Capítulo XXIX



Encuesta en Littlegreen House

Eran las once de la mañana siguiente. Siete personas estaban reunidas en Littlegreen House. Hércules Poirot, de pie junto a la chimenea. Charles y Theresa en el sofá; Charles, sentado en uno de los brazos del mueble, con la mano sobre la espalda de su hermana. El doctor Tanios ocupaba un gran sillón de orejas. Tenía los ojos enrojecidos y llevaba una banda negra en el brazo.

En una silla, cerca de una mesita redonda, estaba la dueña de la casa: la señorita Lawson. También tenía los ojos rojos y el cabello lo llevaba más revuelto que de costumbre. El doctor Donaldson estaba sentado frente a Poirot con la cara completamente inexpresiva.

Mi interés creció cuando hube mirado uno a uno los semblantes de los reunidos.

En el transcurso de mi asociación con Poirot había asistido a más de una escena como aquella. Una pequeña reunión de gente, aparentemente tranquila, llevando todos una careta de buena educación sobre sus rostros.

Y yo había visto a Poirot quitar la careta a una de aquellas personas y mostrar la faz que se ocultaba debajo... ¡La cara de un asesino!

Sí; no había duda. ¡Uno de ellos era un asesino! ¿Pero quién?

Poirot carraspeó un poco pomposamente, según tenía por costumbre y empezó a hablar.

—Nos hemos reunido aquí, señoras y caballeros, para investigar la muerte de Emily Arundell, ocurrida el día primero de mayo pasado. Existen cuatro posibilidades. Que muriera de causas naturales; que fuera a consecuencia de un accidente; que dispusiera de su vida... o, por último, que encontrara la muerte a manos de alguien, conocido o desconocido. No se llevó a efecto ninguna encuesta cuando ocurrió el fallecimiento, ya que se dio por sentado que murió por causas naturales y, a tal efecto, el doctor Grainger extendió un certificado de defunción. En los casos en que se suscita alguna sospecha después del entierro es costumbre exhumar el cadáver. Existen razones por las cuales no he creído oportuno utilizar ese medio. La principal de ellas es que a mi cliente no le hubiera gustado que lo hiciera.

—¿Su cliente? —preguntó.

Poirot se volvió hacia él.

—Mi cliente es la señorita Emily Arundell. Trabajo por su cuenta. Su más grande deseo era que no hubiera escándalo.

Pasaré por alto lo que Poirot dijo en los diez minutos siguientes, dado que repitió cosas que ya nos son conocidas. Habló de la carta que había recibido; la sacó del bolsillo y la leyó en voz alta. Siguió hablando de las gestiones que había hecho en Market Basing y del descubrimiento de los medios por los cuales se había preparado un accidente.

Luego hizo una pausa, se aclaró la garganta una vez más y dijo:

—Ahora voy a procurar situarles en la posición en que yo me coloqué para conseguir la verdad. Voy a mostrarles lo que yo creo que es una verdadera reconstrucción de los hechos en este caso.

«Para empezar, es necesario darse cuenta exactamente de lo que pasaba en la mente de la señorita Arundell. Esto, según creo, es muy fácil. Sufrió una caída que se supuso ocasionada por la pelota del perro; pero ella sabía mejor que nadie a qué era atribuible. Mientras estuvo en la cama, su activa y aguda inteligencia repasó la circunstancias que concurrieron en la caída y llegó a una conclusión definitiva respecto a ella. Alguien había intentado, deliberadamente, ocasionarle un daño..., tal vez matarla. De esta conclusión pasó a considerar quién pudiera ser esa persona. En la casa había entonces siete personas; cuatro huéspedes; su señora de compañía y las dos criadas. De estos siete personajes, sólo uno podía ser descartado por completo, ya que ninguna ventaja podía reportarle el atentar contra ella. No sospechaba seriamente de las criadas, pues ambas estaban a su servicio desde hacía muchos años y sabía que le eran fieles. Quedaban, pues, cuatro personas; tres de ellas miembros de su familia y la restante relacionada por matrimonio. Cada una de esas cuatro personas se beneficiaban por su muerte; tres de ellas directamente.

«Estaba, pues, en una situación difícil, dado que la señorita Arundell tenía un fuerte concepto de los vínculos familiares. Esencialmente, era de las que no les gustaba tender la ropa sucia a la vista de la gente, según dice el adagio. Por otra parte, no era de las que se someten fácilmente a una tentativa de asesinato. Tomó, pues, una decisión y me escribió. Pero, al mismo tiempo, dio otro paso. Y éste fue, según imagino, consecuencia de dos motivos. Uno, supongo, era un claro sentimiento de rencor hacia toda su familia. Sospechaba de todos ellos, sin preferencias, y determinó que, costara lo que costase, no iban a conseguir nada de ella. El segundo y más razonable motivo era el deseo de protegerse y, por lo tanto, tenía que arbitrar un medio para ello. Como ya saben ustedes escribió a su abogado, el señor Purvis, y le dio instrucciones para que redactara un testamento a favor de la única persona de la casa que no tenía nada que ver con el accidente.

«Ahora puedo decir que, vistos los términos de la carta que me escribió y lo que hizo después, estoy completamente seguro de que la señorita Arundell pasó de sospechar indefinidamente de cuatro personas, a sospechar concretamente de una de las cuatro. Todo el tono de la carta que me escribió da a entender su insistencia de que este asunto debía ser estrictamente privado, ya que el honor de la familia se hallaba comprometido en ello. Creo que, desde un punto de vista como el de la señorita Arundell, esto significaba que una persona de su propio nombre era sospechosa... preferentemente un hombre. Si hubiera sospechado de la señora Tanios se hubiera preocupado mucho de conseguir su propia seguridad personal, pero no le hubiera importado tanto el honor de la familia. Debió opinar lo mismo respecto a Theresa Arundell, pero no ocurrió lo propio con lo que pudiera afectar a Charles.

«Charles era un Arundell. ¡Llevaba el nombre de la familia! Sus razones para sospechar de él parecen claras. Por una parte, no se hacía ilusiones respecto a su sobrino. En una ocasión estuvo a punto de llenar de oprobio el nombre de la familia. Es decir; ella sabía que el muchacho no era un criminal en potencia, sino en realidad. Ya había falsificado su firma en un cheque... Después de la falsificación... un paso más y... el asesinato. Además, había sostenido con él una significativa conversación, dos días antes del accidente. Él le pidió dinero y ella se lo negó. Charles le hizo observar entonces muy claramente por cierto, que de aquella forma lo único que conseguiría era que la eliminaran. A esto le respondió que podía muy bien cuidarse de sí misma. Según nos han contado, su sobrino le replicó: "No esté tan segura." Y dos días después ocurría el accidente.

»No es extraño, pues, que mientras estuvo en la cama, recapacitara sobre lo ocurrido y llegara a la conclusión definitiva de que fue Charles quien alentó contra su vida. La secuencia de los hechos está perfectamente clara. La conversación con Charles. El accidente. La carta que me escribió bajo una gran angustia mental. La carta que escribió al abogado. El martes siguiente, el día veintiuno, el señor Purvis le trajo el testamento y ella lo firmó.

«Charles y Theresa llegaron al siguiente fin de semana y la señorita Arundell tornó en seguida las necesarias medidas para protegerse. Le dijo a Charles que había hecho un testamento nuevo. Y no sólo se lo dijo, sino que hasta le enseñó el documento. Esto, para mí, es absolutamente concluyente. Le estaba demostrando a un posible asesino que con el asesinato no saldría ganando nada. Posiblemente creyó que Charles le contaría esto a su hermana, pero éste no lo hizo. ¿Por qué? Me parece que tenía una razón muy buena... ¡se consideraba culpable! Creía que su tía había cambiado los términos del testamento a causa de lo que él le había hecho. ¿Pero por qué se sentía culpable? ¿Porque en realidad había intentado el asesinato? ¿O sólo porque se había apropiado de una pequeña cantidad de dinero? Tanto lo uno como lo otro debió influir en su repugnancia en decirle a su hermana lo del testamento. No dijo nada, esperando que su tía cediera y cambiara de idea.

»Por lo que se refiere al estado mental de la señorita Arundell, me parece que reconstruí lo sucedido con cierta aproximación. Después tuve que convencerme de que sus sospechas eran, en realidad, justificadas. Tal como la señorita Arundell había dicho, me di cuenta de que mis sospechas estaban limitadas a un pequeño círculo; siete personas para ser exacto. Charles y Theresa Arundell, el doctor Tanios y su esposa; las dos criadas y la señorita Lawson. Había un octavo sospechoso que debía ser tenido en cuenta..., es decir, el doctor Donaldson, que cenó aquí aquella noche, pero de cuya presencia no me enteré hasta más tarde. Estas siete personas que tomé en consideración, pronto las clasifiqué en dos categorías. Seis de ellas se beneficiaban en mayor o menor proporción por la muerte de la señorita Arundell. Si cualquiera de ellas cometió el crimen, el motivo era, con seguridad, el lucro. La segunda categoría incluía a una sola persona... la señorita Lawson. No salía ganando nada con la muerte de su señora, pero a resultas del accidente, se beneficiaba después considerablemente. Esto significaba que si la señorita Lawson preparó dicho accidente...

—¡Yo nunca hice una cosa así! —interrumpió la aludida—. ¡Es vergonzoso! Decir esas cosas...

—Un poco de paciencia, mademoiselle. Y tenga usted la bondad de no interrumpirme —dijo Poirot.

La mujer sacudió la cabeza con indignación.

—¡Insisto en mi protesta! ¡Vergonzoso! Eso es.

Poirot prosiguió sin hacerle caso:

—Estaba diciendo que si la señorita Lawson preparó el accidente, lo hizo por una razón enteramente diferente... es decir, lo planeó para que la señorita Arundell sospechara de los miembros de su propia familia y les tomara rencor. ¡Era una posibilidad! Busqué entonces si existía alguna confirmación o cosa parecida y encontré un hecho definido. Si la señorita Lawson quería que su señora sospechara de sus familiares, debía haber puesto de manifiesto el hecho de que el perro, Bob, estuvo fuera de casa toda la noche. Pero, por el contrario, la señorita Lawson se tomó grandes molestias para impedir que su señora se enterara de ello. Colegí por lo tanto que la señorita Lawson debía ser inocente.

La mujer opinó con sequedad:

—No tenía usted por qué dudarlo.

—A continuación consideré el problema de la muerte de la señorita Arundell. Si se produce una tentativa de asesinato contra una persona, le sigue por lo general otra. Me pareció significativo que al cabo de quince días de la primera, muriera la interesada. Empecé a realizar averiguaciones.

»El doctor Grainger no parecía creer que hubiera algo extraño en la muerte de su paciente. Esto era algo desalentador para mi teoría. Pero investigando lo que ocurrió durante la noche en que cayó enferma la señorita Arundell, me enteré de un hecho altamente significativo. La señorita Julia Tripp hizo mención de un halo de luz que había aparecido alrededor de la cabeza de aquélla. La hermana de la señorita Tripp confirmó esta declaración. Podía, desde luego, ser una invención de ellas, alguna fantasía; pero no creía que el incidente fuera de los que pudieran ocurrírseles sin premeditación. Cuando pregunté a la señorita Lawson, me facilitó también una interesante información. Se refirió a una cinta luminosa que surgía de la boca de la señora y formaba un nimbo luminoso alrededor de su cabeza. Sin duda, aunque descrito de forma diferente por dos observadores distintos, el hecho en sí era el mismo. Lo que ello quería decir, libre de todo significado espiritista, era esto: ¡la noche en cuestión el aliento de la señorita Arundell era fosforescente!

El doctor Donaldson se removió en la silla.

Poirot volvió la cabeza dirigiéndose a él.

—Sí, ya empieza usted a comprender. No hay muchas materias fosforescentes. La primera y más común de ellas me proporcionó exactamente lo que buscaba. Les voy a leer un pequeño extracto de un artículo sobre el envenenamiento por fósforo:

»"El aliento de la persona puede volverse fosforescente antes de que se sienta indispuesta." Esto es lo que la señorita Lawson y las señoritas Tripp vieron en la oscuridad; el aliento luminoso de la señorita Arundell, un nimbo luminoso. Continúo leyendo: "Habiéndose declarado definitivamente la ictericia, puede considerarse que el cuerpo humano se encuentra, no sólo bajo la influencia de la acción tóxica del fósforo, sino sufriendo, además, las consecuencias incidentales de la retención de la sangre de la secreción biliar. Desde este punto de vista no hay mucha diferencia entre el envenenamiento con fósforo y ciertas afecciones del hígado, como, por ejemplo, la atrofia amarilla de dicho órgano." ¿Se dan cuenta de la habilidad que encierra todo esto? La señorita Arundell había sufrido durante muchos años trastornos del hígado. Los síntomas del envenenamiento producido por el fósforo parecían los ocasionados por otro ataque de la misma dolencia. No sugerían nada nuevo; no había nada sorprendente en ello.

¡Todo estuvo muy bien planeado! ¿Fósforos extranjeros... pasta insecticida? No es difícil de conseguir fósforo y una cantidad muy pequeña puede matar. La dosis medicinal va desde 1/100 a 1/30 de gramo.

»Voilá! ¡Qué claro..., qué maravillosamente claro vino a ser todo el asunto! Naturalmente, el médico se engañó... me di cuenta de ello cuando supe que había perdido el sentido del olfato. El peculiar olor a ajo del aliento, es un síntoma característico del envenenamiento por fósforo. No sospechó nada... ¿por qué tenía que sospechar? No existían circunstancias determinadas y la única cosa que podía haberle dado un indicio fue la que nunca oyó... o si la hubiera oído, la hubiera clasificado como una tontería espiritista. Entonces estuve seguro, basándome en las pruebas que me facilitaron la señorita Lawson y las señoritas Tripp, de que había sido cometido un asesinato. Pero todavía me preguntaba, ¿por quién? Eliminé a las criadas... su mentalidad, sin duda, no se adaptaba a tal crimen. Eliminé asimismo a la señorita Lawson, dado que difícilmente hubiera hablado tanto del ectoplasma luminoso si hubiera estado complicada en el asunto. Eliminé también a Charles Arundell, puesto que, habiendo visto el testamento, sabía que no ganaría nada con la muerte de su tía. Así, pues, quedaba su hermana Theresa, el doctor Tanios, su esposa y el doctor Donaldson, quien, según me enteré, cenó aquí la noche en que se produjo el incidente de la pelota del perro.

«Llegado a este punto tenía muy poco que me facilitara la labor. Tuve que volver a considerar la psicología del crimen y la personalidad del asesino. Ambos crímenes tenían, poco más o menos, las mismas líneas fundamentales. Ambos eran simples. Fueron hábilmente planeados y llevados a cabo con eficiencia. Requirieron cierta cantidad de conocimientos, pero no muchos. Los detalles referentes al envenenamiento por fósforo se aprenden fácilmente y el propio veneno, como ya les he dicho, se obtiene sin dificultad.

«Recapacité primero sobre los dos hombres. Los dos eran médicos y ambos listos. Podían, tanto uno como otro, haber pensado en el fósforo y su conveniencia en este caso particular, pero el incidente de la pelota no parecía provenir de una mente masculina. Ese incidente me pareció, en esencia, una idea femenina. Por lo tanto, estudié primero a Theresa Arundell. Tenía ciertas probabilidades. Era despiadada, atrevida y no muy escrupulosa. Habla llevado una vida egoísta y voraz. Había conseguido siempre lo que deseaba y entonces había llegado a un punto en que necesitaba dinero desesperadamente... tanto para ella como para el hombre que amaba. Su manera de comportarse, además, demostraba con claridad que sabía que su tía había sido asesinada. Hubo un pequeño e interesante episodio, entre ella y su hermano. Concebí la idea de que cada uno de ellos creía que el otro había cometido el crimen. Charles se esforzó en hacer decir a su hermana que conocía la existencia del testamento otorgado últimamente. ¿Por qué? Porque, sin duda alguna, si ella sabía eso, no podía ser sospechosa del asesinato. Ella, por otra parte, se veía claramente que no creía lo que dijo Charles. Lo consideraba como un intento chapucero para apartar de él las sospechas.

»Había otro hecho significativo. Charles demostró cierta repugnancia a emplear la palabra "arsénico". Después me enteré de que había estado preguntando al viejo jardinero sobre la potencia de cierto insecticida. Estaba claro, pues, lo que tenía en el pensamiento.

Charles Arundell cambió un poco de posición.

—Pensé en ello —dijo—. Pero... bueno; supongo que no tengo carácter para tales cosas.

Poirot asintió.

—Precisamente. No encaja en su psicología. Los crímenes que pueda cometer usted serán siempre los crímenes de la debilidad. Robar, falsificar... si, eso es lo más fácil... pero matar... ¡no! Para matar se necesita el tipo de mentalidad que pueda obsesionarse con una idea.

Dicho esto, Poirot volvió a reanudar su disertación.

—Decidí que Theresa Arundell tenía la suficiente potencia mental para llevar a cabo tal intento, pero había otros hechos que debía tener en cuenta. No había sido nunca contrariada, había vivido intensa y egoístamente. Pero esta clase de personas no es de las que matan... a no ser quizás, en un arrebato de cólera. Y, sin embargo..., estaba seguro... fue Theresa Arundell quien se apoderó del insecticida de la lata.

La muchacha habló inesperadamente.

—Le diré la verdad. Pensé en ello. Es cierto que cogí un poco de insecticida de un bote que encontré en el jardín. ¡Pero no pude hacerlo! Me gusta vivir... estar viva... No podía hacerle eso a nadie... privarle de la vida... Puedo ser mala y egoísta, ¡pero hay cosas que no puedo hacer! ¡No podría hacer daño a una criatura viva!

Poirot hizo un gesto afirmativo.

—Sí, eso es verdad. Y usted no es tan mala como se pinta a si misma, mademoiselle. Es usted solamente joven... y atolondrada.

Luego prosiguió:

—Quedaba solamente la señora Tanios. Tan pronto como la conocí me di cuenta de que estaba asustada. Ella lo advirtió y prontamente sacó provecho de tal circunstancia. Procuro dar la impresión de ser una mujer asustada por su marido. Poco después cambió de táctica. Estuvo muy bien hecho... pero el cambio no me engañó. Una mujer puede estar asustada por su marido, o puede estar asustada de él... pero difícilmente lo puede estar de las dos formas. La señora Tanios decidió adoptar el segundo papel y desempeñó su parte con gran perfección. Hasta vino a buscarme al vestíbulo del hotel, pretendiendo que deseaba decirme algo. Cuando su marido fue a su encuentro, tal como ella suponía, hizo como si no pudiera hablar delante de él.

»Me percaté en seguida de que no temía a su marido, sino que le aborrecía. Y de pronto, resumiendo, me convencí de que allí tenía el carácter exacto que estaba buscando. No una mujer mimada, sino contrariada. Una muchacha sencilla, arrastrando una vida aburrida; incapaz de atraer a los hombres que le gustaban y aceptando finalmente a un marido que no le satisfacía, con tal de no convertirse en una solterona. Pude imaginarme su creciente disgusto por la existencia; su vida en Esmirna, separada de todo lo que le gustaba. Luego el nacimiento de sus hijos y el apasionado afecto por ellos. Su marido la quería, pero ella empezó a odiarle en secreto, más y más. Él especuló con el dinero de ella y lo perdió... otro resentimiento en su contra. Sólo había una cosa que iluminaba su tétrica vida: la esperanza de que su tía Emily muriera. Entonces tendría dinero, independencia; los medios con que educar a sus hijos tal como deseaba... recuerden que la educación significaba mucho para ella, pues era hija de un profesor.

«Pudo haber planeado ya el crimen, o tener la idea en su pensamiento, antes de venir a Inglaterra. Tenía ciertos conocimientos de química por haber ayudado a su padre en el laboratorio. Conocía la naturaleza de la dolencia de la señorita Arundell y estaba bien enterada de que el fósforo sería una sustancia ideal para sus propósitos. Luego cuando vino a Littlegreen House, se le ocurrió un método más simple. La pelota del perro... un cordel tendido en lo más alto de la escalera. Una sencilla e ingeniosa idea femenina.

»Puso en obra su intento... y fracasó. No creo que ella se diera cuenta de que la señorita Arundell estaba enterada de lo que en realidad sucedió. Las sospechas de su tía estaban dirigidas directamente contra Charles. Estimo que su forma de tratar a Bella no sufrió ninguna alteración. Y así, sin ruido y con determinación, aquella mujer reservada, infeliz y ambiciosa, puso en práctica su plan primitivo. Encontró un excelente vehículo para el veneno: unas cápsulas que acostumbraba a tomar la señorita Arundell después de las comidas. Abrir una de esas cápsulas, poner el fósforo dentro y volverla a cerrar, es juego de niños. La cápsula venenosa se intercaló entre las demás. Pronto o tarde, la señorita Arundell se la tragaría. No se sospecharía del veneno. Y aunque por cualquier circunstancia imprevista ocurriera esto, ella se encontraría lejos de Market Basing por entonces. Sin embargo, tomó una precaución. Adquirió una doble dosis de hidrato de cloral, falsificando la firma de su marido en la receta. No tuve ninguna duda sobre el destino que le daría... tomarlo en caso de que algo saliera mal.

«Como les he dicho, estaba convencido desde el primer momento de que si la señora Tanios se daba cuenta de que yo sospechaba de ella, temía que pudiera cometer un nuevo crimen. Además, supuse que la idea de este nuevo asesinato ya se le había ocurrido. El mayor deseo de su vida era verse libre de su marido. El dinero maravilloso y omnipotente había ido a parar a manos de la señorita Lawson. Fue un duro golpe, pero por ello empezó a obrar con más inteligencia. Comenzó a trabajar la conciencia de la señorita Lawson, quien, según sospecho, no la tiene todavía tranquila.

Hubo una repentina explosión de sollozos. La señorita Lawson sacó un pañuelo y lloró y gimió con desespero.

—Ha sido horroroso —gimoteó—. He sido mala. Muy mala. Me entró gran curiosidad por saber qué es lo que contenía el testamento... por qué causa, quiero decir, la señorita Arundell había hecho uno nuevo. Y un día, cuando ella descansaba, me las arreglé para abrir el cajón del escritorio. Entonces me enteré de que me lo dejaba todo. Desde luego, nunca soñé que fuera tanto. Sólo unos pocos miles, eso creía que sería. Pero luego, cuando se puso tan enferma, me pidió que le llevara el testamento. Comprendí... estoy segura... que quería destruirlo... y entonces es cuando fui tan malvada. Le dije que lo había mandado al señor Purvis. Pobrecita, era tan olvidadiza... Nunca se acordaba de lo que hacía con las cosas. Me creyó. Me dijo que escribiera al abogado pidiéndoselo y yo le aseguré que lo haría. ¡Oh, Dios mío!... ¡Dios mío! Luego ella empeoró y no pudo pensar en nada. Y murió. Cuando se leyó el testamento y me enteré de la importancia de la herencia, me aterroricé. Trescientas setenta y cinco mil libras. Nunca creí, ni por un instante, que fuera tanto, pues de saberlo nunca hubiera hecho lo que hice. Me pareció como si hubiera estafado el dinero... y no supe qué hacer. El otro día, cuando Bella vino a buscarme, le dije que contara con la mitad de la herencia. Estaba segura de que cuando yo se la diera, me volvería a sentir feliz otra vez.

—¿Ven ustedes? —dijo Poirot—. La señora Tanios iba a conseguir su objetivo. Por eso era contraria a que se hiciera ningún intento para invalidar el testamento. Tenía sus propios planes y lo último que hubiese hecho sería ponerse frente a la señorita Lawson. Pretendió, desde luego, estar de acuerdo con los deseos de su esposo, pero demostró claramente cuáles eran sus sentimientos en realidad. Tenía entonces dos objetivos. Lograr la separación de su esposo tanto de ella como de los niños, y luego obtener su parte de dinero. Después hubiera conseguido lo que quería... una vida opulenta y feliz en Inglaterra, junto a sus hijos.

»A medida que pasaba el tiempo no pudo ocultar el aborrecimiento que le causaba su marido. Realmente no trató de ocultarlo. Su esposo, pobre hombre, estaba preocupado y angustiado. Las acciones de ella debieron parecerle por completo incomprensibles. Pero al fin y al cabo, eran bastante lógicas. Desempeñaba el papel de mujer aterrorizada. Si yo sospechaba... y ella estaba segura de que era así... deseaba que creyera que era su marido quien cometió el asesinato. Y el segundo crimen, el cual estaba convencido de que lo llevaba planeado en su pensamiento. Podía ocurrir de un momento a otro. Yo estaba enterado de que ella tenía en su poder una dosis mortal de soporífero. Temí que quisiera disponer la cosas de manera que la muerte de su marido pareciera un suicidio, incluso con una confesión escrita de su culpabilidad.

»¡Y todavía no tenía ninguna prueba contra ella! Pero cuando ya desesperaba de ello conseguí algo, por fin. La señorita Lawson me dijo que había visto a Theresa Arundell arrodillada en la escalera la noche del lunes de Pascua. Pronto descubrí que la señorita Lawson no pudo ver claramente a Theresa ni siquiera para poder reconocer sus facciones. Sin embargo, se aferraba a su afirmación. Por fin, después de presionarla mencionó un broche con las iniciales de T. A. A mis requerimientos, la señorita Theresa Arundell me enseñó el broche en cuestión. Al mismo tiempo, negó absolutamente haber estado en la escalera la noche citada. Al principio supuse que alguien se había apropiado del broche, pero cuando lo miré en el espejo me di cuenta en seguida de la verdad. La señorita Lawson, al despertar, había visto una figura confusa y las iniciales T. A. reluciendo al reflejo de la débil luz. Por eso llegó a la conclusión de que era Theresa. Pero si en el espejo vio las iniciales T. A., en realidad debían ser A. T. puesto que, como es natural, el espejo invertía las imágenes. ¡Desde luego! La madre de la señora Tanios se llamó Arabella. Bella es sólo una contracción. Así, pues, A. T. significaba Arabella Tanios. No había nada de particular en que poseyera un broche de tales características. Había sido un modelo exclusivo en las últimas Navidades; pero cuando llegó la primavera lo podía adquirir cualquiera. Ya observé que la señora Tanios copiaba los sombreros y la ropa de su prima Theresa hasta donde le era posible con los medios limitados de que disponía.

»De cualquier modo, en mi mente la cosa estaba probada. Pero, ¿qué debía hacer? ¿Obtener una orden del Ministerio de Gobernación y exhumar el cadáver? Esto, sin duda, podía hacerse. Podía probar que la señorita Arundell había sido envenenada con fósforo, pero existía una pequeña duda respecto a esto. El cuerpo llevaba dos meses enterrado y tengo entendido que han habido casos de envenenamiento por fósforo en que no se han encontrado lesiones y las apariencias post mortem han sido muy indecisas. Y aun así, ¿podría relacionar a la señora Tanios con la compra o posesión del fósforo? Era muy improbable puesto que con seguridad, lo obtuvo en el extranjero. En esta situación la señora Tanios tomó una decisión definitiva. Abandonó a su marido, acogiéndose a la protección de la señorita Lawson. Además, acusó al doctor Tanios del asesinato.

»A menos que yo actuara, estaba convencido de que él seria su próxima víctima. Tomé las medidas necesarias para aislarlos uno de otro, con el pretexto de que era para la seguridad de ella. La señora Tanios no podía oponerse. Realmente, la seguridad de su marido era lo que me preocupaba. Y luego..., luego...

Hizo una ligera pausa. Empalideció.

—Pero esto era sólo una medida pasajera. Debía asegurarme de que el asesino no repetiría su crimen. Debía procurar que se salvara el inocente. Así es que hice una relación de los hechos y se la di bajo sobre a la señora Tanios.

Hubo un prolongado silencio.

El doctor Tanios exclamó:

—¡Oh, Dios mío! ¡Por eso se mató!

Poirot dijo dulcemente:

—¿No era la mejor solución? Ella creyó que sí. Comprenda usted que debía pensar en los niños.

El médico se cubrió la cara con las manos.

Poirot se adelantó y le palmeó en el hombro.

—Debía ser así. Créame, era necesario. Podían haber ocurrido más muertes. Primero la de usted... luego, según y cómo, la de la señorita Lawson. Y así hubiera proseguido.

Mi amigo se calló.

Tanios, con voz quebrada, dijo:

—Una noche, ella quiso... que yo tomara un soporífero... había algo raro en su cara... tiré la droga. Fue entonces cuando empecé a creer que su cerebro no funcionaba bien.

—Créalo así —replicó Poirot—. En ello había algo de verdad. Pero no en el significado legal de la palabra. Ella sabía lo que representaba su acción...

Tanios comentó lentamente:

—Fue siempre... demasiado buena y cariñosa conmigo.

¡Extraño epitafio para un asesino convicto!

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