz de labrarme mi porvenir con mi propio esfuerzo. No quiero decir con ello que un legado considerable hubiera sido rechazado. Hubiera venido muy bien. Pero ello sólo representaría una ayuda para acortar el camino.

—Por lo visto, tiene usted plena confianza en sus propias facultades.

—Parecerá una falta de modestia, pero la tengo —replicó Donaldson comedidamente.

—Veamos, pues. Admito que me gané la confianza de la señorita Theresa valiéndome de un truco. Dejé que creyera que yo podía..., digámoslo así..., olvidar razonablemente las reglas de la honradez, para conseguir dinero. Creyó en ello sin la menor dificultad.

—Theresa supone que todo se puede hacer por dinero —dijo el joven médico con el tono de quien anuncia una verdad del todo evidente.

—Cierto. Ésa parece ser su actitud y también la de su hermano.

—¡Charles haría cualquier cosa, probablemente, con tal de procurarse efectivo!

—Por lo que veo no se forja usted ilusiones respecto a su futuro cuñado.

—No. Lo considero digno de estudio. Tiene, según creo, algo de neurosis profundamente arraigada... pero esto no tiene nada que ver. Volvamos a lo que estábamos discutiendo. Me he preguntado por qué actuaba de la forma en que lo ha hecho y sólo he hallado una respuesta. Está claro que usted sospecha que Theresa o Charles tienen algo que ver con la muerte de la señorita Arundell. ¡No; por favor, no se moleste contradiciéndome! Su referencia a la exhumación fue, según pienso, un mero intento para ver qué reacción provocaba. ¿Ha intentado ya conseguir una orden de exhumación?

—Quiero ser franco con usted. Hasta ahora, no.

Donaldson asintió.

—Lo suponía. Me figuro habrá pensado en la posibilidad de que se compruebe que la muerte de la señorita Arundell se deba a causas naturales.

—He considerado el hecho de que así suceda... sí.

—¿Pero usted tiene ya formada su opinión?

—Por completo. Si tiene usted un caso de... digamos... tuberculosis, con aspecto de tuberculosis, que presenta los síntomas de la tuberculosis y en la cual la sangre dé una reacción positiva... eh bien, lo considerará usted como tuberculosis, ¿verdad?

—¿Lo enfoca usted de ese modo? Comprendo. Entonces, ¿qué es exactamente lo que espera usted?

—Espero una prueba final.

Sonó el timbre del teléfono. A una señal de Poirot me levanté y cogí el receptor. Reconocí la voz.

—¿Capitán Hastings? Soy la señora Tanios. ¿Quiere decirle al señor Poirot que está en lo cierto? Si quiere venir mañana a las diez, le facilitaré lo que desea.

—¿Mañana a las diez?

—Sí.

—Muy bien, se lo diré.

Los ojos de mi amigo me interrogaron. Yo asentí con la cabeza.

Poirot se volvió hacia Donaldson. Sus modales habían cambiado. Parecía animado y seguro.

—Voy a ser claro —dijo—. Diagnostiqué mi caso como de asesinato. Tiene el aspecto de un asesinato; todas las características peculiares de un asesinato... y, en realidad, es un asesinato. De esto no hay la menor duda.

—Entonces, ¿a qué obedece su indecisión? Porque me doy cuenta de que usted está indeciso.

—Estoy indeciso respecto a la identidad del asesino... pero no durará mucho.

—¿De veras? ¿Lo sabe usted?

—Puedo decir que la prueba definitiva obrará mañana en mi poder.

Las cejas de Donaldson se levantaron con aire irónico.

—¡Ah! —exclamó—. ¡Mañana! Algunas veces, señor Poirot, el mañana está muy lejos.

—Al contrario —contestó Poirot—. Siempre comprobé que el mañana sigue al hoy con monótona regularidad.

—Me temo que le he hecho perder el tiempo, señor Poirot.

—No se preocupe. Conviene conocer bien a las personas.

Con una ligera reverencia el doctor Donaldson salió de la habitación.

Загрузка...