Capítulo XVII



El doctor Tanios

Debo confesar que la primera vez que vi al doctor Tanios sufrí una especie de sobresalto. Lo había estado retratando en mi mente con toda clase de atributos siniestros. Me lo había figurado como un extranjero de aspecto atezado y cara de expresión malévola. En su lugar vi a un hombre fornido, alegre, de cabellos y ojos castaños. Y aunque en realidad llevaba barba, era un modesto aditamento que le daba cierto aspecto de artista.

Hablaba el inglés perfectamente. Su voz tenía un agradable timbre que se conjuntaba con el jovial buen humor reflejado en su cara.

—Ya estamos aquí —dijo sonriendo a su esposa—. Edward se ha emocionado mucho en su primer viaje en el metro. Hasta ahora sólo había viajado en autobús.

Edward no se parecía mucho a su padre; pero tanto él como su hermanita tenían un rotundo aspecto extranjero. Comprendí lo que la señorita Peabody había querido decir cuando los describió como unos niños de apariencia enfermiza.

La presencia de su esposo hizo que la señora Tanios se sintiera nerviosa. Tartamudeando un poco le presentó a Poirot. A mí me ignoró.

El doctor Tanios reconoció inmediatamente el nombre de mi amigo.

—¿Poirot? ¿Monsieur Hércules Poirot? Conozco muy bien su nombre. ¿Y qué es lo que desea de nosotros, señor Poirot?

—Se trata de un asunto relacionado con una señora que falleció recientemente. La señorita Emily Arundell —replicó mi amigo.

—¿La tía de mi esposa? Sí..., ¿y qué pasa con ella...?

Poirot habló con lentitud.

—Se han puesto de manifiesto ciertas circunstancias relacionadas con su muerte...

La señora Tanios interrumpió de pronto:

—Es acerca del testamento, Jacob. El señor Poirot ha estado hablando con Theresa y Charles.

Observó una especie de tirantez en la actitud del doctor Tanios, quien se dejó caer en una silla.

—¡Ah!, el testamento. ¡Un testamento inicuo! Pero al fin y al cabo, supongo que eso no me interesa.

Poirot describió en términos generales su entrevista con los dos Arundell (debo reconocer que contó toda la verdad esta vez) y, cautelosamente, apuntó la eventualidad de poder invalidar el testamento.

—No me interesa mucho eso, señor Poirot. Pero puedo decirle que comparto su opinión. Hay que hacer algo. Por mi parte he llegado hasta consultar a un abogado; pero sus consejos no fueron muy alentadores. Por lo tanto... —se encogió de hombros.

—Los abogados, como ya le he dicho a su señora, son gente muy precavida. No les gusta correr riesgos. ¡Pero yo soy diferente! ¿Y usted?

El doctor Tanios lanzó una risa llena y juguetona.

—¡Oh! Estoy dispuesto a correrlos. A menudo los he corrido, ¿no es eso, Bella?

Le dirigió una sonrisa que ella le devolvió, según pensé, de una manera mecánica.

Volvió su atención hacia Poirot.

—Yo no soy abogado —dijo mi amigo—. Pero en mi opinión, está perfectamente claro que el testamento fue otorgado cuando la anciana no era responsable de sus actos. La Lawson es lista y astuta.

La señora Tanios se agitó nerviosamente, Poirot la miró de pronto.

—¿No está usted conforme con eso, madame?

Ella contestó con voz apenas perceptible:

—Fue siempre muy amable. Pero no puedo decir que sea lista.

—Ha sido amable contigo —dijo el doctor Tanios— porque no tenía nada que temer de ti, querida Bella. ¡Eres muy crédula!

Habló con su buen humor, pero su esposa se sonrojó.

—Respecto a mí, la cosa es diferente —prosiguió—. Yo no le gustaba. ¡Y no cuidaba de ocultarlo! Le citaré un detalle. La tía de mi esposa se cayó por la escalera en cierta ocasión en que estuvimos allí. Yo insistí en volver al próximo fin de semana para ver cómo seguía. La señorita Lawson hizo lo que pudo para estorbar nuestro propósito. No tuvo éxito, pero se incomodó mucho y no lo disimuló. La razón era clara. Necesitaba que la señorita fuera para ella sola.

Poirot se volvió otra vez hacia la mujer.

—¿Conviene usted en ello, madame?

El marido no le dio tiempo a contestar.

—Bella tiene un corazón demasiado sensible —dijo—. No conseguirá usted que atribuya malos sentimientos a nadie. Pero estoy completamente seguro de que tengo razón. Le diré otra cosa, señor Poirot. El secreto del ascendiente de la señorita Lawson sobre la tía de mi esposa fue el espiritismo. Así es como lo hizo todo; estoy convencido de ello.

—¿Lo cree usted así?

—Completamente, mi querido amigo. He visto gran cantidad de casos como éste. La gente es fácil de embaucar. ¡Se quedaría usted atónito! Especialmente cualquiera con la edad de la señorita Arundell. Estoy dispuesto a apostar algo, a que de esta forma se la sugestionó. Algún espíritu... seguramente su difunto padre... le ordenó que alterara el testamento y le dejara el dinero a la Lawson. Tenía poca salud... era crédula...

La señora Tanios hizo un ligero movimiento. Poirot se dirigió a ella.

—¿Cree usted que eso fue posible?... ¿Sí?

—Habla, Bella —dijo su marido—. Dinos tu opinión.

La miró, como estimulándola. Pero el rápido vistazo que ella le dirigió fue algo extraño. Dudó un momento y luego dijo:

—No conozco casi nada de esas cosas, aunque me atrevería a decir que tienes razón, Jacob.

—Estoy convencido de ello, ¿y usted, señor Poirot?

Mi amigo afirmó con la cabeza.

—Puede ser... sí. ¿Estuvieron ustedes en Market Basing el fin de semana antes de que muriera la señorita Arundell?

—Estuvimos allí por Pascua y volvimos el fin de semana siguiente... eso es.

—No, no. Me refiero al fin de semana después de ése... el día 26. Tengo entendido que estuvo usted allí el domingo.

—Oh. Jacob, ¿fuiste?

La señora Tardos miró a su marido con los ojos muy abiertos.

Él se volvió rápidamente.

—Sí, ¿no te acuerdas? Me marché por la tarde. Te lo dije.

Mi amigo y yo nos quedamos mirándola. Nerviosamente, la mujer empujó un poco más atrás el sombrero que llevaba.

—Seguro que te acordarás. Bella —continuó su esposo—. ¡Qué memoria tan terrible tienes!

—Desde luego —se excusó ella con ligera sonrisa—. Es verdad, tengo muy mala memoria. Y después de todo, no hace aún dos meses que ocurrió.

—La señorita Theresa Arundell y su hermano estaban allí también, ¿no es eso? —dijo Poirot.

—Puede ser —contestó Tanios sin inmutarse—. Yo no los vi.

—Entonces, ¿estuvo usted allí poco tiempo?

La inquisitiva mirada de Poirot parecía que lo hacía sentirse incómodo.

—Será mejor decirlo —declaró, parpadeando—. Esperaba conseguir un préstamo, pero no tuve éxito. Me temo que la tía de mi esposa no me apreciaba tanto como debía. Fue una lástima, porque a mí me resultaba simpática. Era una señorita muy agradable.

—¿Puedo formularle una pregunta cuya contestación ha de ser sincera, doctor Tanios?

¿Hubo o no una expresión de alarma en los ojos del médico?

—Claro que sí, señor Poirot.

—¿Cuál es sinceramente su opinión sobre Charles y Theresa Arundell?

El hombre pareció ligeramente aliviado.

—¿Charles y Theresa? —miró a su esposa con afecto—. Bella, querida; supongo que no te importará que me exprese francamente acerca de tu familia.

Ella movió negativamente la cabeza, mientras una vaga sonrisa aparecía en sus labios.

—Entonces mi opinión es de que tanto uno como otra están completamente corrompidos. Es bastante divertido, pero me parece que Charles es el mejor. Es un bribón, pero un bribón agradable. No tiene idea de lo que es la moral, pero no puede hacer nada por remediarlo. La gente nace así muchas veces.

—¿Y Theresa?

El médico dudó un momento.

—No sé qué decirle. Es una joven pasmosamente atractiva. Pero yo estoy seguro de que es despiadada por completo. Mataría a cualquiera con la mayor sangre fría, si ello le reportara un incremento de su cuenta corriente. Ésa es mi impresión, por lo menos. Quizás habrá usted oído que su madre estaba acusada de asesinato.

—Y que fue absuelta —dijo Poirot.

—Eso es: absuelta —prosiguió Tanios con presteza—. Pero de todas formas eso hace que se piense a veces...

—¿Conoce usted al joven con quien está prometida?

—¿Donaldson? Sí; cenó con nosotros cierta noche.

—¿Qué opinión le merece?

—Es un muchacho muy listo. Creo que llegará lejos... si le dan ocasión. Hace falta dinero para especializarse.

—¿Quiere usted decir que conoce bien su profesión?

—Sí; eso es lo que quise dar a entender. Un cerebro de primera clase —sonrió—. Todavía no es un astro brillante en el horizonte médico. Resulta un poco preciso y relamido en sus maneras. Él y Theresa hacen una pareja muy cómica. La atracción de lo opuesto. Ella es una mariposa mundana y él un anacoreta.

Los dos niños empezaron a importunar a su madre.

—Mamá, ¿cuándo comemos? Tengo mucha hambre. Ya es tarde.

Poirot miró el reloj y lanzó una exclamación.

—¡Mil perdones! Les estoy haciendo retardar la hora de la comida.

Mirando a su marido, la señora Tanios dijo con incertidumbre:

—Quizá podríamos ofrecerles...

Poirot replicó con rapidez:

—Es usted muy amable, madame; pero tengo un compromiso y temo que llegaré tarde.

Estrechó la mano a ambos esposos. Yo hice lo mismo.

Nos detuvimos durante unos minutos en el vestíbulo. Poirot quería telefonear. Lo esperé junto al mostrador del conserje. Mientras tanto vi salir a la señora Tanios y buscar a alguien con la mirada. Parecía como si la persiguieran o acosaran. Al fin me vio y se dirigió velozmente hacia donde yo estaba.

—Su amigo... el señor Poirot... ¿se ha ido?

—No; está en la cabina telefónica.

—¡Oh!

—¿Quiere usted hablar con él?

Asintió mientras su nerviosismo aumentaba.

Poirot salió en aquel momento de la cabina y nos vio. Vino hacia nosotros con paso rápido.

—Señor Poirot —dijo la mujer con voz premiosa y anhelante—, hay algo que me gustaría decirle... que debo decirle...

—¿Sí, madame?

—Es importante... Muy importante. Verá usted...

Se detuvo. El doctor Tanios y los dos niños salían entonces del salón. Se acercaron.

—¿Qué, despidiéndote del señor Poirot, Bella?

Al decir esto, su tono denotaba buen humor, mientras una sonrisa de satisfacción distendía su rostro.

—Sí... —la mujer dudó un momento y luego prosiguió—: Bueno, en realidad, eso es todo, señor Poirot. Sólo quería rogarle que dijera a Theresa que estaremos a su lado en cualquier acción que decida emprender. Opino que la familia debe estar unida.

Hizo una inclinación de cabeza, como despidiéndose, y cogiendo del brazo a su marido se dirigió hacia el comedor.

Puse una mano sobre el hombro de Poirot.

—¡Eso no es lo que ella empezó a decir!

Mi amigo movió negativamente la cabeza, mientras observaba a la pareja que se alejaba.

—Cambió de idea —continué.

—Sí, mon ami, cambió de idea.

—¿Por qué?

—Me gustaría saberlo —murmuró.

—Nos lo dirá en otra ocasión —dije yo confiadamente.

—Me extrañaría. Más bien temo que... no pueda decírnoslo...

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