7

—¿Dónde estoy?

Ponter sabía que su voz sonaba asustada, pero, por mucho que lo intentaba, no podía controlarlo. Seguía sentado en aquella extraña silla que rodaba sobre aros, lo cual era cosa buena, porque dudaba que pudiera sostenerse en pie.

—Cálmate, Ponter —dijo su implante Acompañante—. Tu pulso es de…

—¡Que me calme! —exclamó Ponter, como si Hak hubiera sugerido una imposibilidad ridícula—. ¿Dónde estoy?

—No estoy segura —dijo la Acompañante—. No detecto ninguna señal de las torres de posición. Además, estoy completamente desconectada de la red de información planetaria, y no recibo ningún reconocimiento de los archivos de coartadas.

—¿No estás estropeada?

—No.

—Entonces… entonces esto no puede ser la Tierra, ¿verdad? Recibirías señales si…

—Estoy segura de que es la Tierra —dijo Hak—. ¿Te fijaste en el Sol cuando te subieron a ese vehículo blanco?

—¿Qué pasa con eso?

—Su temperatura de color era de 5.200 grados, y abarcaba siete centésimas partes de la esfera celeste…, igual que el Sol visto desde la órbita de la Tierra. Además, reconocí la mayoría de los árboles y plantas que vi., No, se trata sin duda de la superficie de la Tierra.

—¡Pero el hedor! ¡El aire es pestilente!

—Tendré que aceptar tu palabra —dijo Hak.

—¿Podríamos… podríamos haber viajado en el tiempo?

—Eso parece improbable —respondió la Acompañante—. Pero si puedo ver las constelaciones esta noche, sabré decir si hemos avanzado o retrocedido en el tiempo de modo apreciable. Y si consigo divisar algunos de los otros planetas y la fase de la Luna, debería poder calcular la fecha exacta.

—Pero ¿cómo volvemos a casa? ¿Cómo…?

—Una vez más, Ponter, debo rogarte que te calmes. Estás a punto de hiperventilar. Inspira profundamente. Eso es. Ahora suéltalo despacio. Eso es. Relájate. Inspira otra vez…

—¿Qué son esas criaturas? —preguntó Ponter, agitando una mano hacia la delgaducha figura con la piel marrón obscura y sin pelo y la otra figura delgaducha de piel más clara y un envoltorio de tejido alrededor de la cabeza.

—¿Mi mejor suposición? —dijo Hak—. Son gliksins.

—¡Gliksins! —exclamó Ponter, tan fuerte que las dos extrañas figuras se volvieron hacia él. Bajó la voz—. ¿Gliksins? Oh, venga ya…

—Mira esas imágenes de cráneos de allí.

Hak le hablaba a Ponter a través de un par de implantes en el caracol del oído, pero al cambiar el balance de voz de izquierda a derecha podía indicar la dirección igual que si señalara. Ponter se levantó, tembloroso, y cruzó la sala, apartándose de los extraños seres y acercándose a un panel iluminado igual al que ellos estaban mirando, con varias profundas vistas de cráneos pegadas a él.

—¡Carne verde! —dijo Ponter, mirando los extraños cráneos—. Son gliksins, ¿no?

—Eso diría yo. Ningún otro primate carece de arco ciliar, ni tiene esa proyección en la parte delantera de la mandíbula inferior.

—¡Gliksins! Pero llevan extintos… bueno, ¿cuánto tiempo?

—Tal vez 400.000 meses —dijo Hak.

—Pero esto no puede ser la Tierra de hace tanto tiempo —dijo Ponter—. Quiero decir: no es posible que la civilización que hemos visto no dejara rastros en el archivo arqueológico. Como mucho, los gliksins tallaban hachas burdas de piedra, ¿no?

—Sí.

Ponter trató de no parecer histérico.

—Entonces, una vez más, ¿dónde estamos?


Reuben Montego miró asombrado al médico de Urgencias, el doctor Singh.

—¿Qué quiere decir con eso de que parece un Neanderthal?

—Los rasgos del cráneo no dejan lugar a duda —dijo Singh—. Créame: tengo un título en craneología.

—¿Pero cómo puede ser, doctor Singh? Los Neanderthales llevan extintos un millón de años.

—En realidad, sólo unos 27.000 años aproximadamente —dijo Singh—, si aceptamos la validez de algunos hallazgos recientes. Si esos hallazgos resultaran ser falsos, entonces se extinguieron hace unos 35.000 años.

—Pero entonces ¿cómo…?

—Eso no lo sé. —Singh indicó con la mano las radiografías sujetas al panel iluminado—. Pero el conjunto de caracteres aquí visibles es inconfundible. Uno o dos podrían darse en cualquier cráneo de Homo sapiens. ¿Pero todos ellos? Nunca.

—¿Qué caracteres? —preguntó Reuben.

—El arco ciliar, obviamente —dijo Singh—. Advierta que no se parece a los arcos de los demás primates: es doblemente arqueado y tiene un surco detrás. La forma en que la cara se estira hacia adelante. El prognatismo… ¡mire esa mandíbula! La falta de barbilla. El hueco retromolar. —Indicó el espacio que quedaba detrás de la última muela—. ¿Y ve esas proyecciones triangulares de la cavidad nasal? No las posee ningún otro mamífero, mucho menos un primate. —Dio un golpecito en la parte trasera de la imagen del cráneo—. ¿Y ve esta proyección redonda de atrás? Se llama el moño occipital. Es claramente Neanderthaloide.

—Me está tomando el pelo —dijo Reuben.

—Eso es algo que yo no haría nunca.

Reuben miró al desconocido, que se había levantado de la silla de ruedas y estaba ahora contemplando, con asombro, un par de radiografías de cráneos al otro lado de la habitación. Reuben miró de nuevo la radiografía que tenía delante. Tanto él como Singh estaban fuera de la sala cuando habían tomado las placas: era posible que, por algún motivo, alguien hubiera sustituido las imágenes, pero…

Pero aquellas radiografías eran reales, y eran radiografías de una cabeza viva, no de un fósil: el cartílago nasal y el contorno de la carne eran claramente visibles. Con todo, seguía habiendo algo muy extraño en la mandíbula inferior. Partes de ella aparecían en un tono gris mucho más claro en la radiografía, como si estuvieran hechas de material menos denso. Y esas partes eran lisas, sin ninguna característica especial, como si el material fuera de composición uniforme.

—Es un fraude —dijo Reuben, señalando la anomalía de la mandíbula—. El tipo es un fraude; quiero decir: se ha hecho la cirugía plástica para parecer un Neanderthal.

Singh escrutó la radiografía.

—Hay trabajo de reconstrucción, sí… pero sólo en la mandíbula. Los rasgos craneales parecen naturales.

Reuben miró al hombre herido, que todavía estaba mirando las otras radiografías de cráneos mientras farfullaba para sí. El médico intentó imaginar el cráneo del desconocido bajo su piel. ¿Sería como el que Singh le estaba mostrando?

—Tiene varios dientes postizos —dijo Singh, todavía estudiando la radiografía—. Pero todos están sujetos a la sección de mandíbula que ha sido reconstruida. En cuanto al resto de los dientes, parecen naturales, aunque las raíces son taurodóntidas… otra característica Neanderthal.

Reuben se volvió hacia la radiografía.

—No hay cavidades —dijo, ausente.

—Eso es —respondió Singh. Se tomó un momento para calibrar las radiografías—. En cualquier caso, parece que no hay ningún hematoma subdural, ni fractura craneana. No hay ningún motivo para ingresarlo en el hospital.

Reuben miró al desconocido. ¿Quién demonios podía ser? Farfullaba en una lengua extraña, y había sido sometido a extensas operaciones de reconstrucción. ¿Podría ser miembro de algún culto extraño? ¿Por eso había irrumpido en el laboratorio de neutrinos? Tenía más o menos sentido, pero…

Pero Singh tenía razón: a excepción de la restauración maxilar, lo que veían en la radiografía era un cráneo natural. Reuben Montego cruzó despacio la habitación, atento, como si… Reuben advirtió poco después lo que estaba haciendo: se estaba acercando al desconocido no como alguien se acercaría a un ser humano, sino más bien como se acercaría aun animal salvaje. Y, sin embargo, no había nada incivilizado en sus modales.

El hombre oyó claramente acercarse a Reuben. Desvió su atención de las radiografías que lo cautivaban y se volvió para mirar al doctor.

Reuben miró al hombre. Había advertido antes que su rostro era extraño. El arco ciliar sobre cada ojo era obvio. Llevaba el pelo partido exactamente por la mitad, no con la raya a un lado, y parecía algo natural, no forzado. Y la nariz: la nariz era enorme… pero no era aguileña en lo más mínimo. De hecho, no se parecía a ninguna otra nariz que Reuben hubiera visto: carecía por completo de puente.

Reuben alzó lentamente la mano derecha, con los dedos separados, asegurándose de que el gesto no pareciera amenazador.

—¿Puedo? —dijo, acercando la mano al rostro del desconocido.

El hombre tal vez no comprendiera las palabras, pero la intención del gesto era obvia. Inclinó la cabeza hacia delante, invitando al contacto. Reuben pasó los dedos por el arco ciliar, por la frente, por todo el cráneo de delante hacia atrás, palpando el… ¿cómo lo había llamado Singh?, el moño occipital de la parte trasera, un duro bulto de hueso bajo la piel. No había ninguna duda: el cráneo que aparecía en las radiografías pertenecía a esta persona.

—Reuben —dijo el doctor Montego, tocándose el pecho—. Reuben.

Entonces hizo un gesto al desconocido con la palma hacia arriba.

—Ponter —dijo el desconocido, con voz grave y sonora.

Naturalmente, el desconocido podía estar interpretando que «Reuben» era el término que expresaba el tipo de humanidad a la que pertenecía Montego, y «Ponter» podía ser la palabra del desconocido para Neanderthal.

Singh se acercó a ellos.

—Naonihal —dijo, revelando lo que significaba la N de su placa—. Me llamo Naonihal.

—Ponter —repitió el desconocido. Otras interpretaciones eran todavía posibles, pensó Reuben, pero parecía probable que ése fuera el nombre del hombre.

Reuben miró al sij.

—Gracias por su ayuda.

Se volvió entonces hacia Ponter y le indicó que lo siguiera.

—Vamos.

El hombre se acercó a la silla de ruedas.

—No —dijo Reuben—. No, está usted bien.

Le indicó de nuevo que lo siguiera, y el hombre así lo hizo, a pie. Singh recogió las radiografías, las metió en un sobre grande y salió con ellos, camino de admisión de Urgencias.

Unas puertas de cristal esmerilado bloqueaban el camino. Cuando Singh se plantó en la alfombrilla de goma ante las puertas, éstas se deslizaron y…

Unos flashes electrónicos los deslumbraron.

—¿Es éste el tipo que se cargó el ONS? —preguntó una voz masculina.

—¿Qué cargos va a presentar Inco? —preguntó una femenina.

—¿Está herido? —preguntó otro hombre.

Reuben tardó unos instantes en digerir la escena. Reconoció a un hombre como corresponsal de la emisora local de la CBC, y a otro como el periodista especializado en sucesos mineros del Sudbury Star. No conocía a la otra docena de personas, pero empuñaban micrófonos con los logos de Global Televisión, CTV y Newsworld, y las iniciales de las emisoras locales de radio. Reuben miró a Singh y suspiró, pero suponía que eso era inevitable.

—¿Cuál es el nombre del sospechoso? —gritó otro periodista.

—¿Tiene antecedentes?

Los periodistas siguieron sacando fotos de Ponter, quien no hacía ningún esfuerzo por ocultar el rostro. En ese momento, entraron dos agentes de la Real Policía Montada del Canadá enfundados en oscuros uniformes azules.

—¿Es éste el terrorista?

—¿Terrorista? —dijo Reuben—. No hay ninguna prueba de que lo sea.

—Usted es el médico de la mina, ¿no? —preguntó uno de los policías.

Reuben asintió.

—Reuben Montego. Pero no creo que este hombre sea un terrorista.

—¡Pero voló el observatorio de neutrinos! —declaró un periodista.

—El observatorio resultó dañado, sí —dijo Reuben—, y él estaba allí cuando sucedió, pero no creo que lo pretendiera. Después de todo, estuvo a punto de ahogarse.

—De todas formas —dijo el policía, desmereciendo inmediatamente la opinión que Montego se había formado de él—, tendrá que venir con nosotros.

Reuben miró a Ponter, a los periodistas, luego a Singh.

—Ya sabe qué sucede en casos como éste —le dijo en voz baja al sij—. Si las autoridades se llevan a Ponter, nadie lo volverá a ver jamás. Singh asintió lentamente.

—Es de suponer.

Reuben se mordió el labio inferior, pensando. Entonces inspiró profundamente y habló en voz alta.

—No sé de dónde es —dijo Reuben, rodeando ahora con un brazo los enormes hombros de Ponter—, y no estoy seguro de cómo llegó aquí, pero el nombre de este hombre es Ponter y…

Reuben se detuvo. Singh lo miró. Reuben sabía que podía dejarlo ahí: sí, ya sabían el nombre del hombre. No tenía que decir nada más podría callar, y nadie pensaría que estaba loco. Pero si continuaba… Si continuaba, desataría un infierno.

—¿Puede deletrearlo? —preguntó un periodista.

Reuben cerró los ojos, haciendo acopio de valor.

—Sólo fonéticamente —dijo, mirando ahora al periodista—. Ponter. Pero el de ustedes que lo haya anotado más rápido es, estoy seguro, la primera persona en escribir ese nombre en el alfabeto inglés.

Hizo de nuevo una pausa, miró una vez más a Singh para darse ánimos, y luego continuó.

—Empezamos a sospechar que este caballero de aquí no es un Homo sapiens sapiens. Puede que sea… bueno, creo que los antropólogos todavía están discutiendo la nomenclatura adecuada para esta clase de homínido, ¿no? Parece ser lo que llaman Homo neanderthalensis u Homo sapiens neanderthalensis… en cualquier caso, al parecer es un Neanderthal.

—¿Qué? —dijo uno de los periodistas.

Otro simplemente soltó una risotada.

Y un tercero (el especialista en minas del Sudbury Star) hizo una mueca. Reuben sabía que ese periodista tenía un título en geología; sin duda había seguido un curso o dos de paleontología como parte de sus estudios.

—¿Qué le hace decir eso? —preguntó, escéptico.

—He visto radiografías de su cráneo. El doctor Singh, aquí presente, está bastante seguro de su identificación.

—¿Qué tiene que ver un Neanderthal con la destrucción del ONS? —preguntó un periodista.

Reuben se encogió de hombros, reconociendo que era una buena pregunta.

—No lo sabemos.

—Tiene que ser un fraude —dijo el periodista especializado en minas—. Tiene que serlo.

—Silo es, a mí también me han engañado, y al doctor Singh.

—Doctor Singh —inquirió un periodista—, esta… esta persona ¿es un cavernícola?

—Lo siento —dijo Singh—, pero no puedo discutir sobre un paciente excepto con otro médico implicado en su caso.

Reuben miró a Singh, asombrado.

—Doctor Singh, por favor…

—No —dijo Singh—. Hay reglas…

Reuben agachó la cabeza un momento, pensando. Luego se volvió hacia Ponter con ojos suplicantes.

—Es cosa suya —dijo.

Ponter sin duda no entendió las palabras, pero al parecer captó el significado de la situación. De hecho, a Reuben se le ocurrió que Ponter tendría una buena oportunidad de intentar escapar, si quería: aunque no era particularmente alto, era más fornido que ninguno de los policías. Pero los ojos de Ponter no tardaron en volverse hacia Singh, y Reuben advirtió que Ponter estaba mirando el sobre de papel manila que Singh sujetaba con fuerza.

Ponter se acercó a Singh. Reuben vio que uno de los policías se llevaba la mano a la canana; evidentemente, supuso que Ponter iba a atacar al médico. Pero Ponter se detuvo, justo delante de Singh, y extendió una mano carnosa con la palma hacia arriba, en un gesto que trascendía culturas.

Singh pareció vacilar un segundo, luego le entregó el sobre. No había placa visora iluminada en la sala, y ya había oscurecido. Pero había una gran ventana por donde entraba la luz de una farola del aparcamiento. Alzó entonces una de las radiografías y la colocó contra el cristal para que todo el mundo pudiera verla. Las cámaras la enfocaron inmediatamente, y se sacaron aún más fotografías. Ponter indicó entonces a Singh que se acercara. El sij así lo hizo, y Reuben lo siguió. Ponter señaló la radiografía, luego a Singh. Repitió la secuencia dos o tres veces, y luego abrió y cerró la mano izquierda estirando los dedos, el gesto (al parecer universal) para «hablar».

El doctor Singh se aclaró la garganta, contempló los rostros que llenaban la sala, y luego se encogió un poco de hombros.

—Ah… parece que tengo permiso de mi paciente para discutir sobre sus radiografías.

Sacó un bolígrafo del bolsillo del pecho de su bata y lo usó como puntero.

—¿Ven esta protuberancia redondeada en la base del cráneo? Los paleontólogos la llaman moño occipital…

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